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Authors: Jacqueline Kelly

Tags: #Aventuras, infantil y juvenil

La evolución Calpurnia Tate (27 page)

BOOK: La evolución Calpurnia Tate
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A la mañana siguiente, si mirabas el corral veías que había tres pavos nuevos. Eran de un color distinto a los nuestros y tenían menos plumas en la cola, como si se hubieran peleado, pero mamá estaba bastante contenta porque parecían del mismo peso y tamaño que los de antes. Alberto fue temprano a cortarles la cabeza en el tajo, y SanJuanna los desplumó y los limpió tarareando. Me di cuenta de que cuchicheaban sobre los pavos muertos y pelados en el porche de atrás, hablando en español en voz baja.

A mediodía, Viola ya pudo elegir qué ave meter en el horno. SanJuanna y yo nos sentamos en la despensa a pulir la plata buena. Después sacamos de su cajón lleno de paja la porcelana de flores rosas que mamá había heredado de su madre y le pasamos un trapo. Viola estuvo horas trajinando sin parar en la cocina con un rollo de rapé en el labio, sacando adelante nuestra ingente cena entre nubes de vapor. Travis se quedó en su habitación todo el día y nadie se atrevió a hacerle salir.

Finalmente, a las seis en punto y con la casa fragante de apetecibles aromas, Viola tocó la campana en la puerta de atrás y golpeó el gong. Travis salió de su cuarto y desfiló en silencio hacia el comedor. Nadie lo miró.

Papá bendijo la mesa y parecía que no iba a acabar nunca, y luego trinchó ese pájaro enorme. Clavé la vista en el dibujo de flores de mi plato. Travis tenía la cabeza gacha. No dijo una palabra, ni tampoco lloró. Nos pasamos la bandeja del pavo algo cohibidos e hicimos lo posible por fingir que no arrojaba una oscura sombra sobre nuestro banquete. Mamá le disculpó de llevar su parte de la conversación. Él no notó que yo llevaba unos arañazos considerables en los brazos ni que el abuelito tenía en las uñas manchas de pintura oscura.

Poco a poco fuimos dando cuenta del pavo, el relleno de menudillos con ostra ahumada, las mollejas a la brasa, las picantes salchichas de venado, los dulces boniatos glaseados, las crujientes patatas asadas con piel, los frijoles con manteca, el aterciopelado pudín de maíz, los ácidos tomates estofados con quingombó, la calabaza con trozos de cerdo marinado, la ondulada remolacha en vinagre y la cremosa compota de espinacas y cebolla. De postre había pastel de pacana, pastel de limón y un pastel de frutos secos (mi única contribución, elaborada con dos días de antelación para apartarme del camino de Viola cuando llegase la hora de la verdad), todos majestuosamente expuestos en el aparador. Pese a la mortaja que nos envolvía, surgieron de forma espontánea pequeñas expresiones de júbilo.

A Harry le tocó la espoleta y, mientras esperábamos a que SanJuanna cortase los pasteles, se levantó y se acercó a donde estaba Travis para compartirla con él. Yo no creía que éste fuera a tirar del hueso, pero lo hizo y le tocó el lado largo. Cuando le pedimos que nos contara su deseo, fijó la vista en el vacío y dijo en voz baja:

—Desearía tener un burro. Uno pequeño. Y a lo mejor una carretita para que tirase de ella. Lo llamaría Dinkey el Burro. Es el nombre que le pondría.

—¿Y para qué quieres un burro? —preguntó Harry. 

—Porque la gente no come burros, ¿no?

Mamá puso cara de agotamiento. 

—Que yo sepa no, cielo.

—Así Dinkey estaría a salvo y todo iría bien. Es mi deseo. 

La mesa guardó silencio salvo por Jim Bowie, que parecía asustado y dijo:

—¿Estamos comiendo burro? Yo no quiero comer un burro: tienen unos ojos muy bonitos.

—No, J.B., no estamos comiendo burro —le contestó mamá—. Es pavo. Haz el favor de terminarte el plato o no habrá postre.

—¿Nos estamos comiendo el pavo de Travis? —quiso saber J.B.

—No, es otro —contesté rápidamente—. Recuerda que los cambiamos.

—Ah, vale. ¿La próxima vez podré cuidarlos yo? —preguntó J.B. con toda su inocencia.

Nadie sabía qué decirle.

—No, no puedes —respondió mamá—, le toca a Sul Ross. 

—No —intervine—. Me toca a mí, ¿recuerdas?

Ya mientras lo decía, me pregunté hasta qué punto iba a tener que lamentarlo. Sólo pretendía sonar decidida, pero al parecer hubo cierta severidad en mi voz, porque la conversación cesó momentáneamente y todos, incluido Travis, me miraron. Pero aquello formaba parte del acuerdo al que había llegado con el abuelito, el único que, desde su extremo de la mesa, asintió para darme su apoyo.

Capítulo 23

La Feria de Fentress

Qué fugaces son los deseos y esfuerzos del hombre. Qué breve es su tiempo. Y por tanto, qué pobres serán sus frutos, comparados con los que acumula la naturaleza.

N
o me quedó otra. La señorita Harbottle presentó una moción para que todas las niñas del colegio llevásemos nuestras labores a la feria, y mamá la secundó. Así que mamá y Viola subieron a mi cuarto a examinar los distintos proyectos que expuse sobre mi cama. Había tres pares de calcetines de lana marrón para mis hermanos, una chaqueta de ganchillo para bebé para dársela a los pobres y un cuello de puntilla desigual, tirando a torpe por el lado por el que había empezado y un poco más esmerado por donde había acabado. También tenía un pésimo trozo de edredón, tan rudimentario que parecía hecho por Toddy Gates, el hermano alelado de Lula. Mamá se estremeció y lo pasó por alto, y ella y Viola parlamentaron y chasquearon la lengua ante las demás piezas. Entre grandes suspiros, eligieron el cuello de puntilla.

Mamá caviló distraídamente mientras lo envolvía con papel:

—No sé si habrá que poner el apellido. —Alzó la mirada y vio nuestras caras de escándalo, y enseguida dijo—: Sí, por supuesto que sí.

Pensándolo bien, el anonimato parecía una buena idea. 

—¿Crees que podría participar de forma anónima? —le pregunté—. A mí ya me vendría bien.

Mamá se ruborizó y dijo:

—No seas tonta. Haberlo pensado mientras lo hacías, jovencita. Por supuesto que llevará tu apellido, es decir, el nuestro. 

Aun así, la vi pensativa. Pero qué más da si le preguntó a la señorita Harbottle si sería posible o no; la cuestión es que mi nombre aparecería estampado en mi obra. Sabía que me lo tenía merecido.

A los chicos no les habían obligado a participar en nada, pero Travis presentó voluntariamente su conejo de angora, Bunny. Era una criatura enorme, dócil y esponjosa de color blanco, a la que Travis peinaba de forma regular para entregar su sedoso pelaje al hilandero local, que a su vez se lo devolvía a mi madre en forma de la lana más suave del mundo. A Travis se le pasó por la cabeza inscribir a un ternero en la categoría de añojos; menos mal que Harry tuvo la sensatez de explicarle lo que ocurría inevitablemente con los ejemplares ganadores en las divisiones de ganado. Después de esto Travis nos volvió locos, a nosotros y a los organizadores de la feria, comprobando una y otra vez como un obseso que Bunny estuviera inscrito en la competición por el pelaje y no por la carne.

Sam Houston había tallado un retrato reconocible del presidente McKinley en madera de pacana, que requería un trabajo laborioso, y la presentó en la categoría de talla juvenil.

Salvo por mi patética participación, el día prometía ser fantástico, en especial porque todos teníamos algo de dinero en el bolsillo, ahorrado de trabajar en la limpiadora. A mí todavía me quedaban quince centavos de cuando hice de niñera durante la cosecha, aun habiendo contratado a Sul Ross. Pensé en gastarme una parte en una nueva bebida de la que nos habían hablado a todos: la Coca—Cola.

El día amaneció despejado y, aunque sólo debíamos desplazarnos un kilómetro hasta el otro extremo del pueblo, la familia entera, incluido el abuelito, se apiñó en el carromato largo. Travis llevaba a Bunny en el regazo, dentro de una jaula de alambre, y sus mechones blancos flotaban a la luz del sol como nubes diminutas. Aparcamos entre una variopinta colección de carros, calesas y carromatos, dispuestos sin orden ni concierto en el terreno anexo a las numerosas carpas.

Mamá nos dio unas últimas instrucciones antes de que nos dispersáramos. Travis llevó a Bunny a la carpa de animales pequeños, y yo me dirigí hacia artesanía doméstica con mi aportación bien envuelta en papel marrón para que nadie la viera. Crucé el pasillo de los pasteles, en un entoldado provisto de muchas tiras matamoscas. Además de los pasteles, varias muchachas del condado habían preparado almuerzos de picnic, y quien ofreciera más por un almuerzo podía sentarse con la chica a disfrutar de su compañía y compartir las delicias de su cesta. Todo el dinero recaudado se destinaba al departamento de bomberos voluntarios. Supongo que era la versión agreste de una presentación en sociedad.

Yo me apresuré a entregar mi aportación para ir a dar una vuelta. Los de la Odd Fellows' Band ya resoplaban, bombeando un surtido constante de alegres valses y marchas que se oían por todo el terreno. Vi a mis hermanos desperdigados entre la multitud, y a algunos amigos de colegio. Vi a Sam Houston ganar un silbato en el lanzamiento de anillas, y más tarde vi un silbato exactamente igual en manos de Lula, aunque ésta parecía cogerlo sin ganas y sin prestarle mucha atención.

Pasé por un pabellón con un letrero en la entrada: HOFACKET, GRANDES FOTOGRAFÍAS PARA GRANDES OCASIONES, y ahí estaba el fotógrafo en persona, que había montado un tenderete para hacer negocio con los visitantes de la feria, vestidos con su ropa buena y con dinero contante y sonante en el bolsillo. Menos mal que estaba demasiado ocupado haciendo posar a una pareja como para reparar en mí: me había mandado otra carta preguntando si sabíamos algo de la planta, y otra más antes de que hubiera podido contestarle la anterior, y aquello ya empezaba a ser una lata. Qué deprisa había podido el pesimismo con toda la emoción de la correspondencia científica.

Luego me dirigí a la carpa de artesanía doméstica, que olía a apetitosos productos horneados. El alcalde Axelrod se subió con un megáfono al estrado frontal y empezó a llamar a los ganadores, empezando por las categorías de principiantes. Pasamos por los panes, los panes de fantasía, los pasteles de fruta y los pasteles de otros tipos, y entonces fuimos a por las labores. Consultó su lista y anunció:

—¡En el tercer puesto de puntilla en categoría principiantes, la señorita Calpurnia Virginia Tate!

¿Qué? ¿Cómo?

—Calpurnia Tate, ¿dónde estás? ¡Sube aquí! —gritó. 

Pasmada, me abrí paso entre los espectadores y subí al estrado. Hubo un leve aplauso en la multitud, así como una ovación encendida y vigorosa desde la parte de atrás de la carpa, que sólo podía venir de unos cuantos de mis hermanos. El señor Axelrod me colgó la cinta blanca del vestido. Mamá no estaba para verlo.

—¡En el segundo puesto, la señorita Dovie Medlin!

Dovie subió con sonrisa de tonta y se puso a mi lado mientras el alcalde le colgaba la cinta roja. Soltó una risita y la admiró. Me alivió mucho que no ganara, pues ya rozaba lo insoportable. Casi creí que se iba a volver para sacarme la lengua, porque era de ésas.

—Damas y caballeros, niños y niñas, el primer puesto de puntilla en categoría principiantes es para... ¡la señorita Lula Gates! ¡Demos un fuerte aplauso a la señorita Lula Gates!

Lula subió. Yo quería que se pusiera a mi lado, pero la colocaron al lado de Dovie mientras le colgaban la cinta azul. Yo aún estaba aturdida y bajé la vista hacia los rostros que nos miraban, intentando encontrar a mi familia. ¿Cómo había ganado un premio? Mis puntillas no eran nada del otro mundo. Tras una última sarta de aplausos, bajé a trompicones del estrado y recibí palmaditas en la espalda y palabras de felicitación.

—Bien hecho, Lula —dije como buena perdedora, sobre todo en un concurso que no tenía absolutamente ninguna oportunidad de ganar—. Te mereces el primer premio: tu puntilla es la mejor.

—¿Y tú cómo lo vas a saber? —dijo Dovie al pasarnos de largo.

Le habría dado un puñetazo, pero había demasiados testigos. 

—Gracias, Callie —contestó Lula con gentileza—. Seguro que tú también te merecías un premio.

—Pues no, ése es el problema —afirmé.

Y así era, aunque probablemente mamá se iba a desmayar de la alegría en cuanto lo supiera. La señora Gates se nos acercó, sonrojada de placer.

—Vaya, chicas, sin duda es una gran ocasión.

—Hola, señora Gates —la saludé—. Lula ha hecho un buen trabajo, se merecía ganar.

—Gracias, Calpurnia. Seguro que tú también.

—No sé... —respondí, vacilante—. ¿Ha visto mi labor, señora? ¿Quiere ir a ver los demás trabajos?

—Nos encantaría, pero no podemos: Lula también se ha inscrito en punto y en bordado.

Les deseé suerte y me dirigí a las mesas de exposición y empujé al gentío para llegar a la de puntillas. Cada trabajo estaba colgado en un recuadro de terciopelo negro para mostrar mejor las filigranas. Las de adultos eran delicadas obras de arte, cuellos y tapetes muy trabajados y finos como telarañas. Al lado había las pocas —muy pocas— piezas de principiantes. Me acerqué más y vi expuesto mi cuello desigual, con un fondo negro que mostraba bien claro cada punto suelto de hilo blanco. Y mi nombre, mi nombre completo, bellamente estampado en una tarjeta que decía a todo el mundo quién había creado esa birria.

Examiné los trabajos con recelo. Sí señor, había tres. Aunque sabía muy bien que no era buena haciendo puntilla, no era agradable ver este hecho confirmado por extraños. Adiós a mi futuro en el mundo de la puntilla, pensé con acritud. No tenía ninguna intención de seguir ese camino concreto, por supuesto, pero ahora que otros me habían dicho que no podía, me sentía extrañamente desdichada. Y si no podía dedicarme a la ciencia ni tampoco a la artesanía doméstica, ¿qué quedaba? ¿Dónde estaba mi lugar en el mundo? Era algo demasiado grande y aterrador para considerarlo. Me consolé con las palabras del abuelito sobre el registro de fósiles y el Libro del Génesis: lo importante es entender una cosa, no que te guste. Que te guste no es necesario para entenderla. Que te guste no cuenta.

Salí de la carpa con mi esplendorosa medalla. ¿Me la debía quitar? Si no tenía que importarme la labor, el premio tampoco. Me llevé la mano a la cinta, pero no supe qué hacer. El cerebro me decía claramente: «quítatela», y mi mano respondía bien alto: «no». Y así me fui, con la mano en la cinta y atascada en mi ambivalencia, hacia la carpa de refrigerios: me regalaría un vaso de Coca—Cola mientras pensaba qué hacer con mi premio. Estaba lista para la «bebida deliciosa y refrescante». Las cuestiones éticas siempre son muy cansadas.

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