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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

El tren de las 4:50 (9 page)

BOOK: El tren de las 4:50
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Muy acertadamente, había contado con que evitarían de inmediato un tema tan poco grato.

—Sí, por supuesto —murmuró Wimborne—, unas tres semanas, según dice el forense. Creo sinceramente que no debemos dejarnos afectar por este desagradable suceso. —Sonrió con aire tranquilizador a Emma, que había palidecido mucho—. Al fin y al cabo, esa desdichada joven no tenía nada que ver con ninguno de nosotros.

—Ah, pero no se puede estar seguro de eso, ¿verdad? —observó Cedric.

Lucy Eyelesbarrow lo miró con cierto interés. Le intrigaban ya las sorprendentes diferencias entre los tres hermanos. Cedric era un hombre corpulento, de rostro curtido, pelo oscuro alborotado y actitud jovial. Había llegado del aeropuerto sin afeitar y, aunque se afeitó para asistir a la encuesta, llevaba aún las mismas ropas, que parecían ser las únicas que poseía: un viejo pantalón de franela y una chaqueta demasiado grande y raída. La estampa de un bohemio.

Su hermano Harold, por el contrario, era el caballero de la City por excelencia, y dirigía importantes compañías. Era alto, de porte erguido, tenía el pelo oscuro y algo escaso en las sienes, usaba un bígotito negro e iba impecablemente vestido con un traje oscuro y una corbata gris perla. Parecía lo que era: un astuto y próspero hombre de negocios.

—Realmente, Cedric —comentó con sequedad—, esa observación estaba completamente fuera lugar.

—No veo por qué. Después de todo, estaba en nuestro granero. ¿Qué había venido a hacer allí?

Wimborne carraspeó.

—Posiblemente alguna cita. Tengo entendido que todo el mundo sabía que la llave estaba fuera, colgada de un clavo.

Su tono indicaba que le ofendía el descuido que suponía esta costumbre. Y resultó tan obvio que Emma sintió la necesidad de disculparse.

—Es una costumbre que comenzó durante la guerra. Los vigilantes de la Defensa Antiaérea iban al granero a prepararse un chocolate caliente. Y luego, como no se guardaba nada de valor, continuamos dejando la llave fuera. Era cómodo para el personal del Instituto de la Mujer. Si la hubiésemos guardado en casa, hubiera sido muy molesto que alguna vez necesitaran utilizar el granero y se encontraran con que no había nadie en la casa, sólo una asistenta y nadie de servicio permanente...

No acabó la frase. Había hablado automáticamente dando una larga explicación sin interés, como si su atención hubiera estado en otra parte.

Cedric le dirigió una rápida mirada.

—¿Estás inquieta, hermanita? ¿Qué pasa?

—De verdad, Cedric, ¿no te parece que es obvio? —replicó Harold con exasperación.

—No. De acuerdo que una joven desconocida ha sido asesinada en el granero de Rutherford Hall (parece un melodrama Victoriano), y comprendo que le haya causado a Emma una fuerte impresión en el primer momento, pero Emma siempre ha sido una muchacha muy sensata, y no veo por qué continúa preocupándose por esto. ¡Qué demonio! Uno se acostumbra a todo.

—A algunas personas puede costarles un poco más que a ti acostumbrarse a un asesinato —señaló Harold agriamente—. Me atrevería a decir que los asesinatos son el pan nuestro de cada día en Mallorca.

—Ibiza, no Mallorca.

—Es lo mismo.

—En absoluto. Son islas diferentes.

—Lo que quiero decir —Harold continuó hablando— es que aunque para ti los asesinatos sean la cosa más corriente del mundo, viviendo entre latinos de sangre caliente, aquí, en Inglaterra, estas cuestiones nos las tomamos muy en serio. —Cada vez más irritado, añadió—: Y francamente, Cedric, presentarse en una encuesta judicial con esas ropas.

—¿Qué le pasa a mis ropas? Son cómodas.

—Son impropias.

—Bueno, en todo caso, son las únicas que tengo. No me he entretenido en preparar mi maleta porque tenía que venir corriendo para poder estar con la familia. Soy pintor y a los pintores nos gusta vestir cómodos.

—¿No me digas que aún estás intentando pintar?

—Oye, Harold, cuando dices "intentando pintar"...

Wimborne carraspeó de forma autoritaria.

—Esta discusión es inútil —manifestó en tono de reproche—. Espero, mi querida Emma, que me diga si puedo hacer algo más por usted antes de regresar a Londres.

El reproche produjo su efecto. Emma Crackenthorpe se apresuró a responder:

—Ha sido muy amable de su parte el venir aquí.

—Nada de eso. Era conveniente que alguien estuviese presente para hacerse cargo de estas diligencias por la familia. Tengo una entrevista con el inspector en la casa. No dudo que, por muy doloroso que sea todo esto, la situación pronto quedará aclarada. En mi opinión no hay duda sobre lo que ocurrió. Tal como ha dicho Emma, todo el mundo sabía por aquí que la llave del granero estaba colgada junto a la puerta. De modo que probablemente las parejas de la localidad lo utilizaban como lugar de cita en los meses de invierno. Seguramente, hubo una disputa y el muchacho perdió el dominio de sí mismo. Horrorizado por lo que había hecho, vio el sarcófago y se dio cuenta de que sería un excelente escondrijo.

"Sí —pensó Lucy—, eso parece muy verosímil. Supongo que podría ser."

—¿Dice usted una pareja de la localidad? —observó Cedric—. Pero nadie de los alrededores ha podido identificar a la muchacha.

—Es demasiado pronto para afirmarlo. Sin duda, tendremos una identificación antes de que pase mucho tiempo. Y hay que tener también en cuenta que aunque el hombre resida en las cercanías, bien pudiera ser que la mujer proceda de algún otro lugar, o incluso de otra zona del mismo Braclchampton. Piensen que es casi una ciudad. Ha crecido mucho en los últimos veinte años.

—Si yo fuese una muchacha y viniese a reunirme con mi novio, no aceptaría que me llevase a un granero húmedo y frío situado a varias millas de distancia —objetó Cedric—. Preferiría que me abrazase en un cine. ¿No piensa usted lo mismo, miss Eyelesbarrow?

—¿Es necesario discutir sobre todo esto? —preguntó Harold quejumbrosamente.

Y mientras formulaba esta pregunta, llegó el coche ante la puerta de Rutherford Hall y todos se apearon.

Capítulo VIII

Al entrar en la biblioteca, Mr. Wimborne parpadeó un poco mientras su mirada resabiada y astuta pasaba del inspector Bacon, a quien ya conocía, a un joven rubio y bien parecido que se encontraba más atrás.

El inspector Bacon hizo las presentaciones oportunas.

—Le presento al detective inspector Craddock , de New Scotland Yard.

—New Scotland Yard. —Mr. Wimborne enarcó las cejas.

Dermot Craddock cuyas maneras eran agradables, tomó la palabra.

—Ha sido solicitada nuestra intervención en este caso, Mr. Wimborne. Y como usted representa a la familia Crackenthorpe, me ha parecido justo adelantarle cierta información confidencial.

Nadie mejor que el inspector Craddock sabía comunicar una pequeña parte de la verdad y dar a entender que era la verdad entera.

—Espero que el inspector Bacon esté conforme —añadió, dirigiendo una mirada a su colega.

El inspector Bacon se mostró conforme con la solemnidad del caso, como si la escena no hubiera sido preparada de antemano.

—El caso es éste —continuó Craddock—: Por la información que ha llegado a nuestro poder, tenemos razones para creer que la mujer muerta no es de los alrededores sino que vino aquí desde Londres y que había llegado hace poco del extranjero. Probablemente, aunque esto no es seguro, de Francia.

Wimborne arqueó de nuevo las cejas.

—¿De veras?

—Y siendo así —explicó el inspector Bacon—, el jefe de policía consideró que sería más apropiado que Scotland Yard investigara el caso.

—Yo sólo puedo desear —señaló Mr. Wimborne— que se resuelva pronto. Como sin duda comprenderán ustedes, todo este asunto ha resultado muy penoso para la familia. Aunque no les afecte personalmente, están...

Se detuvo sólo un segundo, pero el inspector Craddock se apresuró a intervenir.

—¿Se refiere a que no es agradable encontrar una mujer muerta en la propia casa? Estoy absolutamente de acuerdo. Desearía ahora tener una breve entrevista con los diversos miembros de la familia.

—Realmente, no acierto a ver...

—¿Qué es lo que pueden decirme? Probablemente, nada de interés, pero nunca se sabe. Y me atrevería incluso a decir que buena parte de la información que necesito podría dármela usted mismo. Información sobre la casa y la familia.

—¿Y qué tienen que ver la casa o la familia con una joven desconocida recién llegada del extranjero y a la que han asesinado aquí?

—Ahí está el quid de la cuestión —señaló Craddock—. ¿Por qué vino aquí? ¿Había tenido en otro tiempo alguna relación con esta casa? ¿Había sido, por ejemplo, criada o doncella de la señora? ¿O había venido a reunirse con algún habitante anterior de Rutherford Hall?

Con expresión glacial, Wimborne manifestó que Rutherford Hall había sido habitado por los Crackenthorpe desde que Josiah Crackenthorpe lo edificó en 1884.

—Eso es muy interesante —dijo Craddock—. Si pudiera hacerme usted un breve resumen de la historia de la familia.

Wimborne se encogió de hombros.

—Hay muy poco que contar. Josiah Crackenthorpe era un fabricante de galletas, dulces, conservas y similares. Acumuló una fortuna considerable. Edificó esta casa. Luther Crackenthorpe, su hijo mayor, es quien vive aquí ahora.

—¿Algún otro hijo?

—Uno, Henry, que murió en un accidente de automóvil, en 1911.

—¿Y el actual Mr. Crackenthorpe no ha pensado en vender la casa?

—No puede hacerlo. Así está estipulado en el testamento de su padre —contestó secamente el abogado. 

—Quizá querrá usted explicarme esa cláusula. 

—¿Por qué habría de hacerlo? 

El inspector Craddock sonrió.

—Porque puedo leer el testamento en Somerset House si lo deseo.

Contra su voluntad, Mr. Wimborne esbozó una sonrisa avinagrada.

—Ciertamente, inspector. Sólo me limitaba a señalar que la información que pide es irrelevante. En cuanto al testamento de Josiah Crackenthorpe, no hay misterio alguno. Deja su cuantiosa fortuna en usufructo a su hijo Luther, que cobrará las rentas mientras viva y, después de Luther, el capital debe ser dividido en partes iguales entre los hijos de éste: Edmund, Cedric, Harold, Alfred, Emma y Edith. Edmund murió en la guerra y Edith murió hace cuatro años, así que, a la muerte de Luther Crackenthorpe, el dinero será dividido entre Cedric, Harold, Alfred, Emma y el hijo de Edith, Alexander Eastley.

—¿Y la casa?

—Pasará al hijo mayor de Luther que le sobreviva o el descendiente que aquél deje.

—¿Se había casado Edmund Crackenthorpe?

—No.

—¿Así que la propiedad iría actualmente a...?

—Al que sigue, Cedria

—Mr. Luther Crackenthorpe, ¿no puede disponer de ella?

—No.

—¿Y no tiene control sobre el capital?

—No.

—¿No es algo inusual? —dijo el inspector Craddock astutamente—. Supongo que no le era muy simpático a su padre.

—Su suposición es acertada —contestó Mr. Wimborne—. Al viejo Josiah le había desilusionado su hijo mayor por su falta de interés en el negocio de la familia o, en realidad, en ninguna clase de negocio. Luther se pasaba el tiempo viajando por el extranjero y coleccionando objects d'art. El viejo Josiah no veía estas aficiones con muy buenos ojos. Y, en consecuencia, dejó su dinero en usufructo para que lo disfrutase la generación siguiente.

—Pero, entretanto, la generación siguiente no tiene otros ingresos que los que se procure por sí misma o los que su padre tenga a bien concederles, y el padre tiene una renta considerable pero no puede disponer del capital.

—Exacto. Lo que todo esto tenga que ver con el asesinato de una mujer desconocida, de origen extranjero, ¡no puedo imaginarlo!

—No parece que tenga nada que ver —convino el inspector Craddock—. Yo quería únicamente comprobar todos los hechos.

Mr. Wimborne le dirigió una viva mirada y, luego, satisfecho al parecer con el resultado de su observación, se puso en pie.

—Desearía regresar ahora a Londres. A no ser que desee usted preguntar algo más.

Miró a los dos hombres, uno tras otro. —No, gracias.

En el vestíbulo sonó un batintín con gran estrépito.

—¡Dios nos asista! —exclamó Wimborne—. Debe de estar tocándolo uno de los muchachos.

El inspector Craddock levantó la voz para ser oído en medio de aquel estruendo.

—Dejaremos que la familia coma en paz, pero al inspector Bacon y a mí nos gustaría volver después, pongamos, a las dos y cuarto, y tener una breve entrevista con cada uno de ellos.

—¿Cree usted que esto es necesario?

—Bueno —contestó Craddock, encogiéndose los hombros—, es una posibilidad. Tal vez alguno de ellos recuerde algo que nos dé una pista para llegar a la identidad de la mujer.

—Lo dudo, inspector. Lo dudo mucho. Pero le deseo buena suerte. Como le he dicho antes, cuanto antes quede este asunto aclarado, tanto mejor para todo el mundo.

El viejo abogado salió de la habitación meneando la cabeza.

Lucy se había ido directamente a la cocina al regresar de la encuesta, y se ocupaba de la preparación del almuerzo, cuando la cabeza de Bryan Eastley asomó por la puerta.

—¿Quiere que le eche una mano? —preguntó—. Se me dan bien las cosas de la casa.

Lucy le dirigió una mirada rápida y ligeramente inquieta. Bryan había llegado a la encuesta en su coche deportivo y no había tenido mucho tiempo para calibrar su personalidad.

Lo que vio resultaba muy agradable. Eastley era un joven de treinta y pico de años, pelo castaño, ojos azules algo lastimeros y un enorme bigote rubio.

—Los chicos no han vuelto aún —comentó sentándose en el extremo de la mesa de la cocina—. Tardarán otros veinte minutos con sus bicicletas.

Lucy sonrió.

—La verdad es que estaban decididos a no perderse nada.

—No los censuro por ello. Quiero decir que es la primera encuesta en sus jóvenes vidas y precisamente en la familia.

—¿Le importaría apartarse de la mesa, Mr. Eastley? Tengo que poner ahí la bandeja de hornear.

Bryan obedeció.

—Oiga, esta manteca está ardiendo. ¿Qué va usted a echar en ella?

—Pudding de Yorkshire.

—Pudding de Yorkshire y el rosbif de la vieja Inglaterra. ¿Es ése el menú de hoy?

—Sí.

—En realidad, un rosbif funerario. Huele bien. —Olisqueó complacido—. Espero que no le moleste que esté aquí parloteando.

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