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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

Juego de Tronos (97 page)

BOOK: Juego de Tronos
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—Explícame qué quieres decir, madre —pidió Robb, sumiso. Se le habían enrojecido las orejas ante la reprimenda.

—Los Frey llevan seiscientos años defendiendo el Cruce, y durante seiscientos años han fijado siempre el precio del peaje.

—¿El precio? ¿Qué puede querer?

—Eso es lo que tenemos que averiguar —contestó Catelyn con una sonrisa.

—¿Y si me niego a pagar ese peaje?

—Entonces tendrás que retirarte de vuelta a Foso Cailin, desplegarte para enfrentarte a Lord Tywin... o esperar a que te salgan alas. No se me ocurren más opciones.

Catelyn picó espuelas y se alejó para que su hijo tuviera tiempo de meditar sobre sus palabras. No serviría de nada que se sintiera como si su madre estuviera usurpando su puesto.

«¿Le enseñaste sabiduría, además de valor, Ned? —se preguntó—. ¿Le enseñaste a doblar la rodilla?» Los cementerios de los Siete Reinos estaban llenos de valientes que jamás habían aprendido aquella lección.

Era ya mediodía cuando la vanguardia divisó Los Gemelos, el asentamiento de los señores del Cruce.

Allí, el Forca Verde era un río rápido y profundo, pero los Frey lo dominaban desde hacía siglos, y se habían enriquecido gracias a lo que otros les pagaban por cruzarlo. Su puente era un arco gigantesco de roca gris pulida, tan ancho que cabían dos carros juntos; en la mitad se alzaba la Torre del Agua, desde la que se dominaba tanto el camino como el río, con troneras para los arqueros y rastrillos. Los Frey habían tardado tres generaciones en completar el puente. Cuando terminaron, situaron fortificaciones de madera en ambas orillas, para que nadie pudiera cruzar sin su permiso.

La madera había dejado lugar a la piedra hacía ya mucho tiempo. Los Gemelos, dos castillos achaparrados, feos, idénticos en todos los sentidos, unidos por el puente, llevaban siglos vigilando el Cruce. Estaban protegidos por murallas, fosos profundos y pesados portalones de hierro y roble, y los extremos del puente surgían de sus entrañas. En cada orilla había un rastrillo y una barbacana, y la Torre del Agua defendía el puente en sí.

A Catelyn le bastó una mirada para comprender que no se podía tomar el castillo. En las almenas se divisaban lanzas, espadas y escorpiones. En cada tronera había un arquero; el puente levadizo estaba levantado; el rastrillo, bajado, y las puertas, cerradas y atrancadas.

En cuanto vio qué les aguardaba, el Gran Jon empezó a jurar y a maldecir. Lord Rickard Karstark se limitó a mirar en silencio.

—Mis señores, eso es inexpugnable —anunció Roose Bolton.

—Y tampoco podemos vencerlos por asedio, necesitaríamos un ejército en la otra orilla para el segundo castillo —señaló Helman Tallhart, sombrío. Al otro lado de las aguas turbulentas, la torre occidental parecía un reflejo de su hermana oriental—. Ni aunque tuviéramos tiempo... que, desde luego, no tenemos.

Mientras los señores norteños examinaban el castillo, se abrió una puerta lateral, alguien tendió un puente de tablones para salvar el foso, y una docena de jinetes salieron hacia ellos, guiados por cuatro de los muchos hijos de Lord Walder. Su blasón eran dos torres gemelas, azul oscuro sobre campo de plata grisácea. Ser Stevron Frey, el heredero de Lord Walder, era el portavoz. Todos los Frey tenían aspecto de comadreja: Ser Stevron, con más de sesenta años y nietos propios ya, se asemejaba especialmente a una comadreja vieja y cansada. Pero se mostró muy educado.

—Mi señor padre me envía a saludaros, y a preguntar quién dirige tan poderoso ejército.

—Yo. —Robb hizo avanzar a su caballo. Llevaba puesta la armadura, de la silla de su caballo colgaba el escudo de Invernalia con el lobo huargo, y
Viento Gris
trotaba junto a él.

El anciano caballero lo miró con una tenue chispa de diversión en los ojos grises acuosos, pero su caballo castrado se removió inquieto ante la presencia del huargo.

—Para mi señor padre sería un honor que compartierais con él la carne y el aguamiel en el castillo, y le explicaseis vuestro propósito en estas tierras.

Sus palabras cayeron entre los señores vasallos como la piedra lanzada por una catapulta. A ninguno le parecía bien. Maldijeron, discutieron, se gritaron unos a otros.

—No lo hagáis, mi señor —suplicó Galbart Glover a Robb—. Lord Walder no es digno de confianza.

Roose Bolton estaba de acuerdo.

—Si entráis ahí solo, estaréis en su poder. Podrá venderos a los Lannister, arrojaros a una mazmorra o cortaros la garganta, lo que le plazca.

—Si quiere hablar con nosotros, que abra las puertas, así compartiremos todos su pan y su aguamiel —declaró Ser Wendel Manderly.

—O que salga y agasaje a Robb aquí, a la vista de sus hombres y de los vuestros —sugirió su hermano, Ser Wylis.

Catelyn Stark compartía las dudas, pero sólo con ver a Ser Stevron supo que no le gustaba lo que estaba oyendo. Unas pocas palabras más, y perderían la ocasión. Tenía que actuar enseguida.

—Iré yo —dijo en voz alta.

—¿Vos, mi señora? —El Gran Jon frunció el ceño.

—Madre, ¿estás segura? —Obviamente, Robb no lo estaba.

—Por supuesto —mintió Catelyn con tono alegre—. Lord Walder es vasallo de mi padre. Lo conozco desde que era niña. Jamás me haría daño alguno.

«A no ser que con ello consiguiera algún beneficio», añadió para sus adentros. Pero algunas veces era imprescindible mentir.

—Estoy seguro de que mi señor padre estará encantado de hablar con Lady Catelyn —dijo Ser Stevron—. Como salvaguardia de nuestras buenas intenciones, mi hermano Ser Perwyn permanecerá aquí hasta que ella vuelva con vosotros sana y salva.

—Será nuestro huésped de honor —dijo Robb. Ser Perwyn, el más joven de los cuatro Frey del grupo, desmontó y tendió a uno de sus hermanos las riendas de su caballo—. Quiero que mi señora madre esté de vuelta al caer la noche, Ser Stevron —siguió Robb—. No tengo intención de demorarme más aquí.

—Como queráis, mi señor —asintió Ser Stevron Frey con cortesía.

Catelyn picó espuelas, sin volver la vista atrás. Los hijos y los soldados de Lord Walder siguieron sus pasos.

En cierta ocasión su padre le había dicho que Walder Frey era el único señor de los Siete Reinos capaz de sacarse un ejército de los calzones. Cuando el señor del Cruce recibió a Catelyn en la sala principal del castillo oriental, rodeado por veinte de aquellos de sus hijos que todavía vivían (de estar allí Ser Perwyn, habría sido el veintiuno), treinta y seis nietos, diecinueve bisnietos, y numerosas hijas, nietas, bastardos e hijos de bastardos, entendió perfectamente lo que le había querido decir.

Lord Walder tenía noventa años y aspecto de comadreja rosada, con cabeza calva, y demasiado gotoso para mantenerse en pie sin ayuda. Su última esposa, una chiquilla de dieciséis años pálida y frágil, caminaba junto a la litera en la que lo transportaban. Era la octava Lady Frey.

—Es un placer volver a veros tras tantos años, mi señor —dijo Catelyn.

—¿De verdad? —El anciano la miró con desconfianza—. Lo dudo mucho. No me vengáis con palabras bonitas, Lady Catelyn, estoy viejo para eso. ¿Qué hacéis aquí? ¿Acaso vuestro hijo es demasiado orgulloso para venir en persona? ¿Qué voy a hacer con vos?

Catelyn era una niña la última vez que estuvo de visita en Los Gemelos, y ya entonces Lord Walder era un hombre irascible, de lengua mordaz y modales bruscos. Por lo visto había empeorado con los años. Tendría que elegir las palabras con cuidado y hacer todo lo posible para no ofenderlo.

—Padre —le reprochó Ser Stevron—, ¿dónde están tus modales? Lady Stark es nuestra invitada.

—¿Acaso te lo he preguntado a ti? Aún no eres Lord Frey, y no lo serás hasta que yo muera. ¿Tengo pinta de muerto? No. Así que no me des instrucciones.

—Ésa no es manera de hablar delante de nuestra noble invitada, Padre —intervino uno de sus hijos más jóvenes.

—Ahora hasta mis bastardos me quieren dar lecciones de cortesía —se quejó Ser Walder—. Maldita sea, diré lo que me venga en gana. He recibido a tres reyes diferentes en mis salas, y también a reinas, ¿crees que me puedes dar lecciones de modales, Ryger? La primera vez que le puse mi semilla, tu madre se dedicaba a ordeñar cabras. —Despidió con un movimiento de la mano al joven sonrojado, y llamó a dos de sus otros hijos—. Danwell, Whalen, ayudadme a sentarme en mi trono.

Alzaron a Lord Walder de la litera y lo llevaron hasta el trono de los Frey, una silla alta de roble negro, cuyo respaldo estaba tallado en forma de dos torres unidas por un puente. Su joven esposa se acercó con timidez y le cubrió las piernas con una manta. Una vez instalado, el anciano indicó a Catelyn que se acercara, y le besó la mano con labios resecos y agrietados.

—Ya está —anunció—. Ahora que ya he cumplido con las cortesías correspondientes, mi señora, quizá mis hijos tengan la bondad de cerrar la boca. ¿Para qué habéis venido?

—Para pediros que abráis las puertas, mi señor —respondió Catelyn con educación—. Mi hijo y sus señores vasallos desean cruzar el río y seguir su camino.

—¿Hacia Aguasdulces? —Dejó escapar una risita burlona—. No, no hace falta que me lo digáis; todavía no estoy ciego. Este viejo aún sabe leer un mapa.

—Hacia Aguasdulces —asintió Catelyn. No había razón alguna para negarlo—. Donde pensaba encontraros a vos, mi señor. Seguís siendo vasallo de mi padre, ¿no es así?

—Je —fue la respuesta de Lord Walder, un sonido a medio camino entre una carcajada y un gruñido—. He convocado a mis hombres; desde luego, aquí están, ya los habéis visto en las murallas. Mi intención era ponerme en marcha cuando hubiera reunido todas las fuerzas. Bueno, que mis hijos se pusieran en marcha. Yo ya no estoy para esas cosas, Lady Catelyn. —Miró a su alrededor en busca de una confirmación, y señaló a un hombre alto, encorvado, de unos cincuenta años—. Díselo tú, Jared. Dile que eso era lo que iba a hacer.

—Así es, mi señora —asintió Ser Jared Frey, uno de sus hijos, fruto de su segundo matrimonio—. Lo juro por mi honor.

—¿Acaso es culpa mía que el estúpido de vuestro hermano perdiera la batalla antes de que nos pusiéramos en camino? —Se inclinó hacia adelante y la miró con el ceño fruncido, como si la desafiara a poner en duda su versión de los hechos—. Me han dicho que el Matarreyes atravesó sus ejércitos como un hacha que cortara un queso curado. ¿Y queréis que mis hijos vayan corriendo al sur para morir? Todos los que fueron hacia el sur vuelven ahora corriendo al norte.

Catelyn habría escupido de buena gana a la cara del anciano quejumbroso y lo habría empujado al fuego, pero sólo tenía de plazo hasta el anochecer para conseguir que se abriera el puente.

—Razón de más para que lleguemos pronto a Aguasdulces —dijo con calma—. ¿Podemos hablar en algún sitio, mi señor?

—Ya estamos hablando —se quejó Lord Frey. Movió la cabeza calva y rosada de un lado a otro—. ¿Qué estáis mirando todos? —gritó a sus parientes—. Fuera de aquí. Lady Stark desea hablar conmigo en privado. Puede que tenga dudas sobre mi lealtad, je. Fuera todos, a ver si hacéis algo útil. Sí, mujer, tú también. Fuera, fuera, ¡fuera! —Mientras sus hijos, nietos, sobrinos y bastardos salían de la estancia, se inclinó más hacia Catelyn—. Todos están esperando a que muera —le confesó—. Stevron lleva cuarenta años aguardando ese momento, pero cada día hago lo posible por decepcionarlo. Je. ¿Por qué voy a morir, para que él pueda heredarlo todo? Ni hablar.

—Tengo la esperanza de que viváis hasta los cien años.

—Eso sí que los haría enfadar, je. Desde luego. A ver, ¿qué queríais decirme?

—Deseamos cruzar —respondió Catelyn.

—Ah, ¿sí? Qué directa. ¿Y por qué debería permitíroslo?

—Si tuvierais fuerzas suficientes para subir a las almenas —dijo Catelyn sin poder contener la ira—, veríais que mi hijo tiene un ejército de veinte mil hombres ante vuestras murallas.

—Que serán veinte mil cadáveres cuando llegue Lord Tywin —replicó el anciano—. No intentéis asustarme, señora. Vuestro esposo está encerrado por traidor en alguna celda de la Fortaleza Roja; vuestro padre yace enfermo, tal vez moribundo, y Jaime Lannister ha tomado prisionero a vuestro hermano. ¿Por qué voy a teneros miedo? ¿Por vuestro hijo? Puedo enfrentarme a vos hijo contra hijo, y todavía me quedarían dieciocho después de matar a todos los vuestros.

—Hicisteis un juramento ante mi padre —le recordó Catelyn.

—Oh, sí. —Inclinó la cabeza a un costado, sonriente—. Pronuncié unas cuantas palabras, pero si mal no recuerdo también hice juramentos a la corona. Ahora, Joffrey es el rey, y eso os convierte en rebeldes a vos, a vuestro hijo y a todos esos idiotas de ahí afuera. Si tuviera el sentido común de un pescado, ayudaría a los Lannister a acabar con vosotros.

—¿Y por qué no lo hacéis? —lo desafió.

—Lord Tywin —dijo Lord Walder con un bufido desdeñoso—, el orgulloso y espléndido Lord Tywin, Guardián del Occidente, Mano del Rey, qué gran hombre, él, con su oro para acá y su oro para allá, leones para acá y leones para allá. Pues seguro que, si come demasiadas judías, se tira pedos igual que yo. Pero él jamás lo admitirá, claro que no. ¿Por qué está tan hinchado? Sólo tiene dos hijos varones, y uno de ellos es un monstruo deforme. ¡Puedo enfrentarme a él hijo contra hijo, y todavía me quedarían diecinueve y medio después de matar a los suyos! —Soltó una risita—. Si Lord Tywin quiere mi ayuda, más le valdría pedirla.

—Yo os estoy pidiendo ayuda, mi señor —dijo con humildad Catelyn, el anciano había contestado justo lo que ella quería oír—. Y por mi voz hablan mi padre, mi hermano, mi señor esposo y mis hijos.

—Dejaos de palabrería, señora. —Lord Walder le rozó el rostro con un dedo huesudo—. Para oír palabrería ya tengo a mi esposa. ¿La habéis visto? Tiene dieciséis años, es una flor, y su miel es sólo para mí. Seguro que el año que viene para estas fechas ya me ha dado un hijo. A lo mejor lo nombro a él heredero; ¡cómo se pondrían los demás!

—Estoy segura de que os dará muchos hijos —dijo Catelyn, y él asintió.

—Vuestro señor padre no vino a mi boda. Un insulto, fue un insulto. Aunque se esté muriendo. Tampoco acudió a mi boda anterior. Me llama «el finado Lord Frey», ¿lo sabíais? ¿Acaso piensa que estoy muerto? Pues no estoy muerto, os lo aseguro, y lo sobreviviré a él, igual que sobreviví a su padre. Vuestra familia siempre me ha despreciado, no lo neguéis, no me mintáis, sabéis que es verdad. Hace años acudí a vuestro padre y le propuse que su hijo y mi hija se unieran en matrimonio. ¿Por qué no? Ya había elegido a la chica, una muchachita dulce, apenas unos años mayor que Edmure, pero si a vuestro hermano no le gustaba le podía haber elegido cualquier otra, más joven, más vieja, virgen, viuda, lo que gustara. Pero no: Lord Hoster no quiso ni hablar de ello. Me respondió con palabras amables y con excusas, pero yo lo que quería era quitarme una hija de encima.

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