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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

El tren de las 4:50 (21 page)

BOOK: El tren de las 4:50
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—Gracias de nuevo, pero no tengo la intención de ser asesinada sólo por complacerte.

—Bien, entonces vale más que tenga cuidado.

Hizo una pausa para tragar un poco más de chocolate y después añadió con un tono algo curioso.

—Si papá aparece por aquí de vez en cuando, ¿le cuidará usted?

—Sí, por supuesto —contestó Lucy, algo sorprendida.

—El problema con papá —le informó Alexander— es que la vida de Londres no le sienta bien. Se relaciona con mujeres muy poco apropiadas. —Meneó la cabeza con expresión preocupada—. Yo siento mucho afecto por él, pero necesita alguien que le cuide. Va por ahí a la deriva y se mezcla con gente que no le conviene. Es una lástima que muriese mamá. Bryan necesita tener un hogar.

Miró a Lucy solemnemente y alargó la mano para tomar otra chocolatina.

—Una cuarta, no, Alexander —suplicó Lucy—. Te sentará mal.

—Oh, no lo crea. Una vez me tomé seis seguidas y como si nada. No soy de naturaleza débil. —Hizo una pausa y añadió después—: Usted le gusta a Bryan, ¿sabe?

—Es muy halagador de su parte.

—Para algunas cosas es un tonto redomado —afirmó el hijo de Bryan—. Pero era un gran piloto de caza. Es muy valiente y muy buena persona.

Se detuvo. Luego, dirigiendo la mirada al techo, continuó como hablando para sí mismo:

—Creo verdaderamente que sería bueno que volviese a casarse. Con alguien agradable. A mí por mi parte, no me importaría en absoluto tener madrastra. Quiero decir que no me importaría si fuese una mujer como Dios manda.

Lucy empezó a comprender con cierta sorpresa que había cierta intención bien clara en la conversación de Alexander.

—Todas esas tonterías sobre las madrastras —continuó el muchacho, siempre dirigiéndose al techo— están realmente pasadas de moda. Muchos muchachos que Stoddart y yo conocemos tienen madrastra, por los divorcios y todo eso, y se llevan muy bien. Depende de cómo sea ella, por supuesto. Y, por supuesto, es un poco pesado que le saquen a uno a pasear en los días de fiesta. Quiero decir, si hay dos parejas de padres. ¡Aunque, por otra parte, esto va bien si uno va mal de dinero! —Y se detuvo enfrentado a los problemas de la vida moderna—. Es más bonito tener tu propia casa y tus propios padres, pero si a uno se le ha muerto la madre... bueno, ¿comprende lo que quiero decir? Si es una mujer agradable —repitió por tercera vez.

Lucy se sintió conmovida.

—Creo que eres muy inteligente, Alexander. Hemos de intentar encontrar una buena esposa para tu querido padre.

—Sí —afirmó Alexander—, creo que se lo he dicho hace un momento. A Bryan le cae usted muy bien. Así me lo dijo.

Lucy pensó que realmente había por allí muchos casamenteros. ¡Primero miss Marple y ahora Alexander!

Por algún motivo, recordó la pocilga.

Se puso en pie.

—Buenas noches, Alexander. Sólo faltarán por meter en la maleta por la mañana las toallas y el pijama. Buenas noches.

—Buenas noches —contestó Alexander.

Se acostó en la cama, posó su cabeza en la almohada, cerró los ojos, la viva imagen de un ángel dormido, y se durmió en seguida.

Capítulo XIX

—No es muy concluyente —afirmó el sargento Wetherhall, con el mismo aire sombrío de siempre.

Craddock leía el informe sobre la coartada de Harold Crackenthorpe para el veinte de diciembre.

Le habían visto en Sotheby's hacia las tres y media, pero se creía que se había retirado poco después. No habían reconocido su foto en el salón de té Russell, pero como era la hora punta y él no era un cliente habitual, esto no podía causar mucha extrañeza. Su criado confirmó que había regresado a Cardigan Gardens para cambiarse a las siete menos cuarto, algo tarde quizá, porque la cena estaba prevista para las siete y media y, en consecuencia, Crackenthorpe se había mostrado un poco irritable. No recordaba haberle oído entrar aquella noche, pero como había pasado algún tiempo desde entonces, le era imposible precisar y, en todo caso, no siempre oía entrar a Crackenthorpe. A él y a su esposa les gustaba retirarse temprano siempre que podían. El garaje en el que Harold guardaba su coche era un local particular en arriendo, y no había allí nadie para advertir quién entraba o salía.

—Nada de nada —dijo Craddock con un suspiro.

—Asistió, efectivamente, al Caterer's, pero se marchó algo temprano, antes de que terminasen los discursos.

—¿Qué hay de las estaciones de ferrocarril?

Tampoco habían podido averiguar nada en Brackhampton ni en Paddington. Hacía de aquello cerca de cuatro semanas y hubiera sido un milagro encontrar a alguien que recordase algo.

Craddock suspiró y alargó la mano para recoger el informe sobre Cedric. También era negativo, aunque un taxista recordaba vagamente haber llevado a la estación de Paddington aquel día a alguna hora de la tarde a alguien "que se parecía a ese tipo". Pantalones sucios y melena. Protestó y juró un poco porque las tarifas habían subido desde su última visita a Inglaterra. Recordaba el día porque ganó un caballo llamado Crawler y le habían pagado la apuesta quince por uno. En el momento en que se apeaba aquel tipo, escuchó la noticia por la radio y se fue a su casa a celebrarlo.

—¡Alabado sea el Señor por las carreras de caballos! —exclamó Craddock, y apartó el informe.

—Y aquí tiene el de Alfred —dijo el sargento Wetherall.

Un matiz en su voz hizo que Craddock lo mirara intrigado. Wetherall tenía la expresión satisfecha de quien ha guardado lo mejor para el final.

En conjunto, el informe resultaba poco satisfactorio. Alfred vivía solo en su piso y no entraba ni salía a horas fijas. Sus vecinos no eran gente curiosa y, en todo caso, eran en su mayoría oficinistas que estaban ausentes todo el día. Pero el grueso dedo de Wetherall le indicó el último párrafo del informe.

El sargento Leakie, encargado de un caso de asaltos a camiones, había estado en el Load of Bricks, un parador en la carretera Waddington–Brackhampton, siguiendo la pista de ciertos camioneros. Había visto a Chick Evans, uno de los de la cuadrilla de Dicky Rogers, en compañía de Alfred Crackenthorpe, al que conocía por haberle visto declarar en el caso de Dicky Rogers. Y se preguntó qué podían estar tramando aquellos dos. Hora, las 9.30 de la noche del viernes veinte de diciembre. Pocos minutos más tarde, Alfred Crackenthorpe tomó un autobús en dirección a Brackhampton. William Baker, uno de los revisores de la estación de Brackhampton, recordaba haber taladrado el billete de un caballero al que reconoció como uno de los hermanos de miss Crackenthorpe, un momento antes de salir el tren de las 11.55 a Paddington. Recordaba el día porque había circulado la historia de que una vieja maniática juraba haber visto estrangular a una mujer en un tren aquella tarde.

—¿Alfred? —dijo Craddock al dejar el informe—. ¿Alfred? No sé.

—Esto lo sitúa en el lugar —señaló Wetherall.

Craddock asintió. Sí, Alfred podía haber tomado el tren de las 4.33 a Brackhampton, cometer el asesinato durante el trayecto, y luego ir en autobús hasta el Load of Bricks. Salir de allí a las 9.30 y tener tiempo sobrado para ir a Rutherford Hall, trasladar el cadáver del terraplén al sarcófago y llegar a Brackhampton a tiempo para regresar a Londres en el tren de las 11.55. Incluso era posible que alguno de la cuadrilla de Dicky Rogers le hubiera ayudado a llevar el cadáver, aunque Craddock no lo creía probable. Eran una cuadrilla poco recomendable, pero no asesinos.

—¿Alfred? —repitió con aire pensativo.

En Rutherford Hall tenían una reunión familiar. Harold y Alfred habían llegado de Londres y muy pronto las voces subieron de tono y se inflamaron los temperamentos.

Lucy preparó, por propia iniciativa, una jarra de cócteles con hielo, y los llevó a la biblioteca. Las voces sonaban claramente en el vestíbulo y en casi todas se reproducían las críticas a Emma.

—Es culpa tuya, Emma —decía Harold con voz iracunda—. Cómo has podido ser tan ciega, no puedo comprenderlo. Si no hubieras llevado esa carta a Scotland Yard y dado lugar a todo esto...

—¡Sin duda has perdido el juicio! —exclamó la voz aguda de Alfred.

—Basta de reproches —intervino Cedric—. Lo hecho, hecho está. Mucho más sospechoso hubiera sido si identificaran a la mujer como Martine y nosotros no hubiésemos dicho una palabra.

—Todo eso está muy bien para ti, Cedric —opinó Harold enojado—. Tú estabas fuera del país el veinte, que parece ser el día que investigan. Pero es muy embarazoso para Alfred y para mí. Afortunadamente recuerdo dónde estaba aquella tarde y en qué me ocupaba.

—Ya lo creo —intervino Alfred—. Si pensabas cometer un asesinato, Harold, estoy seguro de que prepararías cuidadosamente tu coartada.

—De lo que deduzco que tú no has sido tan afortunado —contestó Harold fríamente.

—Eso depende —replicó Alfred—. Nada peor que presentar a la policía una coartada indiscutible si no es realmente indiscutible. Acaban siempre descubriendo el engaño.

—Si lo que estás insinuando es que yo maté a la mujer.

—Oh, callad todos —exclamó Emma—. Naturalmente que ninguno de vosotros mató a la mujer.

—Y para tu información, te diré que no estaba fuera de Inglaterra el día veinte —dijo Cedric—. ¡Y la policía lo sabe! De modo que todos somos sospechosos.

—Si no hubiera sido por Emma.

—Oh, no empieces otra vez, Harold —protestó Emma.

El doctor Quimper salió del despacho donde había estado con el anciano Mr. Crackenthorpe. Su mirada se posó en la jarra que Lucy tenía en la mano.

—¿Qué es esto? ¿Una celebración?

—Es más bien como un bálsamo para apaciguar los ánimos. No dejan de discutir.

—¿Reproches?

—Están regañando a Emma.

El doctor Quimper enarcó las cejas.

—¿De veras? —Tomó la jarra de manos de Lucy, abrió la puerta de la biblioteca y entró.

—Buenas noches.

—Ah, doctor Quimper, me gustaría hablar un momento con usted —dijo Harold con voz alta e irritada—. Desearía saber qué se proponía usted hacer interfiriendo en un asunto privado de la familia y decirle a mi hermana que fuese a Scotland Yard.

El doctor Quimper contestó con calma:

—Miss Crackenthorpe me pidió mi opinión. Yo se la di. Creo que obró perfectamente.

—¿Se atreve a decir...?

—¡Muchacha!

Era la salutación familiar del viejo Crackenthorpe. Asomaba la cabeza por la puerta del despacho, justo detrás de Lucy.

Lucy se volvió casi de mala gana.

—Diga, Mr. Crackenthorpe.

—¿Qué nos da esta noche para cenar? Quiero curry. Usted lo prepara muy bien. Hace mucho tiempo que no tomamos curry.

—A los muchachos no les gusta.

—Los muchachos, los muchachos. ¿Qué importan los muchachos? Yo soy el que importa. Y de todos modos los muchachos se han marchado. Buen viaje. Quiero un buen curry picante, ¿me oye?

—Muy bien, Mr. Crackenthorpe. Lo tendrá usted.

—Estupendo. Es usted una buena muchacha, Lucy. Usted me cuida a mí y yo cuidaré de usted.

Lucy volvió a la cocina. Prescindió del fricassée de pollo que había proyectado y empezó los preparativos para hacer el curry. Oyó que la puerta principal se cerraba con violencia y, desde la ventana, vio al doctor Quimper caminar furioso hasta su coche y marcharse.

Lucy suspiró. Encontraba a faltar a los muchachos. Y también a Bryan.

Comenzó a preparar los champiñones.

En todo caso, iba a dar a la familia una espléndida comida. ¡Alimentar a las fieras!

Eran las tres de la madrugada cuando el doctor Quimper dejó su coche en el garaje, cerró las puertas y entró en su casa con aire fatigado. Bueno, Mrs. Josh Simpkins tenía un par de hermosos y sanos gemelos que añadir a su actual familia de ocho. Mr. Simpkins no había manifestado gran alborozo ante la noticia.

—Gemelos —protestó malhumorado—, ¿para qué sirven? Si fueran cuatrillizos, servirían para algo. Recibes toda clase de regalos, vienen los de la prensa, sales en el periódico y dicen que hasta la Reina te manda un telegrama. Pero, ¿qué son unos gemelos sino dos bocas que alimentar en lugar de una? Nunca hubo gemelos en nuestra familia, ni tampoco en la de mi mujer. Esto no está bien.

El doctor Quimper subió a su dormitorio y empezó a desnudarse. Echó una ojeada a su reloj. Las tres y cinco minutos. Había resultado más difícil de lo esperado traer al mundo a aquellos gemelos, pero todo había ido bien. Bostezó. Estaba fatigado, muy fatigado. Dirigió a su cama una mirada afectuosa.

Entonces sonó el teléfono.

Con un juramento, el doctor Quimper atendió la llamada.

—¿Doctor Quimper?

—Sí. ¿Quién es?

—Soy Lucy Eyelesbarrow, de Rutherford Hall. Creo que será mejor que venga. Todo el mundo parece haberse puesto enfermo.

—¿Enfermo? ¿Cómo? ¿Qué síntomas tienen?

Lucy los detalló.

—Voy inmediatamente. Entretanto... —le dio algunas instrucciones precisas.

Volvió a vestirse con presteza, echó algunas cosas más en su maletín y bajó apresuradamente para coger el coche.

Unas tres horas más tarde, el doctor y Lucy, los dos agotados, se sentaban a la mesa de la cocina para tomar grandes tazas de café.

—¡Ah! —El doctor Quimper se bebió el café en un par de tragos y la dejó en su platillo—. Lo necesitaba. Y ahora, miss Eyelesbarrow, vamos a ocuparnos de los detalles.

Lucy lo miró. Las evidentes muestras de fatiga que se reflejaban en su rostro le hacían parecer mayor de los cuarenta y cuatro años que tenía. Las patillas oscuras mostraban algunas canas y eran bien visibles las ojeras.

—Creo —manifestó el doctor— que todos se restablecerán. Pero, ¿qué es lo que ha sucedido? Es lo que quisiera saber. ¿Quién guisó la comida?

—Yo —contestó Lucy.

—¿Qué platos cocinó?

—Sopa de setas. Pollo al curry y arroz. Crema cuajada con vino. Un pastel con higadillos de pollo con tocino.

—Canapés Diane —dijo el doctor Quimper inesperadamente.

Lucy esbozó una ligera sonrisa.

—Sí, canapés Diane.

—Muy bien. Vamos a repasarlo. Sopa de setas. ¿De lata, supongo?

—No, al contrario. Yo la hice.

—Usted la hizo. ¿De qué la hizo?

—Media libra de setas, caldo de pollo, leche, mantequilla, harina y zumo de limón.

—Ah. Y ahora viene cuando alguien dice: "Han sido las setas".

—No han sido las setas. Yo también tomé sopa y estoy perfectamente.

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