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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

Espadas entre la niebla (6 page)

BOOK: Espadas entre la niebla
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Se oyó un ruido apagado y el tercer matón dejó caer su espada. Sin cambiar de posición, Fafhrd balanceó a los dos matones que sostenía y puso en violento y sonoro contacto sus cabezas respectivas. Con un movimiento no menos preciso, los separó de nuevo y los arrojó uno a cada lado, inconscientes, entre los espectadores. Entonces, también sin aparente apresuramiento, agarró al tercer matón por el cuello y la entrepierna y lo lanzó a considerable distancia entre la multitud, cayendo sobre dos sicarios de Basharat que habían estado contemplando la escena con gran interés.

Se hizo un silencio absoluto durante unos segundos, y entonces la multitud empezó a aplaudir entusiastamente. Los tradicionalistas lankhmarianos consideraban muy apropiado que los chantajistas se dedicaran a chantajear, pero también les parecía muy lógico que un extraño acólito obrara milagros, y jamás dejaban de aplaudir una buena actuación.

Bwadres, tocándose la garganta dolorida y jadeando un poco todavía, sonrió complacido cuando por fin Fafhrd se sentó en el suelo con las piernas cruzadas y agradeció los aplausos inclinando la cabeza. Entonces el viejo sacerdote dirigió a los reunidos un sermón que les electrizó todavía más, insinuando que Issek, en su reino celestial, se preparaba para visitar personalmente Lankhmar. Atribuyó la derrota que su acólito había infligido a los tres malvados a la inspiración del poder de Issek, y debía interpretarse como una especie de anticipo de la inminente reencarnación del dios.

La consecuencia más importante de esta victoria de las palomas sobre los halcones fue una breve conferencia nocturna en la trastienda de la posada «La Anguila de Plata», en la que Pulg primero alabó calurosamente y luego reprendió con frialdad al Ratonero Gris.

Le alabó por interceptar al Tesorero de Aarth, el cual, según se supo, había embarcado en la chalupa negra no para huir de Lankhmar, sino sólo para pasar un fin de semana en el mar, con varios compañeros licenciosos y una tal hala, Suma Sacerdotisa de la diosa del mismo nombre. Sin embargo, había llevado consigo varios de los accesorios del altar con perlas negras incrustadas (al parecer para regalarlos a la Suma Sacerdotisa) y, como es natural, el Ratonero se los confiscó antes de desear al grupo sacro los placeres más exquisitos durante sus vacaciones. Pulg juzgó que el botín del Ratonero equivalía aproximadamente al doble de lo habitual, lo cual parecía una cifra razonable para cubrir la irregularidad del Tesorero.

Reprendió al Ratonero por no advertir a los tres matones del peligro que representaba Fafhrd y no instruirles con detalle sobre cómo tenían que tratar al gigante.

—Son tus muchachos, hijo mío, y te juzgo por su actuación —le dijo Pulg en un tono paternal y pausado—. Para mí, si ellos tropiezan, tú te caes. Conoces bien a ese nórdico, hijo, y deberías haberles adiestrado para hacer frente a sus artimañas. Has resuelto bien tu principal problema, pero has fallado en un detalle importante. Espero una buena estrategia de mis lugartenientes, pero exijo una táctica intachable.

El Ratonero inclinó la cabeza.

—Tú y ese nórdico fuisteis camaradas en otro tiempo —siguió diciendo Pulg, e inclinándose sobre la mesa llena de muescas añadió—: No serás condescendiente con él, ¿verdad, hijo?

El Ratonero arqueó las cejas, y sus fosas nasales se ensancharon al tiempo que movía lentamente el rostro de un lado a otro. Pulg se rascó la nariz, pensativo.

—Bien, mañana por la noche iremos juntos, pues hemos de dar ejemplo con Bwadres... Un ejemplo que persista, que se fije como el pegamento de los mingoles. Sugiero que primero Grilli vaya a inmovilizar al nórdico. No puede matarle, pues es él quien consigue el dinero, pero con los tendones de los tobillos cortados todavía podrá andar a gatas y, en cierto modo, será una atracción aún mejor. ¿Qué te parece la idea?

El Ratonero entrecerró los ojos y permaneció unos instantes pensativo.

—Me parece mala —respondió audazmente—. Siento tener que admitirlo, pero ese nórdico utiliza a veces unas artimañas que ni siquiera yo puedo estar seguro de superar... Trucos de bárbaro salvaje que surgen súbitamente de un capricho que ningún hombre civilizado puede prever. Es posible que Grilli pueda lesionarle, pero ¿y si no lo consigue? Te diré cuál es mi idea... Sin duda te hará creer que sigo siendo condescendiente con ese hombre, pero te lo digo porque es lo mejor que se me ocurre: déjame que le emborrache cuando anochezca. Entonces estará fuera de combate con seguridad.

Pulg frunció el ceño.

—¿Seguro que puedes hacer eso, hijo? Dicen que ha renunciado a la bebida, y se aferra a Bwadres como un calamar gigante.

—Yo puedo separarle, y de esta manera no nos arriesgaremos a estropearle para el espectáculo de Bwadres. La batalla siempre es incierta. Puedes tener la intención de desjarretarle y luego, en el calor de la lucha, a lo mejor lo degüellas.

Pulg meneó la cabeza.

—Pero así también le dejamos en condiciones de zurrar a nuestros cobradores la próxima vez que vayan a recoger el dinero. No podemos emborracharle cada vez que pasamos cuentas; es demasiado complicado... No, no es la mejor solución.

—No tiene por qué ocurrir eso —dijo el Ratonero, en tono de confianza—. Una vez que Bwadres empiece a pagar, el nórdico aceptará la situación.

Pulg siguió meneando la cabeza.

—Eso son suposiciones, hijo. Sí, ya sé que eres muy agudo, pero no dejan de ser suposiciones. Quiero que este asunto se resuelva con energía, dar un ejemplo que perdure, como te he dicho. Recuerda, hijo, que el hombre para quien montaremos este espectáculo mañana por la noche es Basharat. Puedes estar seguro de que estará allí, aunque en la última fila, sin duda... ¿Te has enterado de cómo ese nórdico se deshizo de dos de sus muchachos? Eso me gustó. —Una ancha sonrisa apareció en su rostro, pero en seguida volvió a ponerse serio—. Así que lo hacemos a mi manera, ¿eh? Grilli es muy seguro.

El Ratonero se encogió de hombros, impasible.

—Si tú lo dices... ¿Sabes que algunos nórdicos se suicidan si los dejan lisiados? No creo que él hiciera tal cosa, pero nunca se sabe. En cualquier caso, yo diría que tu plan tiene cuatro probabilidades entre cinco de salir a la perfección. Cuatro entre cinco.

Pulg frunció el ceño y fijó sus ojos ribeteados de rojo, bastante porcinos, en el Ratonero.

—¿Estás seguro de que podrás emborracharle, hijo? ¿Cinco probabilidades entre cinco?

—Claro que puedo hacerlo —respondió el Ratonero.

Había pensado media docena de argumentos adicionales en favor de su plan, pero se los calló. Ni siquiera añadió «seis entre seis», aunque sentía la tentación de decirlo. Estaba aprendiendo.

De súbito, Pulg se reclinó en su silla y soltó una risotada, señal de que la parte de la conferencia dedicada al trabajo había terminado. Dio un pellizco a la muchacha desnuda que estaba de pie a su lado.

—¡Vino! —ordenó—. Y no ese aguachirle azucarado que guardo para los clientes... ¿Es que Zizzi no te ha dado instrucciones? Trae el vino de verdad, el que está detrás del ídolo verde. Vamos, hijo, brindemos y luego cuéntame algo de ese Issek. Estoy interesado por él. Todos ellos me interesan.

Señaló con un vago gesto de la mano los relucientes estantes en los que se amontonaban los objetos religiosos, en la vitrina delicadamente tallada que se alzaba a un extremo de la mesa. Tenía el ceño fruncido, pero era distinto al aspecto de su entrecejo cuando hablaba de negocios.

—En este mundo hay más cosas de las que comprendemos —dijo sentenciosamente—. ¿Sabías eso, hijo? —El gran hombre volvió a menear la cabeza, pero de un modo muy distinto al anterior; estaba pasando con celeridad a su talante más metafísico—. Hay algo que me intriga a veces. Tú y yo, hijo, sabemos que eso son juguetes. —Volvió a señalar la vitrina—. Pero los sentimientos que los hombres experimentan hacia ellos son... reales, ¿verdad? Y pueden ser extraños. Tales sentimientos son fáciles de comprender en parte: el coco que hace temblar a los chiquillos, los necios que se quedan boquiabiertos en un espectáculo y esperan ver sangre o cuerpos más o menos desnudos... Pero hay otra parte que es extraña. Los sacerdotes dicen tonterías, los fieles gimen y rezan, y entonces algo cobra vida. No sé qué es ese algo, ojalá lo supiera, pero es extraño. —Volvió a menear la cabeza—. Eso le hace pensar a cualquiera. Anda, hijo, bebe el vino... Vigila su copa, muchacha, no dejes que esté vacía... Y háblame de Issek. Me interesan todos ellos, pero en estos momentos quiero saberlo todo de él.

No hizo la menor insinuación de que en los dos últimos meses había estado observando los servicios religiosos de Issek, por lo menos cinco noches a la semana, tras la celosía de diversas habitaciones en penumbra a lo largo de la calle de los Dioses. Y eso era algo que ni siquiera el Ratonero sabía acerca de Pulg.

El alba opalescente y rosada surgía sobre el negro y hediondo Pantano cuando el Ratonero fue en busca de Fafhrd. Bwadres todavía roncaba en la cuneta, abrazado al tonel de Issek, pero el corpulento bárbaro estaba despierto y sentado en el bordillo, con el mentón, oculto por la barba, apoyado en la mano. Ya se habían reunido algunos niños, que aguardaban a una distancia respetuosa, pero ése era todo el público presente.

—¿Es éste el hombre al que no pueden acuchillar o hacer pedazos? —oyó el Ratonero susurrar a uno de los niños.

—El mismo —respondió otro.

—Me gustaría acercarme a él por la espalda y clavarle esta aguja.

—¡Apuesto a que lo harías!

—Supongo que tiene la piel dura como el hierro —comentó una chiquilla menuda y de ojos grandes.

El Ratonero ahogó una carcajada, dio unas palmaditas a la niña en la cabeza, fue directamente hacia Fafhrd y, haciendo una mueca por la suciedad acumulada entre los adoquines, se agachó con mucho remilgo. Aún podía ponerse fácilmente de cuclillas, aunque la panza recién criada formaba un almohadón considerable en el regazo.

Sin ningún preámbulo, hablando en voz muy baja para que los niños no pudieran oírle, dijo al nórdico:

—Unos dicen que la fuerza de Issek radica en el amor, otros que en la sinceridad, otros en el valor, y hay quienes la achacan a una asquerosa hipocresía. Creo que yo he adivinado la única respuesta verdadera. Si estoy en lo cierto, beberás vino conmigo. Si me equivoco, me desnudaré hasta quedar en taparrabos, declararé a Issek mi dios y amo, y le serviré como acólito de su acólito. ¿Aceptas la apuesta?

Fafhrd le escudriñó antes de responder.

—De acuerdo.

El Ratonero alargó la mano derecha y golpeó ligeramente por dos veces el cuerpo de Fafhrd a través de la sucia piel de camello: una vez en el pecho y otra entre las piernas.

En cada ocasión se oyó un débil ruido sordo mezclado con un ligero tintineo.

—El peto de Mingsward y la pieza para las ingles de Gortch —dijo el Ratonero—. Cada una de ellas muy bien acolchada para evitar que resuenen. Ahí radica la fuerza y la invulnerabilidad de Issek. Hace seis meses no habrías podido usar esas piezas.

Fafhrd permaneció inmóvil, con una expresión de perplejidad, y luego sonrió.

—Tú ganas. ¿Cuándo he de pagar?

—Esta misma tarde —susurró el Ratonero—,cuando Bwadres haya comido y esté durmiendo la siesta.

Soltando un leve gruñido, se levantó y desanduvo sus pasos, procurando afectadamente no pisar la suciedad entre los adoquines.

Pronto empezaron a deambular transeúntes por la calle de los Dioses, y durante un rato algunos curiosos rodearon a Fafhrd, pero aquél era un día muy caluroso para Lankhmar. Hacia media tarde la calle estaba desierta, y hasta los niños habían ido en busca de sombra bajo la que protegerse. Bwadres y Fafhrd recitaron dos veces la Letanía del Acólito, y luego el viejo pidió comida llevándose la mano a la boca, pues tenía la costumbre ascética de comer cuando el calor del día era más molesto, en vez de esperar el fresco de la noche.

Fafhrd se ausentó un momento y regresó con un gran cuenco de pescado guisado. Bwadres parpadeó al ver su tamaño, pero lo engulló, soltó un eructo y, tras amonestar a Fafhrd, se acurrucó alrededor del tonel. Empezó a roncar casi de inmediato.

Alguien le llamó con un siseo desde la arcada baja y ancha a sus espaldas. Fafhrd se levantó y fue en silencio hacia las sombras del pórtico. El Ratonero le cogió de[ brazo y le llevó a una de las varias puertas cubiertas con cortinas.

—Estás empapado en sudor, amigo mío —le dijo en voz baja—. Dime, ¿llevas la armadura por prudencia o es una especie de cilicio metálico?

Fafhrd no respondió. Parpadeó ante la cortina que el Ratonero corrió a un lado.

—Esto no me gusta —dijo—. Es una casa de citas. ¿Qué diría la gente de sucios pensamientos si me viera aquí?

—Ahorcado por el cabrito, ahorcado por la cabra —dijo el Ratonero jovialmente—. Además, todavía no te han visto. ¡Vamos adentro!

Fafhrd obedeció, y las pesadas cortinas se cerraron tras ellos, dejando la estancia en la que se hallaban iluminada tan sólo por unas altas celosías de ventilación. Fafhrd entrecerró los ojos, tratando de ver en la penumbra.

—He alquilado esta sala para toda la noche —afirmó el Ratonero—. Es íntima y está cerca. Nadie lo sabrá. ¿Qué más podrías pedir?

—Supongo que tienes razón —dijo Fafhrd con inquietud—, pero has gastado demasiado dinero. Comprende, pequeño, que sólo puedo tomar un vaso contigo. Me has hecho una especie de trampa para obligarme a ello, pero cumpliré lo acordado. Un solo vaso de vino, Ratonero. Somos amigos, pero cada uno tiene que seguir su camino, así que un solo vaso, o dos a lo sumo...

—Naturalmente —ronroneó el Ratonero.

La visión de Fafhrd fue adaptándose a la oscuridad y empezó a distinguir los objetos. Había una puerta interior, también con una cortina, una cama estrecha, una palangana, una mesa baja y un escabel, y en el suelo, junto al escabel, varias formas robustas, de cuello corto y grandes orejas. Fafhrd las contó y en seguida volvió a aparecer en su rostro una gran sonrisa.

—Ahorcado por un cabrito, has dicho —susurró con su voz de bajo, la vista fija en las jarras de piedra llenas de buen vino—. Veo cuatro cabritos, Ratonero.

—Naturalmente —repitió el pequeño espadachín.

Cuando la vela que el Ratonero había encendido chisporroteaba en un pequeño charco de cera, Fafhrd daba cuenta del tercer «cabrito». Sostuvo la jarra por encima de su cabeza y recogió la última gota; luego arrojó el recipiente, como si fuera una gran pelota rellena de plumas. Cuando la jarra se estrelló contra el suelo, rompiéndose en pedazos, el nórdico se levantó de la cama sobre la que se había sentado, se agachó hasta que su barba rozó el suelo, cogió el último «cabrito» con las dos manos y lo levantó con un cuidado exagerado para depositarlo sobre la mesa. Sacó entonces un cuchillo de hoja muy corta y, concentrándose de tal forma en su obra que sus ojos se cruzaron inevitablemente, arrancó hasta el último fragmento de resina que sellaba el cuello de la jarra.

BOOK: Espadas entre la niebla
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