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Authors: Jacqueline Kelly

Tags: #Aventuras, infantil y juvenil

La evolución Calpurnia Tate (12 page)

BOOK: La evolución Calpurnia Tate
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Bueno, tal vez. O quizá podía darle un penique a uno de los pequeños a cambio de que la tocara, pero entonces pensé en el precio que tendría que pagar luego, con mamá. Definitivamente, no valía la pena.

—Llevémosla a casa y la criaré —dije—. Creo que la llamaré Petey.

—Calpurnia, descubrirás que es mala idea poner nombres a tus objetos de experimento.

—¿Por qué? —pregunté, mientras dejaba caer a Petey y su ramita en el mayor tarro de conservas que teníamos, de un litro de capacidad, con la tapa agujereada.

—Tiende a anular la objetividad de la observación. 

—No estoy segura de lo que significa eso, abuelito. 

Pero él ya estaba absorto con unas huellas de animales. 

—Un zorro, me parece —murmuró—. Con un par de cachorros, por lo visto. Es alentador: creía que los coyotes habían acabado con todos.

Al llegar a casa supimos que Sam Houston y Lamar habían traído un sorprendente siluro que pesaba veinte kilos en la balanza de la limpiadora. Rodeaban su boca inmensa y fruncida unos barbillones gruesos como lápices; daba miedo. Ni los mayores ejemplares de esos peces se resistían demasiado al anzuelo, así que para mis hermanos no contaban como trofeos. El reto principal era sacarlos del río a peso y llevarlos a casa sin tocar las púas venenosas de las aletas.

Esa noche cenamos unos buenos pedazos rebozados en harina de maíz y fritos, y en su carne aún se notaba el sabor soterrado del barro, que no parecía molestarle a nadie más. Yo no quería comérmelo. Ni siquiera quería verlo. Era tan grande como J.B. Lo que quiero decir que ese bicho tenía un tamaño... Era lo bastante grande como para llevarse mi pierna de un bocado, y yo bañándome en el río cada día. Me lo imaginé agarrándome y arrastrándome al fondo, reteniéndome allí demasiado rato, o tal vez el rato suficiente, según se mirase desde mi perspectiva o la del pez. Mi familia me encontraría más tarde, con el pelo flotando a mi alrededor como la trágica Ofelia. O a lo mejor no encontrarían fragmentos del tamaño mínimo para justificar el coste de un funeral; tal vez sólo encontrarían mi camisola. ¿Quién iba a encargar un ataúd y una ceremonia para una simple camisola? Seguramente nadie. ¿Y para un miembro? ¿Acaso el brazo del general Jackson no había tenido un funeral completo? ¿Y una cabeza? Supuse que una cabeza serviría.

Después de eso, decidí que ya había reflexionado lo bastante en el asunto e hice lo que pude para dejar de pensar en ello. Aun así, durante meses, cada vez que entraba en el río, pensaba en ese Leviatán en un extremo de la balanza aguardando para mutilarme, y en las pululantes criaturas microscópicas en el otro extremo, esperando para hacer su aparición. Era una lástima, pero a veces un poco de conocimiento podía estropearte el día, o al menos quitarle un poco de su esplendor.

Capítulo 9

Petey

Se sabe que hay particularidades del gusano de seda que han aparecido en la correspondiente fase de oruga o capullo.

A
medida que el verano avanzaba, dedicaba cada vez más tiempo a estudiar ciencia y menos a practicar piano. Esto resultó poco práctico a largo plazo, pues por cada práctica que me saltaba tenía que recuperar el tiempo perdido y compensarlo con media hora extra. El sábado, después de tocar dos horas enteras (¡ !) me escapé con mi cuaderno y llamé a la puerta de la biblioteca.

—Adelante, si no hay más remedio —gritó el abuelito. Estaba examinando unas láminas del Atlas de la vida microscópica de estanque—. ¿Ya has terminado con tus obligaciones culturales de hoy? —me preguntó sin alzar la vista, y comprendí que, con los montantes abiertos, sin duda me había oído aporrear el piano en el salón, al otro extremo del pasillo—. A mí me gusta la Música acuática. Espero que no te canses tanto de estudiar que lo dejes de lado para el resto de tu vida. Es el gran peligro de practicar demasiado piano. Espero que Margaret lo entienda.

—Mamá dice que mañana puedo volver a hacer media hora. ¡Oh! —exclamé, al ver las láminas por encima de su hombro—. Es lo que yo dibujé, ¿verdad? —Abrí mi cuaderno por la página de las ilustraciones que hice de las criaturas microscópicas del río. Mi maza medieval se parecía a la del libro—. «Volvox» —leí—. Es un Volvox. ¿Se dice así?

—Correcto. Una clase muy satisfactoria; confieso que siento debilidad por ella entre todos los Chlorophyta. 

—Mire —dije—, aquí hay otro.

Mis dibujos eran buenos. Me sentí satisfecha de mí misma. 

—Sigue y cataloga cada uno de ellos en tu libro —indicó el abuelito—, y apunta la página del atlas para que puedas volver a encontrarlo.

Me decidí por la tinta en vez del lápiz, lo que me hacía poner más nerviosa, aunque al final sólo hice un borrón pequeñísimo. Entonces pregunté:

—Abuelito, ¿con qué alimento a Petey? 

—¿Quién?

—Petey, la oruga.

—Calpurnia, ¿he de darte la respuesta masticada como si fueras un bebé? Seguro que puedes averiguarlo tú sola. Piensa en ello: ¿recuerdas dónde la encontramos? ¿En qué tipo de árbol estaba viviendo?

—Ah —dije, y salí en busca de la misma clase de hojas de las que sacamos a Petey.

Tenía sentido: las orugas se dedican básicamente a comer, así que no sería natural encontrarlo holgazaneando en algo que no le gustara. Petey se enroscó en forma de coma peluda cuando metí las hojas en su tarro. Sustituí su flaca ramita por otra más grande y con formas, para que hiciera ejercicio y se divirtiera si tenía necesidad. Coloqué su tarro en mi tocador, entre el nido de colibrí y un cuenco con renacuajos que estaba estudiando. Aquello empezaba a estar abarrotado. Media hora después, cuando volví a mirar, Petey estaba masticando su follaje y parecía bastante contento, aunque uno nunca puede estar seguro cuando se trata de una oruga.

Volví a observarlo media hora más tarde: estaba inmóvil, tendido cuan largo era sobre su rama. Parecía dormido. Al menos, esperaba que sólo fuera eso. Miré a ver si tenía ojos y si estaban cerrados. Sus dos extremos tenían el mismo aspecto, pero al inspeccionarlo con una lupa encontré dos puntos negros y brillantes hundidos en el pelo, en una punta. Debían de ser sus ojos, ¿no? Por lo visto, no tenía párpados. Pregunta para el cuaderno: ¿por qué las orugas no tienen párpados? Uno pensaría que les hacen falta, pasándose todo el día al sol como hacen.

Travis lo inspeccionó a la mañana siguiente y sacó un tema curioso que yo no había tenido en cuenta:

—¿Por qué le has puesto Petey? ¿Cómo sabes que es chico? —dijo.

—Pues no lo sé —reconocí—. A lo mejor lo averiguamos cuando salga del capullo. Tampoco sé qué clase de mariposa va a ser.

Más preguntas para el cuaderno: ¿Tienen machos y hembras las orugas? ¿O se convierten en machos o hembras mientras duermen en sus capullos? El abuelito me había hablado de la avispa, que podía optar por ser macho o hembra en su fase larvaria. Una idea interesante. Me preguntaba por qué los niños humanos no tienen esta opción en su fase de larvas, pongamos hasta los cinco años. Con todo lo que había visto de las vidas de chicos y chicas, yo elegiría ser una larva chico, seguro.

A mamá le desagradaba la presencia de Petey, pero lo toleraba porque al final se convertiría en algo hermoso. Mamá anhelaba belleza en su vida. Colaboraba con la Orquesta de Cámara de Lockhart y una vez al año nos llevaba a todos al ballet en Austin. Tardábamos todo el día en llegar en tren y pasábamos la noche en el hotel Driskill, donde tomábamos batido con helado en la fuente y el té de la tarde en la sala de cristal.

Todos los meses, mamá devoraba las revistas que le llegaban por correo (El magacín femenino y McCall's). De ellas sacaba ideas para diseñar, cortar y coser flores con las que después adornaba la sala. Aunque en primavera tenía campos llenos de flores silvestres, a esas no les hacía caso. A veces yo recogía unas cuantas y las ponía en una jarra al lado de mi cama. Eran bonitas, pero sólo duraban uno o dos días. Luego, más que ponerse mustias, desaparecían. Y te quedabas con una jarra llena de agua maloliente.

A Petey le traía sin cuidado el mundo a su alrededor; de hecho, le traía sin cuidado todo excepto los fajos de hojas que le llevaba. Comía y dormía, comía y dormía, y entre una cosa y otra expulsaba diminutas y compactas bolas verdes por su extremo posterior. Esto implicaba dedicar parte del día a limpiar sus dependencias. Yo no había contado con ello y enseguida me cansé, pero me decía a mí misma que todo valdría la pena cuando Petey se convirtiera en una espléndida mariposa. Se estaba poniendo increíblemente gordo, igual que una salchicha. Un día le llevé un tipo equivocado de planta y se enfurruñó y no se la comió. A punto estuve de deshacerme de él por todos los problemas que me daba. Además, no era una mascota muy entretenida. Cuando se lo comenté al abuelito, me reprendió diciendo:

—Recuerda, Calpurnia, que Petey no es tu mascota. Es una criatura del orden natural de las cosas. Aunque es más fácil encontrar interesantes a los animales de órdenes superiores, y yo mismo debo confesarme culpable de esta debilidad, eso no significa que podamos dejar de lado el estudio de los inferiores. Hacerlo indicaría falta de determinación y una erudición muy superficial.

Así que, en nombre de la Ciencia, estuve limpiando cacas de oruga. Entonces Petey dejó de alimentarse sin motivo aparente. Comprobé su forraje y era de la clase correcta, pero no le interesaba. Pensé: «Oruga malcriada y cascarrabias, debería arrojarte al césped. Ya verás cuando te encuentres con un pájaro: entonces sabrás lo que es bueno, señorito».

Para mi sorpresa, cuando me desperté a la mañana siguiente vi que tenía su capullo muy avanzado. Así que a fin de cuentas no había estado de morros, sino que descansaba y se preparaba para su tarea. Qué cerca había estado de tirar a una oruga inocente.

Se pasó el día echando chorros de hilo fino y gris por su extremo frontal, creo, y muy ocupado enredándose por aquí y por allá, creando un desordenado capullo con trocitos de hilo que asomaban de vez en cuando. Parecía un trabajo chapucero. Petey no tejía mejor que yo, y eso me despertaba cierta simpatía. Poco a poco se encerró en su cápsula como una oruga de Edgar Allan Poe.

—Buenas noches, Petey. Que duermas bien —me despedí. 

Él se removió y se instaló de forma definitiva en su cárcel autofabricada. El capullo permaneció inmóvil dos semanas enteras, mientras Petey llevaba a cabo la lenta y mágica empresa de transformar su cuerpo durante el sueño. Aquello era algo maravilloso y misterioso, pero también un poco desagradable si lo pensabas muy bien. Me hacía pensar en la vida y en la muerte.

Yo nunca había visto a una persona muerta. Lo más parecido era un daguerrotipo que había en la biblioteca y que mostraba a mi tío Crawford Steele, muerto a los tres años de difteria, envuelto en encaje blanco. Se veía algo de blanco en sus ojos hundidos, por lo que sabías que no es que estuviera dormido, sino que algo no iba bien. Fui a preguntarle a Harry: 

—Harry, ¿has visto a un muerto alguna vez? 

—¿Por qué lo preguntas? —replicó.

—Por saberlo.

—¿Cómo es que sales con estas cosas? A veces me asustas. 

—¿Que yo te asusto? —La idea de asustar al mayor y más fuerte de mis hermanos me dio risa—. Es que pienso en Petey cambiando su cuerpo y eso me hace pensar en las cosas vivas, lo que me hace pensar en las cosas muertas. Cuando haya otro funeral en el pueblo, ¿me llevarás?

—Callie Vee...

—No es nada asqueroso. Es interés científico. A mí me parece que Backy Medlin ya está muy decrépito. ¿Cuántos años dirías que tiene?

—¿Por qué no sales a la calle y le inspeccionas la dentadura?

—Muy bueno, Harry, pero no creo que la tenga a estas alturas. ¿Piensas que se irá pronto?

Yo pasaba por delante de Backy Medlin cada día, al ir y al volver de la escuela. Se sentaba con los demás viejales en la galería de la limpiadora y todos se mecían y se escupían y se interrumpían mientras contaban historias de la guerra, y se sujetaban el brazo unos a otros para decir que no, que aquello no había ocurrido así, sino asá, etcétera. (Backy venía de «tabaco», y este hombre debía su nombre a las cantidades prodigiosas que tomaba de tabaco de mascar y a su mala puntería con la escupidera. Escupía con frecuencia, al tuntún y con todas sus fuerzas, así que había que andarse con mucho cuidado por la repugnante lluvia de color marrón que caía constantemente a su alrededor.) Ya nadie prestaba la menor atención a esos ancianos. A veces hasta se cansaban de cotorrear y se dedicaban al dominó; jugaban con unas viejas fichas talladas, cuyos puntos estaban tan gastados después de un millón de manos que casi eran indescifrables. Las fichas emitían un sonido agradable y de vez en cuando alguno de los viejos exclamaba: «¡Ja!», y entonces sabías que había hecho una jugada magistral.

—¿Qué, me llevarás al funeral de Backy? —insistí.

—De verdad, Callie, que no es un tema agradable —me dijo.

—No es que desee que se muera; sólo tengo curiosidad. El abuelito dice que una mente curiosa es un per... perc... 

—¿Prerrequisito?

—Sí, eso, para la comprensión científica del universo. 

—Bien. ¿Pero ya has terminado tus prácticas de piano? Mañana viene la señorita Brown.

—Ya pareces mamá. No, aún no he practicado, y sí, lo haré. Harry, ¿cuántos años nos quedan de clases? Yo empiezo a cansarme, ¿tú no? ¿Por qué no lo hacen los demás? Yo tengo cosas mejores que hacer.

—Querrás decir que el abuelo y tú tenéis cosas mejores que hacer.

—Bueno, sí.

—Ya te pregunté una vez y no me contestaste: ¿de qué hablas con él?

—Caramba, Harry, hay muchas cosas de qué hablar. De bichos y serpientes, gatos y coyotes, de árboles y mariposas y colibríes, de nubes, del clima y del viento... Están los osos y las nutrias, aunque cada vez es más difícil encontrarlos por aquí. Están los barcos balleneros, o...

—Está bien.

—Los Mares del Sur y el Gran Cañón. Los planetas y las estrellas.

—Que sí, que sí.

—Los principios de la destilación... Ya sabes que intenta convertir pacanas en licor, ¿no? No le va muy bien, pero no le digas que te lo he dicho, ¿vale?

—Claro —respondió Harry.

—Están las leyes de Newton, los prismas y los microscopios, el. ..

—He dicho que vale.

—La gravedad, la fricción, las lentes, los prismas... 

—Ya me hago una idea.

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