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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventura, Histórico

La Galera del Bajá (2 page)

BOOK: La Galera del Bajá
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—No creo, señor, que haya quien sea capaz de atentar contra el más grande de los almirantes de que dispone Turquía. Sois un hombre demasiado necesario en estos instantes.

—¿Has oído, Haradja? ¡Y no es sino un sencillo marinero!... De ser yo el sultán, mañana sería contralmirante.

—¡Hum! —rezongó por lo bajo la castellana de Hussif.

—¿Deseas marcharte? —inquirió Alí, dirigiéndose al albanés.

—Si me dais vuestro permiso...

—Sí. Pero pienso proporcionarte un compañero con el encargo de llevar a tu capitán una carta mía. Yo no podré arribar a Capso antes del alba. ¡Mogdor!

Un negro de gigantesca estatura, en cuyo cinto veíase un auténtico arsenal de armas blancas y de fuego, se presentó al instante.

—Acompañarás a este hombre. Si pretende escapar, ¡mátalo!

—Sí, amo —contestó el negro, examinando de reojo a Mico.

El Gran Almirante introdujo la mano en su faja de seda roja y extrajo un puñado de cequíes, en tanto que decía:

—Toma, como recompensa a tu presteza. Si algún día precisas buena ayuda, no olvides a Alí el argelino.

Y entregó las monedas al montañés, bien ignorante de aquellos gajes y mucho más de haber de regresar a Capso con aquel terrible compañero negro.

Gracias, señor —dijo. —Nunca podré olvidar la generosidad del Gran Almirante.

—Puedes marcharte.

Mico, tras haber dado las buenas noches, abandonó el castillo en compañía del gigantesco negro, el cual parecía que no habría de emplear otra arma sino su terrible puño en caso de que quisiera aplastarlo despiadadamente.

—¡Ojo con los tiburones! —dijo al despedirle el capitán de la galeota. —Un navío que hace un instante ha penetrado en la ensenada asegura haber encontrado muchos.

—Dispongo de mi arcabuz —contestó Mico.

Se apartaron en seguida de la flota a fuerza de remos, y luego de orientar las velas sentóse al timón, en tanto que el negro colocábase delante de él mirándole amenazador con sus grandes ojos que semejaban de porcelana.

—Es innecesario que me mires así y mejor sería que me ayudaras en la maniobra.

—Se me ha ordenado vigilarte y no ayudarte.

—Pero, ¡estúpido! ¿No te das cuenta de que no me es posible darme a la fuga por ningún sitio?

El negro, en vez de contestar, sacó de su cinto dos enormes pistolas, yesca y eslabón y encendió las mechas.

—¿Qué haces? —inquirió el albanés, que empezaba a preocuparse.

—¿No has escuchado decir que por esta zona hay muchos tiburones? —replicó el negro, poniendo las armas humeantes sobre el banco. —Como nuestra chalupa es baja, esas feroces bestias podrían atacarnos.

—Es cierto. Así que voy a encender yo también la mecha de mi arcabuz.

—No.

—¿Qué? ¿No?

—Solamente yo debo disparar. Trae tu arcabuz.

—Y luego solicitarás mi cabeza para hacerte con esos cequíes que me ha entregado el bajá.

—Se me ha ordenado vigilarte, no robarte. Los cequíes los hallaremos a paladas en Candía una vez que se entregue la ciudad. Debajo de esas casas ha de haber numerosos tesoros.

—¿Tú crees?

—Todos lo suponen en el campamento.

—Pues yo creo que no vais a encontrar nada más que cadáveres.

—¿Qué sabes tú?

—Es verdad que he venido del mar y no estuve en el campamento.

—¡Oro! ¡Un río de cequíes!... ¡Tesoros! —insistía el negro.

—Bueno. No pienses en los cequíes y piensa algo en atender a la vela.

—Estoy pensando en los tiburones.

—Pues si no pensabas ayudarme en la maniobra podías haberte quedado a bordo de la capitana.

—Ya te dije que pienso en los tiburones.

—Pues de momento no se ve ninguno. Entrégame una pistola, ya que deseas quedarte con mi arcabuz.

—Para defenderte soy suficiente yo. Las armas de fuego permanecerán a mi lado, no al tuyo. No se hable más de esto.

Mico masculló una maldición y luego de orientar de nuevo la vela retornó al timón. «Preciso librarme de este guardián molesto, ocurra lo que ocurra —pensó. —Pero, ¿cómo lograrlo?»

Y el infortunado meditaba como nunca buscando una solución.

A pesar de que se había quedado sin arcabuz conservaba el
kandjar
, especie de daga afilada en extremo y de doble filo, muy aguda y de acero bien templado. De improviso, gritó como espantado:

—¡Los tiburones! Haz fuego o harán volcar la embarcación.

El negro se incorporó de un salto y, empuñando las pistolas, se dirigió a proa, por donde por lo visto llegaban, exclamando:

—¡Malditos sean ellos y todas las restantes fieras marinas!... Esperad, que aquí me tenéis a mí.

Se subió a uno de los bancos, en donde no era sencillo sostenerse en equilibrio a causa de las contraolas que provenían de la costa y descargó los dos pistolones. Estaba de espaldas a Mico y, en consecuencia, no podía vigilarlo.

«Ahora verás lo que es bueno», se dijo el albanés.

Y llevando a cabo su proyecto desamarró muy despacio la escota de la vela latina, tirando hacia sí el peñol. Después dio un brusco movimiento al timón y el negro se vino al agua, lanzando un alarido, entre los tiburones.

—¡Recógeme! —gritó el negro, viendo que la chalupa reanudaba su marcha normal.

—Compóntelas ahora como puedas —respondió Mico, recogiendo otra vez la escota y dando dirección a la embarcación.

—¡Criminal! ¡Ven a recogerme!

—Si deseas una de tus pistolas te la doy.

—El bajá hará que te empalen en la nave almirante.

—Ya procuraré no volver.

—¡Vuelve, miserable! ¡Te voy a desollar!

—Procura que no lo hagan contigo los tiburones antes de que puedas advertirlo.

El negro llevaba aún al cinto dos yataganes. Comprendiendo que el albanés no volvería para salvarle, trabó, con los escualos, que le atacaban por todas partes, una frenética lucha. Robusto, vigoroso y excelente nadador, no iba a dejarse destrozar a la primera embestida.

Las medusas, con su brillo fosforescente, alumbraban el combate, y Mico veía con toda perfección al gigante distribuyendo tajos y mandobles a todos los tiburones y defendiendo de sus dentelladas brazos y piernas, sin dejar de lanzar horrorosas exclamaciones, que no amedrentaban en lo más mínimo a los tiburones.

Mico levantó el farol y miró. Los tiburones se habían alejado. Pero era seguro que esperarían a mayor profundidad el descenso del cadáver para devorarlo entre dos aguas con toda tranquilidad. El albanés se limpió el frío sudor que bañaba su frente y volvió a cargar con cuidado las pistolas, murmurando:

—Son instantes espantosos. Pero hay que defenderse de la forma que sea... Por otra parte, esos perros turcos son todavía más despiadados; no tienen compasión ni de las criaturas de pecho... ¡En fin! Vamos en busca del griego. La escollera no debe de hallarse distante.

Las olas que procedían de la costa chocaban contra la barca de vez en cuando, acariciándola rudamente. A pesar de la oscuridad de la noche distinguió al poco rato el escondrijo de Nikola y, para advertirle, disparó un pistoletazo al aire. Instantes después brillaba una luz en la cumbre de la escollera, seguida de un estampido: era un tiro de arcabuz.

—¡Acércate! —exclamó alguien a voz en cuello desde arriba. —¿Quién vive?

—Mico el albanés.

—Perfectamente. Espera un momento.

La embarcación dio dos bordadas delante de la escollera y, aprovechando una momentánea interrupción de la resaca, abordó en seguida.

—¡Mico!

—¡Nikola!

—Aproxímate un poco más.

Segundos más tarde el griego, después de dar un ágil salto, se hallaba a bordo.

—A las velas, Nikola. Acaso en este momento haya salido ya de la ensenada candiota la escuadra del bajá.

—¿La nave almirante sola?

—No lo creo.

—¿Y el hijo del León de Damasco?

—No es posible intentar la menor cosa.

—Ya te lo advertí. ¿Y Haradja?

—La he visto. Al parecer va curándose.

—Las tigresas se curan en seguida.

Orientada la chalupa, aprovecharon que el viento era favorable para explicarse las aventuras acontecidas a cada uno.

—Dios nos ha protegido —comentó el griego. —Pero te garantizo que no desearía hallarme en situación semejante a la de esta noche pasada.

—Ni yo. Aún creo tener delante aquellos ojos del gigantesco negro, que se clavaban en mí como si quisieran hipnotizarme.

—Pero lo devoraron los tiburones.

—Por suerte para mí, ya que de otra manera hubiera tenido que librar un combate cuerpo a cuerpo y estas embarcaciones no son adecuadas para los movimientos rudos.

—¿Entonces estás convencido de que el bajá cayó en la treta?

—Oí que le decía a Haradja que iría a la entrevista, pero no solamente con la capitana.

—Ya veremos lo que acontece. ¿Y es la tigresa de Hussif la que se halla al mando de la escuadra...? Apresuremos la marcha para intentar llegar cuanto antes.

El griego orientó mejor las velas y se sentó frente a la proa con el arcabuz.

Las enormes pistolas del negro continuaban humeando en el banco de popa.

2.- La persecución de la chalupa

Ya habían avanzado muchas millas y se consideraban totalmente a salvo, cuando el griego, al volverse para examinar el mar en dirección a levante y distinguir un punto brillante que se mecía sobre las olas, soltó una maldición y cargó a toda prisa su arcabuz.

—¿Qué es?

—Que los cristianos parecemos destinados a ser víctimas de los turcos. Fíjate. ¿Ves?

—No estoy ciego. Pero, ¿se trata de un farol o un fanal de galera?

—No es fanal de galera —respondió el griego, que miraba con gran atención. —¿De dónde habrá surgido esa nave? Antes no nos seguía.

—Acaso se trate de un pacífico bergantín cargado con pasas de Chipre.

—No hay ninguno que ahora sea capaz de adentrarse en alta mar. Todos esos pequeños veleros descansan desde meses atrás en el fondo de la ensenada de Morea.

—¿Quizás nos habrá hecho seguir el bajá por alguna galeota, no confiando en el negro?

—No debe ser tampoco una galeota.

—Entonces, ¿qué?

—Una nave bastante más pequeña; un falucho.

—¿A qué distancia estaremos de Capso?

—A unas quince millas.

—¿Podemos llegar antes que nos cace y nos aprese?

—Corramos todo lo que nos sea posible. En último caso nos dirigiremos hacia la playa y alcanzaremos la bahía a pie. Yo no deseo caer en poder del bajá.

—Tampoco yo, en especial luego de haber dejado morir al negrito que tenía la misión de vigilarme. Acaso me hiciera empalar. No deseo ni verlo.

El griego, de pie, contemplaba con atención extrema el farol, que avanzaba rápido, resaltando vivamente en el tenebroso horizonte.

—No puede ser nada más que un falucho.

—¿Nave muy veloz?

—Veloces como gaviotas, mí querido amigo.

— En tal caso nos dará caza.

—Aún no nos ha cogido. Avanza hacia la costa, costeando, y procura no chocar con ningún escollo.

—¿Y la resaca?

—La chalupa podrá aguantarla. Vamos.

Variaron el rumbo según las indicaciones del griego, adentrándose el caiccio por entre las espumosas olas provocadas por la resaca. Nikola, con el farol en la mano, a proa, cuidaba de no tropezar con los bancos o escolleras.

La falucha, como denominaban los turcos a aquel tipo de embarcaciones, avanzó también en dirección a la costa, decidida, por lo visto, a apresar a la chalupa, con los extraños fugitivos que la tripulaban.

—No nos deja —adujo el griego. —El falucho...

En aquel instante un relámpago desgarró las tinieblas. A continuación siguió un estampido bastante fuerte. Pero ni el albanés ni el griego percibieron el zumbido del proyectil.

—Ha sido efectuado con pólvora solamente. Nos intima a detenernos, amenazándonos con hundirnos si no obedecemos al instante.

—¿Cañón?

—No te atemorices. Es una pequeña culebrina que sólo puede disparar proyectiles de tres libras.

—Basta para hundir la chalupa.

—Esperemos que no lo logre.

Transcurrió un minuto. La chalupa proseguía avanzando a unos veinte o treinta metros escasos de la costa, saltando violentamente por lo fuerte de la resaca, debido a los numerosos escollos que por allí había.

—Terminaremos por estrellarnos —opinó Mico.

—Voy a tomar yo el timón. Tú indícame los bancos y escollos y no tengas miedo. Yo me ocupo de llevar la embarcación a salvo.

—Debiéramos apagar el farol.

—Sin duda para los turcos es un magnífico blanco. Pero puesto que no naciste gato, lo precisas. Déjalo, por tanto, encendido. ¿Cómo distinguirás los obstáculos?

—Es verdad lo que dices.

—¡Bum! ¡Otro tiro!

El estampido fue precedido de un zumbido. El proyectil había cruzado sobre la chalupa y muy cerca del palo.

—¡Por todos los tiburones del Mediterráneo! ¡Esos turcos disparan magníficamente! Al próximo cañonazo nos hundirán. Créeme, Nikola; apaga el farol. Si tropezamos con algún obstáculo, peor para nosotros.

—Aún no.

El tercer proyectil agujereó una de las velas y fue a caer sobre las espumeantes olas por la proa de la chalupa.

—Un poco más y te arranca la cabeza, Nikola.

—Todavía se encuentra sobre mis hombros. Noto su peso.

¿Quién ha visto ir de caza con culebrinas? Deja que se desahoguen y que agoten municiones. Conduce siempre costeando y sin abandonar la resaca; los movimientos violentos de las olas entorpecen el tiro.

—¿Y si encallamos o...?

—Desembarcaremos o proseguiremos por tierra. No hagas caso —repuso Nikola, que mantenía una calma y frialdad sorprendentes.

El falucho, que debía ser muy veloz velero, adelantaba camino a cada instante, aminorando la distancia y pretendiendo abordar para poder efectuar una descarga de metralla. Se hallaba ya luchando con la resaca pero no decrecía su rapidez.

—¿Cuál es tu opinión? —inquirió al poco rato el albanés.

—Que no veo ya otra solución que destrozar la chalupa contra cualquier escollo y huir por tierra.

—En tal caso, choco.

—No. Espera aún.

Un nuevo disparo. Y en esta ocasión era ya una lluvia de metralla, parte de la cual se abatía sobre la chalupa, cayendo, como consecuencia de ella, quebrados el bauprés y el peñol. Nikola apagó el farol. El falucho sólo se encontraba a cuatrocientos metros y podía ya cañonear a placer a la chalupa.

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