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Authors: Jacqueline Kelly

Tags: #Aventuras, infantil y juvenil

La evolución Calpurnia Tate (11 page)

BOOK: La evolución Calpurnia Tate
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—Ah, bueno, en ese caso... ¿Te has fijado en el barco de la botella? Yo creo que es lo más interesante de todo, aunque no he tenido oportunidad de echar un buen vistazo a todas sus cosas. Se lo envió el Departamento de Bomberos Voluntarios hace años, cuando él donó dinero y se compraron el coche con bomba. Tengo la esperanza de que me lo deje en su testamento. —Me observó con curiosidad—. Parece que estás pasando mucho tiempo con él.

—A veces.

—¿De qué habláis ese anciano y tú?

Me puse en guardia. Harry no me preocupaba demasiado, pero ¿y si mis otros hermanos descubrían que el abuelito era un tesoro de sucesos extraños y fascinantes sobre las batallas con los indios, los mayores carnívoros o los globos aerostáticos? Nunca volvería a tenerle para mí.

—Pues... de cosas —dije, y me puse roja.

Odiaba ocultarle algo a Harry. Volvió a su libro y le di un beso en la mejilla. Él me acarició el pelo con aire ausente: 

—Sigues siendo mi bicho, ¿verdad?

—Sí, verdad —declaré.

No se me ocurrió pensar que otros miembros de la familia también notaban que pasaba tiempo con el abuelito, hasta que Jim Bowie me preguntó:

—¿Por qué juegas más con el abuelito que conmigo, Callie? 

—Eso no es verdad, J.B. Contigo juego mucho. Además, el abuelito y yo no jugamos. Hacemos ciencia —respondí, presuntuosa.

—¿Y eso qué es?

—Cuando estudias el mundo que tienes alrededor y tratas de descubrir cómo funciona.

—¿Yo también puedo hacerlo? 

—Puede, cuando llegues a mi edad. 

J.B. pensó un poco y dijo:

—No, no quiero. El abuelito me da miedo, Callie: casi nunca sonríe. Y huele rarísimo. —Era cierto. El abuelito olía a lana, tabaco, naftalina y caramelos de menta. Y, a veces, a whisky. J. B. continuó—: No es muy alegre. Mi amigo Freddy tiene un abuelo alegre. ¿Y dónde está nuestro otro abuelo? ¿No tenemos dos? Freddy tiene dos, ¿por qué nosotros no tenemos dos?

—El otro murió antes de que llegaras tú. Cogió tifus y se murió.

—Oh. —Reflexionó—. ¿Y podemos conseguir otro? 

—No, J.B. Primero, él era el padre de mamá, y segundo, cogió el tifus y se murió.

J.B. pareció perplejo ante la idea de que su propia madre también hubiera sido una niña.

—¿Por qué no podemos conseguir uno?

—Es difícil de explicar, J.B. Un día lo entenderás. 

—Vale.

Cada vez que le decía eso, en lugar de enfadarse como Sul Ross, siempre lo aceptaba de buena fe. Alzó los brazos pidiendo un beso.

—¿Quién es tu hermana favorita? —le pregunté. 

—Tú, Callie Vee. —Soltó una risita.

—Oh, J.B. —Olí su pelo sedoso, vencida por su dulzura. 

—¿ Qué?

—Nada. Jugaré más a menudo contigo, ¿vale? —lo dije muy en serio.

—Sí.

Pero tuve mucho trabajo que hacer después de ese día concreto en que, mientras flotaba en el río mirando el cielo, me vino como un rayo la teoría sobre los saltamontes o, en el fondo, sobre el mundo en sí. Cuando trepé por la orilla ya me había transformado en una exploradora, y lo primero que descubrí fue a otro miembro de mi curiosa especie que vivía en el extremo opuesto del pasillo. Había un tesoro viviente bajo nuestro techo, y ninguno de mis hermanos podía verlo.

—¿Vienes, Calpurnia? —me llamó el abuelito. 

—¡Sí señor, ya voy!

Troté por el pasillo y entré en la biblioteca con una nasa de pescar sobre el hombro. Era una nasa vieja de mimbre que tenía el abuelito y que ya olía muy poco a pescado. Dentro llevaba mi cuaderno, tarros para la recolección, un sándwich de queso, una botella de limonada con un corcho y un cucurucho de pacanas. 

—He pensado que hoy usaremos el microscopio —anunció, mientras lo guardaba en su caja y le buscaba un hueco en la mochila—. Es viejo, pero las lentes están bien graduadas y aún se encuentra en buenas condiciones. Espero que en el colegio los tengáis nuevos.

Un microscopio era un objeto raro y valioso y en el colegio no teníamos ninguno. De hecho, habría apostado a que tenía ante mí el único que había entre Austin y San Antonio.

—En el colegio no tenemos, abuelito.

Eso le dio que pensar.

—¿Cómo? De verdad que no entiendo el sistema educativo moderno.

—Ni yo. Tenemos que aprender a coser, tejer y bordar. En conducta, nos hacen caminar por el aula con un libro en la cabeza.

—Yo creo que leer el libro es una forma mucho más efectiva de asimilarlo —dijo el abuelito, y yo me reí. A ver si me acordaba de explicárselo a Lula.

—¿Qué estudiaremos hoy? —quise saber. 

—Examinaremos agua de estanque en busca de algas. Van Leeuwenhoek fue el primer hombre que vio lo que tú vas a ver. Era comerciante de lanas, como yo con el algodón. —Sonrió—. Así que ya ves, el aficionado inspirado también tiene cosas que decir. Lo que él vio era inimaginable. Ay, qué bien recuerdo mi primera observación. Fue como atravesar las lentes y penetrar en otro universo. ¿Llevas tu cuaderno? Habrá mucho que registrar.

—Lo llevo.

Fuimos al río. De camino asustamos a una manada de ciervos que salieron en estampida por el sotobosque y desaparecieron en cosa de dos segundos. Esto, por supuesto, hizo que saliera el tema de los ciervos y algo que el abuelito llamó la cadena alimentaria y el lugar de cada animal en el orden natural. Llegamos a una ensenada poco profunda y sin salida rodeada por una densa franja de maleza musgosa. El aire fresco y el agua estancada olían a barro y putrefacción. Frenéticos renacuajos huían en zigzag de nuestras sombras; otras criaturas de buen tamaño chapoteaban en el agua más arriba de donde estábamos: una nutria, tal vez, o una rata de río. Un par de golondrinas pasaron a toda prisa, acechando a los insectos a unos centímetros del agua.

Dejamos nuestros bártulos y el abuelito cogió el microscopio y montó el cilindro y las lentes, que sacó de sus correspondientes huecos en la caja forrada de terciopelo de imitación. Me enseñó cómo encajaban las piezas.

—Toma, empezarás tú —dijo.

Noté el cilindro de latón frío y pesado en mis manos. Sabía que me estaba confiando algo precioso. Después, colocó la caja sobre una roca plana y equilibró el microscopio encima. 

—Ahora —continuó—, elige una gotita de agua. 

—¿Cualquiera? —pregunté.

—Cualquiera servirá.

—Es que hay tanto de donde coger... 

Sonrió.

—Verás cosas más interesantes cuanto más cerca esté tu muestra de las plantas verdes de río que crecen por aquí.

Me agaché y mojé un dedo en el agua para recoger mi gotita, que luego dejé caer en una de las piezas de cristal. Él me indicó que pusiera la otra encima.

—Ahora ponlo aquí, en la plataforma. Así. Lo complicado es girar este reflector de modo que atrape la luz del sol en su mejor ángulo. Se necesita luz suficiente para iluminar el material, pero no tanta que difumine los detalles.

Moví el reflector y pegué el ojo al cilindro, pensando que algo memorable iba a suceder. Pero lo que vi sólo podría describirse como un campo de niebla gris pálido. Fue extremadamente decepcionante.

—Abuelito, aquí no hay nada...

—Coge el botón de enfoque, que está aquí —guió mi mano—, y gíralo despacio alejándolo de ti. No, no apartes la vista. Sigue mirando mientras lo giras. —Era un ejercicio delicado—. ¿Tienes suficiente luz? No olvides el reflector.

Entonces ocurrió. Un universo que bullía y se retorcía con enormes criaturas ondulantes irrumpió ante mis ojos, poniéndome los pelos de punta.

—¡Aj! —grité, y retrocedí y casi tiré el aparato—. ¡Uyyy! —dije, sosteniendo el microscopio. Miré al abuelito.

—Veo que has observado tus primeras criaturas microscópicas —señaló, con una sonrisa—. Platón decía que toda ciencia empieza con el asombro.

—¡Madre mía! —exclamé, y volví a mirar por el ocular. Algo con muchos pelillos pasó a toda velocidad; otra cosa con una cola como un látigo pasó serpenteando; una esfera con púas, como una maza medieval que daba vueltas, pasó rodando; sombras delicadas y vaporosas como fantasmas revoloteaban entrando y saliendo del campo. Era caótico, era salvaje, era... lo más sorprendente que había visto nunca.

—¿En esto me baño yo? —pregunté, deseando no haberlo sabido—. ¿Qué es todo esto?

—Ya lo averiguaremos. Tal vez puedas dibujar algunos para identificarlos luego en los libros de texto.

—¿Dibujarlos? ¿Con lo rápido que se mueven? 

—Desde luego, es un desafío. Toma un lápiz.

Me senté de forma que llegara y miré y dibujé y miré y dibujé lo mejor que pude. Al cabo de un rato, me di cuenta de que algunas criaturas empezaban a reaparecer, lo que me facilitó la tarea de dibujarlas. El abuelito tarareaba Vivaldi y se entretenía por ahí con su red de filtrar. Yo mordisqueé el lápiz y fruncí el ceño ante mi obra, que consistía en formas torpes y blandengues repartidas por la página.

—Lo siento, pero me parece que no son muy buenos —avisé mientras le enseñaba la página al abuelito.

—Desde el punto de vista artístico, tienes toda la razón. Pero lo más importante es que sean representaciones lo bastante fieles como para poder compararlas con los ejemplos del atlas de la biblioteca. Si es así, habrás hecho un trabajo aceptable.

—Puede que sea capaz de distinguirlos —dije—, pero no sé si podré volver a bañarme en el río.

—Todas estas criaturas son completamente inofensivas, Calpurnia, y llevan muchos más eones que tú disfrutando del río. Por otro lado, consuélate pensando que tú te bañas en el río propiamente dicho, y a estos animales no les gusta el agua corriente.

—Está bien —contesté. Aun así...

Los arbustos crujieron y
Áyax
, el perro de papá, llegó brincando, muy satisfecho de habernos encontrado. Seguro que había estado por ahí cortejando a Matilda, la perra sabuesa del señor Gates, que emitía un alarido tirolés tan especial que podía oírse por todo el pueblo. Nos saludó a los dos por turnos, pidiendo palmaditas con el hocico, y luego chapoteó en los bajíos y sorbió el agua salobre. Una tortuga del tamaño de un puño se dejó caer de un leño putrefacto y
Áyax
fue torpemente a por ella. Le encantaba jugar a perseguir tortugas y otros animales pequeños de río, pero nunca le había visto cazar de verdad nada acuático. Más que nada, era especialista en aves. En cambio, esta vez me sorprendió hundiendo la cabeza entera y saliendo, sobresaltado, con una tortuga igual de sobresaltada en la boca.


Áyax
—lo reñí—, ¿qué estás haciendo? Ya basta, deja eso donde lo has encontrado.

Se acercó haciendo cabriolas, contento consigo mismo, y dejó la tortuga diligentemente a nuestros pies antes de sacudirse el agua y salpicarnos. Se sentó y me miró con expectación.

—Él cree que está haciendo su trabajo —señaló el abuelito—. Será mejor que lo alabes o todo el entrenamiento de tu padre no servirá para nada.

—Oh,
Áyax
. Bueno, muy bien. —Le di una palmada—. ¿Qué vamos a hacer con tu tortuga? Travis ya tiene una en su habitación, y dudo que mamá tolere otra. A lo mejor usted lo puede agarrar por la correa mientras yo la suelto.

—Me iré con él orilla arriba —respondió el abuelito—. Es mejor que no vea que la sueltas, o pondrá en duda el propósito de su trabajo y quizá se desanime.

Se llevó a
Áyax
y, cuando ya no se les veía, inspeccioné a la tortuga. ¿Por qué se había dejado capturar por un animal de tierra tan grande y bobo? ¿Era vieja? ¿Estaba enferma? A primera vista no había nada raro en ella. Tenía el mismo aspecto que todas las tortugas de río. A lo mejor era tonta y nada más. A lo mejor valía más que muriera y así no produciría más generaciones de tortuguitas tontas. Pero era demasiado tarde: yo había interferido y eso me hacía responsable de su bienestar. Al tiempo que me preguntaba si, a mi manera, estaba favoreciendo la supervivencia de los peor preparados, la metí en el agua, donde desapareció en un abrir y cerrar de ojos.

—¡Vale —grité—, ya puede soltarlo! —Subí por la orilla tras ellos y
Áyax
me recibió en lo alto del terraplén—. No está, ¿lo ves? —le dije, y le enseñé mis manos vacías. Juro que me entendió, porque dejó caer las orejas y se alejó de mí—. No está,
Áyax
, lo siento. Sé un buen perro y ven aquí. Buen chico. Eres muy buen chico.

Le acaricié el pelaje y le aporreé los costados tal como le gustaba, aunque sabía que las manos me olerían a perro mojado durante el resto del día. Esto lo alegró un poco, y me perdonó lo bastante como para andar conmigo mientras alcanzábamos al abuelito. Por el camino,
Áyax
encontró la mayor madriguera que yo había visto en mucho tiempo. Parecía y olía como un hoyo de tejón, y los tejones eran cada vez menos habituales en nuestro rincón del mundo.
Áyax
se divirtió hundiendo el hocico dentro y olisqueando excitado.

—¿Qué hay ahí? —le grité al abuelito, que observaba con interés una planta pequeña y poco interesante—. Vamos,
Áyax
.

Le tiré del collar para que no perdiera la nariz por un ataque del irritable inquilino de esa madriguera.

—Una algarroba —contestó el abuelito—. Parece una especie vellosa, pero tal vez sea mutante. Mira, tiene esta hoja subordinada tan rara en el pie. —Arrancó de un pellizco unos cinco centímetros de tallo y me lo dio—. Nos guardaremos esto.

Era una planta aburrida, pero la puse en un tarro y escribí: «Algarroba vellosa (¿muntante?)» en la etiqueta. Después me dijo:

—También he visto por aquí una oruga tigre. ¿Has criado alguna?

Alzó una ramita en la que se retorcía la oruga más gorda y peluda que yo había visto, de un par de pulgadas de largo (o, para ser más correctos, cinco centímetros: el abuelito me había explicado que los científicos de verdad usaban el sistema métrico decimal, que pronto iba a extenderse por Norteamérica). La oruga estaba cubierta de un denso pelaje que parecía tan afelpado y agradable como el pelo de un gato, pero yo sabía que no había que acariciarla: toda mi vida me habían dicho que las orugas tigre pican un horror. Aunque no sabía si un horror muy grande o un horror muy pequeño.

—¿De qué clase es? —quise saber.

—No estoy seguro de la especie —contestó él—. Hay varias que se parecen a primera vista, y no puedes saber cuál tienes hasta que emerge como imago alado.

—¿Y pica mucho?

—Supongo que si lo tocas lo sabrás. Lo que nos lleva a una cuestión interesante: ¿hasta dónde quieres llegar en nombre de la ciencia? Esto es algo en lo que debes reflexionar.

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