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Authors: Francisco Pérez de Antón

El sueño de los justos (13 page)

BOOK: El sueño de los justos
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—Pues vaya usted, si le apetece —dijo
Basilio
—. Yo me quedo. Puedo ir vestido de lana, pero no tengo espíritu de oveja.

Sebastián
cruzó el espacio que le separaba de
Basilio
con intención de agredirle, pero varios miembros del club lo impidieron.

—¡Por favor, hermanos, no saquemos las cosas de quicio! ¡Razonemos! —dijo Joaquín.

Saint-Just
observó unos momentos a aquel burgués atildado, gente de dinero nuevo que, siendo tan religioso, no podía a su juicio ver con claridad los problemas del país.

—Se acabaron las razones, caro
Petronio
—le dijo en tono impertinente—. Y cuando las razones se acaban, hay que reemplazarlas por... ya sabe usted... otras cosas.

Luego, tomando en la mano el sombrero y, saludando a los presentes, gritó con emocionado tono:

—¡Los que estén con el hermano
Sebastián
y conmigo, que nos sigan! ¡Viva la revolución liberal! ¡Abajo la tiranía de los sables, las sotanas y el dinero!

Y ciñéndose el panamá en las sienes, se encaminó con gesto decidido a la puerta del salón seguido por
Sebastián
y el grupo de radicales.

6. Al borde del abismo

«Seducido por el dulcísimo aria que Alida y Elvira cantaban, el público fue cayendo en una especie de arrobo conventual. El aria llevaba por título
Che soave zeffiretto
y su letra y su música hicieron olvidar el temor que había despertado la intempestiva marcha del presidente. Las delicadas voces de las divas nos trasladaban a un lugar ensoñador, lejos de nuestra bárbara realidad, donde una aristócrata dictaba a su doncella una carta de amor, arrullada por la plácida brisa que llegaba de un bosquecillo. Pero hete aquí que, cuando más conmovida me hallaba escuchando aquella música, aparece por el corredor lateral de la platea un chiflado dando gritos con un revólver en la mano.

»Las dos divas, que fueron las primeras en verlo, dieron un grito y huyeron despavoridas hacia el foro. Un empleado quiso correr el telón, pero todo lo que consiguió fue apagar algunas candelas del proscenio y oscurecer más el teatro.

»De un salto, el terrorista se encaramó en el tablado y desde allí se puso a disparar a la lámpara de almendrones, al gallinero y a los palcos, al tiempo que vociferaba:

»—¡Que viva la libertad y mueran los cachurecos!

»Tengo por cosa segura que los primeros instantes que pasó Damocles con la espada sobre su cabeza debieron de ser angustiosos, pero también estoy convencida de que, a medida que pasaban las horas, su miedo fue disminuyendo hasta volverse soportable. Al fin y al cabo, una se acostumbra a vivir con la idea de la muerte. Y que te caiga una espada de punta o te mueras en la cama es sólo cuestión de tiempo. El miedo repentino, en cambio, es ingobernable. Te convierte en un pollo sin cabeza que corre de aquí para allá, sin ton ni son, incapaz de pensar ni de atender a razones. Y eso fue lo que ocurrió aquella noche en el teatro, cuando las casi mil personas que lo llenaban resolvieron escapar de él a un tiempo.

»Los balazos a la suntuosa lámpara de cristal de Bohemia que pendía de la techumbre provocaron una granizada de vidrios que se vinieron a tierra como dardos y la gente huyó despavorida hacia las salidas de la platea. Todos queríamos escapar a la vez y, de resultas, las tres puertas quedaron atascadas en menos que te lo cuento.

»La tía y yo salimos por el corredor que daba a los palcos y logramos alcanzar el vestíbulo, pero allí nos vimos atrapadas por una marea de gente que nos llevaba de un lado a otro sin que fuéramos capaces de enderezar el rumbo hacia la entrada principal. Recuerdo haber visto un violín en alto, flotando en las manos de su dueño y, a mis pies, zapatos, cuentas de collar sueltas, un sombrero de copa hecho trizas. El caos se había apoderado del vestíbulo, en tanto las salidas de la platea vomitaban espectadores angustiados que empujaban sin miramientos a una multitud cada vez más apretada y ansiosa.

»Doña Anita Arce se abría paso a sombrillazos y, pálido como la muerte, Esnaola, el aeronauta, oteaba por encima de las cabezas, como una gran zancuda blanca que buscara algún claro para alzar el vuelo. Aquel hombre que surcaba sin miedo los espacios siderales era la viva imagen del terror, pero no el único. La claustrofobia que, como todo trastorno súbito, afecta más a los inseguros y a los débiles, se desataba en horrendos alaridos que ponían los pelos de punta.

»Hay muchas maneras de morir, pero cuento que la muerte colectiva sea la más horrible de todas. Ver a tus semejantes estremecidos de terror aviva aún más el tuyo y libera todas las furias que la educación tiene sujetas. Cuán pronto en presencia del pánico se descomponen los modales y con qué rapidez regresamos a nuestra condición más primitiva. De improviso nos habíamos convertido en chusma. Gritábamos como la chusma, maldecíamos como la chusma, nos agredíamos como la chusma. Habíamos dejado de ser refinados liberales y adustos conservadores que asistíamos a una función de ópera. Éramos sólo una turba que pretendía abrirse paso a patadas y empujones. A poca distancia de nosotras, una dama se había desmayado y el esposo pedía a gritos que le dejaran salir para llevarla a algún sitio donde pudiese respirar. Pero nadie, absolutamente nadie, atendía a sus ruegos. Las dos escaleras de piedra tallada que conducían a los pisos superiores estaban también atestadas de gente que descendía aterrorizada y que, aprovechando la gravedad y la altura, empujaban sin miramientos al gentío que se apretaba en el
foyer
y causaban peligrosas oleadas que amenazaban con asfixiar a quienes apenas si podíamos movernos.

«Cuando recuerdo la escena no puedo ver otra cosa que una manada de ganado atrapada en un callejón. Los aromas a perfume francés y a jabón de Nueva Orleans se habían disipado y sólo llegaba hasta mí un fuerte olor a sudor y a cuerpo sucio, para no usar términos más repulsivos. El calor era insufrible, las apreturas no cedían y los estrujones no aminoraban. Yo trataba de proteger a la tía quien también respiraba con dificultad, pero el monstruo que tenía alrededor me atenazaba de tal suerte que no podía contener los bandazos y los empujones.

»En eso sentí una brizna de aire fresco. Alguien había abierto las dos puertas laterales que desembocan en la calle de las Beatas Indias. La presión empezó entonces a ceder y el gentío a fluir hacia la escalerilla de piedra por la que se baja a la alameda de naranjos del teatro. Sentí que resucitaba. Poco a poco, la apretada muchedumbre se fue estirando y distendiendo hasta que, desmandada por el ansia de escapar de la ratonera, nos sacó casi en volandas a la calle».

El hermano
Sarastro
tenía oído de perro rastreador. Era capaz de escuchar la carrera de un conejo a cien pasos. Pero no era ese el motivo por el que le gustaba hacer las veces de vigilante del club, sino por ser hombre celoso de la seguridad del grupo. De vez en cuando abandonaba el salón, echaba un vistazo al huerto de las acacias y volvía al recinto para seguir escuchando los debates.

Esta vez, el buen clérigo había iniciado la ronda cuando
Saint-Just
comenzaba a perorar. Quería comprobar si las voces y los pateos, especialmente ruidosos esa noche, se escuchaban afuera. Pero nada se movía en el huerto y las voces del salón eran allí inaudibles.

Fue entonces que alcanzó a percibir unos golpes bajo la trampilla que daba acceso al túnel de las salazones. Uno, dos.. .tres, uno, dos.. .tres, el último de ellos más espaciado que los otros dos. Era la tríada masónica, la clave que don Jaime Segura había establecido para identificar al que llegaba. Uno, dos...tres, libertad, igualdad, fraternidad. Uno, dos...tres, fortaleza, sabiduría, belleza.

Sarastro
tiró de la trampilla y bajó los escalones que conducían al túnel. Abrió la puerta y ante él apareció el rostro de Natalio, el mozo de confianza que don Jaime tenía en la cuadra, al otro lado del pasadizo subterráneo.

—Don
Sarastro
... —dijo con expresión de susto.

—¿Qué ocurre, Natalio? ¿A qué vienen esas prisas?

—Hay gente armada en el patio de carruajes. Soldados. Vienen a hacer un cateo. Tienen que irse de aquí, pero ya. Don Jaime me ha dado esta llave para usted. Es la de la puerta.

—¿Qué puerta?

—La que da al potrero de Rubio.

—Yo no he visto ahí ninguna puerta.

—Está simulada detrás de las cortinas.

Sarastro
subió la escalera y volvió corriendo al salón justo cuando
Saint-Just y su
grupo se retiraban de allí para unirse a la manifestación contra el Gobierno.

—No se puede salir —les dijo con gesto imperativo—. No por este lado.

Sarastro
empujó a todos hacia el interior, cerró la puerta y dijo a gritos:

—¡Hay gente armada en la calle, creo que han venido a detenernos!

Los miembros de la hermandad se miraron unos a otros sin saber qué hacer ni decir.

—¡Alguien nos ha delatado! ¡Tenemos que salir de aquí cuanto antes!

Con un ademán violento,
Sarastro
descorrió el oscuro cortinaje que cubría la pared del fondo. En una de las esquinas había una pequeña puerta pintada de blanco. Metió la llave en la cerradura, abrió y dijo en tono de apremio:

—¡No hay tiempo que perder! ¡Salgan todos al potrero y procuren dispersarse! ¡Apúrense!

En la puerta principal del Teatro de Carrera, una docena de gendarmes se esforzaba en desatascar desde fuera las tres puertas de salida que daban a la escalinata de la fachada. Cerca de ellos, el capitán Jerez observaba con preocupación el lento proceso de sacar a la gente a tirones entre gemidos y sofocos. Su terquedad en mantener a los espectadores dentro del edificio para revisarlos uno a uno según iban saliendo, por ver si identificaba al terrorista, había dado lugar al tapón. Y cuando finalmente abrió las tres puertas, el problema era ya irresoluble: el río de gente que, agolpado en el vestíbulo se esforzaba por salir, fluía como cuentagotas.

Un asistente subió las gradas de la escalinata de dos en dos y, con el resuello perdido, acertó a decir:

—¡Viene gente, mi capitán!

—¿De qué hablas?

—Se han reunido en la universidad y ahora bajan hacia aquí por Beatas y Mercaderes.

—¿Hacia aquí, hacia el teatro?

—Sí, mi capitán.

—¿Cuántos son?

—Yo digo que unos cien.

—¿Y qué aspecto tienen?

—Es gente joven, mi capitán.

—¿Están armados?

—No, pero traen antorchas. Y vienen cantando.

—¿Cantando?

—Sí, mi capitán.

—¿Y qué cantan?

—Saber, mi capitán.

—¡Espinóla! ¡Moreno!

Dos oficiales acudieron al llamado de Jerez.

—Reúnan a los hombres en las dos esquinas que dan al frente del teatro. Traigan también a los que vigilan la fachada trasera. ¡Y sáqueme de aquí a toda esa plebe de limosneros, aguadores y melcocheras!

—¡A la orden, mi capitán!

—¡Tengan cargadas las armas y, al primer intento de bochinche, hagan fuego sobre esos cabrones!

El capitán Jerez aguzó el oído.

Como un creciente redoble, arrebatados y roncos, llegaron hasta sus oídos los estremecedores compases de La Marsellesa.

Saint-Just
, Arcadio, Joaquín y Néstor fueron los últimos en salir del salón y juntos corrieron hacia el sur de la ciudad, por donde habían escapado los demás cofrades. Pero unas voces que gritaban alto y amenazaban con disparar les hicieron detenerse en seco.

Néstor se volvió creyendo que los soldados respetarían la intimidante orden, pero un brevísimo destello y el estampido de un arma, una fracción de segundo después, le convencieron de que no era así. Alguien disparaba desde la azotea del mesón y la orden de alto sólo tenía el propósito de que el blanco se quedara quieto.

De un brinco se pegó a la pared y le dijo a Arcadio en son de broma:

—Si no dan a un toro de día, qué van a dar a unos gatos de noche. ¡Vámonos de aquí antes de que ese desgraciado vuelva a cargar el fusil! ¡A la de tres!

A sus espaldas sonaron otras dos detonaciones, pero ninguno de los fugitivos se detuvo. Por el contrario, los silbidos de los proyectiles y las diminutas polvaredas que brotaban a sus pies sólo sirvieron para avivar la estampida.

Se abrieron paso a trompicones por un zacatal que les llegaba al cuello y que la estación seca había tornado quebradizo y ruidoso. Las cañas, matorrales y encinos que salían a su paso les forzaban a describir una línea irregular.

Y a medida que se alejaba del mesón, el grupo se iba convirtiendo en una sombra que se fundía suavemente con la noche.

Arcadio respiraba con dificultad, como un ave acalorada, y
Saint-Just
no se apartaba de Néstor, quien, con una mano en el morral y otra en el sombrero, marcaba el ritmo de la carrera.

Hendiendo los resquicios abiertos en el pastizal o apartándolo a pisotones, dieron con una vereda de ganado. Su trazo, sin embargo, no era recto. Serpenteaba por entre el zacate y era una invitación a la sorpresa, pero la fatiga les empezaba a afectar. Habían disminuido la velocidad de la carrera y el resuello se volvía angustioso.

—¡Un poco más, un poco más! —gritaba Néstor.

A la vuelta de un recodo del sendero, apareció un declive sin vegetación más allá del cual alcanzaron a ver un espacio donde no llegaba la luz de la luna.

El potrero concluía abruptamente allí, a pocos pasos de un arrecife casi vertical.

Mientras sus compañeros se reponían, doblados y boqueando, Néstor buscó el rastro de algún camino en la ladera del despeñadero, pero el precipicio estaba cortado a tajo y no había indicios de que se pudiera bajar por allí.

En el suelo halló cáscaras de naranja, semillas de jocote, puntas de puro y fósforos apagados.

—Es un puesto de cazadores —dijo—. Esperan aquí el paso de las palomas que cruzan el barranco.

—¿Y ahora? —preguntó con sarcasmo
Saint-Just.

Tenía en los labios su habitual rictus de desprecio y demandaba una respuesta en 1111 tono que parecía culpar a

Néstor por la situación en que se hallaban.

Néstor no contestó.

—¿Estás bien? —le preguntó a Arcadio, quien se enjugaba el sudor con un pañuelo.

—Lo estaré en dos minutos.

—Noté que tenías dificultades para respirar.

—Me ocurre a veces. Ha sido una carrera larga —se excusó Arcadio con una sonrisa.

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