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Authors: Francisco Pérez de Antón

El sueño de los justos (4 page)

BOOK: El sueño de los justos
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»No digo que no tuviese razón. Siempre sentí por mi tía una devoción filial. Pero yo ya tenía diecinueve años y pensaba que me estaba haciendo vieja. No podía ir sola a ningún lado y, cuando salía a la calle, era para ir de visitas. Era terca y caprichosa y deseaba mi autonomía al precio que fuese. Pero la tía no me la daba. Según ella, yo carecía aún de la madurez imprescindible para manejar situaciones como las que, por desgracia, habría de enfrentar muy pronto.

»El despacho del licenciado Solís había sido hasta entonces parte del pequeño mundo en el que yo vivía: ambientes amistosos, buenos modales, vida serena y alejada de un mundo tan primitivo y brutal como lo es el nuestro. Mi tía me había encerrado de buena fe en aquella burbuja, luego de que mis padres fueron asesinados en las inmediaciones de Bárcenas, cuando se dirigían a La Antigua.

»En cuanto a Néstor, llevaba poco tiempo en Guatemala. Acababa de volver de Londres donde su padre le había tenido esos años que te digo con el fin de impedir que la madre se lo diera a los franciscanos. Su hermano mayor había profesado los votos perpetuos en la Compañía de Jesús y al padre le parecía que un cura en la familia era más que suficiente. Y para rematar la faena, casó precipitadamente a su hija para evitar que ingresara en las Beatas de Belén.

»Don Valdemar, que así se llamaba el señor, era todo lo laico y mundano que se podía ser entonces. Yo no le conocí, pero era dueño, al parecer, de un gran atractivo personal. Le gustaba el buen comer, el buen puro y el buen ron. Y una alcahueta de confianza le tenía siempre a punto alguna muchachita de esas que despiertan precozmente a los calores.

»El señor negociaba en algodón e importaba de Inglaterra arados, rastras y esas cosas. No tenía suficientes haberes como para educar a su hijo como deseaba, es decir, lejos de un ambiente asfixiante como el nuestro, pero su corresponsal en Londres aceptó tenerlo de pupilo. Don Valdemar quería que su hijo aprendiera inglés y los fundamentos del comercio internacional. Habiendo aquí tantos abogados, y tan pocos pleitos, razonaba, la carrera de Derecho no le parecía muy prometedora. Y a esa otra carta apostó el futuro de su hijo.

»Pero a Néstor no le iban los negocios, sino el derecho y las artes. Londres le había refinado y sus gustos y su modo de pensar chocaban con nuestra mentalidad aldeana. Había además un ambiente desdeñoso y hostil hacia la inteligencia. Todo lo que venía del exterior, o era malo o se prohibía sin más trámite. En el mundo se libraba una batalla por la libertad, la razón y la tolerancia, pero aquí no nos habíamos enterado. O no nos queríamos enterar. Los vientos de cambio que soplaban en Europa, se decía, había que desviarlos por ser infectos. Y aunque nadie nombraba abiertamente la bendita infección, los conservadores se referían a ella con el nombre de la conspiración liberal-masónica.

«Néstor regresó de Inglaterra el año en que su padre entregó el alma, de improviso, mientras se ventilaba a una jovencita un día de mucho calor. El suceso dio mucho que hablar y las damas conservadoras, que atribuyeron el hecho a un castigo divino, lo utilizaron para subrayar la imagen de esposo pervertido que se habían hecho de ion Valdemar y la de esposa sin tacha que tenían de doña Genoveva.

»A Néstor le costó readaptarse. Casi dos años inmerso en una sociedad como la británica, habían alterado su visión del mundo. Tal vez las personas que, como tú, han permanecido más tiempo fuera, puedan encontrar a su regreso algunos cambios. Néstor no encontró ninguno. Todo seguía igual que antes: la misma pobreza, la misma intolerancia, el mismo quietismo. Creía tener una responsabilidad con su país, pero no sabía cómo asumirla ni encauzarla. El mundo, solía decir, marchaba al compás de dos relojes. Uno era el
Big Ben;
el otro, el de la catedral de Guatemala. Y ya iba siendo hora de que el nuestro fuera reemplazado por otro más diligente.

»Al nomás llegar, dejó el negocio del algodón y las máquinas en manos del marido de su hermana, buscó empleo en el bufete de don Ernesto y se unió al club clandestino que te he mencionado. Necesitaba recobrar el sentido de pertenencia, erosionado durante su larga estancia en Europa, pero extrañaba muchas cosas del mundo que había dejado atrás, como la música, los libros y, sobre todo, el teatro.

»En Londres lo había frecuentado con el corresponsal de su padre, un inglés sin hijos, masón y con mucho dinero a quien Néstor llamó siempre mister Ross. Allí tomó clases de arte dramático de las cuales le quedó el gusto por actuar, disfrazarse, hacer muecas e imitar voces. Tenía facilidad para eso. De manera que, a poco de llegar, se inscribió en la Sociedad Dramática de Aficionados y empezó a actuar en un teatrillo situado en la calle del Cuño, arriba de la Plaza de Armas, al cual había que ir con silla porque no había donde sentarse.

»Una tarde acudí a verlo. Fue una revelación. No podía creer que aquel hombre fuese el mismo que nos atendía en el bufete. Qué magia o qué misterio esconde una persona para que, al salir a un escenario, te haga sentir piedad, rabia o dolor es algo que nunca me he sabido explicar. Pero Néstor tenía ese don: sabía hacer del disimulo un arte y pasar del mundo real al inventado, y viceversa, sin que una lo notara. Le encantaba fingir allá arriba, a sabiendas de que el público quiere creer que lo que ve no es ficción sino realidad.

»Empecé a percatarme de ello la tarde que fui a verle. Interpretaba el Segismundo de
La vida es sueño,
una de las pocas obras que los jesuítas permitían representar por aquellas fechas. Un drama cruel donde los haya, te cuento. Imagina a un recién nacido cuyo padre, el rey de Polonia, le condena a cadena perpetua en una prisión, incomunicado y lejos de toda relación con el mundo. El Zodíaco había anticipado al monarca que su hijo sería un mal hombre y un mal gobernante. Y encerrado en la soledad de la prisión, el niño se hizo adulto.

»Creo que Néstor se sentía en su salsa interpretando aquel papel. Había vivido más de veinte años en este áspero, primitivo y remoto paraje del mundo, en esta apartada prisión que la dictadura de Cerna regía. Al igual que Segismundo, Néstor sale un día de ella, conoce la libertad y la civilización, y cuando regresa, viéndose de nuevo en prisión, cree que lo que ha vivido es un sueño.

»Ese al menos creía yo era el motivo de que Néstor hubiese querido encarnar en las tablas al príncipe de Polonia. Sólo semanas más tarde, cuando la policía le buscaba por toda la ciudad, comprendí la verdadera causa de que hubiese elegido ese papel y de que lo interpretara con tanta vehemencia».

Al ver los árboles de la Plaza de la Victoria, el verdor de las cañas, los arbustos y, más que ninguna otra cosa, el tupido zacate que crecía profusamente en su entorno,
Langosto
debió de sentir una punzada de nostalgia y se adentró en aquel espacio que llamaban plaza, pero que no era sino un lugar abandonado a causa de la desidia del alcalde.

Los vaqueros que le seguían se detuvieron. Ninguno se atrevía a meterse en el herbazal y resolvieron esperar acuclillados fuera de la plaza a que el animal diera señales de vida. Pero no tuvieron que hacer antesala mucho tiempo. Minutos más tarde, la rizada testuz de
Langosto
asomaba de nuevo por entre la cortina de cañas. Debió de disgustarle el olor de las aguas fecales que la gente arrojaba en el basurero, oculto tras la vegetación. Y al descubrir otra vez la calle por la que había llegado hasta allí, saltó al empedrado y corrió hacia los mozos, los cuales empezaron a gritarle y a atraerle en dirección al Calvario. Pero, seguramente recordando que aquel juego con los caporales no le llevaría a buen puerto,
Langosto
interrumpió la carrera,

dio la espalda a los vaqueros y enderezó su trote hacia el convento de San Francisco.

El muro del blanquísimo edificio, ornado con un elegante ventanaje pintado de negro, corría a lo largo de la Calle Real y concluía en una esquina remetida donde se unía a la fachada del templo para conformar con éste un pequeño atrio. Y fue precisamente en ese espacio donde la errabunda mirada de
Langosto
vio algo que llamó su atención.

Nada de particular. Sólo el animado mercadillo que a esa hora del día se empezaba a animar allí con gentes de toda laya.

«La vida es sueño
no era costosa de montar. Dos telones mal pintados, unas cuantas barbas postizas, maquillaje del barato, una docena de caites, unos gorros de cartón y unas pocas túnicas bastaban. Pero la verdadero razón de que Néstor hubiese elegido esa obra era el monólogo de Segismundo, el cual declamaba con una emoción imponente. Tú sabes, esos versos en los que el príncipe de Polonia se queja de tener menos libertad que un arroyo, un bruto, un pez y un ave.

»Los jesuítas no se habían percatado de cuán subversivos podían ser los versos de Calderón de la Barca. Estaban demasiado ocupados en los asuntos de Gobierno, imagino. Sólo se habían fijado en el fondo teológico de la obra, como el desprecio de este mundo o el inquietante mensaje del más allá, y no se habían detenido a meditar en el profundo mensaje que impartía sobre el libre albedrío de las personas.

»Néstor se sentía, como te digo, muy identificado con aquel príncipe encerrado en una torre por su cruel padre, el rey Basilio. Y la noche que le fui a ver, recitó su papel sin dejar de mirarme y sabedor, estoy convencida, de la seducción que sus palabras y su voz ejercían en mi persona. Para mí fue el lastimero
‘¡ay mísero de mí, ay infelice!’
con el que Segismundo expresaba el dolor que le causaba su encierro. Ante mí se arrodilló en sus trances más emotivos, como cuando exclamaba ‘
pues que la vida es tan corta/ soñemos alma, soñemos’.
Y a mí, en fin, se dirigió toda la noche, al extremo de hacerme sentir que yo era la única espectadora.

»Las palabras, las benditas palabras. Son encubridoras y engañosas, es verdad, pero ¿quién no se deja seducir por ellas? Néstor tenía la virtud, además, de hacerlas repicar como campanas. Estremecía verlo cargado de cadenas y grilletes y vestido con pieles de chivo frente a un público tan elemental como el nuestro, que se burla de cualquier cosa y que, no obstante, le escuchaba absorto. Era ciertamente un hombre transformado. Ni su timbre de voz ni su dicción eran los que yo conocía, y su rostro estaba tan bien maquillado que parecía el de un cadáver y no el suyo.

»Ese día no me cupo ya ninguna duda de que, tras la personalidad del joven abogado, se escondía otra distinta que yo no acertaba a descifrar. Hay personas que no cambian y con las cuales te sientes muy cómoda por la sencilla razón de que siempre resultan predecibles. Con Néstor, en cambio, sucedía justamente lo opuesto».

Langosto
se detuvo y tomó aire. Con el hocico entreabierto, miraba a un lado y a otro, como si quisiera hallar un norte. Los jadeos estremecían su musculatura de la cabeza a los cuartos traseros, al paso que su testuz, enhiesta y arrogante, y sus pitones apuntando al cielo, le daban el

aspecto de un minotauro atrapado en un laberinto donde no había sido su intención entrar.

La fachada de la iglesia franciscana, de sosegado estilo neoclásico, difería de la más austera del convento y sus dos oscuras torres de traza piramidal. El conjunto, sin embargo, era cautivador, pero siendo
Langosto
el ser irracional que era, esta limitación le impedía valorar ninguna clase de arte. De otro lado, la miopía congénita en los animales de su estirpe no le permitía tener certeza alguna de lo que veían sus ojos: treinta o cuarenta personas, ajenas a la presencia del cornúpeta, que mercaban y curioseaban entre tenderetes de dulces, frutas, medallas, baratijas, santos y candelas, objetos que a
Langosto
le traían sin cuidado.

Ahora bien, las faldas de las mengalas, mujeres de extracción popular nacidas a la sombra del mestizaje que, para distinguirse de las indígenas, vestían un refajo blanco hasta los pies y blusa de mangas abombadas, sí llamaron la atención de
Langosto
. Había un buen número de ellas vestidas así que iban y venían por el atrio. Y siendo una tela en movimiento todo lo que un toro bravo necesita para atraer su atención, el flamear de las faldas lo excitaron a tal grado que su irascibilidad natural se desató, de súbito, en un espantoso mugido y una arrancada devastadora.

«Aquel día de fines de marzo, último de la temporada taurina, fuimos de nuevo al bufete con la tía Emilia. Acababan de subir del Puerto San José el nuevo piano, un precioso Bösendorfer, encargado quince meses antes a Alemania, y la tía quería asegurarse de que los agentes de don Ernesto Solís lo sacaran ese día de la aduana.

»Pero las prisas, no eran por el piano, sino por lo que venía dentro. Mi tía se tenía con don Ernesto negocios que yo ignoraba. Y esa mañana, en concreto, había ido a pedirle que, costara lo que costase, no quería que nadie abriese la caja donde venía el Bösendorfer.

«El antedespacho era un horno. El verano se había dejado venir y, con el balcón cerrado, el bochorno era insoportable. Néstor escribía en un librote, mientras yo me abanicaba, pues siempre he sido sensible al calor. Con un poquito que suba la temperatura, ya estoy que no me soporto.

»De improviso, bajó la pluma al libro y con aquella sonrisa afectuosa que a una le daban ganas de comérsela a besos, dijo:

»—¿Tiene calor, Clarita?

»Yo le devolví la sonrisa y asentí. El se levantó del asiento, se dirigió al balcón que daba a la Calle Real y abrió una de sus hojas. El aire de la calle entró con ímpetu, acompañado del murmullo de los marchantes que se movían por el atrio de San Francisco. Luego entró a un cuarto contiguo y salió de él con un vaso de limonada. Me lo dio v se sentó junto a mí.

»Era la primera vez que lo hacía y, cuando le sentí a mi lado, reparé de que no era el calor del verano lo que me tenía sofocada, sino otro más difícil de aplacar que me ascendía del pecho y se volvía llama en las mejillas.

«Diecinueve años, qué más te puedo decir. No sabía dónde poner los ojos ni qué hacer con el vaso de limonada, pero te juro que si Néstor se hubiese sobrepasado, no habría hecho ningún esfuerzo por impedírselo.

»—¿Irá esta tarde a los toros, Clarita?

»—No —le dije—. A la tía Emilia no le gusta ese espectáculo. Y a usted, licenciado, ¿le gustan los toros?

»—Me gustan, pero no al extremo de lo que dice un amigo.

»—¿Y qué es lo que dice su amigo?

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