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Authors: Max Barry

Tags: #Humor

La Corporación (2 page)

BOOK: La Corporación
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—Si recojo al nuevo colaborador, él podrá hacerlo. Será tu asistente.

Roger reflexiona sobre ello.

—Sí, pero puede que no sepa tratar la situación con el tacto necesario.

Lo cual significa
: que no se enteren ni Elizabeth ni Holly.

—Se lo diré. Y ahora déjame que vaya a recoger al colaborador o tendré problemas con recepción.

—De acuerdo, de acuerdo —responde Roger, levantando las manos en señal de rendición—. Ve a buscar a tu colaborador.

—Querrás decir al tuyo.

Roger lo mira fijamente. Se da cuenta de que Freddy no ha pretendido ser irrespetuoso, sino preciso.

—Sí, sí. A eso me refiero.

Stephen Jones ignora el timbre del ascensor porque ha sonado infinidad de veces en los últimos veinte minutos y en ninguna apareció ningún compañero para darle la bienvenida. Con el fin de estirar las piernas, deambula por el vestíbulo leyendo las placas y las fotos enmarcadas. La mayor de todas es un gran objeto brillante que cuenta con su propia bombilla y marco de cristal.

MISIÓN DE LA EMPRESA

Corporación Zephyr pretende alcanzar y consolidar una posición de liderazgo en los mercados seleccionados por la empresa a través de la creación de oportunidades de crecimiento rentable basadas en el establecimiento de fuertes relaciones entre unidades empresariales internas y externas, así como en la coordinación de un enfoque estratégico y sólido con el fin de conseguir los máximos beneficios para sus
stakeholders.

No es la estupidez más grande que Stephen Jones haya leído, pero se le acerca mucho. Lo que resulta extraño es que no mencione los cursos de formación, cuya venta es, según tiene entendido Stephen, la principal razón de ser de la empresa. Luego se da cuenta de que un hombre bajo con el pelo oscuro y gafas está a escasos metros de él y lo mira fijamente.

—¿Jones?

—¡Sí!

Los ojos del hombre se pasean por el traje nuevo de Jones. Una de sus manos se desliza hasta un punto donde lleva la camisa mal metida en los pantalones y trata de arreglar el desaguisado.

—Soy Freddy. Encantado de conocerte.

Freddy extiende la mano que tiene libre y estrecha la de Jones. Los ojos acuosos de Freddy parecen enormes tras los cristales de las gafas.

—Eres más joven de lo que pensaba.

—Ya —responde Jones.

Freddy observa sus zapatos. Luego mira hacia el mostrador de recepción, concretamente —si Jones no se equivoca— hacia la silla vacía que hay detrás de la placa con el nombre de Eve Jantiss.

—¿Fumas?

—No.

—Yo sí —dice en tono de disculpa—. Sígueme.

—Es un buen departamento —dice Freddy, dándole una calada al cigarrillo.

Hace un día agradable. Las nubes están muy altas, corre una suave brisa y la torre gris de Zephyr parece reflejar el calor que absorben sus ventanas tintadas. Los ojos de Freddy siguen a un descapotable azul que se abre camino a través del tráfico, pero luego añade:

—Siempre y cuando te acostumbres a ciertas cosas.

—Estoy preparado para una pronunciada curva de aprendizaje —responde Jones, empleando una frase que le vino muy bien durante la entrevista de trabajo.

—Trabajarás como auxiliar de ventas con Roger. Tendrás que procesar sus pedidos, mecanografiar sus cotizaciones, archivar sus formularios de gastos, en fin, ese tipo de cosas.

—¿Cómo es?

—¿Quién? ¿Roger? Bueno, no está mal —dice Freddy, apartando la mirada.

—Eso quiere decir que no es una persona muy agradable, ¿verdad? —dice Jones.

Freddy mira alrededor.

—Pues la verdad es que no. Lo siento.

Jones suelta una risita y dice:

—Bueno, no pienso pasarme la vida de auxiliar de ventas.

Freddy no responde. Jones se da cuenta de que Freddy ha trabajado probablemente toda su vida de auxiliar de ventas.

—De hecho, ya tiene un trabajo para ti. Quiere que vayas al servicio de
catering
para preguntar cuántos donuts enviaron esta mañana.

Al ver la expresión que pone Jones, se apresura a añadir:

—Por la mañana nos ofrecen algún aperitivo. A veces es fruta, otras pastas y, raramente, donuts. Esta mañana hubo un incidente.

—De acuerdo, no te preocupes —responde Jones asintiendo.

Puede que no sea una misión demasiado glamurosa, ni tampoco parece tener demasiado sentido, pero es su primera tarea en el mundo real de la empresa y que piensa llevarla a cabo lo mejor que pueda.

—¿Y dónde se encuentra el servicio de
catering
?

Freddy no responde. Jones sigue su mirada hasta que intercepta un Audi azul pálido que entra en el aparcamiento de la empresa. La mayor parte del aparcamiento es subterránea, pero en la planta principal quedan algunos espacios reservados y el Audi ocupa uno de ellos con seguridad. Luego se abre la puerta del conductor y asoman un par de piernas. Tras unos instantes, Jones se da cuenta de que esas piernas están unidas a algo y ese algo es Eve Jantiss.

Eve tiene el aspecto de haberse detenido en Zephyr de camino a la inauguración de alguna exclusiva sala de fiestas. Su pelo, largo, alborotado y color miel, ondea sobre sus bronceados hombros. Los dos delgados tirantes no parecen desempeñar ningún papel en la sujeción de su fino y destellante vestido color ciruela: fuerzas más misteriosas se encargan de eso. Tiene los labios tan gruesos como los cojines de un sofá, una línea hereditaria que probablemente incluya nacionalidades desconocidas para Jones, así como unos ojos castaños claro que dicen: «¿Sexo? ¡Qué idea tan excitante!». En las noches que habían transcurrido desde su entrevista de trabajo hasta aquel momento, Jones se había preguntado en varias ocasiones si no la estaría idealizando, recordándola más atractiva de lo que realmente era. Ahora se daba cuenta de que no.

—Buenos días —dice Eve mientras pasa por delante de ellos seguida por el repicar de sus tacones.

—Hola —responde Jones, al tiempo que Freddy responde algo como «muh».

Jones se gira y ve a Freddy prácticamente babeando de amor. Su mirada está fija en la nuca de Eve, no recorre su cuerpo de arriba a abajo. Jones se siente repentinamente sucio, pues él sí le estaba dando un buen repaso. El encandilamiento de Freddy, en cambio, es puro.

Una vez que las puertas correderas bloquean la visión de ambos, o al menos la tiñen, Jones dice:

—¿Cómo es que la recepcionista tiene un coche deportivo?

—¿Por qué no? —responde Freddy—. ¿Acaso no se lo merece?

Los zapatos de Jones chirrían cuando cruza el vestíbulo junto a Freddy. Suena como si estuviera dirigiendo a una orquesta de ratones, y nota cómo atrae la mirada de las dos recepcionistas, Eve y Gretel.

—Es el que te decía —le dice Gretel a Eve—. Se llama Jones.

—Ah, bienvenido al
Titanic
, Jones —dice Eve sonriendo.

Humor corporativo. Jones ha oído hablar de él y le gustaría responder en el mismo tono, pero está demasiado pendiente de sus zapatos, así que se limita a pronunciar un simple «gracias».

Los dos llegan a la zona de los ascensores al fondo del vestíbulo y Freddy le da al botón de «subir».

—La gente dice que es la amante de Daniel Klaushman.

Klaushman es el director de Zephyr.

—Pero eso es por lo que apenas se la ve en recepción.

—¿Y dónde está? —pregunta Jones, parpadeando.

—No lo sé. Pero
no
es su amante. No es ese tipo de persona.

Las puertas del ascensor se cierran.

—Bueno, el servicio de
catering
se encuentra en la planta diecisiete. Cuando hayas terminado sube a la catorce.

—Querrás decir que
baje
a la catorce —responde Jones.

Sin embargo, nada más terminar de decir eso ve el panel de botones del ascensor. Las plantas están numeradas al revés: la primera planta está arriba de todo del panel, con el indicativo de «Consejero Delegado», mientras que la planta veinte, «vestíbulo», está abajo de todo.

Freddy suelta una sonrisita.

—Los números están al revés. Al principio es un lío, pero luego te acostumbras.

—Ya.

Jones observa cómo descienden los números —20, 19, 18— mientras su cuerpo percibe que está subiendo. Resulta algo antinatural.

—Dicen que es una cuestión de motivación. A medida que pasas a departamentos más importantes, asciendes de rango.

Jones examina el panel de botones.

—¿Qué tiene de malo el departamento de Sistemas de Información?

—Por favor —responde Freddy—. Algunos ni tan siquiera llevan traje.

En la planta catorce, Elizabeth se está enamorando. Eso es lo que la convierte en tan buena agente comercial, a la vez que en una papelera emocional: se enamora de sus clientes. Resulta difícil convencer a la gente de lo penoso y humillante que resulta ser un agente comercial. Las ventas son un negocio que exige establecer relaciones, y hay que tratar a los clientes con delicadeza y ternura, como las coles en invierno, aunque el cliente sea un pelmazo egocéntrico al que uno preferiría darle con una pala. Hay algo que no termina de funcionar en las personas que quieren ser agentes comerciales y, si no lo hay, lo adquieren a los seis meses de trabajar en ese rol.

Elizabeth no recurre a la habitual fachada amistosa, ni a una intimidad ilusoria: establece verdaderos lazos personales. Para Elizabeth, cada cliente nuevo es como un apuesto extraño en una sala de fiestas. Cuando bailan, se marea ante las posibilidades que se abren ante ella. Si a él no le gusta el producto que ofrece, se desmaya. Si habla de pedidos importantes, siente el impulso de mudarse a vivir con él.

Las historias amorosas de Elizabeth son puramente internas: nadie sabe nada de ellas. Sin embargo, para ella son completamente reales, y esa es la razón de que ande siempre tan estresada. En la actualidad está metida en dieciocho relaciones de larga duración, cada una con sus altibajos y sus problemas propios, y el jueves pasado detectó a un nuevo candidato al otro lado de una abarrotada sala de reuniones.

En este preciso momento, Elizabeth está hablando por teléfono con un cliente que pretende reducir un pedido. La semana pasada ella le vendió doscientas horas de formación y ahora él trata de reducir esa cifra. Elizabeth está sentada en su cubículo, de espaldas a otros agentes de ventas: el teléfono parece escurrírsele de las manos, no para de morderse el labio. «¿Por qué no se compromete?» parece suplicar. «¿Qué tengo yo de malo?»—No es nada personal, Liz —dice el cliente—. Sencillamente he revisado nuestro horario y creo que no necesitamos tantas horas de momento. Nos quedaremos con el paquete, pero necesitamos reducir esa cifra.

—Pero estuvimos hablando de doscientas horas, o al menos eso creo.

—Y así es, Liz, pero he cambiado de opinión.

—Yo…

La voz de Elizabeth se corta mientras ella lucha por mantenerla firme. A los hombres no le gustan las mujeres pegajosas, ni necesitadas, lo leyó en uno de los libros sobre relaciones personales que utiliza como manual de ventas. A los hombres les gusta que los desafíen, siempre y cuando —¡siempre y cuando!— no se haga de forma irrespetuosa. Hay que plantearles el desafío y, al mismo tiempo, convencerles de que son muy capaces de afrontarlo.

—Pero Bob, teníamos un compromiso y usted no es de esas personas que hacen promesas y luego no las cumplen. Usted siempre ha sido de fiar y aprecio esa cualidad suya. Yo confío en eso. Ya sabe a qué me refiero.

Se oye un suspiro en el teléfono. El corazón de Elizabeth salta.

—De acuerdo, de acuerdo. Lo dejaremos en doscientas horas, pero es realmente más de lo que necesito, Liz.

—Se lo agradezco de veras, Bob. Es usted un encanto.

—Bueno, usted siempre ha sido muy buena y agradable conmigo.

Elizabeth empieza a sentirse incómoda porque Bob ya está bajo control y, a cada segundo que pasa, le resulta menos interesante. Sus pensamientos se dirigen al hombre que vio en la sala de reuniones. Era un hombre bajo y gordo que, por el aspecto que tenían las sobaqueras de su camisa, debía tener algún problema de transpiración. Elizabeth se muerde el labio, soñando. Se pregunta si estará interesado en algún tipo de formación.

El Departamento de Ventas de Formación cuenta con ocho empleados: tres agentes comerciales, tres auxiliares de ventas, un director y un ayudante. Cada agente comercial tiene su propio auxiliar. Elizabeth tiene a Holly, una joven atlética y rubia conocida en varias plantas por su obsesión por el gimnasio de la empresa y por la carencia de todo sentido del humor. Roger tiene o, mejor dicho, tendrá a Jones. El tercer representante es Wendell, un hombre corpulento que desquicia a todo el departamento con su manía de aclararse la garganta antes de decir algo o simplemente cuando menos se lo esperan.

Al igual que los demás departamentos de Zephyr, el de Ventas ocupa una planta abierta, lo que significa que cada cual ocupa un lugar dentro de un extenso panal de cubículos, con la excepción del director, que tiene su propia oficina con paredes de cristal pero con las celosías siempre cerradas. La planta abierta fomenta la labor de equipo e incrementa la productividad, según ha explicado la empresa en memorándums dirigidos a todo el personal. Salvo en el caso de los directores, cuya productividad se incrementa con oficinas situadas en las esquinas y con excelentes vistas: los memorándums no mencionan este punto, pero la conclusión es inevitable.

El panal de cubículos del Departamento de Ventas de Formación está dividido por un panel de casi seis metros que separa a los agentes comerciales de los auxiliares de ventas. Para unos ojos poco adiestrados ambas partes son idénticas, pero para los que saben de qué va el asunto el lado de los agentes tiene un brillo sutil y fluorescente. A ese brillo se le llama estatus. Los números de los que residen en el lado de los agentes son mucho mejores: disponen de un salario de seis dígitos, unas participaciones de siete dígitos y un hándicap para el golf de un solo digito.

Durante la última reestructuración de la oficina, se habló de sentar a cada agente al lado de su auxiliar con el fin de obtener una mayor eficiencia. Sin embargo, una feroz campaña de presión liderada por Elizabeth y Wendell acabó con la propuesta en tan solo un día. El resultado es que los auxiliares hacen mucho ejercicio cada día. Llaman a ese panel divisorio el Muro de Berlín.

Wendell se detiene ante la mesa de Roger, dobla los brazos y deja escapar una tos seca para indicarle que va a hablar.

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