Read El viaje de Marcos Online

Authors: Oscar Hernández

Tags: #Drama, #Romántico

El viaje de Marcos (24 page)

BOOK: El viaje de Marcos
3.61Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Tu hija está en esa otra, la que tú y tu hermano usasteis aquel verano. Pensé que se te haría duro dormir en esa habitación. Además, ellos son dos, y este cuarto es más pequeño.

—Gracias abuela. Piensas en todo.

—Soy vieja ya, hijo. He visto muchas guerras, a los hombres matarse entre sí, he visto el sufrimiento y la felicidad. Ya no hay nada que me sorprenda y mi cabeza va muy bien, así que no tengo problemas en conocer a mi propia familia. Quién sabe dentro de unos años… Ya veremos en el año 2000, a lo mejor sois vosotros los que me tenéis que cuidar a mí.

—No dudes de que así lo haremos. Buenas noches, abuela.

La besé en la frente y me interné en el dormitorio.

—Buenas noches, Marcos. Duerme bien, hijo, mañana será un día muy duro —y sonriendo añadió—: ¡Como todos!

Cerré la puerta. A oscuras me desnudé y me acosté. No tenía sueño, así que me levanté y abrí la ventana. Me senté en el alféizar y encendí un pitillo.

La noche estaba estrellada y oscura. El pueblo me observaba en silencio y respiré profundamente los añorados aromas del campo. El cigarrillo se consumió enseguida, una suave brisa lo quemó y de repente, me vi contemplando la ceniza que desprendida, salió volando por la ventana, deshaciéndose en minúsculas fracciones de polvillo que en un instante se disolvieron en la noche. Entonces, contemplando las ascuas del pitillo, me di cuenta de que cada calada que le das a la vida es importante, porque la ceniza desaparece en lo inmenso del mundo, porque el fuego dura instantes y el sabor, si se aprovecha, eternamente. En aquel momento me di cuenta, de lo poco que dura la vida.

IX

Vi salir el Sol. La verdad es que apenas dormí un par de horas. Los recuerdos se amontonaban en mi mente y la calurosa noche les ayudó, poco a poco, a dominar mis pensamientos. Así que, al alba, me levanté y coloqué mis cosas en el armario. Ordené el cuarto, me duché y bajé en albornoz a desayunar. La leche empezaba a caldearse cuando la abuela entró en la cocina. El Sol iluminaba la estancia, y al mirarla, así, de soslayo, me pareció que una luminosidad especial rodeaba a la anciana. Sonrió y se acercó a darme un beso.

Desayunamos juntos, en silencio. Un silencio que aquel verano rompía Gus con sus historietas y sus bromas. Era tan exagerado…

Alguien llamó a la puerta. La abuela salió a abrir mientras yo fregaba las tazas. Elena apareció ante mí, en pantalones cortos y camiseta, y con un bolso de bandolera. La miré, puso los brazos en jarra y dijo:

—Venga, vamos a andar en bici un rato.

—Buenos días, Elena —dije yo como si no hubiera oído su proposición.

—Venga, no seas vago. Te gustaba andar en bici.

—Hace muchos años.

—No tienes excusa. Estás de vacaciones, venga. —Tiraba de mi brazo—, vístete y vámonos.

—Elena, estás embarazada —le dije esperando que desistiese de su idea.

—Tú lo has dicho. Estoy embarazada, y voy a montar en bici. Así que tú que no lo estás, no tienes excusa. Vamos, primo.

No tuve opción. A decir verdad, sí me apetecía, pero hacía mucho que no montaba en bicicleta. Y esa mañana me encontraba algo melancólico.

Subí al cuarto y me enfundé en unos pantalones cortos y una camiseta. Me calcé playeras y suspiré antes de reunirme con mi prima.

—Hijo. —Me detuvo la abuela antes de salir, emanando ese fulgor que vi antes, en la cocina—. Sé valiente. Te quiero. —Y me besó.

No entendía a qué venían esas palabras, y ese tono tan ahogado que utilizó. Le di un beso y salimos.

—Creo que esta estará a tu medida —dijo Elena montada en su bici, señalándome una
mountain bike
roja que me aguardaba apoyada en la pared.

—Sí, está bien. No he crecido nada en los últimos veinticinco años —respondí al montar—. Por cierto, Elena, ¿adonde me llevas?

—¡De paseo! —exclamó y se lanzó calle abajo, hacia la plaza, pedaleando a toda velocidad.

Imploré al cielo fuerzas para seguirla. En un momento llegué a la plaza. Elena me esperaba junto a la fuente.

—No creo que estas carreras sean buenas en tu estado —le advertí preocupado. Ella bebía del caño.

—Tranquilo, sólo estoy de un mes.

—¡Precisamente! Soy médico, ¿recuerdas? Los primeros meses son especialmente delicados, el feto aún no está formado completamente y…

—Cálmate Marcos —me interrumpió mi prima—, además, la salida era sólo para impresionarte. Iremos más despacio. Hay que mantener el ritmo.

—¿El ritmo? Para ir adonde.

—Mira, Marcos —me interrumpió, señalándome con los ojos el fondo de la plaza.

Un hombre, que no era muy mayor, aunque se le veía bastante envejecido, salía del bar. Estaba calvo y muy delgado. En su rostro se habían marcado los años con verdadera fiereza; y sus ojos denotaban apatía hacia todos.

—¿Quién es? —pregunté, temiendo sin saber por qué la respuesta.

—David —me miró, yo no caía—. El hijo huérfano del general.

Un torbellino de furia despertó en mi interior. En ese momento me hubiera lanzado sobre él y lo hubiera estrangulado con mis propias manos. Pero la lástima que me produjo me detuvo.

—Quiero hablar con él.

—¡Qué dices! —dijo Elena cogiéndome del brazo—. Déjalo. Gus murió y él pagó su deuda.

—A mí todavía me debe un hermano y una madre. —Elena bajó la mirada—, o al menos un
lo siento
.

—De nada serviría ya. No sólo cumplió condena en la cárcel, ahora es un indeseable, un repudiado. No vale la pena, primo. Vamos.

El sentido común me convenció. Salimos de allí dejando a aquel rastrojo humano en su triste deambular por los restos de su vida, por los que no iba a llegar muy lejos, como el tiempo demostró.

Había salido de la cárcel hacía unos meses, y volvió a Molinosviejos. Pero el poder del que disfrutó antaño había desaparecido con el régimen al que fielmente e hipócritamente había servido, así como el respaldo de sus secuaces. Todos los que lo conocieron glorioso y temido, lo despreciaban, y los que no lo conocieron, o se reían de él o les inspiraba tal repulsión que se alejaban en cuanto lo veían.

Dejamos el pueblo atrás y nos internamos en un camino que atravesaba los campos de trigo. El Sol empezaba a elevarse y el calor asfixiaba. Elena iba delante de mí, a unos metros, silbando mientras pedaleaba grácilmente.

Yo conocía aquel camino, aunque no sabía de qué. El pavimento estaba asfaltado, aun así, me resultaba familiar aquel camino. Según avanzábamos, más convencido estaba de que nuestro destino me era conocido.

—Elena, ¿adonde me llevas?

—¿No lo has adivinado aún? —Redujo un poco su velocidad, hasta que la alcancé.

—Creo que sí, pero todo está diferente.

—¡Claro que está diferente! Aquí la vida también ha continuado, primito. Todo ha cambiado.

—¿Por qué me llevas allí?

—Para que lo veas.

—¿A Alex? —El corazón me empezó a latir a toda velocidad, emocionado.

—Sí.

—¿Está ahí?

—Siempre está ahí —dijo—. A decir verdad, él tiene la culpa de que el camino esté asfaltado. Debido a él, la gente conoció vuestro oasis. Y como empezaron a venir los domingueros, asfaltaron el camino.

—¿Cómo sabes que lo llamábamos oasis?

—Álex me lo contó después de que te fueras —contestó Elena sin mirarme.

Guardé silencio, aceleré. Una alegría desconocida desbordaba mi cuerpo, y se transformó en energía que me hizo correr más. Elena me siguió de cerca.

A los veinte minutos, me encontré ante el oasis. El estanque, aquella tarde, los árboles, la hierba, las flores, el viento… todo seguía allí, igual de hermoso que entonces, igual que en mi memoria y en aquellas fotografías en blanco y negro que saqué una tarde, veinticinco años atrás.

Dejamos las bicis al final de la carretera, justo a la entrada del oasis. Una señal indicaba que los coches había que aparcarlos en el parking lateral. Nos adentramos en la nave forestal. Creo que reconocí cada árbol, cada rama, incluso la rama donde Álex hizo el mono para mí. Habían puesto mesas y bancos de madera, y algunas papeleras para las basuras de los excursionistas. Caminamos entre los árboles en dirección al lago. Por suerte, a esas horas de la mañana, todavía no había ido nadie y pudimos estar a solas.

—¿Dónde está? —le pregunté sin ver a Alejandro por ningún lado.

—Aquí —respondió ella, contemplando la arboleda, señalando en una y en todas direcciones. Miré a mi alrededor, escruté cada rincón, cada sombra, cada instante. No estaba, no lo veía.

—¡¿Dónde?! —me estaba poniendo muy nervioso—. ¡Álex! ¡Álex!

—Está aquí, Marcos, en todas partes —la miré implorante y enfadado, me estaba tomando el pelo, se reía de mí. Su rostro se tornó serio, duro, agrio—. En cada árbol, en cada brizna de hierba, en cada flor. —Avanzó hacia el estanque. Yo la miraba ansioso, aunque temeroso a la vez—, en el estanque, incluso en el aire. —Alzó los brazos, miró al suelo, me miró, sus ojos brillaban con una extraña mezcla de furia y compasión—. Yo misma esparcí sus cenizas por todas partes.

—¡¡¡¿Quééé?!!!

—Que Álex está muerto, Marcos. Murió, ¡lo mataste!

Su voz resonó en cada árbol como un nuevo rayo que me atravesaba, hasta que se extinguió.

Elena me miraba serena, había recuperado la calma. Estaba inmóvil, como un árbol más. Algo en mi interior había estallado en mil pedazos. Y como un castillo de naipes, fue desmoronándose todo lo que albergaba dentro de mí: mis esperanzas, mis sueños, mis miedos, mis deseos, todo, excepto mis recuerdos.

Caí de rodillas. La tormenta había salido al exterior. Lloré. Oculté mi rostro entre las manos maduras y lloré, como un niño. Hundí la cabeza en la hierba y lloré. Arranqué a puñados las flores mientras lloraba y sentía que el medio corazón que me quedaba, comenzaba a desangrarse.

Elena se sentó a mi lado y me abrazó. Trató de tranquilizarme acariciándome el pelo, susurrándome como si de una madre se tratara.

—Lo siento, Marcos, lo siento. Perdona por lo que te he dicho, no quería decir eso, no lo pienso, de verdad, lo siento, lo siento. Tranquilo, trata de calmarte, tengo mucho que explicarte.

Al poco pude incorporarme. Mis ojos estaban nublados, mis dientes castañeaban y lo único que ocupaba mi mente era él. Lo había perdido, para siempre. Ahora sí, para siempre.

—Ven, Marcos, tienes que ver algo. —Se puso en pie y tirando de mí, me llevó hasta un árbol. Al pie del mismo, semioculta entre la hierba, yacía una lápida.

Me arrodillé frente a la piedra. Me temblaban las manos. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, aparté la hierba del frontal, y descubrí la vieja inscripción:

R.I.P.

Alejandro Torres Quesada

22 de enero de 1948 - 30 de septiembre de 1970

Dios es Amor

Siempre te querremos

Agarré la piedra con ambas manos y apoyé la cabeza sobre el mármol. Lloré en silencio. El viento me revolvió el cabello y elevó, haciendo que revolotearan como mariposas, las primeras hojas caídas.

—Lo siento —dijo Elena.

—¡¡Elena!! —grité mirándola con rabia infinita—. ¡Murió hace veinticinco años! ¡Aquel mismo maldito verano!

—El 30 de septiembre. Yo misma lo encontré.

—¡¿Por qué nadie me avisó?!

—Porque Alejandro no quiso que te enteraras.

—¿Qué? ¿Qué estás diciendo?

—Marcos —dijo arrodillándose frente a mí—, deja que te lo explique todo.

—Adelante. —Me aparté el pelo de la frente y me acomodé para escucharla.

—Está bien. —Elena respiró profundamente y comenzó su relato—: El día que te fuiste regresó destrozado. Vino a casa y pasó el día conmigo, estaba hundido. Jamás lo había visto tan deprimido —bajé la mirada, un sentimiento de culpa me colmó—. A partir de entonces estuvo siempre triste. Andaba de un lado para otro como un alma en pena. Dejó de cuidarse, no comía, no se lavaba, se hundía cada día más en el pozo en que se convirtió tu ausencia. Incluso su mirada, ¿la recuerdas?, se había apagado, ya no expresaba nada… Nos pidió tu número de teléfono, pero por lo visto nunca te llamó.

—Y tú, ¿por qué no me avisaste? —le recriminé.

—Porque no quise. Claro que lo pensé. El hombre al que amaba se estaba derrumbando y tú eras el único que podría rescatarlo. Pero al mismo tiempo pensé que tú te habías ido, te habías escapado y lo habías abandonado. Pensé que no lo merecías. Así que decidí salvarlo yo.

—Y de paso conquistarlo.

—Sí —sonrió abatida—. Creí que a lo mejor, si veía que lo estaba ayudando, acabaría por quererme. —Meneé la cabeza—. Lo sé. Era un imposible. Pero entonces estaba locamente enamorada y no lo veía así. ¿No lo entiendes? ¡Yo lo amaba! —dijo en un ahogo de emoción—. Después empezó su retiro en el molino. Pasaba allí todo el día encerrado. Día y noche sin salir, como un prisionero. Prisionero de sí mismo, claro. Yo iba constantemente a verlo. No comía y su mirada se estaba apagando tan rápidamente inundada por la tristeza que empecé a asustarme de verdad. Le llevaba comida, trataba de animarlo, pero era como intentar derribar un muro con piedras de papel.

»Casi enloquecí. Estaba tan desesperada por conseguir que reaccionara que me olvidé de mí misma y me volqué en él. Ni siquiera fui a los funerales que se hicieron por Gus en el pueblo. Luchaba por salvarlo, y un día, no sé cómo, acabamos riéndonos —me miró, me acusaba—. Pero fue como un rayo de luz, nada más, una ilusión.

»El día 28 de septiembre me quedé con él hasta medianoche. Al irme me abrazó y me dijo que ya estaba cansado de esperar, y después me besó, ¡me besó! Lo había conseguido, pensé. Lo dijo con una seguridad y una entereza tal, que sentí que me quería. Y volví a casa dando saltos de alegría. Apenas dormí, estaba loca de emoción, «¡Me quiere!» me decía a mí misma una y otra vez. Tonta y ciega es lo que fui, y sigo culpándome por ello.

»El día 29 fui con la abuela a Ciudad Real, él ya lo sabía, se lo dije la noche anterior. Pasamos el día allí, haciendo compras. Regresamos entrada la noche, y como me parecía muy tarde, decidí esperar a la mañana siguiente para acercarme al molino.

»Por desgracia, el 1 de octubre tenía que volver a Valencia para empezar las clases. Yo no quería, pero me prometí a mí misma que volvería al pueblo todos los fines de semana. O quizás podría ir él a verme y pasar unos días en casa. Lo que fuera, con tal de tenerlo a mi lado. —Cerró los ojos unos instantes, las emociones se agolpaban en su corazón—. Así que a la mañana siguiente, el día 30, me dirigí al molino más feliz que unas castañuelas. Iba a proponerle mis ideas para poder vernos durante el curso, estaba radiante.

BOOK: El viaje de Marcos
3.61Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Beautiful Girls by Beth Ann Bauman
Cross of Fire by Mark Keating
The Uncommon Reader by Bennett, Alan
Love Under Two Benedicts by Cara Covington
Watcher in the Shadows by Geoffrey Household
Julia Justiss by The Untamed Heiress
Blood & Milk by N.R. Walker