Read Juego de Tronos Online

Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

Juego de Tronos (62 page)

BOOK: Juego de Tronos
12.49Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Suelta la espada ahora mismo y te prometo una muerte rápida e indolora —exclamó Robb.

Bran volvió la cabeza, esperanzado, y allí estaba su hermano. Las palabras eran fuertes y seguras, pero su voz estaba llena de tensión. Iba montado, y tras él, en el caballo, se veía el cuerpo sangrante de un alce. Tenía la espada en la mano enguantada.

—El hermano —dijo el hombre de la barba gris.

—Qué valiente, ¿no? —se burló la mujer baja, la que habían llamado Hali—. ¿Vas a luchar con nosotros, chico?

—No seas idiota, muchacho, somos seis contra uno. —Osha, la mujer alta, sopesó la lanza—. Bájate del caballo y suelta la espada. Te agradeceremos de todo corazón las monturas y el venado, y tu hermano y tú podréis marcharos.

Robb silbó. Se oyó el sonido tenue de unas pisadas ligeras sobre las hojas húmedas. La maleza se apartó, la nieve cayó de las ramas más bajas, y
Viento Gris
y
Verano
salieron de la espesura.
Verano
olfateó el aire y gruñó.

—Lobos —se atragantó Hali.

—Lobos huargos —dijo Bran.

Aunque aún no eran adultos, tenían mayor tamaño que ningún lobo, pero las diferencias eran evidentes para el ojo experto. El maestre Luwin y Parlen, el encargado de las perreras, se las habían enseñado. Los lobos huargos tenían la cabeza más grande y las patas más largas en proporción al cuerpo, con las mandíbulas mucho más alargadas y pronunciadas. Su aspecto resultaba aterrador en aquel momento, bajo la ligera nevada.
Viento Gris
tenía el hocico manchado de sangre fresca.

—Son perros —dijo el hombre calvo, despectivo—. Me han dicho que no hay nada como una capa de piel de lobo para calentarse por las noches. —Hizo un gesto brusco—. A por ellos.

—¡Invernalia! —gritó Robb al tiempo que picaba espuelas.

El castrado descendió al galope hacia el arroyo.

Un hombre armado con un hacha se lanzó contra él, gritando, con la guardia baja. La espada de Robb le acertó de lleno en el rostro, se oyó un crujido repugnante, y la sangre manó a borbotones. El hombre de la barba gris descuidada tendió la mano hacia las riendas, durante un instante las tuvo en las manos... y
Viento Gris
cayó sobre él y lo derribó. Cayó de espaldas al arroyo, lanzando cuchilladas a ciegas con la daga mientras se sumergía. El lobo huargo se lanzó encima de él y las aguas se tornaron rojas sobre ellos.

Robb y Osha se enfrentaron en medio del arroyo. La lanza de la mujer era una serpiente con cabeza de acero que se acercó al pecho del muchacho una, dos, tres veces, pero Robb desvió todos los golpes con su espada. Al cuarto o quinto intento, la mujer puso demasiado impulso en el ataque y perdió el equilibrio un instante. Robb cargó y la arrolló.

A unos cuantos metros,
Verano
se lanzó como una flecha contra Hali. El cuchillo de la mujer lo hirió en un costado.
Verano
retrocedió enseñando los dientes, atacó de nuevo y cerró las mandíbulas en torno a su pantorrilla. La mujer menuda agarró el cuchillo con ambas manos e intentó apuñalarlo, pero el lobo huargo pareció presentir el ataque, soltó la presa durante un instante, con la boca llena de cuero, lana y carne ensangrentada. Hali se tambaleó y cayó, y el lobo atacó de nuevo, la derribó de espaldas y le desgarró el vientre a dentelladas.

El sexto hombre intentó escapar de aquella carnicería, pero no llegó lejos. Estaba trepando por la orilla más lejana del arroyo cuando
Viento Gris
surgió de las aguas, empapado. Se sacudió el pelaje, se lanzó hacia el hombre que huía, le seccionó el tendón de la corva de una sola dentellada y, mientras su víctima se deslizaba gritando hacia las aguas, le desgarró la garganta.

Ya sólo quedaba el hombre corpulento, Stiv. Cortó de un solo tajo la correa del pecho de Bran, lo agarró por el brazo y le dio un tirón. Bran cayó al suelo, con un pie en el arroyo. No sentía el frío del agua, pero sí el acero de la daga de Stiv en la garganta.

—Atrás —amenazó el hombre—, o le corto el pescuezo al mocoso. Lo juro.

Robb, jadeante, tiró de las riendas. La ira se le esfumó de los ojos y bajó el brazo de la espada.

En ese momento, Bran vio toda la situación.
Verano
destrozaba a Hali, arrancándole brillantes serpientes azules del vientre. La mujer tenía los ojos abiertos, pero Bran no sabía si estaba viva o muerta. El hombre de la barba gris y el del hacha yacían inmóviles, pero Osha se arrastraba hacia la lanza caída.
Viento Gris
, chorreante, se acercaba a ella.

—¡Llámalo! —exigió—. ¡Llama a los lobos o mato al tullido, venga!


Viento Gris
,
Verano
, conmigo —dijo Robb.

Los lobos huargos volvieron las cabezas.
Viento Gris
trotó hacia Robb.
Verano
se quedó donde estaba, con los ojos fijos en Bran y en el hombre que lo amenazaba. Dejó escapar un gruñido. Tenía el hocico húmedo y rojo, pero había fuego en sus ojos.

Osha se apoyó en el asta de la lanza para ponerse en pie. Le sangraba el antebrazo derecho, allí donde Robb la había herido. Bran vio que por la frente del hombre corpulento corría el sudor a chorros. Comprendió que Stiv tenía tanto miedo como él.

—Stark —murmuró—, malditos Stark. —Alzó la voz—. Osha, mata a los lobos y quítale la espada.

—Mátalos tú —replicó ella—. Yo no me pienso acercar a esos monstruos.

Stiv se quedó desconcertado por un momento. Le temblaba la mano. Bran sintió que le corría por el cuello un hilillo de sangre, allí donde lo presionaba con el cuchillo. El hedor del hombre le llenó las fosas nasales; apestaba a miedo.

—Tú —dijo a Robb—, ¿cómo te llamas?

—Soy Robb Stark, heredero de Invernalia.

—¿Éste es tu hermano?

—Sí.

—Si quieres que siga con vida, haz lo que te digo. Baja del caballo. —Robb titubeó un instante. Luego, muy despacio, desmontó, todavía con la espada en la mano—. Ahora mata a los lobos. —Robb no se movió—. Hazlo. Los lobos o el chico.

—¡No! —gritó Bran.

Si Robb obedecía, Stiv los mataría de todos modos en cuanto los lobos no fueran ya una amenaza.

El hombre calvo le agarró el pelo con la mano libre y se lo retorció hasta que Bran sollozó de dolor.

—Cierra el pico, tullido, ¿me oyes? —Se lo retorció aún más—. ¿Me oyes?

En los bosques, tras ellos, se oyó un restallido repentino. Stiv dejó escapar un grito ahogado, y quince centímetros de flecha con punta de acero parecieron brotar de su pecho. La flecha era de color rojo brillante, como si la hubieran pintado con sangre.

La daga que amenazaba a Bran cayó al suelo. El hombretón se desplomó de bruces en el arroyo. La flecha se quebró bajo su peso. El niño vio cómo su vida se derramaba en las aguas.

Osha miró a los guardias de su padre, que salían de entre los árboles con las armas desenvainadas. Dejó caer la lanza.

—Piedad, mi señor —dijo a Robb.

Al acercarse al escenario de la carnicería, los guardias se fueron poniendo pálidos. Miraban a los lobos, inseguros; cuando
Verano
volvió para alimentarse del cadáver de Hali, Joseth soltó el cuchillo y corrió hacia los arbustos para vomitar. Hasta el maestre Luwin parecía conmocionado al salir de entre los árboles, pero enseguida se repuso. Sacudió la cabeza y vadeó el arroyo para acudir al lado de Bran.

—¿Estás herido?

—Me ha hecho un corte en la pierna —dijo Bran—, pero no noto nada.

El maestre se arrodilló para examinar la herida y Bran miró hacia atrás. Theon Greyjoy estaba junto a un árbol centinela, con el arco en la mano. Sonreía. Siempre sonreía. Había clavado media docena de flechas en la tierra blanda, ante él, pero únicamente le había hecho falta una.

—Un enemigo muerto es el espectáculo más hermoso que existe —anunció.

—Jon decía siempre que eres un cretino, Greyjoy —le espetó Robb—. Debería encadenarte en el patio para que Bran practicara su puntería contigo.

—Tendrías que darme las gracias por salvarle la vida a tu hermano.

—¿Y si llegas a fallar? —replicó Robb—. ¿Y si sólo lo hubieras herido? ¿Y si en el último estertor le cortaba la garganta? ¿Y si le dabas a Bran? ¿Y si ese hombre hubiera llevado coraza? No lo sabías, sólo le veías la capa, y por la espalda. ¿Qué le habría pasado a mi hermano? ¿Te paraste a pensarlo, Greyjoy?

La sonrisa de Theon se había esfumado. Se encogió de hombros, malhumorado, y empezó a desclavar las flechas del suelo, una a una. Robb miró a los guardias.

—¿Dónde estabais? —exigió saber—. Creía que nos seguíais de cerca.

Los hombres se miraron entre ellos, alicaídos.

—Y así era, mi señor —dijo Quent, el más joven, cuya barba era apenas una pelusilla castaña—. Pero antes nos detuvimos para esperar al asno del maestre Luwin, con perdón por la expresión, y luego él... la verdad... —Lanzó una mirada a Theon, y apartó la vista al momento, abochornado.

—Vi un pavo —replicó Theon, molesto—. ¿Cómo iba a saber que dejarías solo al chico?

Robb volvió la mirada hacia Theon una vez más. No dijo nada, pero Bran nunca lo había visto tan enfadado. Por fin, se arrodilló junto al maestre Luwin.

—¿Es grave la herida de mi hermano?

—Un simple arañazo —respondió el maestre. Mojó un paño en el arroyo para limpiar el corte—. Dos de ellos vestían el negro —dijo mientras lo hacía.

Robb echó un vistazo al lugar donde Stiv yacía en el arroyo; las aguas agitaban los pliegues de la andrajosa capa negra.

—Desertores de la Guardia de la Noche —dijo, sombrío—. Tenían que estar locos para acercarse tanto a Invernalia.

—A veces no resulta fácil diferenciar la locura de la desesperación —señaló el maestre Luwin.

—¿Los enterramos, mi señor? —preguntó Quent.

—Ellos no nos habrían enterrado a nosotros —replicó Robb—. Cortadles las cabezas, las enviaremos al Muro. El resto se quedará para los buitres.

—¿Y qué hacemos con ésta? —preguntó Quent apuntando a Osha con el pulgar.

Robb se acercó a ella. La mujer le sacaba una cabeza de estatura, pero se dejó caer de rodillas ante él.

—Perdonadme la vida, mi señor Stark, y seré vuestra.

—¿Mía? ¿Para qué quiero yo a una desertora que rompe su juramento?

—Yo no he roto ningún juramento. Stiv y Wallen escaparon del Muro, yo no. Los cuervos negros no admiten mujeres.

—Échala a los lobos —recomendó Theon Greyjoy a Robb mientras caminaba hacia ellos con paso indolente.

Los ojos de la mujer se clavaron en lo que quedaba de Hali y enseguida se apartaron. Se estremeció. Hasta los guardias parecían al borde de la náusea.

—Es una mujer —replicó Robb.

—Una salvaje —le informó Bran—. Dijo que me mantuvieran con vida para llevarme ante Mance Rayder.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Robb.

—Osha, para servir a mi señor —murmuró ella con amargura.

—Lo mejor será que la interroguemos —dijo el maestre Luwin levantándose.

Bran vio que el rostro de su hermano reflejaba un inmenso alivio.

—Buena idea, maestre. Wayn, átale las manos. Vendrá a Invernalia con nosotros... y vivirá o morirá, según qué nos cuente.

TYRION (5)

—¿Quieres comer? —le preguntó Mord con el ceño fruncido. Llevaba en las manos gruesas, de dedos cortos, un plato de alubias cocidas.

Tyrion Lannister se moría de hambre, pero no quería que aquel animal notara su debilidad.

—Una pierna de cordero, muchas gracias —replicó desde el montón de paja sucia que había en un rincón de su celda—. Y un plato de guisantes y cebollitas, si puede ser; pan recién hecho, con mantequilla, y una jarra de vino tibio para bajarlo todo. Si no hay, cerveza, me da igual. No quiero ser demasiado exigente.

—Son alubias —dijo Mord—. Toma.

Le tendió el plato. Tyrion suspiró. El carcelero era una mole de ciento cuarenta kilos de estupidez pura, con dientes amarillentos podridos y ojos oscuros diminutos. En el lado izquierdo de la cara tenía una cicatriz espantosa de un hacha, que le había cortado la oreja y parte de la mejilla. Era tan predecible como feo, pero lo cierto era que Tyrion tenía mucha hambre. Tendió la mano para coger el plato.

Mord lo apartó, sonriente.

—Aquí lo tienes —dijo, manteniéndolo fuera del alcance de Tyrion.

—¿Tenemos que jugar a la misma tontería en cada comida? —El enano se puso en pie trabajosamente, le dolían todas las articulaciones. Hizo otro intento por alcanzar las alubias. Mord retrocedió y le mostró los dientes podridos en una sonrisa.

—Aquí las tienes, enano. —Mantuvo el plato en alto, con el brazo extendido, más allá del borde donde la celda terminaba y empezaba el cielo abierto—. ¿No tienes hambre? Toma, ven a cogerlas.

Los brazos de Tyrion eran demasiado cortos para alcanzar el plato, y tampoco tenía intención de acercarse tanto al borde. Bastaría un empujón de la pesada barriga blanca de Mord para que se convirtiera en una mancha roja en las piedras de Cielo, al igual que les había sucedido a tantos prisioneros del Nido de Águilas a lo largo de los siglos.

—Bien pensado, no tengo tanta hambre —declaró mientras se retiraba al rincón de la celda.

Mord gruñó, abrió los dedos, y el viento se llevó el plato. Unas cuantas alubias se colaron en la celda mientras la comida caía al vacío. El carcelero se echó a reír, con lo que su barriga se agitó como si fuera de gelatina.

—Jodido cabrón, hijo de una mula con viruelas —escupió Tyrion, que no pudo contener la rabia—. Ojalá te mueras comido por la sífilis. —Al salir, Mord le asestó una buena patada en las costillas con la bota de puntera de acero—. Lo pagarás —gimió, doblado sobre sí mismo en el lecho de paja—. ¡Te mataré con mis manos, lo juro!

La pesada puerta blindada se cerró de golpe. Tyrion oyó el tintineo de las llaves.

Para ser tan pequeño tenía una boca muy grande. Ésa era su maldición, reflexionó mientras se arrastraba hacia el rincón de lo que los Arryn llamaban, no sin cierto humor, su mazmorra. Se acurrucó bajo la fina manta que era todo su lecho, y se dedicó a contemplar el cielo azul y las montañas lejanas que parecían extenderse hasta el infinito. Añoraba con todas sus fuerzas la capa de gatosombra que le había ganado jugando a los dados a Marillion, quien a su vez la había robado del cadáver del jefe muerto de los bandoleros. Recordaba que las pieles hedían a sangre y a moho, pero eran gruesas y cálidas. Mord se la había quitado nada más verla.

BOOK: Juego de Tronos
12.49Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Knight and Stay by Kitty French
Blood Stains by Sharon Sala
Sartor by Sherwood Smith
Uneasy alliances - Thieves World 11 by Robert Asprin, Lynn Abbey
Angel Kate by Ramsay, Anna
The Children of the Sun by Christopher Buecheler