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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

Juego de Tronos (95 page)

BOOK: Juego de Tronos
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EDDARD (15)

La paja del suelo apestaba a orina. No había ventanas ni lecho; ni siquiera un cubo para hacer sus necesidades. Recordó unos muros de piedra color rojo claro festoneados con manchas de salitre, una puerta gris de madera astillada, de medio palmo de grosor, con remaches de hierro. Lo había visto un instante justo antes de que lo empujaran al interior de la celda. Una vez cerrada la puerta, ya no vio nada más. La oscuridad era absoluta. Tanto daría que estuviera ciego.

O muerto. Enterrado con su rey.

—Ay, Robert —murmuró al tiempo que tocaba la piedra fría.

La pierna le palpitaba cada vez que se movía. Recordaba las bromas del Rey en las criptas de Invernalia, bajo la mirada fría de los Reyes del Invierno.

«El Rey come, y la Mano limpia la mierda.» Cuánto se habían reído. Pero Robert estaba equivocado. «El Rey muere —pensó Ned Stark—, y entierran a la Mano.»

La mazmorra se encontraba bajo la Fortaleza Roja, más profunda de lo que se atrevía a imaginar. Recordó las viejas leyendas sobre Maegor
el Cruel
, que hizo matar a los albañiles que trabajaron en el castillo, para que no pudieran revelar sus secretos.

Malditos fueran todos: Meñique, Janos Slynt y sus capas doradas, la Reina, el Matarreyes, Pycelle, Varys y Ser Barristan; hasta Lord Renly, que era de la sangre de Robert, y había huido cuando más lo necesitaba. Pero sobre todo se culpaba a sí mismo.

—Idiota —gritó a la oscuridad—. Tres veces idiota, y encima ciego.

El rostro de Cersei Lannister parecía flotar ante él, en la oscuridad. Tenía el cabello lleno de sol, pero su sonrisa era burlona.

«Cuando se juega al juego de tronos, sólo se puede ganar o morir», le susurró. Ned había jugado, y había perdido, y sus hombres pagaron con la vida el precio de su estupidez.

Cada vez que pensaba en sus hijas habría llorado de buena gana, pero no le salían las lágrimas. Incluso en aquellos momentos, era un Stark de Invernalia, y la rabia y el dolor se congelaban en su interior.

Si permanecía inmóvil, la pierna no le dolía tanto, así que hacía lo posible por yacer quieto. No sabía cuánto tiempo llevaba allí. No había sol, ni luna. No había luz para marcar las paredes. Ned cerraba los ojos, y los abría sin que ello representara ninguna diferencia. Dormía, despertaba y volvía a dormir. No sabía qué le resultaba más doloroso, el sueño o el despertar. Cuando dormía tenía pesadillas inquietantes, soñaba con sangre, con promesas rotas. Cuando despertaba no podía hacer otra cosa que pensar, y sus pensamientos eran peores que las pesadillas. Sólo pensar en Cat le resultaba tan doloroso como un lecho de agujas. ¿Dónde estaría en aquel momento, qué haría? ¿Volvería a verla alguna vez?

Las horas se transformaron en días, o eso le pareció. Sentía un dolor sordo en la pierna destrozada, y picor bajo la escayola. Cada vez que se tocaba el muslo sentía arder la carne. No se oía más sonido que el de su respiración. Tras un tiempo empezó a hablar en voz alta, sólo por oír una voz. Hizo planes para mantenerse cuerdo; construyó castillos de esperanza en la oscuridad. Los hermanos de Robert estaban fuera, reuniendo ejércitos en Rocadragón y Bastión de Tormentas. Alyn y Harwin volverían a Desembarco del Rey con el resto de sus guardias en cuanto se encargaran de Ser Gregor. Catelyn levantaría el norte en armas en cuanto recibiera la noticia, y los señores del río, la montaña y el Valle se unirían a ella.

Descubrió que cada vez pensaba más en Robert. Veía al Rey tal como fue en la flor de su juventud, alto y apuesto, con el gran yelmo adornado con cornamenta en la cabeza, la maza de guerra en la mano, a lomos de su caballo como un dios astado. Oía su risa en la oscuridad; veía sus ojos, azules y claros como lagos en la montaña.

—Mira a qué nos hemos visto reducidos, Ned —le dijo Robert—. Dioses, ¿cómo hemos acabado así? Tú ahí, y yo asesinado por un cerdo. Juntos conseguimos un trono...

«Te fallé, Robert —pensó Ned. No podía decirlo en voz alta—. Te mentí, te oculté la verdad. Dejé que te mataran.»

El Rey lo oyó.

—Idiota estirado —le dijo—, demasiado orgulloso para escuchar. ¿No te pudiste tragar el orgullo, Stark? ¿Acaso el honor protegerá a tus hijos? —El rostro se agrietó, la carne se llenó de fisuras. Extendió la mano y arrancó la máscara. No era Robert, sino Meñique, sonriente, que se burlaba de él. Cuando abrió la boca para hablar, sus mentiras se convirtieron en polillas grises que echaron a volar.

Ned estaba adormilado cuando las pisadas se detuvieron afuera, en el pasillo. Al principio pensó que las había soñado; hacía mucho que no oía nada que no fuera el sonido de su voz. Estaba febril, tenía los labios secos y agrietados, y el dolor sordo de la pierna era un suplicio. Cuando la pesada puerta de madera se abrió con un crujido, la luz repentina le hizo daño en los ojos.

El carcelero empujó una jarra hacia él. La arcilla estaba fresca, húmeda por fuera. Ned la cogió con ambas manos y bebió, ansioso. El agua se le derramó por las comisuras de la boca y le mojó la barba. Bebió hasta que estuvo a punto de vomitar.

—¿Cuánto tiempo...? —preguntó con voz débil.

—Nada de hablar —dijo el carcelero al tiempo que le arrebataba la jarra de las manos.

Era un hombrecillo flaco como un espantapájaros, con cara de rata y barba poco poblada, que vestía cota de mallas y capa corta de cuero.

—Por favor —dijo Ned—. Mis hijas...

La puerta se cerró de golpe. Parpadeó mientras la luz volvía a esfumarse, inclinó la cabeza sobre el pecho y se acurrucó en la paja. Ya no apestaba a orina ni a excrementos. Ya no apestaba a nada.

Después no pudo establecer la diferencia entre estar dormido y despierto. El recuerdo se acercaba a él a hurtadillas en la oscuridad, vívido como un sueño. Fue el año de la falsa primavera, él volvía a tener dieciocho años; había bajado del Nido de Águilas para asistir al torneo de Harrenhal. Veía el verde intenso de la hierba y olía el polen en el viento. Días cálidos, noches frescas y el sabor dulce del vino. Recordó la risa de Brandon, y el valor loco de Robert en el combate cuerpo a cuerpo, su manera de reír mientras descabalgaba a sus adversarios a diestro y siniestro. Recordó a Jaime Lannister, un joven con armadura blanca, de rodillas en la hierba ante el pabellón de su rey, jurando proteger y defender al rey Aerys. Después, Ser Oswell Whent lo ayudó a ponerse en pie, y el Toro Blanco en persona, el Lord Comandante Ser Gerold Hightower, le abrochó la capa nívea de la Guardia Real. Luego los seis Espadas Blancas dieron la bienvenida a su nuevo hermano.

Pero, cuando empezó la justa, Rhaegar Targaryen fue el protagonista. El príncipe coronado llevaba la misma armadura que luciría el día de su muerte: negra, deslumbrante, con el dragón tricéfalo de su Casa dibujado con rubíes sobre la coraza. La capa de seda escarlata le ondeaba a la espalda al cabalgar, y parecía que no había lanza capaz de tocarlo. Brandon cayó ante él, y también Bronze Yohn Royce... y hasta el espléndido Ser Arthur Dayne, la Espada del Amanecer.

Robert había estado bromeando con Jon y con el anciano Lord Hunter mientras el príncipe daba la vuelta al campo de justas tras desmontar a Ser Barristan en el último combate por la corona del campeón. Ned recordó claramente el momento en que todas las sonrisas murieron, cuando el príncipe Rhaegar Targaryen espoleó su caballo, pasó de largo por donde estaba su esposa, la princesa de Dorne, Elia Martell, para poner el laurel de reina de la belleza en el regazo de Lyanna. Aún era capaz de visualizarlo: una corona de rosas invernales, azules como la escarcha.

Ned Stark extendió la mano para coger la corona de flores, pero bajo los pétalos azules había espinas escondidas. Sintió cómo se le clavaban en la piel, agudas, cruentas. Vio el reguero de sangre que le brotaba de los dedos, y despertó tembloroso en la oscuridad.

—Prométemelo, Ned —le había susurrado su hermana en su lecho de sangre.

A ella le encantaba el aroma de las rosas invernales.

—Los dioses me guarden —sollozó Ned—. Me estoy volviendo loco.

Los dioses no se dignaron responder.

Cada vez que el carcelero le llevaba agua, se decía que había pasado un día más. Al principio le suplicaba que le diera alguna noticia de sus hijas, que le dijera algo sobre lo que pasaba fuera de la celda. Sólo obtuvo gruñidos y patadas a modo de respuesta. Más adelante, cuando empezaron los calambres del estómago, suplicó comida. No sirvió de nada. Quizá los Lannister querían matarlo de hambre.

«No», se dijo. Si Cersei lo quisiera muerto, lo habrían asesinado en el salón del trono, junto a sus hombres. Lo necesitaba con vida. Débil, desesperado, pero con vida. Catelyn tenía prisionero a su hermano. La Reina no osaría matarlo; sería también el fin del Gnomo.

Oyó un tintineo de cadenas de hierro en el exterior de la celda. La puerta crujió y se abrió. Ned puso una mano en la pared húmeda y trató de incorporarse hacia la luz. El brillo de una antorcha le hizo entrecerrar los ojos.

—Comida —gimió.

—Vino —le respondió una voz. No era el hombre con cara de rata; aquel carcelero era más bajo, más grueso, aunque llevaba la misma capa corta de cuero y el casco con punta de acero—. Bebed, Lord Eddard. —añadió, y puso un pellejo de vino en las manos de Ned.

La voz le resultaba extrañamente familiar, pero Ned Stark tardó unos momentos en situarla.

—¿Varys? —dijo al final, inseguro. Tocó el rostro del hombre—. Esto no... no lo estoy soñando. Estáis aquí. —Las mejillas regordetas del eunuco estaban cubiertas por una barba oscura y descuidada. Ned palpó el pelo tosco con los dedos. Varys se había transformado en un carcelero canoso, que apestaba a sudor y a vino agrio—. ¿Cómo habéis... qué clase de mago sois?

—Un mago sediento —dijo Varys—. Bebed, mi señor.

—¿Es el mismo veneno que mató a Robert? —preguntó Ned palpando el pellejo.

—Me ofendéis —respondió Varys con tristeza—. Qué cierto es que nadie quiere a un eunuco. Dadme ese pellejo. —Bebió un buen trago, un hilillo de vino tinto le corrió por la comisura de la boca regordeta—. No es tan bueno como el que me ofrecisteis la noche del torneo, pero tampoco resulta más venenoso que la mayoría —concluyó al tiempo que se secaba los labios—. Tomad.

—Posos —dijo Ned después de pegar un trago. Sentía como si estuviera a punto de vomitar.

—Todo hombre debe probar lo dulce con lo amargo. Los grandes señores y los eunucos, todos por igual. Ha llegado vuestra hora, mi señor.

—Mis hijas...

—La pequeña escapó de Ser Meryn y consiguió huir —le dijo Varys—. No he podido encontrarla. Los Lannister tampoco. Es una buena noticia; nuestro nuevo rey no le tiene demasiado afecto. Vuestra hija mayor sigue siendo la prometida de Joffrey. Cersei la vigila de cerca. Acudió a la corte hace unos días para suplicar que fueseis perdonado. Lástima que no la oyerais; resultó conmovedora. —Se inclinó hacia él y lo miró con atención—. Supongo que sabéis que sois hombre muerto, Lord Eddard.

—La Reina no me matará —replicó Ned. La cabeza le daba vueltas. El vino era fuerte, y llevaba demasiado tiempo sin comer—. Cat... Cat tiene a su hermano...

—No tiene al hermano adecuado —suspiró Varys—. Y, de cualquier manera, ya no está en su poder. Dejó que el Gnomo se le escapara de entre los dedos. Supongo que ya estará muerto, en cualquier lugar de las Montañas de la Luna.

—Si eso es cierto, cortadme la garganta y acabemos ya de una vez. —Estaba mareado por el vino, agotado, y triste.

—Vuestra sangre es lo último que deseo.

—Cuando mataron a mis guardias estabais junto a la Reina —dijo Ned con el ceño fruncido—, y os limitasteis a mirar sin decir nada.

—Volvería a hacerlo. Creo recordar que también estaba desarmado, sin armadura y rodeado de espadas Lannister. —El eunuco lo miró con curiosidad, inclinando la cabeza a un lado—. Cuando era joven, antes de que me mutilaran, viajé por las Ciudades Libres con una compañía de comediantes. Me enseñaron que cada hombre tiene su papel en la vida, igual que en las comedias. Así es la corte. La Justicia del Rey debe ser temible, el jefe de la moneda debe ser frugal, el Lord Comandante de la Guardia Real debe ser valiente... y el jefe de los rumores debe ser taimado y obsequioso, y carecer de escrúpulos. Un informador valeroso sería tan inútil como un guerrero cobarde. —Volvió a coger el pellejo de vino, y bebió otro trago.

—¿Me podéis sacar de este agujero? —Ned escrutó el rostro del eunuco, en busca de la verdad oculta bajo las cicatrices falsas y la barba postiza. Probó un poco más de vino. Le entró con mayor facilidad.

—Puedo, pero... ¿lo haré? No. Habría muchas preguntas, y las respuestas apuntarían en mi dirección.

—Sois franco. —Había sido la respuesta que Ned esperaba.

—Un eunuco no tiene honor, y una araña no puede permitirse el lujo de los escrúpulos, mi señor.

—Al menos, ¿querréis llevar un mensaje de mi parte?

—Eso dependerá del mensaje. Si lo deseáis, os proporcionaré papel y pluma. Escribiréis lo que queráis; luego, yo cogeré la carta, la leeré, y la entregaré o no, según convenga a mis fines.

—Vuestros fines. ¿Cuáles son, Lord Varys?

—La paz —replicó Varys sin titubear—. Si había alguien en Desembarco del Rey que intentara por todos los medios mantener con vida a Robert Baratheon, ése era yo. —Suspiró—. Durante quince años conseguí protegerlo de sus enemigos, pero no pude protegerlo de sus amigos. ¿Qué ataque de locura os hizo decirle a la Reina que sabíais la verdad sobre el origen de Joffrey?

—La locura de la piedad —admitió Ned.

—Ah —dijo Varys—. Claro. Sois un hombre honesto y honorable, Lord Eddard. A veces se me olvida. He conocido a tan pocos en mi vida... —Echó un vistazo a la celda—. Al ver a dónde os han traído la honestidad y el honor, lo comprendo.

—El vino del Rey... —Ned Stark apoyó la cabeza contra la piedra húmeda, y cerró los ojos. La pierna le dolía intensamente—. ¿Habéis interrogado a Lancel?

—Oh, por supuesto. Cersei le dio los pellejos, y le dijo que eran de la cosecha favorita de Robert. —El eunuco se encogió de hombros—. La vida de un cazador está llena de peligros. Si el jabalí no hubiera matado a Robert, habría sido una caída del caballo, la mordedura de una víbora, una flecha perdida... El bosque es el matadero de los dioses. Lo que acabó con el Rey no fue el vino. Fue vuestra piedad.

—Los dioses me perdonen. —Era lo que Ned había temido.

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