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Authors: Oscar Hernández

Tags: #Drama, #Romántico

El viaje de Marcos (20 page)

BOOK: El viaje de Marcos
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—Buen comienzo, Marquitos, pero no me basta con que comprendas. —Y elevó el cuchillo hasta colocarlo en el cuello de Gus.

—¡Soltadme!

—Vamos, David, córtale el cuello —dijo uno.

—¡Sí! —apoyó otro—. O mejor, las pelotas.

—Pero David, ¿qué pasa con eso que decías de que no podemos matar a nadie? —preguntó un tercero visiblemente nervioso.

—¡Silencio! —gritó David, añadiendo lentamente—: Como premio a todo nuestro trabajo durante el verano, este chico va a ser la excepción a esa regla.

—¡¿Qué?! —preguntó Gus, asustado—. ¡¡NO!! —le dio tiempo a gritar justo antes de que David hundiera el cuchillo en su pecho.

Me desperté sobresaltado. Sin embargo, no recordaba haber tenido ninguna pesadilla, pero estaba intranquilo, y sentía un agudo dolor en el pecho.

Me puse el bañador y me dispuse a bajar al salón. Justo en el momento en el que abrí la puerta, mi abuela hizo lo propio, y ambos saltamos sobresaltados.

—¡Hijo! ¡Qué susto! Venía a despertarte —dijo ya más tranquila—. Tu hermano me dijo que te diera esto cuando te levantaras, pero lo he leído, lo siento. La curiosidad me venció, y verás, Marcos, me parece una nota muy extraña, ¿qué crees que pasa?

La abuela me entregó la nota. Abrí un poco la persiana y desdoblé la hoja. Fue como un relámpago que ilumina la noche. El poema de Álex, la nota, el poema, la nota, el poema, la nota…

—¡No puede ser! —exclamé.

—¿Qué pasa? —preguntó la abuela viendo la preocupación en mi mirada.

—¡Hostia! ¡Es falsa! —La abuela me miró con curiosidad—. Esta no es la letra de Álex, yo la he visto, no es esta…

—Pero, entonces… —empezó a decir la abuela cuando me invadió una extraña sensación de vacío.

—¡No habrá ido Gus a esta cita!, ¿verdad?

—No me lo dijo, hijo, pero creo que sí.

—Hostia, no, por Dios, no…

Dicen que los gemelos están unidos por un vínculo especial más poderoso que el que une al resto de los hermanos. Como si se tratara de un alma muy grande que necesitó dos cuerpos para nacer en este mundo. No lo sé. Sólo sé que Gus cambió su vida por la mía y yo sentí el frío acero atravesando su piel.

Salí corriendo hacia la trasera de la iglesia embargado por un sentimiento de culpa y de dolor que ya me hizo llorar antes de llegar siquiera a la plaza.

Cuando Gus recibió la cuchillada, quedó mudo. Sus opresores lo soltaron, pero él no reaccionó. David se asustó, sacó el cuchillo de su pecho y, antes de echar a correr blandiendo el arma ensangrentada, escupió al gemelo y dijo:

—Muerto el perro, se acabó la rabia. Adiós, Marcos.

Gus sin fuerzas, cayó de lado sobre la hierba seca. Sólo entonces las gafas de sol que cubrían sus ojos verdes se desprendieron de su rostro descubriendo su identidad.

—Ha dejado usted la iglesia impecable, Clotilde —dijo el párroco abriendo la puerta.

—Bueno, padre, qué menos se puede pedir para la casa de Dios…

—Sí, pero también la casa de Dios se llena de mierda si no se limpia, tanto en cuerpo como en alma… —decía el párroco cuando los cinco jóvenes pasaron como una exhalación ante ellos. Sin fijarse en demasía en sus rostros, tanto el cura como Clotilde vieron el cuchillo, ensangrentado.

—¡Dios bendito! —exclamó ella santiguándose. Rápidamente rodearon la iglesia. Y allí encontraron a un muchacho tumbado en la tierra, con la mirada esmeralda cruzada de dolor y un agujero en el pecho por el que se le escapaba el alma.

Clotilde empezó a gritar. El cura trató de calmarla, pero al final optó por mandarla en busca de ayuda mientras él hacia lo que podía por el joven, por su alma.

Se arrodilló junto a Gus. Le apoyó la cabeza en su regazo y descubrió su mirada agonizante. Le sonrió con toda la dulzura que supo encontrar ante una persona en aquel estado. Cuando Gus se dio cuenta de que había alguien con él, sacó fuerzas de donde pudo y agarró al párroco por la sotana acercándolo a su cara.

—Dígale a mi hermano que el amor no mata… —susurró.

—Hijo mío, ¿quién te ha hecho esto?

—Dígaselo. Se puede morir, pero no mata… no mata… que sea feliz…

Esas fueron sus últimas palabras en este mundo. Su cuerpo se convulsionó y sus bellos ojos verdes se apagaron para siempre. El párroco se los cerró y rezó un padrenuestro por él.

Clotilde era verdulera, la típica verdulera de pueblo. Solía poner un puesto de verduras en el mercado semanal, los jueves, y ofrecía su género a voz en grito. Su poderosa voz alarmó a todo el pueblo en un momento. Los primeros en escuchar la alarma fueron los chicos que estaban en el bar de la plaza, y entre ellos, Elena. Oyeron algo de un crimen en la iglesia, y corrieron hacia el templo.

Creo que me crucé con ella llegando a la plaza, no lo sé. Recuerdo que cuando llegué a la iglesia ya había allí una multitud, incluida la Guardia Civil. Atravesé la barrera humana y me deslicé por entre los curiosos hasta la trasera. Entre el cúmulo de voces distinguí una, los gritos de mi prima Elena.

De repente me vi arrodillado junto al cuerpo de mi gemelo. Me quedé inmóvil, sin poder reaccionar, no podía creerlo, no podía ser, no era así, era mentira, era un mal sueño, lo veía allí, como dormido, era eso, estaba dormido, desmayado; incluso me pareció no oír nada más a mi alrededor, incluso me pareció escuchar su respiración, incluso me pareció que no era sangre, sería vino, estaba borracho, sí, eso era, tenía que ser eso… La gente, los gritos, la iglesia, el campo, todo se había instalado en nuestro dormitorio, en casa, en nuestra casa de la ciudad; sí, era eso, una mal sueño, no era real, ni siquiera estábamos en Molinosviejos, no, nada de eso existía, no, no…

Estallé. Me abalancé sobre mi gemelo, lo abracé y le grité que se despertara, que se levantara. Todos se asustaron y hasta se retiraron un poco. El párroco intentó calmarme, pero fue inútil. Entonces llegó el médico pero ya no había nada que hacer por Gus.

Quise llevarme a mi hermano de allí. Me lancé sobre su cuerpo e intenté cogerlo en brazos. Quería llevarlo a casa, que durmiera y se despertara tranquilo a la mañana siguiente. La Guardia Civil se lanzó sobre mí.

—El juez tiene que venir a levantar el cadáver —me decían. Pero a mí me daba igual lo que fuese preceptivo hacer. Yo quería a mi hermano… Sentí una punzada en el brazo.

—Con esto se calmará —oí antes de sentir como si de repente la noche me llevara, o como si pesara cincuenta kilos más de golpe, o como si en vez de en la Tierra, me encontrara en Júpiter, donde la gravedad es tantas veces superior…

Creo que uno de ellos era Max. Sí, fue él. Entre Max y otro chico me llevaron a casa. La abuela no entendió nada hasta que, una vez yo estuve en la cama, Max le explicó lo sucedido. La abuela se sintió desfallecer, si no la hubieran sujetado a tiempo, se habría desplomado en mitad del salón. La sentaron en el sillón del abuelo y allí lloró, otra vez.

Al principio sola, luego, cuando llegó Elena, abrazada a mi prima. El dolor compartido parece que se lleva mejor, pero, como en matemáticas, el resultado de dos más dos, siempre es cuatro.

El párroco llegó poco después. Echó a todo el mundo de casa y se quedó con las mujeres, tratando de tranquilizarlas desde el catolicismo. Elena buscó fuerzas para levantarse y le sirvió un café. Después subió a verme.

—Marcos… —acertó a decir antes de abrazarme. Yo yacía sobre la cama, boca arriba, con la mirada fija en el techo, más fuera del mundo que en él.

—Elena, me lo han quitado, me lo han matado. —Ella no respondió, no sabía qué decir, qué se puede decir—. Elena, es como si me hubiesen arrancado medio corazón, y la mitad que me queda tampoco es mía, tampoco es mía…

Mi prima me comprendió al instante. Me dio un beso en la frente y salió de allí. Sin decir nada a la abuela, cruzó el recibidor, salió, cogió la bici de Álex, aparcada junto a la puerta, y corrió en busca de ese ángel.

El párroco entró en mi cuarto y se sentó a los pies de la cama. Se aflojó el alzacuellos y me miró con ternura.

—Hijo —susurró—, tu hermano me dio un recado para ti —comenzó atrayendo mi atención, que captó al instante—. Te dedicó sus últimos pensamientos, sus últimas palabras. No quiso confesarse, ni delatar a sus asesinos. Dedicó sus últimas energías a su hermano gemelo, a ti, hijo mío.

Cerré los ojos.

—¿Qué dijo?

—Que seas feliz —lo miré—. Es cierto, que seas feliz —repitió y casi pude oírlo de labios de Gus—. Pero añadió algo más, algo que repitió varias veces —asentí con la mirada—. Dijo que el amor no mata, que se muere por amor pero que no mata —sonreí, una fugaz sonrisa—. Ignoro qué significa, supongo que tú sabrás lo qué quiere decir.

—Sí, sí, lo sé. Muchas gracias. —Y cerré los ojos de nuevo.

Se quedó todavía un rato conmigo, en silencio, a media luz.

—Que Dios te bendiga —dijo antes de salir.

Dejó la puerta entornada, y al comenzar a bajar en busca de la abuela, esta apareció corriendo escaleras arriba. Yo estaba totalmente aturdido; aquella locura; aquella tormenta de sonidos, luces y voces en que se había convertido mi mente, me torturaba. Aunque me esforzaba, no podía escuchar todo lo que hablaban fuera del dormitorio. Sólo logré oír algunas frases antes de quedarme dormido, por lo que fui ajeno a lo que estaba ocurriendo en la casa y fuera de ella hasta que al tiempo me contaron todo lo que pasó durante aquella angustiosa noche.

—La Guardia Civil dice que han escapado —le dijo la abuela al párroco.

—¿Qué?

—Acaba de venir el sargento y dice que David Cortés y sus amigos han escapado campo a través. No los han encontrado en sus casas, parece ser que alguien los vio huir.

—Los atraparán, tenga fe en la Justicia de Dios.

—Han encontrado el cuchillo. —Cerró los ojos intentando contener las lágrimas. El párroco la abrazó.

—Bien, tranquila, no llore, cálmese. Esta vez esos criminales irán a la cárcel. Ahora la Guardia Civil no los puede dejar escapar —añadió recordando la impunidad con la que habían actuado hasta entonces.

Al bajar la escalera, de repente, el párroco vio algo que le llamó la atención. Con la curiosidad típica de los sacerdotes, lo cogió, estaba a sus pies, descansando sobre el primer peldaño de la escalera. Era la nota. Antes de sucumbir a los efectos de los tranquilizantes, recordé vagamente que al salir corriendo del dormitorio en busca de mi hermano, llevaba la nota en mi mano, pero después no supe qué había sido de ella, hasta ese momento…

El párroco la leyó en voz alta forzando su vieja vista. Por unos momentos se quedó perplejo. Luego, tras meditar unos instantes, respiró aliviado, parecía que la había interpretado.

—¿Qué ocurre, padre? —le preguntó la abuela cuando se dio cuenta de que el cura se había quedado atrás.

—¡Vaya! Parece que con esto, el juez no tendrá ninguna duda sobre la culpabilidad de esos bandidos. Todo se reduce a un crimen por celos. ¡Ay, Dios mío! —suspiró el clérigo. La abuela miró con preocupación la nota—. Por cierto, ¿quién es Alejandra?

Alejandro irrumpió en la casa exhausto. Elena había corrido a buscarlo y él había volado al enterarse. Casi en el instante en que Elena le avisaba, él salía corriendo como si su vida le fuera en ello, por lo que llegó a Molinosviejos en unos minutos.

Abrazó a la abuela deshecho en lágrimas. Ella lo besó tiernamente y luego, acariciándolo, le dijo:

—Sube, hijo, Marcos te necesita.

Pasó por delante del párroco y subió hasta el dormitorio.

Álex llamó a la puerta dos veces, suavemente. No hacía ni dos minutos que el sueño inducido artificialmente me había atrapado por fin. Pero algo dentro de mí permanecía atento, y de alguna manera fui consciente de que llamaban a la puerta. No contesté, no podía y además no quería que me molestasen, quería estar solo, y morirme. Insistió. Un rayo de luz iluminó mi pensamiento, quizás fuera él…

—Adelante… —murmuré.

Abrió. La luz del pasillo bañó la estancia, y su silueta ocupó el lugar de la puerta. Era él. Cerró tras de sí y se acercó al lecho. Alargué los brazos y me agarré a su cuerpo tirando de él hasta abrazarlo con todas mis fuerzas. Álex me rodeó y entonces, brevemente como un suspiro, sentí un poco de seguridad.

—Lo siento, Marcos… —llegó a decir.

—Álex —musité—, sácame de aquí…

—¿Estás seguro? —dijo sin dejar de llorar—. Quizá la Guardia Civil te nece…

—Sácame, Álex… te lo ruego. No puedo seguir aquí. Me harán preguntas… —le pedí sin dejar de abrazarlo—. El molino, llévame al molino…

—¿Qué está pasando aquí? —inquirió el párroco a la abuela.

Estaban en el salón. La abuela se había sentado en el sillón del abuelo Francisco y el párroco paseaba por la habitación. Sostenía la nota en la mano, y fruncía el entrecejo.

—Dios es Amor, ¿no?

—Por supuesto.

—Pues si dos personas se aman, entonces honran a Dios, ¿no cree usted?

—Claro, claro… —titubeó él sin vislumbrar adonde quería llevarlo la abuela.

Unos pasos crujieron en la escalera. El párroco se asomó al recibidor atraído por el ruido. Álex bajaba las escaleras llevándome en brazos. Al alcanzar la planta baja, me puso en pie.

—¿Qué ocurre? ¿Dónde vais? —interrogó el párroco con reminiscencias del poder de antaño, y que aún conservaba en gran medida. La abuela apareció por detrás. Era más consciente que nunca del peligro que estábamos corriendo.

—Me llevo a Marcos, necesita salir de aquí.

Me aferré al cuello de Álex, me fallaban las piernas.

—Primero me tenéis que aclarar esto. Creo que esta nota es una prueba que la Justicia tendrá que tener en cuenta —dijo el párroco mostrándole la nota a Alejandro—. Soy testigo ocular del crimen y necesito saber qué embrollo es este.

—¡¡Hijos de puta!! ¡¡Malditos!! —exclamó el joven al comprender qué había ocurrido—. ¡¡Cabrones!! ¡¡Cómo han podido!! —La impotencia lo desbordaba.

—¿Quién ha escrito la nota? ¿Quién es Alejandra? —insistió el párroco.

—¡No es Alejandra! ¡¡Es Alejandro!! —gritó Álex destrozado, sin comprender el error que estaba cometiendo—. ¡Y soy yo! Vámonos, Marcos, te saco de aquí.

Al párroco se le salían los ojos de las órbitas, trataba de asimilar lo que acababa de saber.

—Un momento… —titubeó—. Entonces, ¿qué significa…? —Lo ignoramos. Nos dirigimos a la puerta—. ¡Sodoma y Gomorra! —gritó alzando los brazos.

La abuela se interpuso entre él y nosotros, lo miró fijamente, con mucha fuerza, pero con ternura:

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