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Authors: Oscar Hernández

Tags: #Drama, #Romántico

El viaje de Marcos (26 page)

BOOK: El viaje de Marcos
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Subí las escaleras. A cada paso dejaba mis huellas hundidas en el polvo. Parecía que estuviera en un lugar olvidado, en un lugar que gozó de días gloriosos, descubriendo el pasado. Y estaba en un lugar bien conocido y recordado, en el que sólo se vivió un sentimiento compartido entre dos personas, pero en el que, sí, iba a descubrir otra parte del pasado.

La cama estaba destrozada. Algunas tablas del tejado habían caído sobre ella y la lluvia y el granizo, la habían ido carcomiendo durante años. Las mantas estaban sucias y raídas. Aunque a mí me pareció un lecho acogedor. Junto a ella estaba la mesita de noche, sobre la cual yacía un candelabro antaño plateado, y tras tantos años, sin brillo ni color. Lo puse en pie. Sus tres brazos seguían erguidos y se me ocurrió encender unas velas.

Los viejos libros de Álex habían sufrido impotentes, sin que nadie los protegiese, el paso del tiempo, y aunque muchos todavía yacían en las viejas estanterías, enmohecidos y polvorientos, otros habían caído al suelo y muchas de sus páginas, desgarradas, habían revoloteado cual palomas de paz, empujadas por el viento, por el interior del molino, depositándose ora aquí, ora allá, olvidadas…

Me acerqué a la cómoda. Abrí el primer cajón, sabía lo que estaba buscando. Y efectivamente, allí estaba. La vieja caja de metal de la madre de Álex, aquella caja de hilos que guardaba con tanto cariño. Me acerqué a la cama y me senté junto a la mesita de noche. Coloqué la caja sobre mis rodillas y de repente me inundó una sensación de solemnidad. La caja, en aquel momento, representaba todo lo quedaba de Alejandro, y al igual que el molino, llevaba veinticinco años cerrada.

La tapa se abrió sin dificultad. Las viejas bisagras gimieron como quien despierta de un sueño reparador, y como transportados en una máquina del tiempo, los objetos que yacían allí dentro, se unieron otra vez a la realidad. La caja había preservado todo su contenido de las inclemencias del tiempo durante un cuarto de siglo. Y allí estaban, incorruptas, las velas, la caja de cerillas, los bolígrafos, los lapiceros y, añorando a su autor, los cuadernos de poesía.

Por un instante olvidé todo lo demás. Dejé la caja sobre la mesita y me levanté. Retiré la manta y las sábanas, en ese momento salieron muchos bichos espantados, algunos volando y otros corriendo con sus innumerables patas. Sacudí el colchón con la almohada hasta asegurarme de que los insectos se hubieran ido. Después me senté. Un haz de luz que penetraba por entre los restos del tejado, iluminaba el lecho. Saqué las velas y la caja de cerillas dejándolo todo junto al candelabro. Entonces cogí los cuadernos, respiré profundamente y, embargado por una mezcla de sentimientos que hacían que me temblasen las manos, abrí el primero.

Era
Primavera
, sus primeras poesías. Leí algunas; eran hermosas y estaban llenas de sentimiento. Reflejaban sus dudas, sus deseos, cómo descubrió el amor… Eran muy románticas.
Verano
y
Otoño
eran mucho más maduros, y mucho más íntimos. Reflexionaba sobre la vida y su sentido, la muerte, Dios, la sociedad, el más allá, la nada… Me encantaron, reflejaban al Álex inquieto y meditabundo que conocí, tan diferente al resto de los chicos de su edad, preocupados por banalidades sin importancia.

Y abrí el último cuaderno,
Invierno
. Álex no tuvo tiempo de escribir más. Acabado el ciclo de las estaciones, acabó su vida.

Lo leí tranquilamente, el tiempo pasaba pero nada me urgía en la vida, aquel momento era único e irrepetible, como todos, pero aquel momento en que leía los poemas de Álex, constituía uno de los más gratificantes de mi vida; el mundo podía esperar.

No había una temática común. Era una especie de epílogo y resumen de toda su poesía anterior, aunque mucho más evolucionada. Ya no planteaba solamente las preguntas, sino que fue capaz de encontrar las respuestas. Sus respuestas, pero que para él, bastaron. Continué leyéndolas con relativa tranquilidad hasta que empecé una cuyo título me llamó la atención:
Me estoy enamorando
. Leí con especial atención aquella poesía. Hablaba de una excursión a un lago, de un amor que nacía y de una tarde que acabó con un abrazo. ¡Hablaba de mí! ¡De nuestra excursión! Me acomodé y leí con atención las siguientes. Había más de una docena tras ella, y todas hablaban de mí. Álex hablaba de lo que sentía por mí, del miedo que le provocaba el que yo me enterara de sus sentimientos, de aquella noche… Pero en todas ellas había omitido mi nombre. En vez de Marcos, me había bautizado como Dulce M. Y pensé, tras la primera impresión, que era bonito.

Entonces la encontré. Era la poesía número 57 de
Invierno
y se titulaba
Carta a Dulce M
.

Una luz en la memoria me retrotrajo a la noche que pasamos juntos. Álex me había dicho que me escribiría una poesía, pero una realmente especial, una sólo y exclusivamente dedicada a mí. Dijo que podría escribir libros enteros, pero que aquellos versos sintetizarían todo su sentir por mí.

Noté el nudo que se me estaba formando en el estómago. Iba a oír de nuevo la voz de Álex, otra vez iba a sentir su abrazo y sus susurros al oído. Después de veinticinco años sin saber nada de él, Álex se me aparecía tal y como había sido cuando nos amamos.

Carta a Dulce M

Llegaste a mi vida

en el momento adecuado
.

Llegaste a mi vida

en un momento marcado

por estrellas y cometas
,

por designios superiores
,

por el viento, o las veletas
.

Me diste lo que más anhelaba
,

me diste la alegría

que un vacío dominaba
.

Sentí como crecía un sentimiento hacia ti
.

Sentí como nacía una vida nueva

para mí
.

Me has hecho subir tan alto
,

que juego con las estrellas
,

que cuido al Sol, al cosmos
,

que ya no veo el pasado
.

Más nunca podré mirar

otros ojos
,

otra risa escuchar
,

contagiarme de otra alegría

que no sea la que tú me has dado
,

que no sea la que amo
.

Pues mi vida, ya sin ti
,

no tiene Norte, ni Sur
,

ni Luna, ni Sol
.

Y la vida, contigo
,

solamente Corazón
.

El papel apenas opuso resistencia. Quizá por su antigüedad y fragilidad, quizá porque lo que decía era para mí, no me costó nada arrancarlo del cuaderno.

Se liberó fácilmente, de arriba a abajo, tirando con cuidado. Su sordo dolor enseguida se enfrió.

Doblé la hoja con cuidado y la metí en el sobre, junto a su carta. En veinticinco años reinó el silencio, y en un día, Álex me habló dos veces.

Cuando pasé de página, vi algo que me dejó pétreo. Aquel nuevo texto que no parecía para nada un poema, estaba escrito con una caligrafía diferente. Aquella letra no me era desconocida. E inmediatamente supe qué ponía y quién lo había escrito.

La hoja estaba escrita en letras grandes y con trazos irregulares. Escrita con nervios y con miedo. Y la firma consistía en una sola letra: una M.

Sí, era mi mensaje. El mensaje que le escribí la mañana que lo abandoné, la mañana que tiré mi vida a la basura y arrastré en mi caída a quien más amé en mi equivocada existencia.

Por un momento permanecí pensando. Ambos habíamos escrito mi nombre con una simple y solitaria M. M de miedo, M de muerte…

Cerré el cuaderno. Pero tenía que continuar. Había leído la alegría de Álex, había compartido su ilusión, su amor… tenía que compartir su soledad, su tristeza, su depresión.

Las poesías posteriores a las de aquella mañana me descubrieron el pozo en el que Álex se fue hundiendo progresivamente hasta que decidió dejar de sufrir. En ninguna de ellas me culpaba de su dolor, incluso, me justificaba y decía comprender mi decisión.

Guardé los cuadernos en la vieja caja de metal, y esta en el cajón. Sus poemas no me pertenecían, no podía llevármelos, solamente aquel que me dedicó, que escribió para mí, podía abandonar su casa conmigo. Su obra, su creación, debía permanecer en su templo, en su molino.

Regresé a la cama. El silencio era total. Parecía que fuera no hubiese nada, o que las paredes del viejo gigante, al igual que antaño, me protegieran del mundo exterior. Una sensación de paz me invadió y entonces, espontáneamente, me brotó la sonrisa. Y recordé las palabras de la abuela.
…Dice una antigua leyenda que el ser humano es como una vela, el cuerpo se va derritiendo mientras el alma brilla siempre. Y cuando el cuerpo se acaba por consumir del todo, el alma lo abandona para unirse a la luz celestial

Y el chasquido de la cerilla rasgó un momento el silencio. Y su luz, las tinieblas. Y encendí una vela que coloqué en uno de los brazos del candelabro.

—Cristina, gracias por amarme tantos años sin recibir lo mismo de mí. Gracias por ser una Dama y cuidarme, a mí y a nuestra hija.

Y de nuevo rasgué el silencio, que había vuelto a imponerse, demostrando su omnipresencia. Y con el segundo fósforo encendí una segunda vela, que coloqué en otro brazo del candelabro.

—Gus, gemelo, hermano. Llevo tanto tiempo luchando por sobrevivir que casi había olvidado que lucho porque tú no estás. Aunque en el fondo sé que sigo adelante gracias a ti.

Y una tercera cerilla brilló fugazmente. La mecha prendió enseguida, y un soplido extinguió el fuego. Y coloqué la tercera y última vela en el tercer y último brazo de plata.

—Álex… Sólo puedo decirte que te quiero. Porque así resumo mi vida. Toda mi existencia ha consistido en buscarte primero, quererte después, y añorarte siempre…

»Diste tu vida por mí. Y yo sólo puedo amarte aún más, si es que es posible, y tener fe en que algún día, tus sueños, se hagan realidad. Te quiero Álex, te quiero…

Y lloré en silencio, por respeto a las paredes que me acogían y me abrazaban. Y me tumbé en el lecho, mirando el cielo a través del techo, roto por el tiempo. Y observé el día a través de los tablones mientras las velas se extinguían, no por mis lágrimas, sino por el tiempo, el único que no tiene respeto ni preferencias.

Y por fin llegó la noche. Y ya no había luz, ni del Sol, ni de las almas. Solamente la de las estrellas que me miraban a través del tejado mientras bailaban su danza celeste. Y yo, al final, viendo el titilar de los astros, dejé de llorar.

Epílogo

Juan llegó tarde a clase, otra vez. Aquel martes, la culpa no fue suya, sino de su madre. Lo entretuvo en demasía, que si ordena tu habitación, que si tantos libros por todas partes… El chico no llegó a tiempo. Por suerte, a primera hora tenía clase de Literatura Española, y la profesora era bastante enrollada.

Juan se sentó junto a su colega de travesuras, aunque ya, con casi dieciocho años, aquellas travesuras con las que crecieron, habían pasado a la historia.

Abrió el libro con rapidez. La Literatura, por fortuna, era una de las pocas asignaturas donde aún se usaban libros de papel, y no esas cosas electrónicas que se habían impuesto progresivamente desde principios de siglo y que Juan aborrecía, enamorado del tacto de un libro, de la caricia del papel en los dedos, de poder subrayar con un lápiz aquellas frases que le hacían soñar, o reflexionar, o imaginar…

Pasó las hojas atrás y adelante hasta que encontró la lección. Era el tema número 23 —estaban acabando el curso—, Poesía del Siglo XX; punto 4: 1950-1975.

Para muchos de los alumnos, nacidos en los albores del tercer milenio, la poesía era un rollo. Algo que emocionaba a sus madres y abuelas, ancladas en el viejo siglo, pero para Juan, era uno de los pilares de su vida.

—¡Venga, chicos! Prometo no agobiaros y dejaros salir antes si me permitís explicar cuarenta minutos. No pido mucho, sólo cuarenta minutos. Ya sé que hace calor, pero yo no tengo la culpa del calentamiento del planeta, ni de que no nos pongan aire acondicionado en clase. Así que un poco de atención. —La profesora se levantó y caminó entre los pupitres con su libro en alto—. Hoy os voy a hablar de uno de los poetas más importantes del último tercio del siglo pasado. Es uno de los últimos poetas conocidos, o mejor dicho, descubiertos. Se llamaba Alejandro Torres. Y vivió de 1948 a 1970.

»La historia de Alejandro Torres podría ser como la de cualquier otro poeta enamorado que vivió y murió por amor; sin embargo, hay dos detalles que separan visiblemente a Torres de cualquier otro poeta propiamente romántico: ¡Primero! —alzó la voz ya que los chicos empezaban a impacientarse—, el misterio de su muerte. Murió ahorcado porque su amor lo abandonó, o al menos eso dejó él escrito. Pero ¿quién era su amor? ¿Quién era Dulce M.? —Hubo algunas risas, aisladas, la profesora sabía captar la atención—. Y, segundo, ¿por qué lo abandonó Dulce M.? Se dice que una amiga de Alejandro tiene en su poder una carta manuscrita de M. una carta para Alejandro, en la que explica los motivos del abandono, pero nadie sabe seguro si eso es cierto…

—¡Venga! ¡Queremos ir al aula de navegación! —dijo uno de los más gamberros de la clase.

La profesora retrocedió hasta la pizarra electrónica y apoyándose en ella, haciendo caso omiso de aquel chico, continuó la lección:

—Os voy a explicar cómo se descubrió a Alejandro Torres. Cuando murió, dejó en herencia el molino donde vivía a una amiga suya. —Hubo algunas risas, eso del molino les sonaba a la Edad Media—. La chica en cuestión mantuvo el molino cerrado a cal y canto y abandonado hasta que por fin se lo expropiaron en 2005, con motivo de la conmemoración del IV centenario de la publicación del Quijote. Antes de entregar la llave, aquella chica, convertida en esposa de un importante político, recogió algunas cosas del interior del molino de viento, y entre los trastos viejos de Alejandro, esta mujer descubrió unos cuadernos manuscritos que se conservaban milagrosamente en el interior de una caja de metal, protegidos de la lluvia y del paso del tiempo. Aquellos cuadernos eran los cuadernos de poesía de Alejandro Torres y se titulaban: Primavera, Verano, Otoño e Invierno. Este último ha sido calificado como su mejor poesía y como una de las mejores del siglo XX.

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