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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

El tren de las 4:50 (13 page)

BOOK: El tren de las 4:50
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—¿Por qué?

—¡Cuántas cosas quiere usted saber! Alfred ha resultado ser la oveja negra de la familia. No ha acabado en la cárcel, pero no le ha faltado mucho. Durante la guerra, estuvo en el ministerio de Abastecimientos, pero tuvo que dejar su puesto en circunstancias algo oscuras. Y después se metió en negocios turbios con las frutas envasadas y con huevos. Nada a lo grande. Sólo algunas operaciones dudosas.

—¿No es algo imprudente contar todas estas cosas a una persona extraña?

—¿Por qué? ¿Es usted una espía de la policía?

—Podría serlo.

—No lo creo. Estaba usted aquí trabajando como una negra antes de que la policía se interesase por nosotros. Yo diría...

Se interrumpió cuando su hermana Emma apareció por la puerta del huerto.

—Hola, Emma. Pareces preocupada.

—Lo estoy. Quiero hablar contigo, Cedric.

—Tengo que volver a la casa —dijo Lucy con tacto.

—No se vaya —protestó Cedric—. Este asesinato la ha convertido a usted prácticamente en una de la familia. Tiene derecho a enterarse.

—Tengo mucho quehacer —replicó Lucy—. Sólo vine a recoger un poco de perejil.

Se marchó del huerto. Cedric la siguió con la vista.

—Guapa muchacha. ¿Quién es en realidad?

—Oh, es muy conocida —contestó Emma—. Se ha especializado en esta clase de trabajo. Pero deja estar a Lucy Eyelesbarrow. Cedric, estoy muy inquieta. Al parecer, la policía cree que la mujer muerta era una extranjera, quizás una francesa. Cedric, ¿crees que podría ser Martine?

Por un momento Cedric la miró como si no comprendiese.

—¿Martine? Pero ¿quién demonios...? Oh, ¿te refieres a Martine?

—Sí. ¿No crees que...?

—¿Por qué había de ser Martine?

—Si te paras a pensarlo, es extraño que enviase aquel telegrama. Y fue más o menos por las mismas fechas. ¿Crees que pudo venir y...?

—Tonterías. ¿Por qué había de venir hasta aquí y dirigirse al granero? ¿Con qué objeto? A mí me parece una idea descabellada.

—¿No crees que debería decírselo al inspector Bacon o al otro?

—¿Decirle qué?

—Hablarle de Martine y de su carta.

—Escucha, hermanita, no quieras complicar las cosas sacando a relucir historias que no tienen nada que ver con todo esto. En todo caso, yo no he estado nunca muy convencido de la autenticidad de esa carta de Martine.

—Yo sí.

—Tú siempre estás dispuesta a creer lo imposible, hermanita. Mi consejo es que mantengas la boca cerrada. A la policía le corresponde identificar el cadáver. Apuesto a que Harold te diría lo mismo.

—Ya sé que Harold lo diría. Y Alfred también. Pero estoy inquieta, Cedric, verdaderamente inquieta. No sé qué debo hacer.

—Nada. Continúa con la boca cerrada. No hay que llamar al mal tiempo, ése es mi lema.

Emma Crackenthorpe suspiró. Volvió lentamente a la casa con la conciencia inquieta.

Al llegar a la calzada de entrada, vio al doctor Quimper salir de la casa y abrir la puerta de su viejo Austin. El médico se detuvo al verla y se dirigió a su encuentro.

—Bien, Emma, su padre está perfectamente. Al parecer le van los asesinatos. Le ha despertado interés por la vida. Se lo recomendaré a otros pacientes míos.

Emma sonrió mecánicamente. El doctor Quimper era un hombre perspicaz, y no pasó por alto la reacción de Emma.

—¿Le ocurre algo?

Emma le miró. Confiaba mucho en la benevolencia y comprensión del doctor. Se había convertido en un amigo. Su calculada brusquedad no la engañaba. Conocía la bondad que había detrás.

—Sí, estoy inquieta.

—¿Le importa decirme porqué? No lo haga si tiene reparos.

—Me gustaría contárselo. Aunque en parte ya sabe usted cómo es. No sé qué hacer.

—Siempre he confiado plenamente en su buen juicio. Cuanto usted decida, estará bien. ¿De qué se trata?

—Recordará, o quizá lo haya olvidado, lo que una vez le dije a propósito de mi hermano, el que murió en la guerra.

—¿Aquello de que se había casado o pensaba casarse con una muchacha francesa?

—Sí. Lo mataron a poco de haber recibido yo aquella carta. Y de la muchacha no volvimos a saber nada. De hecho conocíamos únicamente su nombre de pila. Suponíamos que nos escribiría o que aparecería por aquí, pero nunca lo hizo. Nunca supimos nada hasta hace cosa de un mes, poco antes de Navidad.

—Lo recuerdo. Recibió usted una carta.

—Sí. Decía que estaba en Inglaterra y que vendría a vernos. Todo estaba dispuesto y, luego, en el último momento, envió un telegrama avisando que debía volver inmediatamente a Francia.

—¿Y bien?

—La policía cree que la mujer que fue asesinada era francesa.

—¿Eso creen? A mí me pareció que tenía más bien un tipo inglés, pero nunca se sabe. ¿Y lo que la inquieta a usted es, entonces, la posibilidad de que la muerta pudiera ser la novia de su hermano?

—Me parece muy improbable. Pero, de todos modos, comprendo sus sentimientos.

—Me preguntaba si no debería informar a la policía de todo esto. Cedric y los otros dicen que no hay ninguna necesidad. ¿Qué opina usted, doctor?

—¡Hum! —El doctor Quimper frunció los labios y guardó un breve silencio ocupado en sus reflexiones. Luego dijo casi como a su pesar—: Desde luego, es mucho más sencillo no decir nada. Comprendo que sus hermanos digan eso. Y sin embargo...

—¿Sí?

El doctor Quimper la miró, con un brillo afectuoso en la mirada.

—Yo seguiría adelante y les informaría. Continuará usted inquieta si no lo hace. La conozco.

Emma se sonrojó un poco.

—Quizá sea una tontería.

—Haga lo que le parezca mejor, querida, ¡y mande a paseo al resto de la familia! Yo la apoyaré en lo que haga falta.

Capítulo XII

¡Muchacha! ¡Eh, muchacha! Venga aquí. Lucy volvió la cabeza sorprendida. El viejo Mr. Crackenthorpe la llamaba con enérgicas señas.

—¿Me llamaba usted, Mr. Crackenthorpe?

—No hable tanto y entre.

Lucy obedeció al imperioso dedo. El anciano la cogió por el brazo, la hizo pasar y cerró la puerta.

—Quiero enseñarle algo.

Lucy miró a su alrededor. Se hallaban en una pequeña habitación, evidentemente destinada a despacho, pero con señales igualmente claras de no haber sido utilizada desde hacía mucho tiempo. Había montones de papeles polvorientos sobre el escritorio y telarañas en los rincones del techo. El aire olía a rancio.

—¿Desea usted que limpie esta habitación?

El viejo Crackenthorpe meneó la cabeza con violencia.

—¡Ni se le ocurra! La mantengo cerrada. A Emma le gustaría husmear por aquí, pero no se lo permito. Ésta es mi habitación. ¿Ve estas piedras? Son muestras geológicas.

Lucy vio una colección de unos doce o catorce trozos de roca, algunos de ellos pulidos y otros ásperos.

—Preciosos —dijo indulgentemente—. Muy interesantes.

—Tiene usted toda la razón. Son interesantes. Y no se los enseño a todo el mundo. A usted le enseñaré mis otras cosas.

—Es usted muy amable, pero tengo que continuar con mis quehaceres. Con seis personas en la casa...

—¡Que acabarán comiéndose también mi casa! ¡Eso es todo lo que hacen cuando vienen aquí! ¡Comer! Y ni siquiera se ofrecen a pagarme lo que comen. ¡Sanguijuelas! Sólo esperan todos a que me muera. Bueno, no voy a morirme todavía. No voy a morirme para darles gusto a ellos. Soy bastante más fuerte de lo que Emma cree.

—Estoy segura de que sí.

—Ni soy tampoco tan viejo. Ella me presenta como a un anciano, y me trata como si lo fuera. Pero usted no lo cree, ¿verdad?

—Naturalmente que no.

—Inteligente muchacha. Eche una ojeada a esto.

Le indicó un gran dibujo amarillento colgado de la pared. Se trataba de un árbol genealógico. Una parte del mismo estaba hecho con trazos tan finos que se hubiera necesitado una lupa para leer los nombres. No obstante, los antepasados remotos aparecían en grandes y majestuosas letras mayúsculas, con coronas sobre los nombres.

—Descendientes de reyes —dijo Crackenthorpe—. Es el árbol genealógico de mi madre, no el de mi padre. ¡Mi padre era un plebeyo! ¡Un hombre vulgar! No sentía simpatía por mí. Siempre estuve muy por encima de él. Yo salí a la familia de mi madre. Tengo una sensibilidad natural para el arte y la escultura clásica. A él, en cambio, no le interesaba nada de eso, viejo idiota. No recuerdo a mi madre, murió cuando yo tenía dos años. Era la última de su familia. Estaban arruinados y ella se casó con mi padre. Pero mire aquí: Edward el Confesor, Ethelred el Desprevenido, toda la lista. Y eso fue antes de que llegaran los normandos. Antes de los normandos, eso es muy importante.

—Lo es, ciertamente.

—Ahora voy a enseñarle otra cosa.

La guió a través de la habitación hasta un enorme mueble de roble oscuro. Con algo de inquietud, Lucy notaba la fuerza de los dedos que aferraban su brazo. Ciertamente, no parecía que Crackenthorpe fuese débil en ningún aspecto.

—¿Ve esto? Vino de Lushington, la residencia de la familia de mi madre. Es isabelino. Se necesitan cuatro hombres para moverlo. Usted no sabe lo que guardo en su interior. ¿Desea que se lo enseñe?

—Sí, enséñemelo.

—Curiosa, ¿verdad? Todas las mujeres son curiosas.

Sacó una llave del bolsillo y abrió la puerta del armario inferior. De allí sacó una pequeña arca que parecía sorprendentemente nueva y la abrió.

—Eche una ojeada aquí, querida mía. ¿Sabe lo que es esto?

Levantó un paquete cilindrico. Abrió un extremo y varias monedas de oro cayeron en su mano.

—Mírelas, jovencita. Mírelas y tóquelas. ¿Sabe lo que son? ¡Apuesto a que no! Es usted demasiado joven. Soberanos, eso es lo que son. Soberanos de oro. Lo que usábamos antes de que se pusieran de moda todos esos sucios trozos de papel. Valen mucho más que todos esos papeles estúpidos. Los reuní hace mucho tiempo. Y tengo también otras cosas en esta arca. Todo preparado para el porvenir. Emma no lo sabe. Nadie lo sabe. Es nuestro secreto, ¿comprende, muchacha? ¿Sabe por qué se lo digo y se lo enseño?

—¿Por qué?

—Porque no quiero que se figure usted que soy un anciano enfermo y acabado. Este perro viejo tiene aún mucha vida por delante. Mi esposa murió hace mucho tiempo. Siempre me llevaba la contraria. No le gustaban los nombres que les di a los hijos, buenos nombres sajones. No le interesaba el árbol de la familia. Pero yo no hacía ningún caso de lo que ella decía, y ella era una criatura pobre de espíritu: cedía siempre. En cambio, usted tiene espíritu, tiene mucho carácter. Voy a darle un consejo. No se entregue a un hombre joven. ¡Los jóvenes son tontos! Necesita usted preparar el porvenir. Espere. —Apretó con los dedos el brazo de Lucy y acercó la boca a su oído—. No le digo nada más que esto: espere. Esos estúpidos tontos se figuran que voy a morir pronto. No voy a morirme. No me sorprendería que los sobreviviese a todos ellos. ¡Y entonces, ya veremos! Oh, sí, entonces ya veremos. Harold no tiene hijos. Cedric y Alfred no se han casado. Emma... Emma ya no se casará. Le gusta Quimper, pero a Quimper nunca se le ocurriría casarse con Emma. Queda Alexander, por supuesto. Sí, queda Alexander. Y, sabe, siento simpatía por el chico, ése es el problema, le tengo cariño.

Se detuvo un momento con el entrecejo fruncido y luego dijo:

—Bueno, muchacha, ¿qué me dice? ¿Qué me dice, eh?

—Miss Eyelesbarrow...

A través de la puerta llegó débilmente la voz de Emma. Lucy aprovechó la oportunidad con gratitud.

—Miss Crackenthorpe me llama. Tengo que irme. Muchas gracias por todo lo que me ha dejado ver.

—No olvide nuestro secreto.

—No lo olvidaré.

Se apresuró a salir al vestíbulo sin estar enteramente segura de si había o no había recibido una proposición de matrimonio.

Dermot Craddock se hallaba sentado ante su escritorio en su despacho de New Scotland Yard. Reclinado en una cómoda posición, sostenía el teléfono con un codo apoyado en la mesa. Hablaba en francés, idioma que conocía bastante bien.

—No es más que una idea, ya comprenderá —decía.

—Bueno, pero una idea es una idea —contestó la voz desde la prefectura de París—. Ya han comenzado las investigaciones en esos círculos. Mi agente me informa de que tiene dos o tres pistas que prometen. Si no tienen una familia o un amante, estas mujeres pueden desaparecer de la circulación sin ningún problema, porque no hay nadie que se inquiete por ellas. Se piensa que están de gira o que se han ido con su nuevo hombre, nadie pregunta. Es una lástima que en la fotografía que me envió sea tan difícil de reconocer. La estrangulación complica las cosas. ¿Qué le vamos a hacer? Miraré ahora los últimos informes que me han traído. Es posible que haya algo. Au revoir, mon cher.

Mientras Craddock reiteraba su cortés despedida, le dejaron un papel sobre su mesa. Decía así:

Miss Emma Crackenthorpe.

Desea ver al detective inspector Craddock.

Caso Rutherford Hall.

Colgó el teléfono y le dijo al agente:

—Haga entrar a miss Crackenthorpe.

Mientras la esperaba, se reclinó en su sillón.

Así que no se había equivocado. Emma Crackenthorpe sabía algo, no mucho quizá, pero algo. Y había decidido comunicárselo.

Se levantó cuando entró la visitante, le estrechó la mano, la invitó a sentarse y le ofreció un cigarrillo, que ella rehusó. Hubo una pausa momentánea. Pensó que Emma estaba buscando las palabras adecuadas. Se inclinó hacia delante.

—¿Ha venido usted a decirme algo, miss Crackenthorpe? ¿Puedo ayudarla? Ha estado inquieta por algún motivo, ¿verdad? Alguna cosa, quizá, que le parece que no tiene relación con el caso, aunque pudiera ser que sí. Ha venido a hablarme de eso ¿verdad? Algo relativo quizás a la identidad de la mujer muerta. ¿Cree usted saber quién era?

—No, no es eso exactamente. En realidad, creo que es muy improbable. Pero...

—Pero hay una posibilidad que la atormenta. Vale más que me lo explique. Tal vez podamos ayudarla.

Emma se tomó unos segundos antes de hablar.

—Ya conoce usted a mis tres hermanos. Pero sabrá que tenía otro hermano, Edmund, que murió en la guerra. Poco antes de su muerte me escribió desde Francia.

Abrió el bolso y sacó una vieja carta que decía así:

Espero que esto no te espante, Emmie, pero voy a casarme con una joven francesa. Todo esto ha sido muy repentino pero yo sé que sentirás afecto por Martine y que velarás por ella si a mí me sucede algo. Te daré todos los detalles en mi próxima carta, que escribiré estando ya casado. Comunícaselo al viejo con precaución, ¿lo harás? Probablemente pondrá el grito en el cielo cuando se entere.

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