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Authors: Jacqueline Kelly

Tags: #Aventuras, infantil y juvenil

La evolución Calpurnia Tate (13 page)

BOOK: La evolución Calpurnia Tate
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—La cadena alimentaria, el ciclo de la lluvia, el orden natural... Harry, ¿adónde vas? Hay renacuajos y sapos, lagartos y ranas... No te vayas. Hay unas cosas que se llaman microbios, los gérmenes, ya sabes. Los he visto por el microscopio. Las mariposas y las orugas, lo que nos lleva a Petey, no nos olvidemos de él. ¿Harry?

Por la mañana me despertó un ruidito de «cric—crac» como el que hace un ratón en la pared, sólo que venía del tarro de Petey. Estaba demasiado oscuro para ver, por lo que descorrí la cortina y puse el tarro en la repisa de la ventana. Su capullo cabeceaba de aquí para allá. A medida que la habitación se iba iluminando, se sacudió y mordisqueó y, o no vio mi cara pegada a su tarro, o le dio igual. Al fin hizo un buen agujero en un extremo del capullo y lo que antes había sido Petey asomó despacio con un poderoso esfuerzo.

Y ahí, en vez de la criatura preciosa y brillante que me había imaginado, se agazapaba una mariposa de aspecto raro y cuerpo grueso con unas alas húmedas y plegadísimas. Se sacudió para intentar estirarse. También pude ver que ya no era Petey. Tendría que buscarle otro nombre, algo que reflejara su tan esperado esplendor, algo como... Flor, ya que vivía de néctar, o tal vez Zafiro, o Rubí, según el color final de sus alas. La dejé a lo suyo y bajé a desayunar. Ya en la mesa, anuncié: 

—Petey ha salido del cascarón. Ahora se está secando las alas. 

—Oh, qué maravilla —exclamó mamá—. ¿De qué color es? –

Todavía no lo sé, mamá. Aún está todo arrugado. Pero desde luego, necesita un nuevo nombre ahora que ya no es Petey la Oruga.

—Niños —dijo mamá—, ¿alguna sugerencia? 

Sul Ross, el de siete años, declaró:

—Tendríamos que llamarlo... tendríamos que llamarlo... —buscó la palabra—... Mariposa.

—Es muy bonito, cielo —opinó mamá.

—O Bella —propuso Harry—, por su belleza. 

—Muy bonito, Harry. ¿Más sugerencias?

—Tal vez prefiráis esperar a ver qué aspecto tiene primero —propuso el abuelito.

Me pareció una intervención curiosa, pero si alguien conocía a las mariposas ése era el abuelito, así que supuse que lo que decía respondía a algún motivo.

—Sí —convine—, veamos cómo es antes de bautizarlo, aunque Bella es buena idea. —Como Sul Ross pareció alicaído, añadí—: Y Mariposa también, Sully. A lo mejor lo llamo Bella la Mariposa.

—¿Es él o ella, Callie? —preguntó Travis. 

—Ni idea —repuse, y ataqué las tortas. 

—Haced el favor de no hablar con la boca llena —dijo mamá.

Después del desayuno corrí a mi habitación, con mis tres hermanos pequeños pisándome los talones mientras discutían qué nombre poner a nuestro nuevo protegido. Y ahí, en toda su gloria, estaba Petey, o Bella, extendido en su ramita con las enormes alas llenando el tarro. Era inmenso, era pálido, era peludo por todas partes... Era la polilla más grande del mundo.

—Pues es una mariposa muy graciosa —dijo Sul Ross—. ¿Qué tiene de malo?

—No es una mariposa, Sully —replicó Travis—: es una polilla. Callie, ¿tú sabías que sería una polilla?

—Pues... —dije, desconcertada ante su tamaño— la verdad es que no.

—Caramba, yo nunca había visto una tan gorda —contestó Travis.

—Ni yo. Es un poco asquerosa —opinó Sul Ross—. ¿No creéis ?

—Mmmm.. .

Realmente era un poco asquerosa, pero yo no lo habría reconocido jamás. No tenía ni idea de que las polillas pudieran alcanzar esas dimensiones. Y ésa sólo acababa de nacer.

—¿Qué vas a hacer con ella? —quiso saber Travis.

—La estudiaré, por supuesto —dije, preguntándome qué narices iba a hacer con ese monstruo.

—Ah, vale. ¿Y qué vas a estudiar?

—Pues su... pues los hábitos alimenticios y cosas así. Los hábitos de apareamiento. Eso, sí: el territorio, la envergadura y esas cosas.

—¿Tendrás que tocarla? —preguntó Sul Ross—. A mí no me gustaría tener que tocarla.

—Puede que aún no. Es una recién nacida, necesita tiempo para acostumbrarse a las cosas.

—Será mejor que busques pronto un tarro más grande, Callie, o éste va a reventar.

—No creo que crezca más. —Era imposible.

—Igual tienes que dejarle volar por tu habitación —propuso Travis.

Ni en broma.

—Aaaaaj —exclamó Sul Ross, y dio un paso atrás—. Tengo que irme.

—Y yo, es hora de ir al colegio. —Travis también se marchó. 

—¡Eh! —los llamé—. Volved. ¡No voy a soltarla!

¿Y ahora qué? Petey o Bella o lo que fuera eso revoloteaba en su tarro con un ruido seco, ominoso y morboso. Me preparé para el colegio intentando no mirarlo y estremeciéndome cada vez que se agitaba. Me daba cuenta de que tendría que soltarlo, pero no quería pensar en ello; pasé casi todas las horas de clase procurando no hacerlo.

Cuando llegué a casa, me demoré en el piso de abajo e hice unas prácticas extra de piano, tras lo cual mamá me ordenó que subiera a cambiarme el delantal. Me arrastré hasta mi cuarto y sufrí un espasmo repentino de ansiedad al poner la mano en el picaporte: ¿y si había salido? ¿Apreté bien la tapa después de abrirla la última vez? ¿Y si volaba suelto por la habitación? Pero me sobrepuse: «Calpurnia Virginia Tate, no seas ridícula. ¿Eres una científica o no? Sólo es una polilla».

Muy bien. Lo hice. Me asomé por la puerta y ahí estaba, encogido en su tarro, demasiado grande hasta para darse la vuelta. Al agitarse batía las alas contra el cristal.

—Petey —dije—. ¿Qué voy a hacer contigo? Necesito averiguar de qué especie eres. Y tengo que encontrarte una casa mayor.

Cogí de mi estante la Taxonomía del mundo de los insectos del abuelito y busqué el orden de los lepidópteros. Por su color y su tamaño absurdo, debía de ser algún tipo de Saturniidae. Distinguir entre las dos opciones más probables significaba examinar las alas del espécimen extendidas, pero en el tarro no había espacio suficiente. No había nada que hacer: o le buscaba una casa mayor o lo soltaba. Lo observé durante un rato. No era tan feo una vez te acostumbrabas a su tamaño estrafalario. Tenía unas lindas antenas como plumas. Yo lo había llevado a esa situación: estaba atrapado en un tarro por mi causa; ahora no podía hacer como si no existiera.

—Está bien, Petey, le haremos una visita al abuelito a ver qué nos dice.

Cogí el tarro con los brazos extendidos y mientras bajé con él las escaleras no dejó de vibrar. En el recibidor me crucé con Harry, que echó un vistazo a Petey y dijo:

—Santo Dios, ¿eso es tu mariposa? Parece un albatros. 

—Ja, ja —repliqué.

—¿Sabías que se convertiría en esto?

—Claro que sí —dije, como si nada.

Harry me miró y dijo:

—Déjame verlo. Está hecho un campeón, ¿eh? Si las polillas participaran en la Feria de Fentress, ganarías de calle.

Una idea interesante. Junto a las clasificaciones de cerdos y las confituras caseras, una categoría para las polillas. Lo que me llevó de forma natural a acordarme de la competición de mas cotas infantiles de la feria. Los críos llegaban con sus gatos y perros y periquitos: un puñado de mascotas normales y aburridas. ¿Por qué no algo más interesante, como por ejemplo una polilla gigante?

—Oye, Harry, ¿crees que podría meter a Petey en la muestra de mascotas?

—No es una gran mascota, Callie Vee —respondió él, riéndose.

—¿Y qué? Dovie Medlin se presentó el año pasado con su pez naranja, Burbujas, que tampoco era una gran mascota. No tienen que hacer trucos ni nada, sólo deben estar ahí y los jueces pasan a mirarlos. Seguro que él conseguiría puntos extra por ser diferente, ¿no te parece?

—Supongo, pero faltan meses —dijo—. ¿Cómo piensas mantenerlo vivo? No puedes guardarlo en ese tarro.

—Claro que no. Intento pensar en algún sitio para él. ¿Cuánto viven las polillas, por cierto?

—No lo sé, la naturalista eres tú —me contestó—. Supongo que unas cuantas semanas.

Mamá salió de la cocina y se detuvo de golpe, contemplando el tarro de Petey sin podérselo creer.

—¿Qué es esa cosa que llevas ahí, Calpurnia? —preguntó, alzando la voz.

Yo suspiré.

—Es Petey, mamá. O puedes llamarlo Bella, si lo prefieres —añadí con falsa alegría, como si un nombre bonito pudiera cubrir de algún modo su fealdad.

Cuando Petey se tensó bruscamente, mi madre dio un paso atrás. No podía apartar la vista de él.

—¿Qué le ha pasado a tu... bonita mariposa?

—Que resulta que era más bien una polilla, ya ves —respondí, y sostuve el tarro para mostrárselo. Ella retrocedió otro paso.

—Quiero que saques esto de aquí. ¡Una polilla, por el amor de Dios! ¡Imagínate lo que haría algo de ese tamaño con las prendas de lana!

Me había olvidado de que ella y SanJuanna tenían declarada una guerra permanente a las hordas de pequeñas polillas marrones que intentaban apropiarse de nuestras mantas y ropa de invierno, y de que sus armas insignificantes, como las virutas de cedro o el aceite de lavanda, no eran rival para el impulso continuo de la naturaleza.

—Éste no come lana, mamá —le contesté—. Al menos, eso creo. Puede que sólo coma néctar o que no coma nada de nada, depende de la especie. Algunas no se alimentan en toda su fase adulta. Aún no lo he averiguado.

Mamá alzó las manos.

—No sueltes esa cosa por aquí bajo ninguna circunstancia. La quiero fuera de la casa. ¿Me has oído?

—Sí, mamá.

Se llevó una mano a la sien, dio media vuelta y subió las escaleras. Harry comentó:

—Qué pena: me hubiera gustado verlo en la muestra de mascotas. ¡Pasen, amigos, vengan a ver a Calpurnia Virginia Tate y su polilla gigantesca!

—Muy gracioso. Vale, tendré que soltarlo, pero antes se lo he de enseñar al abuelito.

Fui a buscarlo a la biblioteca, pero no estaba allí. Podía salir por la puerta principal y dar un largo rodeo hasta el laboratorio posterior o bien atajar por la cocina y enfrentarme a más caras de asco y más explicaciones. Me metí el tarro debajo del brazo y pasé por la cocina. Viola me lanzó una mirada y dijo: 

—¿ Qué llevas ahí?

—Oh, nada —contesté mientras salía deprisa por la puerta de atrás.

Petey se agitó en su tarro. Deseé que se estuviera quieto. Me había acostumbrado a su aspecto, pero ese ruido... tenía algo de sombrío y primigenio. Me ponía los pelos del brazo de punta.

Encontré al abuelito encorvado sobre su libro de registros. 

—Hola, abuelito, mire lo que tengo. —Le enseñé el tarro. 

—Vaya, vaya, sin duda se trata de un espécimen notable. Nunca he visto uno de estas proporciones. ¿Has identificado la familia?

—Diría que es un Saturniidae, o un Sphingidae, tal vez —dije, orgullosa de mi pronunciación.

—¿Qué piensas hacer con él?

—Pensaba inscribirlo en la muestra de mascotas de la feria, pero Harry no cree que vaya a vivir tanto, y usted siempre me dice que no es una mascota. Y mamá lo quiere fuera de casa. O sea que a lo mejor puedo matarlo y quedármelo para mi colección. O lo puedo soltar.

El abuelito me miró. Ambos miramos a Petey, embutido en su tarro.

—Es un bello ejemplar —opinó el abuelito—. Puede que no vuelvas a ver otro igual.

—Lo sé. —Fruncí el ceño—. Ya me avisó de que no le pusiera nombre. Pero yo lo he criado hasta ahora. Me parece que no puedo matarlo.

Al ponerse el sol, cuando nos reunimos en el césped a esperar la primera luciérnaga, mis hermanos se quedaron en el porche mientras yo ponía el tarro de Petey en el suelo. El abuelito me observaba desde una mecedora y tomaba sorbos de bourbon de una botella. Destapé el tarro y retrocedí. Durante un minuto, Petey se quedó acurrucado sin moverse. Luego se arrastró hasta el borde del tarro y emergió de su capullo de cristal. Mientras se tambaleaba sobre la hierba,
Áyax
llegó trotando por un lado de la casa. Petey extendió sus alas de par en par. Un poco tarde, vi por el rabillo de ojo que el perro venía a la carga con las orejas al viento, emocionado ante la perspectiva de algo nuevo que perseguir. Petey palpitó débilmente en el aire y se posó medio metro más allá para descansar, con
Áyax
acercándose deprisa. Ese perro iba a zamparse a mi mejor espécimen, a mi proyecto de ciencia, a mi Petey. La furia se desató en mí. ¡Estúpido animal! Corrí hacia él y grité «¡Áyax!» tan fuerte, que yo misma me asusté. ¿Quién hubiera dicho que tenía tan mal genio? Las palomas de los árboles echaron a volar y
Áyax
vaciló. Quise agarrarle del collar, pero él saltó de lado creyendo que se trataba de un nuevo juego. Volvió a lanzarse y Petey se volvió a elevar, esta vez a la altura del pecho, y revoloteó como una torpe gallina probando sus alas.

—¡No! —chillé.

Esta vez
Áyax
reconoció la palabra. Atónito, me miró con Petey entre sus garras delanteras. Se lo decía en broma, ¿no? Su trabajo era cazar cosas voladoras, ¿no? Yo ya estaba corriendo hacia el perro cuando Petey, con un poderoso esfuerzo, se lanzó al aire y en medio segundo pasó de ser un desgarbado morador de los suelos a ser otra cosa, una criatura del viento, un ciudadano del aire.

Lo observé asombrada. Parecía que Petey hubiera volado toda su vida.
Áyax
se enfurruñó y tiró de su collar, y yo lo solté: ya nadie podría pillar a esa polilla.

—¡Uau! —exclamaron mis hermanos. 

—Bien hecho, Callie.

—Creí que esa polilla ya estaba muerta.

El abuelito alzó sus gafas a modo de saludo mientras Petey desaparecía en la maleza.

Aquella noche me quedé sentada en el porche principal mientras oscurecía, aplazando cuanto pudiera el momento de acostarme, hasta que ya sólo veía el lirio blanco más cercano en el camino de entrada. Brillaba en la oscuridad como una pálida estrella en miniatura que hubiera caído a la tierra. Fue entonces cuando algo pasó zumbando a mi lado para ir directo hacia los lirios, donde montó un jaleo revolcándose en una flor tras otra. Sonaba como un colibrí, pero no podía verlo. ¿Los colibríes volaban de noche? ¿Sería un murciélago comedor de néctar? No lo sabía, y aunque nunca podría estar segura, decidí que tenía que ser Petey. Al menos, eso me dije. Prefería un final feliz.

Capítulo 10

Lula arma un lío aunque no es su intención

El tordo rupestre de Guyana, el ave del paraíso y algunas otras se congregan, y los machos exhiben sucesivamente su magnífico plumaje y ejecutan curiosas gracias ante las hembras, que permanecen como espectadoras y al final eligen al compañero más atractivo.

BOOK: La evolución Calpurnia Tate
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