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Authors: Jacqueline Kelly

Tags: #Aventuras, infantil y juvenil

La evolución Calpurnia Tate (26 page)

BOOK: La evolución Calpurnia Tate
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En el porche de atrás, los gatos de exterior se acurrucaban unos contra otros.
Áyax
y los demás perros resoplaban y brincaban en la hierba. Todo el mundo tenía la mirada más viva. Los temperamentos se aplacaron y nuestras almas se llenaron de gozo. Podíamos seguir adelante.

Aquel día, de camino a la escuela, mis hermanos y yo echamos una carrera por primera vez en meses. La señorita Harbottle estaba de tan buen humor que nadie probó la vara ni fue a parar al rincón de la vergüenza. Lula Gates y yo lo festejamos saltando a la comba todo el camino hasta casa (durante meses había hecho demasiado calor para pensar siquiera en ello). Hubo un momento en que tropecé, y entonces me di cuenta de que me había vuelto más alta a lo largo del verano.

De camino paré en la limpiadora, y como papá estaba reunido con otros terratenientes, fui al despacho del señor O'Flanagan y le pedí que me cortara un trozo de comba más largo.

—Desde luego, cómo no. Entra a saludar a Polly —dijo mientras se levantaba de su escritorio.

Polly parecía feliz y bastante saludable en su jaula, pero aun así me miró con mala cara.

—Polly es un pajarito muy bueno, ¿verdad? —dijo el señor O'Flanagan, y cariñosamente le acarició las plumas del lomo en el sentido equivocado.

Yo lo observé asustada, pero en vez de arrancarle el cuero cabelludo con sus garras, Polly parpadeó despacio con evidente placer y se apoyó contra su mano.

—Polly es un buen chico —dijo el pájaro con su inquietante falsificación nasal de una voz humana.

—Sí, ya lo creo —lo arrulló el señor O'Flanagan—, ya lo creo. Ven, Calpurnia, puedes hacerle mimos mientras yo voy a buscar una cuerda.

Ni hablar. Me quedé en la otra punta de la habitación. Polly y yo nos miramos. Él alzó y bajó su penacho, y luego juro que me siseó como un gato salvaje. Yo ya estaba saliendo de espaldas cuando el señor O'Flanagan regresó con una cuerda y dijo: 

—A ver, ¿por dónde cortamos?

Me alegró verle de vuelta. Me alegré de que Polly hubiera encontrado su lugar en el mundo, y sobre todo de que éste no estuviera con nosotros.

Cuando llegué a casa, ayudé a mis hermanos y a SanJuanna y Alberto a sacar edredones y ropa de invierno para orearla. Las colchas de patchwork más ligeras las tendimos en la cuerda, y nos dedicamos a azotarlas con todas nuestras fuerzas. Era una de las pocas ocasiones en que nos animaban a desmadrarnos, y era estupendo. Las más pesadas, de plumas, las extendíamos sobre sábanas limpias al sol, y hacíamos turnos para ahuyentar a los perros, gatos y pollos fisgones que se acercaban a ellas. Mamá puso una solución de vinagre diluido en un pulverizador y lo roció todo: creía firmemente en las cualidades desinfectantes del vinagre y el sol, ¿y quién iba a llevarle la contraria? Prácticamente era nuestro único recurso. La difteria, la polio y el tifus acechaban por todas partes, y carecíamos de armas contra ellos, aunque vivir en el campo y no en Austin nos proporcionaba cierta protección.

Con el cambio de clima nos dimos cuenta de que se iba acercando Acción de Gracias. Todos llevábamos demasiado tiempo agobiados por el calor como para pensar en ello. La mala fortuna fue que aquel año recayera en Travis la tarea de alimentar a nuestra pequeña bandada de pavos (que sumaban un total de tres). Uno estaba destinado a nuestra mesa, otro al personal que trabajaba con nosotros y otro a los pobres del otro extremo del pueblo. Era una tradición en nuestra casa. Lo que ya no era tradición es que se asignara al hijo más bondadoso la labor de cuidarlos.

Travis bautizó de inmediato a sus protegidos como Reggie, Tom el Pavo y Lavinia. Se pasaba horas hablando con ellos, arreglándoles las plumas con un palo sentado en el suelo y diciéndoles gluglú en voz baja. Ellos, por su parte, parecieron aficionarse a él y lo seguían a todas partes, dentro de los límites de su corral.

Hasta Helen Keller tuvo más vista que mis padres.

No creo que Travis lo comprendiera hasta principios de noviembre, cuando Viola y yo fuimos al corral a inspeccionar nuestra futura cena. Estaba sentado en un tocón con Reggie en el regazo, y le hablaba y le daba maíz de sus propios labios. Oh, cielos. Alzó la vista y al ver a Viola se puso pálido.

—¿Qué hacéis aquí? —preguntó.

—Cariño, tienes que afrontar los hechos —le dijo ella—. Saca a los otros y ponlos en fila para que yo los vea. 

—Marchaos —nos contestó, con un tenso hilo de voz. Nunca le había oído hablar así antes—. Fuera de aquí ahora mismo. 

Viola fue directa a hablar con mamá:

—Tendrá que hacer algo con ese chico. Los pavos son sus mascotas.

Mamá fue a hablar con papá:

—¿No deberías pasarle los pavos a Alberto? 

Papá llamó a Travis y le dijo:

—No puedes cogerles demasiado cariño, hijo. Esto es una granja, y tienes que portarte como un chico mayor con estos temas.

Travis vino a decirme:

—Son mis amigos, Callie. ¿Por qué se los quieren comer? 

—Travis, siempre lo hacemos por Acción de Gracias —le expliqué—. Para eso están, ya lo sabes.

Creí que se iba a echar a llorar.

—No podemos comernos a mis amigos. ¿Qué voy a decirle a Reggie?

—No creo que debas hablarlo con él —dije—. Será lo mejor, ¿no te parece?

—Supongo —respondió con tristeza, y se fue alicaído.

Al día siguiente me senté en la cocina con Viola y miré cómo amasaba el pan, con los tendones marcándose en sus antebrazos. Era de una eficacia increíble.

—¿En qué piensas? —me preguntó. 

—¿Cómo sabes que pienso en algo? 

—Por esa mirada tuya. La que pones ahora mismo. 

Primera noticia de que era tan transparente.

—Viola, ¿qué pasa con Acción de Gracias? ¿Qué pasa con Travis? ¿No puedes hacer nada? Se va a morir —dije.

—Ya he hablado con tu mamá —respondió mientras espolvoreaba harina sobre la encimera— y ella ha hablado con tu papá. Yo ya he hecho mi parte. Si se te ocurre algo más, adelante.

—¿Por qué han tenido que tocarle a él los pavos? Ha sido de tontos.

Me lanzó una mirada. 

—A mí no me preguntes.

—¿De verdad le tocaba a él? —conté a mis hermanos con los dedos—. A ver, el año pasado fue Sam Houston, y el anterior, Lamar, creo, o sea que este año se supone que... Oh. 

—Exacto, pequeña.

Cavilé un poco y llegué a la conclusión de que no tenían por qué haberme saltado. Yo habría sido mejor opción que Travis, ahora que estaba curtida en el método científico. A veces las criaturas debían morir para que el conocimiento avanzara; y otras, para que avanzara Acción de Gracias. Yo lo sabía. Lo habría hecho bien... seguramente.

Al día siguiente cogí por banda a Travis después de que alimentase a sus aves.

—Mira —le dije—, considéralos como pollos. A los pollos nos los comemos sin parar, piensa en los pavos como si lo fueran. Los pollos no te importan tanto, ¿no?

—Pero es que no son pollos, Callie. Saben cómo se llaman. Cada mañana esperan que yo llegue.

—Ya sé que no son pollos, Travis, sólo te digo que si piensas en ellos como si lo fueran, te será más fácil. —Me miró poco convencido—. O piensa en ellos como si fueran Polly. Nunca le cogiste cariño.

Ni él, ni nadie.

—Polly da miedo. Mis pavos no, ellos son mansos. 

—Tienes que intentarlo, Travis —insistí—. Y tienes que dejar de pasar todo el tiempo con ellos. No es broma.

Dos días después, Reggie desapareció: al parecer embutió su voluminoso cuerpo por una abertura minúscula en un rincón del corral.

Uf, se armó la gorda, desde luego, pero Travis se plantó rápido y negó rotundamente haber tramado la fuga. Por desgracia para mi hermano y también para Reggie, éste apareció con los primeros rayos de la mañana siguiente, aguardando su desayuno a la entrada del corral y acicalándose para su mejor amigo. Y yo no estaba, pero Lamar explicó que Travis se echó a llorar al verlo y trató de espantarlo hacia la maleza, pero Reggie estaba decidido a regresar a la vida fácil. Le encargaron a Alberto que reforzara el corral, que inspeccionó papá personalmente, a lo que siguió otra charla más con Travis a puerta cerrada.

A medida que se acercaba la fiesta, éste se volvía más pálido y callado. Desesperada, acudí a Harry, que me decepcionó cuando se limitó a decirme:

—Oye, todos hemos tenido que hacerlo.

—Sí —contesté—, pero ninguno de vosotros convirtió a los pavos en sus mascotas. Para él es diferente, ¿no lo ves? 

—Se supone que te tocaba a ti, ¿lo sabes?

—Claro.

—Pero se lo quité a papá de la cabeza —afirmó Harry.

—¿Fuiste tú? ¿Por qué?

—Porque ambos nos imaginamos que te resultaría demasiado duro.

—Vaya, no me hagas reír. Pues el pobre Travis está a punto de venirse abajo, por si no te habías dado cuenta.

—Vale —suspiró Harry—. ¿Qué propones?

—No tengo nada que proponer. Por eso te pido ayuda.

—¿Lo has comentado con el abuelito? —me preguntó.

—Me da cosa. Él cree en la supervivencia del más apto, y me da la sensación de que esos pavos sólo son aptos para la cena de Acción de Gracias.

Pese a las advertencias de casi todos los miembros de la familia, Travis no pasó menos tiempo con los pavos, sino más. Una tarde fui al salón, donde mamá estaba cosiendo, y le dije:

—Tengo una idea buenísima: ¿por qué no preparamos un jamón este año?

—Ya lo comemos en Navidad —respondió ella mientras examinaba un puño deshilachado.

—Ya, pero podríamos comer jamón dos veces, ¿no? Tampoco nos moriríamos.

A Travis también le caían bien los gorrinos, pero por suerte aquel año ninguno de ellos había mostrado una personalidad lo bastante singular como para ganarse un nombre.

—No echaremos a perder la cena de Acción de Gracias porque Travis se haya encariñado demasiado con un ave.

Mamá era el último tribunal de apelación en asuntos hogareños, así que no había nada que hacer, pero de todos modos lancé mi sugerencia, a pesar de que era floja.

—¿Y si le cambiamos los tres pavos a otra persona? Así, al menos no se tendrá que comer su propio pájaro.

Mamá suspiró y me miró.

—Cuántos problemas está trayendo esto. Está bien, pero deberán ser aves del mismo tamaño, ni un gramo menos. Llámalo y yo se lo contaré.

Encontré a Travis en el corral, sentado en el suelo con Reggie, Lavinia y Tom el Pavo.

—Tienes que entrar —le dije—. Mamá quiere hablar contigo.

—¿Es sobre mis pájaros? —se emocionó—. Es sobre mis pájaros, ¿verdad? ¿Dejará que me los quede? Va a dejar que me los quede, ¿no?

Me siguió hasta la casa sin dejar de parlotear. Allí, mamá le explicó:

—Travis, no podemos dejar de celebrar Acción de Gracias. Pero Callie tiene una idea y yo estoy de acuerdo con ella: podemos cambiar tus pájaros por otros... si es que encontramos a alguien que acceda. Pero tienen que ser igual de grandes que los nuestros.

—¿Cambiarlos? ¿Qué quieres decir?

—Pues que nosotros les daríamos nuestros pavos y ellos nos darían los suyos.

—Pero podría ir a visitarlos, ¿verdad? 

—No, cielo, no podrías.

—Entonces, ¿para qué lo haríamos?

—Para tener otros pavos en Acción de Gracias, y no los tuyos. Así no tendrías que ver cómo nos comemos a Ronald. 

—Reggie —la corrigió, y se sorbió la nariz.

—Sí, Reggie. Y de esta manera tú también podrías tomar pavo en Acción de Gracias. ¿No sería estupendo?

—No —lloró.

—Ya está bien. Haz el favor de limpiarte la nariz y tratar de serenarte.

Me pregunté por qué no lo relevaban del trabajo de los pavos y ponían a otro en su lugar, pero supongo que, una vez tenías asignada una tarea, la hacías y ya está. Cada día experimentábamos el nacimiento y la muerte de toda clase de animales, y se esperaba que nos acostumbrásemos a ello, al menos los chicos. Las sensibilidades delicadas no tenían cabida; la vida era dura, pero la de los animales de una granja aún lo era más. Y mucho más corta.

Recluté a mis hermanos y empezamos a buscar reemplazos para las aves. Casi todos los del pueblo criaban algunos pollos, pero los pavos no eran tan comunes, pues eran más grandes y mostraban cierta tendencia a la mezquindad (excepto los de Travis, claro). Se lo preguntamos a nuestros compañeros de clase, al alcalde y a Alberto, que venía de una familia inmensa de hermanos y hermanas y primos del otro extremo del pueblo. Colgamos un pequeño anuncio escrito a mano en la redacción del periódico y nos aseguramos de que el viejo Backy Medlin, el mayor chismoso de la limpiadora, supiera lo que estábamos buscando. Incluso soborné a Lamar para que fuese a correos y se lo dijera a Grassel, para así no tener que verle yo.

Era un gran plan, o al menos no estaba mal. Pero no dio absolutamente ningún resultado. Mientras se acercaba el día y Travis se angustiaba cada vez más, fui a la biblioteca a explicarle el problema al abuelito.

—Vuelve a decirme cuál era Travis —me pidió éste.

—El de diez años. El que últimamente llora todo el tiempo. 

—Ah, así que eso es lo que le pasa. Pensé que a lo mejor tenía lombrices.

—Que yo sepa no: mamá siempre nos está dando purgantes. Tenemos que ayudarle, abuelito.

—Calpurnia, toda nuestra existencia en este mundo es un ciclo de vida y muerte. Es así. No hay forma de detenerlo. 

—Es decir, que no va a ayudar —dije, y di media vuelta para irme—. ¿Y su murciélago qué? Si en vez de pavo fuéramos a comernos su murciélago para Acción de Gracias, seguro que haría algo.

—¿Tan importante es para ti, Calpurnia?

—No, para mí no —contesté—. Pero para Travis sí. Así que supongo que también lo es para mí.

—Está bien.

El día fatídico se aproximaba; fui a hablar con mi hermano. 

—Travis —le dije—, te he encontrado tres pavos sustitutos. Hay un hombre que nos los cambia. Pero tú no puedes estar; tendrás que despedirte esta noche de ellos. Es mejor así, ¿lo entiendes?

—No —respondió abatido—. No entiendo nada de nada. No vale.

—Tenemos que hacerlo de esta forma. Confía en mí. 

Aquella tarde, Travis estuvo en el corral hasta que oscureció. Ya le veía desde la ventana trasera del pasillo de arriba. Al final abrazó a cada pavo, hundiendo la cara entre sus plumas, y se apartó de ellos corriendo hacia la casa. Me pasó de largo sollozando y se encerró en su habitación con un portazo.

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