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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Historia

La gran aventura del Reino de Asturias (29 page)

BOOK: La gran aventura del Reino de Asturias
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Y mientras tanto, en Oviedo, Ramiro legaba a la posteridad un collar de joyas en piedra, los monumentos del monte Naranco. Allí, en la ladera sur del monte, hubo en un tiempo unas termas romanas; después, el terreno se convirtió en coto de caza. En tiempos de Alfonso II se erigió un pequeño santuario dedicado San Miguel. Ramiro escogió el lugar para dejar su huella. Hay quien dice que las obras se iniciaron en el momento en que Nepociano ocupaba la corte de Oviedo, y que Ramiro quiso edificar allí una sede regia alternativa. Eso no lo sabemos con seguridad. Tampoco sabemos quién fue el arquitecto, aunque hay quien cree que fue el mismo que construyó la Cámara Santa.

De las joyas del Naranco, el tiempo nos ha dejado dos: Santa María y San Miguel, pero sabemos, porque lo cuentan las crónicas, que en su día hubo allí «multitud de edificios». Santa María era originalmente un palacio; San Miguel, una iglesia de la que sólo permanece en pie un tercio del edificio original. Había, además, otros palacios y, con toda seguridad, una villa regia rodeada por terrenos de cultivo. ¿Por qué son tan importantes estos monumentos? No sólo por su belleza y la singularidad de su estilo, sino por sus avances técnicos. Por ejemplo, las bóvedas de cañón de piedra toba, que es piedra volcánica natural. En aquella misma época, tanto en el resto de Europa como en la arquitectura andalusí, las bóvedas eran todas de madera. Lo del Naranco era una completa novedad.

También era una novedad, por supuesto, su estilo. En los edificios del arte ramirense hay muchas influencias visibles: bizantinas, romanas, orientales, carolingias, lombardas… todo ello superpuesto sobre la tradición visigoda y astur. El resultado de la fusión es algo único, sin parangón. Y el estilo cuajó, porque no sólo lo vemos en el monte Naranco, sino también en otro monumento situado a treinta kilómetros de Oviedo: la iglesia de Santa Cristina de Lena, en el camino que lleva a León.

Aquellos monumentos del monte Naranco son el recuerdo más grato que nos dejó el rey Ramiro. Los otros son menos amables, pero también son importantes. Aunque feroz por su vara, lo cierto es que pacificó el reino y erradicó el delito. Aunque falló en León, lo cierto es que derrotó a los vikingos. Aunque nunca batalló en Clavijo, lo cierto es que la posteridad construyó en torno a él la leyenda áurea del Apóstol, que tan decisiva iba a ser en los siglos siguientes. El rey murió pronto, el 1 de febrero de 850, a los sesenta años, después de apenas ocho de reinado. Un hombre duro, Ramiro. Nos queda, paradójicamente, la huella de su sensibilidad.

Rebelión en el Ebro, inquietud en el Pirineo

Una de las pocas circunstancias favorables que hubo en el reinado de Ramiro I fue la intensa tarea que el emir de Córdoba tuvo que afrontar en el valle del Ebro. Tanto se le complicaron las cosas a Abderramán II, que Ramiro pudo lanzarse a aventuras como la frustrada repoblación de León. ¿Y tan importante era lo que estaba pasando en el valle del Ebro? Sí, mucho. Vamos a contar este conflicto, que fue largo, y de paso veremos qué estaba pasando en el resto de la España cristiana.

Recordemos cómo estaba el patio. En Navarra seguía reinando García I Iñiguez, hijo de Iñigo Arista, aliado por sangre y por conveniencia con los Banu-Qasi del Ebro. Más hacia el este, en la línea del Pirineo, se afianzaban los condados de la Marca Hispánica, sujetos a las convulsiones que estaba viviendo el Imperio carolingio. Luego veremos lo que estaba pasando en Cataluña y Aragón. Por ahora, quedémonos en Navarra y en el valle del Ebro. Es aquí donde Abderramán II se ha visto obligado a enviar sucesivos ejércitos, entre 843 y 846, para sofocar las revueltas de los Banu-Qasi. Esas revueltas tienen un nombre: Musa ibn Musa.

Fijémonos un poco en este personaje, Musa ibn Musa Qasi Banu, que vivió aproximadamente entre 800 y 862. Hijo de Musa ibn Fortún, hermano por parte de madre de Iñigo y Fortún Iñiguez de Pamplona, y marido de la también pamplonesa Ossona. Los Banu-Qasi habían hecho de Tudela su capital. La familia goda conversa al islam de los Banu-Qasi había consolidado su dominio en el valle del Ebro y también había emparentado con los Arista de Pamplona. Eso les proporcionaba un control directo sobre una zona importante de la Península y, además, una influencia de peso sobre Navarra y sobre el Pirineo. Nuestro Musa ibn Musa tomó el liderazgo de la familia hacia el año 820. Córdoba le confirmó como gobernador de Tudela y su comarca.

Musa ibn Musa sabía muy bien qué tenía en las manos: un territorio decisivo. Las tierras de los Banu-Qasi eran decisivas desde el punto de vista estratégico, militar y político, porque eran el muro entre Al Andalus y el Imperio carolingio. Por eso los emires siempre respetaron a los Banu-Qasi, que les hacían un enorme servicio. Y eran también tierras decisivas desde el punto de vista económico por su riqueza agrícola, que garantizaba la autosuficiencia, y por su situación junto al cruce de los caminos que atravesaban la Península de este a oeste y de norte a sur. Nadie en su sano juicio renuncia a poseer semejante bombón.

Parece que hacia 841, después de una campaña contra los cristianos del Pirineo, Musa tuvo un grave altercado con Mutarrif, hijo del emir Abderramán. Mutarrif había ordenado una expedición de saqueo contra Pamplona. Musa, ligado a Pamplona por lazos de sangre, envió a su hijo Fortún, pero rehusó asistir personalmente a la campaña y se encerró en su fortaleza de Arnedo, en La Rioja. Entonces Mutarrif nombró a un nuevo gobernador de Zaragoza, un tal Harit, y le dio órdenes expresas de acabar con Musa. Harit sitió a Musa en Borja primero, en Tudela después, finalmente en Arnedo. Acosado, Musa pidió socorro a sus aliados pamploneses. Con los refuerzos de García Iñiguez de Pamplona, Musa derrotó a Harit y le hizo prisionero.

Harit fue la prenda de la reconciliación entre Musa y Córdoba. Reconciliación, en todo caso, precaria, porque las hostilidades volverían a estallar inmediatamente, y esta vez Pamplona entraba en el lote de las cosas que estaban en juego. Comienza así una extravagante sucesión de guerras y reconciliaciones. Navarros y Banu-Qasi se sublevan de nuevo contra Córdoba en 843, y son vencidos por los ejércitos de Abderramán II. Al año siguiente, Musa acude en socorro del emir para echar a los vikingos que estaban saqueando Sevilla, pero no por ello el inquieto caudillo del Ebro dejará de levantarse nuevamente, muy poco más tarde, contra los delegados del emirato.

Musa ibn Musa debía de ser un tipo extraordinario: inteligente, astuto a la hora de jugar sus bazas y, además, valiente en el campo de batalla. Llama la atención la manera en que vivió en permanente conflicto con el emirato, tan pronto en guerra como en paz, victorioso unas veces y derrotado otras, pero haciéndose perdonar siempre sus frecuentes cambios de estrategia. ¿Por qué le perdonó Abderramán II tantas veces? Esto es algo que sólo puede entenderse si explicamos brevemente las relaciones de poder en la España de la época, que no se definían con los criterios modernos. El poder del emir de Córdoba era, en teoría, omnímodo, pero, en la práctica, la estructura del emirato descansaba sobre los jefes territoriales, algunos directamente subordinados al emir, otros simplemente federados.

Musa, en realidad, nunca fue rebelde al emir de Córdoba, al que debía obediencia porque era su jefe religioso. De hecho, cada vez que el emir le llamó al combate, ya fuera contra los vikingos, contra los francos o contra los cristianos del reino de Asturias y del Pirineo, Musa acudió y además combatió de manera brillante. Pero el caudillo Banu-Qasi, que había heredado el poder sobre una zona de gran riqueza agraria y enorme importancia estratégica, tenía su propia política y no estaba dispuesto a subordinarla a los intereses de los gobernadores y generales del emirato, los cuales, con frecuencia, atendían también a su propio poder personal, más que al del emir. ¿Cuál era la política de Musa? Garantizar la hegemonía de su propia familia y la seguridad de sus parientes pamploneses. A lo cual los pamploneses, por su parte, contribuían secundando a Musa contra los carolingios, aunque no contra los asturianos.

Es un juego extremadamente delicado. Sobre el papel, Musa es aliado de Córdoba. Pero cada vez que Córdoba designe a un gobernador para Zaragoza o para Tudela, Musa se verá amenazado y responderá con las armas, para lo cual cuenta con el apoyo de sus parientes pamploneses. Los de Pamplona, a su vez, son aliados de los Banu-Qasi, pero no del emirato de Córdoba, que reiteradas veces atacará la capital navarra. En estos ataques moros contra Pamplona, los Banu-Qasi han de mantenerse al margen, aunque vigilando, eso sí, que las campañas cordobesas se limiten al saqueo y no signifiquen un cambio de poder.

En esa estrategia, literalmente bailando sobre el filo de una espada, Musa supo hacerse al mismo tiempo temible e imprescindible para Córdoba. Su premio fue, ya en 852, el puesto de gobernador de Tudela, primero, y de Zaragoza después. Con tales títulos, los Banu-Qasi alcanzaron el cénit de su poder. Hasta el punto de que Musa se proclamó
tertius regem in Spania
, «tercer rey de España», junto al rey de Oviedo y al emir de Córdoba.

Todas estas cosas no dejaron de tener su influencia en el resto de la España cristiana. Porque, además, en el Pirineo se estaban dejando sentir los efectos de las grandes convulsiones del Imperio carolingio. Recordemos que los núcleos cristianos del Pirineo —desde Aragón y Sobrarbe hasta Barcelona— se habían constituido como entidades políticas bajo la protección carolingia, a modo de frontera entre el imperio franco y el islam. Pero el Imperio carolingio se estaba deshaciendo.

El emperador Ludovico Pío ha muerto en 840. Desde 817, y siguiendo la tradición franca, había dividido el imperio entre sus hijos, pero éstos comenzaron a luchar entre sí. Los hijos de Ludovico eran Lotario, Pipino, Luis y Carlos el Calvo. Pipino murió pronto, pero los otros tres hermanos mantendrán la lucha hasta el Tratado de Verdún, en 843. La fracción del imperio que nos interesa, la francesa, será para Carlos el Calvo. En todas esas luchas, los condes del Pirineo español tendrán que tomar partido; con frecuencia de forma cruenta.

Empecemos por Aragón. Aquí Galindo I Aznárez, que ya había ejercido como conde en Urgel, Cerdaña, Pallars y Ribagorza, ha empezado a consolidar un poder propio, sólo formalmente vinculado a la Francia carolingia. Mantendrá ese estatuto hasta la fecha de su muerte, en 867. Y cuando muera, el condado no será para ningún nuevo enviado de los francos, sino para su hijo, Aznar II Galíndez. Así Aragón empieza a distanciarse del imperio para dibujar su propia política.

Muy distintas fueron las cosas en el este del Pirineo, en el área catalana, que vivió de manera mucho más intensa la guerra interna carolingia. La guerra opone a los partidarios de Carlos el Calvo contra los de Pipino. La figura clave es el conde Bernardo de Septimania, que controlaba Barcelona y Gerona además de buena parte del sur de Francia. Bernardo había tomado partido por Pipino, pero la victoria fue para Carlos. El conde Bernardo pagó con la vida. Era 844. En Ampurias y el Rosellón se consolidó el poder del conde Suñer. Y Barcelona y Gerona fueron para otro conde, quizás hermano de Suñer, de nombre Sunifredo, también partidario de Carlos.

Este Sunifredo había ido acumulando desde 834 un poder muy importante: tenía bajo su mando los condados de Osona, Besalú, Cerdaña, Urgel y Conflent, además de otros territorios en Francia. En 841 detuvo una invasión musulmana contra la Cerdaña, lo cual afianzó su posición. Ahora, con el control sobre Barcelona y Gerona, se convertía en una pieza clave del juego en la región. Uno de los hijos de Sunifredo, de nombre Wifredo, será más tarde conde de Barcelona: Wifredo el Velloso.

Ahora bien, la derrota y ejecución de Bernardo tuvo una consecuencia fundamental, y es que su hijo Guillermo se sublevó contra Carlos el Calvo. Y muy poderosos debían de ser los apoyos de Guillermo, porque el hecho es que pudo organizar un ejército y recuperar los condados arrebatados a su padre. Así, en 848 Guillermo derrota a Suñer y Sunifredo, y se apodera de los condados de Urgel, Cerdaña, Barcelona, Rosellón y Ampurias. A Suñer y a Sunifredo se los da por muertos en estas luchas. En todo caso, la gloria de Bernardo duró muy poco, pues inmediatamente Carlos el Calvo ordena una ofensiva contra el rebelde. En un paisaje de guerra total que se complica con una invasión musulmana, Bernardo es apresado y ejecutado en Barcelona. Era el año 850.

Que la acumulación de datos no nos impida ver lo fundamental. Aquí, en el Pirineo, a la altura de mediados del siglo IX, estamos asistiendo a la consolidación de dos procesos fundamentales, a saber: el surgimiento de élites locales que entran en las luchas por el poder y la tendencia a que los hijos hereden el poder de los padres. Ambos procesos, esenciales para la formación de entidades políticas estables, serán ya imparables en las décadas siguientes.

Y mientras todo esto ocurría en el Pirineo, en el resto de España el paisaje se preparaba para grandes cambios. En Oviedo moría Ramiro I en 850. En Córdoba moría Abderramán II en 852. Y en la misma Córdoba sucedía algo que iba a conmover los cimientos de la cristiandad: los mártires escribían con sangre su tragedia.

Los mártires de Córdoba

Pregunta de preguntas: ¿hasta qué punto era realmente musulmana la España de Al Andalus? No cabe duda de que los emires de Córdoba intentaron por todos los medios islamizar a fondo su territorio; de hecho, será una de las líneas políticas generales del emirato. Y sin embargo, a pesar de ello tendremos numerosos ejemplos de cómo el cristianismo seguía vivo. Un ejemplo supremo es el de los mártires de Córdoba.

Empecemos con un texto de la época. Estamos en el año 850. Y un sacerdote cristiano de Córdoba escribe lo siguiente:

Era el año 850, año vigésimo noveno del emirato de Abderramán. El pueblo de los árabes, engrandecido en riquezas y dignidad en tierras hispanas, se apoderó bajo una cruel tiranía de casi toda Iberia. En cuanto a Córdoba, llamada antaño Patricia y ahora nombrada ciudad regia tras su asentamiento, la llevó al más elevado encumbramiento, la ennobleció con honores, la engrandeció con su gloria, la colmó de riquezas y la embelleció con la afluencia de todas las delicias del mundo, más allá de lo que es posible creer o decir, hasta el punto de sobrepasar, superar y vencer en toda pompa mundana a los reyes de su linaje que le precedieron. Pero mientras tanto, bajo su pesadísimo yugo, la Iglesia era arruinada hasta la extinción.

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