Read El viaje de Marcos Online

Authors: Oscar Hernández

Tags: #Drama, #Romántico

El viaje de Marcos (21 page)

BOOK: El viaje de Marcos
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—Dios es Amor.

Álex abrió la puerta y Elena apareció en el umbral junto a un Guardia Civil. Era un sargento y venía a informar de los últimos datos del caso.

—Buenas noches —dijo cuadrándose—. Sólo quería decirles que el juez ha ordenado levantar el cadáver. El cuerpo será trasladado a Madrid para que se le practique la autopsia, nada más, gracias.

—¡Agente! Tengo que informarle de algo importante. —El párroco avanzó hacia el guardia con la nota en la mano. La abuela lo miró fijamente, le rogaba piedad. No podía entregarle la nota al guardia, no podía decirle que Álex y yo nos amábamos, no podía. De saberse, nos denunciarían, nos detendrían, la ley de la dictadura nos consideraba criminales, y sólo por amarnos… Tenía que quedarse oculto, nadie debía saberlo. Habían matado a Gus por culpa de nuestro amor, David quería a Álex, y él a mí. No era más que un triángulo amoroso, una historia de amor y celos. Pero habían matado a mi hermano. Y debían ser juzgados por asesinato, y condenados por asesinar a un joven inocente. De saberse toda la verdad, hasta podrían haberse librado porque aunque se habían excedido en sus poderes, lo único que hacían era limpiar el país de los indeseables, como ellos nos llamaban. No podíamos ser juzgados nosotros. Si lo hacían, David habría conseguido su propósito: matarme y acabar con Álex.

—Dios es Amor
—le repetía la abuela al párroco con su penetrante mirada.

El la miró, y por un instante palideció. El agente esperaba expectante, y Álex y yo, en el umbral con Elena, aguardábamos sus palabras con temor.

El párroco conocía las leyes del Estado, sabía qué nos podía pasar si salía a la luz nuestra relación. Y también conocía las leyes de la Iglesia Católica. En su mente, nos encontrábamos entre la espada y la pared. Se viera por donde se viera, éramos culpables.
Dios es Amor
… irrumpió de repente en su mente. Sus pensamientos se desmoronaban. «Quizá no comprendamos tan bien como creemos la Ley de Dios…», se dijo a sí mismo. La Iglesia había cometido muchos errores a lo largo de la Historia y él —pensó—, no quería cargar en su conciencia con dos crímenes más.

—Dígame, padre —inquirió el agente.

—Dios dijo: «No matarás». Y esos canallas le han desobedecido. —Arrugó la nota hasta reducirla a una bola de papel—. Atrápelos antes de que vuelvan a hacer daño.

Respiramos aliviados.

—Descuide, padre. Los atraparemos —sonrió al párroco—. Y tú, ¿qué haces? ¿Dónde te llevas al muchacho?

—Soy un amigo y lo llevo a un lugar más tranquilo para que descanse.

—De acuerdo, cuida de él.

—No se preocupe, está en buenas manos.

El agente se marchó y Álex y yo hicimos lo propio. Había una caminata hasta el molino y yo no andaba muy bien. Entre la emoción y los tranquilizantes, apenas me mantenía en pie. La noche se imponía y el fresco del crepúsculo nos traía aromas del campo que me hicieron sentirme algo mejor. Apoyado en Álex, caminamos en silencio hacia el molino.

Mientras, según me contaría después, en la casa continuaba la tragedia. El párroco cogió la mano de la abuela, luego la bendijo y se esfumó sin mediar palabra. Elena cerró la puerta. Alcanzó a la abuela en la cocina, estaba mirando algo en su mano: una bola de papel. La abuela la alisó y, acercándola a la vela del abuelo, le prendió fuego.

—¿Qué haces?

—Intento salvar a tu primo y a ese bendito de la injusticia del mundo.

Dejó el papel en llamas sobre un cenicero y lo contempló mientras se consumía, y con él, mucho más que aquellas palabras.

—Bueno, Elenita —dijo la abuela caminando hacia el teléfono—. Hay que llamar a tu tía.

—Dios mío, la tía…

—Dame la mano, hija. No sé cómo voy a decírselo.

Pero pese a sus dudas, se lo dijo tan tiernamente que pareció casi algo natural. Fue como si el orden natural se hubiera invertido y el que los padres sobrevivieran a los hijos fuera lo normal. Mi madre lloró, lloró hasta su última lágrima aquella noche. Lloró mientras localizaba a mi padre y lloró mientras se ponían de camino hacia La Mancha.

Tardamos casi una hora en llegar. Andando, lo normal, a un ritmo sosegado, era una media hora; corriendo, algo más de diez minutos. Pero yo estaba exhausto, abatido, desolado. Cada paso significaba subir un peldaño, un peldaño en mi vida, desde lo más profundo de mi depresión. Y tardé, tardé mucho, pero llegué.

Cuando el molino se alzó ante nosotros, era ya sólo una montaña negra, sólida como un castillo y cálida como un hogar. El cielo era un patio de estrellas que se asomaban a mi vida tiritando en su fulgor, quizá de miedo, de risa, o de dolor…

Cuando Álex cerró la puerta, me sentí revivir, en mi alma, pues mi cuerpo se desplomó. Alex me sostuvo y me subió en brazos, como pudo, hasta la cama. El silencio era hermoso. Ese silencio plagado de pequeños ruidos a los que acabas por acostumbrarte, esos sonidos de grillos, de brisa y trigo meciéndose que acaban formando parte del paisaje y se tornan en silencio, o paz.

El chasquido de una cerilla hizo que abriera los ojos. La luz de la candela virgen alumbró la entreplanta. Alex se acostó a mi lado y me abrazó. Yo me aferré a mi amor y así, abrazados, siendo uno, pasamos la noche, sobre las mantas.

No dormí ni un minuto. Me pasé toda la noche mirando a través de los ventanucos, que desde la cama no eran más que diminutos ojos al mundo, a ese cruel mundo que me había robado a mi hermano. Aunque las estrellas siguen siendo las mismas para todos. Pensé que no era posible que fuese tan cruel si lo alumbraba el mismo Sol que me había visto abrazar a Álex por primera vez, y la misma Luna que, oculta entre las nubes, nos vio besarnos. Pero me habían matado a mi gemelo, la mitad de mi alma. Y eso sólo para empezar.

Álex estuvo despierto mucho rato. Hablamos de todo, pero sin profundizar en el tema, no me quedaban fuerzas. Me acarició y besó con ternura, impotente ante mi dolor. Incluso cantamos, me hizo cantar
La canción del molino
hasta que la aprendí de memoria. Luego, guardó silencio y al final, el sueño lo venció. La vela no tardó demasiado en consumirse. Después, todo quedó a oscuras.

Cuántas cosas pensé aquella noche, cuántas. Tal vez si no hubiera pensado tanto, si no hubiera pensado con aquel estado de ánimo que me nublaba la razón… pero lo hice.

Me vinieron a la cabeza muchas cosas: frases, imágenes, fotos, palabras…
¡Sodoma y Gomorra
!, la mirada de David el día de la pelea con Álex, la voz de Gus, la noche con Álex, las miradas de Elena, el Guardia Civil…
han escapado, han escapado campo a través

Cuando empezó a clarear me levanté. Álex se dio media vuelta y siguió durmiendo. Estaba tan guapo así, dormido, con su cara de ángel. Recordé nuestra excursión al estanque. Era cierto, me di cuenta de que aquella tarde me enamoré de él. Pero ya había tomado una decisión.

Procurando no hacer ruido, abrí el primer cajón de la cómoda y saqué la caja de metal. La coloqué sobre la cómoda y con mucho cuidado, abrí la tapa. Vi las velas, las cerillas, los bolígrafos, los lápices y los cuadernos. Estos tenían tapas azules y estaban titulados con tinta negra y caligrafía de estilo gótico:
Primavera, Verano, Otoño
e
Invierno
. Ese era. Lo ojeé hasta llegar a la primera hoja en blanco, casi al final del cuaderno. ¡Por que no prestaría más atención y leería una hoja atrás! ¡Por qué! Inútil lamentarse ya.

Cogí uno de aquellos bolígrafos y escribí:

Querido Alex
,

Me cuesta mucho escribirte estas líneas, yo te quiero, pero tengo miedo. No quiero que te ocurra nada malo, no podría soportar que te hicieran daño a ti también por mi culpa. Así que he pensado que la única manera de evitar que te hagan daño es marchándome de Molinosviejos
.

Quiero que sepas que eres lo mejor que me ha pasado en la vida, pero creo que este mundo, esta época, no es para nosotros, o quizás, nosotros para ella. Quien sabe, amor mío, quizá alguna vez nos reencontremos, quizá el mundo cambie y tú y yo tengamos un espacio para amarnos
.

Adiós, Álex, hasta siempre
.

Te ama, M
.

Firmé
M
. ¿Por qué? No lo sé. Quizá pensé que si el cuaderno caía en otras manos, una inicial lo protegería de los eventuales problemas que pudiera crearle. Quizá recordé lo sucedido en casa de la abuela con la nota falsa de David. Quizá mi afán de protegerlo me hizo ser precavido hasta en los detalles. Quizá lo amaba tanto que creía que si le hacía pronunciar mi nombre, le haría daño.

Guardé todo en su sitio menos el cuaderno. Lo dejé abierto por aquella página a los pies de la cama. Luego, miré un instante a ese ser que tanto quise y antes de irme, lo besé por última vez.

Cerré la puerta con cuidado y me puse en marcha. Debían de ser las siete de la mañana. Quizás un poco más tarde. El Sol ardía con fuerza y se elevaba ya un par de metros sobre los trigales en el horizonte. Una brisa mecía el campo, que parecía saludarme con amabilidad y temor contenido. Hacía fresco. Me volví para ver el molino. Era hermoso, imponente, con sus aspas erguidas, solemne, y con un gran corazón en su interior…

La luna se desvanecía al otro lado del cielo y ya ni Venus se atrevía a brillar. Los tonos escarlata se difuminaban para dar paso al azul radiante de un día de verano, aunque ya el verano comenzaba a languidecer.

Media hora después entré en casa de la abuela. Salió como un rayo al recibidor desde la cocina. Me abrazó.

—Tus padres vienen hacia aquí.

—Bien, ¿cómo están?

—Mal, Marcos, muy mal. Pero creo que mi hija es fuerte, creo que saldréis adelante. Pero, tú, mi niño —me dijo mirándome a los ojos—, tendrás que ayudarlos todo lo que puedas.

—Sí, aunque no ahora. Me voy.

—¿Cómo? ¿Qué quieres decir?

—Me vuelvo a casa, no puedo seguir aquí.

—Pero ¿y tus padres?

—Ya los veré cuando vuelvan a casa. Yo tengo que marcharme.

Empecé a subir las escaleras. Mi abuela me seguía, intentando comprender por qué me iba; intentando hacerme volver a la realidad, pero yo no la escuché.

—¿Y Álex?

Me volví, miré alrededor, bajé un peldaño y fijando la mirada en mi abuela, le dije:

—Por él me voy, para salvarlo.

—Hijo…

No le dejé continuar. Subí y me encerré en mi cuarto. No recogí todas mis cosas; sólo metí algo de ropa y las cosas de aseo en la mochila. Estar en aquella habitación me provocó una angustia especial. Me parecía sentir a Gus allí, en la cama de al lado. Recogí mis cosas casi sin mirar, temiendo fijarme en su ropa, en su recuerdo. Casi podía escuchar su respiración, y evitar un espejo estaba a punto de enloquecerme. Acabé de recoger y salí de allí. Me metí bajo la ducha un momento, necesitaba refrescarme y limpiarme. Me vestí con vaqueros y camiseta y bajé al salón con la mochila en la mano.

Elena me vio cuando marcaba el número de Max. Se acercó, intrigada por mi conducta.

—¿Max? Soy Marcos, perdona que te llame tan pronto.

—¿Qué haces, Marcos? —me preguntó Elena fijándose en la mochila, tumbada a mis pies.

—Necesito que me hagas un favor… Sí, estoy bien, gracias… Mira, quiero que me lleves a Ciudad Real, a la estación… Sí, dejo el pueblo.

—¡¿Te vas?! —gritó Elena.

—Mira, son las… —busqué con la mirada el reloj de pared de mi abuela— ¡ocho! Vaya —dije haciendo cálculos mentales—, quiero coger el tren de las nueve en punto; ¿nos dará tiempo?

—Marcos, no puedes largarte así… —me imploró Elena.

—Vale, Max, gracias. Te espero en diez minutos, de acuerdo. Sí, en la puerta, ya estoy listo.

Colgué. Miré a Elena que, furiosa, me observaba desde el umbral de la puerta despeinada y con su camisón rosa.

—No puedes irte —repitió con una mirada fulminante.

—No puedo quedarme. Ya he hecho demasiado daño.

—Harás mucho más si te vas.

—Quizá así lo parezca al principio, pero te aseguro que es lo mejor. El tiempo se encargará de darme la razón.

Los dos sabíamos de qué y de quién hablábamos.

—No es justo, Marcos.

—¡Claro que no! Pregúntale a Gus a ver si le parece justo.

Recogí la mochila del suelo y rodeando a mi prima, me dirigí al recibidor. Elena corrió detrás de mí.

—No puedes irte así —su voz se desgarró cuando dijo—: ¡Qué pasa con Álex!

Me volví y la abracé.

—Lo amo tanto como una persona puede amar, pero si no me alejo de él, morirá.

—No, no, no es cierto…

—Sí que lo es. Yo maté a Gus, y si no me alejo, mataré a Álex… A nadie le duele tanto como a mí, pero si quiero salvarlo, debo irme…

La abuela apareció de repente, venía de la cocina. Traía un bulto envuelto en papel de aluminio. Me lo entregó.

—Tendrás hambre, es un viaje muy largo el que estás a punto de emprender hoy, hijo.

No comprendí la profundidad de sus palabras.

—Gracias, abuela. Gracias por entenderme.

—Te entiendo, pero escucha esto: Dios nos dio libertad para vivir; pero existe un límite a esa libertad: la unión con los demás —no alcanzaba a comprender sus palabras. Ella lo vio en mis ojos y me lo aclaró—: Mientras somos independientes por completo, nuestros actos sólo nos afectan a nosotros mismos. Pero cuando hay gente unida a nosotros de cualquier forma, nuestras decisiones afectan a esas personas en mayor o menor medida.

Guardó silencio. Yo también. Tenía razón: mi
huida
podía afectarlas a ellas, a mis padres, a Alejandro…

Un bocinazo rasgó la mañana. Abrí la puerta y el
Peacemovil
, con Max al volante, esperaba ante la fachada. Max abrió la puerta del copiloto. Le alcancé la mochila. Mientras la dejaba en el asiento de atrás, yo me despedí.

—Adiós, abuela. —Nos fundimos en un sincero abrazo.

—Espero que la tormenta de tu cabecita pase pronto, hijo. Pero sé consciente de que la de tu corazón seguirá viva, te lo aseguro. Recapacita, Marcos, ya eres un hombre.

—Este pueblo es Gus, abuela.

—Y Álex —intervino Elena, de brazos cruzados, apoyada en el quicio de la puerta.

—No te esfuerces, Elena. He tomado una decisión, y él lo entenderá. —Meneó la cabeza. Acaricié la bici de Álex, apoyada en la pared de la casa, junto a la puerta. Un relámpago en mi mente me mostró todo lo que había vivido con Alejandro en Molinosviejos. Aparté la mano súbitamente—. Devuélvele la bici de mi parte.

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