La mano izquierda de Dios (3 page)

BOOK: La mano izquierda de Dios
12.64Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

En cuanto sus ojos empezaron a acostumbrarse a la oscuridad, Cale distinguió junto a la puerta un montón de escayola rota y ladrillos desmoronados.

—Me estaba escondiendo de Chetnick —explicó Henri el Impreciso—. Así es como encontré este lugar. El yeso de la esquina se estaba cayendo, así que mientras esperaba que Chetnik se fuera empecé a arrancarlo. Le había entrado agua y se desmoronaba solo. En un minuto lo desprendí todo.

Cale alargó la mano hacia el borde de la puerta y empujó con cuidado. Volvió a empujar. Y otra vez más.

—Está atrancada.

Kleist y Henri el Impreciso sonrieron. Kleist se metió la mano en el bolsillo y cogió algo que Cale no había visto jamás en posesión de ningún muchacho: una llave. Era gruesa y larga, y estaba picada de herrumbre. Los ojos les brillaron de emoción. Kleist metió la llave en la cerradura y la giró, gruñendo al hacer el esfuerzo. Entonces, haciendo «¡clank!», la llave dio vuelta.

—Hemos estado tres días echándole grasa y tal para que abra —dijo Henri el Impreciso con voz impregnada de orgullo.

—¿Dónde encontrasteis la llave? —preguntó Cale. Kleist y Henri el Impreciso se sentían encantados de que Cale se dirigiera a ellos como si hubieran resucitado un muerto o caminado sobre las aguas.

—Te lo diremos cuando estemos dentro. Adelante. —Kleist arrimó el hombro a la puerta, y los otros hicieron lo mismo—. No empujéis demasiado fuerte, porque puede que no estén muy bien las bisagras. No hay que hacer ruido. Contaré hasta tres. —Se detuvo—. ¿Listos? A la una, a las dos y a las... tres. —Empujaron. Nada. No se movió ni un centímetro. Se pararon para coger aire—. A la una, a las dos y a las... tres.

Empujaron de nuevo, y entonces la puerta chirrió. Se echaron atrás alarmados. Si los oían, los atraparían; y si los atrapaban, los someterían a Dios sabía qué.

—Nos podrían colgar por esto —dijo Cale. Los otros lo miraron.

—No harían eso... La horca no.

—Bosco me ha dicho que el Padre Disciplinario anda buscando una excusa para dar un ejemplo. Hace ya cinco años desde que ahorcaron al último.

—No serían capaces —repitió Henri el Impreciso, horrorizado.

—Sí que serían. ¡ Esto es una puerta, por Dios! Y tú tienes una llave. —Cale se volvió hacia Kleist—. Y, por cierto, me mentiste: no tienes ni idea de lo que hay ahí dentro. Seguramente no va a ningún lado, y no encontraremos nada que merezca la pena robar ni que merezca la pena ver. —Volvió a mirar al otro—. No merece la pena correr el riesgo, Henri, pero se trata de vuestro cuello. Conmigo no contéis.

Cuando ya se iba, una voz gritó desde el deambulatorio con rabia e impaciencia.

—¿Quién anda ahí? ¿Qué ha sido ese ruido?

Entonces oyeron las pisadas de un hombre que caminaba sobre la grava, por delante de la estatua del Ahorcado Redentor.

2

Tal vez hayáis experimentado alguna vez lo que es helarse de horror, notar que se os han quedado los ojos como platos, la lengua pegada a la boca y las tripas deshechas. Pues todo eso no es nada comparado con lo que sentían en aquel momento Kleist y Henri al pensar las crueldades que les aguardaban por su estupidez. Se imaginaron a la enorme y muda multitud que aguardaba en la penumbra, los gritos que darían al ser arrastrados hacia la horca, la terrible hora de espera mientras cantaban la misa y, después, la soga, de la que tiraban hacia arriba en tanto ellos pataleaban al quedarse sin aire.

Pero Cale ya se había vuelto hacia la puerta y, en silencio, había empujado hacia arriba (la puerta se caía porque las bisagras estaban casi sueltas) y después hacia dentro. Se abrió sin hacer casi nada de ruido. Les tocó en el hombro a sus dos compañeros, que se habían quedado petrificados, y les hizo pasar por el hueco. En cuanto pasaron, él también entró, apretándose. Haciendo otro gran esfuerzo cerró la puerta tras él, igual de silenciosamente.

—¡Salid! ¡Ahora mismo! —La voz del hombre llegaba apagada, pero aún se oía con claridad.

—Dame la llave —dijo Cale en voz muy baja. Kleist se la entregó. Cale se volvió hacia la puerta y buscó a tientas la cerradura. A continuación se detuvo: en realidad, no sabía cómo se usaba una llave—. ¡Kleist, tú! —susurró. Kleist buscó también a tientas la cerradura y, entonces, metió dentro la pesada llave.

—Con mucho cuidado, sin hacer ruido —dijo Cale.

Kleist giró la llave con mano temblorosa, consciente de que su vida dependía del cuidado que pusiera en aquel movimiento.

La llave dio vuelta, haciendo un ruido que a ellos les pareció que era como el golpe de una maza contra una olla de hierro.

—¡Venid aquí ahora mismo! —exigió aquella voz amortiguada. Pero Cale se dio cuenta de que había dudas en aquella voz. Quienquiera que fuera el que se encontraba allí, no estaba realmente seguro de haber oído algo.

Aguardaron. En el silencio solo se oía la áspera respiración provocada por el terror. Entonces pudieron distinguir, a duras penas, el amortiguado crujido de la grava. El hombre se volvía, y el ruido de sus pasos fue desvaneciéndose.

—Se habrá ido a buscar a los gubios.

—Tal vez no —dijo Cale—. Me parece que era el Padre Vituallero. Es un cerdo vago y gordo, y no estaba nada seguro de lo que había oído. Podría haber mirado entre los arbustos, pero no ha querido hacer el esfuerzo. Si no ha sido capaz ni de mirar entre los arbustos por no doblar ese espinazo recubierto de manteca, se cuidará mucho de sacar los gubios con los perros.

—Si vuelve mañana, cuando haya luz, encontrará la puerta —comentó Henri el Impreciso—. Aunque ahora nos escapemos, vendrán por nosotros.

—Irán detrás de quien sea y se asegurarán de encontrarlo, sea culpable o no. No hay nada que nos relacione con este sitio. Alguien pagará las consecuencias, pero no tenemos por qué ser nosotros.

—¿Y si ha ido a buscar ayuda? —preguntó Kleist.

—Abre la puerta y vámonos.

Kleist buscó a tientas la puerta y después la llave que sobresalía de la cerradura. Intentó girarla, pero no se movió. Entonces volvió a intentarlo. Nada. A continuación intentó girarla con todas sus fuerzas. Se oyó un fuerte chasquido.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Henri el Impreciso.

—¡La llave! —explicó Kleist—. ¡Se ha roto y se ha quedado dentro de la cerradura!

—¿Qué...? —preguntó Cale.

—Que se ha roto. ¡No podremos salir! No por aquí.

—¡Dios! —exclamó Cale—. ¡Serás imbécil! Te estrujaría el cuello si pudiera ver dónde estás.

—Tiene que haber otra salida.

—¿Y cómo vamos a encontrarla en esta oscuridad? —preguntó Cale con amargura.

—Yo he traído una luz —dijo Kleist—. Pensé que igual la necesitábamos.

Se hizo un silencio, solo interrumpido por el ruido que hacía Kleist al rebuscar en el hábito. Algo se le cayó, lo volvió a encontrar, y volvió a oírse el crujido de la tela del hábito. Entonces saltaron chispas, mientras él golpeaba un trozo de pedernal sobre algo de musgo seco. Rápidamente empezó a arder, y a la luz de aquella llamita pudieron ver que Kleist acercaba la mecha de una vela que estaba guardada en un candelero con tapa de cristal. Tardó un instante en colocarle la tapa y entonces, por primera vez, pudieron contemplar lo que tenían a su alrededor.

Y no es que hubiera mucho que ver a la luz de la vela, que no pasaba de dar una pobre llama alimentada con amarillenta grasa animal, pero fue evidente para los muchachos que no se encontraban en una estancia, sino en un pasillo bloqueado.

Cale le cogió la vela a Kleist para examinar la puerta.

—Este yeso no es tan viejo: como mucho tendrá unos años.

Algo se escondió en un rincón, y los tres pensaron lo mismo: ratas.

La ingesta de ratas estaba prohibida a los muchachos por motivos religiosos, pero aquel era un tabú que al menos tenía un buen fundamento: las ratas eran un foco de enfermedades con patas. Sin embargo, los muchachos consideraban la rata como algo delicioso. Por supuesto, no todo el mundo era un buen cazador de ratas. Esa habilidad era muy apreciada y transmitida de maestro a aprendiz solo a cambio de importantes pagos o favores. Los cazadores de ratas constituían un grupo hermético y cobraban media rata por sus servicios, un precio tan alto que de vez en cuando algunos decidían prescindir de ellos e intentar cazarlas por sí mismos, obteniendo generalmente resultados que animaban a los demás a pagar, y dando gracias. Kleist era uno de esos cazadores.

—No tenemos tiempo —dijo Cale, comprendiendo qué era lo que estaba pensando—, Y la luz no sería suficiente como para prepararla.

—Puedo pelar una rata completamente a oscuras —repuso Kleist—. Quién sabe cuánto tiempo pasaremos aquí encerrados. —Se subió el hábito y sacó una piedra que llevaba escondida en el dobladillo. Apuntó con cuidado y a continuación la lanzó en la penumbra. Se oyó un chillido y se percibió un movimiento desesperado. Kleist le cogió a Cale el candelero y se dirigió hacia el rincón del que había salido el chillido. Se metió la mano en el bolsillo y, con mucho cuidado, desplegó un trozo de tela que utilizó para coger al animal. Con un movimiento de la muñeca, le partió el cuello y se la metió en el mismo bolsillo.

—Ya seguiré después.

—Creo que estamos en una galería. Habrá puertas a los lados —comentó Cale—. Supongo que llevaría a algún sitio, y tal vez siga haciéndolo.

Como era el que llevaba el candelero, Kleist se puso delante.

Había transcurrido menos de un minuto cuando Cale empezó a dudar de su anterior dictamen. La galería se estrechaba tanto que tenían que agacharse para seguir. En contra de lo que esperaba Cale, no había puertas, ni tabicadas ni en ningún otro estado.

—Pues no hay puertas —dijo Cale al fin sin levantar la voz—. Más bien parece que estamos en un túnel.

Durante más de media hora y pese a la oscuridad, caminaron rápidamente, porque el suelo era liso y no había nada con lo que pudieran tropezar.

Al final, fue Cale el que habló.

—¿Por qué dijisteis que había comida cuando no habíais entrado aquí?

—Elemental —contestó Henri el Impreciso—: Si no te lo hubiéramos dicho, no habrías venido.

—Y hubiera hecho muy bien. Me prometiste comida, Kleist, y fui lo bastante idiota para confiar en ti.

—Creí que tenías fama, ya sabes, de no confiar en nadie —comentó Kleist—. Además, tenemos una rata. Así que no te mentí. Y hay más comida.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Henri, cuya voz traicionaba su apetito.

—Hay muchas más ratas. Y las ratas tienen que comer. De algún lado tienen que sacar el alimento.

Se detuvo de repente.

—¿Qué ocurre? —preguntó Henri.

Kleist levantó la vela. Delante de ellos tenían un muro. No había puerta.

—Tal vez esté detrás del yeso —comentó Kleist.

Cale palpó el muro con la palma de la mano y después dio golpecitos con los nudillos.

—No es yeso: es hormigón con harina de arroz. Igual que los demás muros. No habrá manera de atravesarla.

—Tendremos que volver. Tal vez hayamos pasado por alto alguna puerta en los laterales del túnel. No hemos estado atentos.

—No estoy de acuerdo —repuso Cale—. Y además... ¿cuánto durará la luz de la vela?

Kleist miró el sebo que quedaba.

—Veinte minutos.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Henri el Impreciso.

—Apaga la llama y vamos a pensar —propuso Cale.

—Buena idea —aceptó Kleist.

—Me alegro de que opines eso —dijo Cale sentándose en el suelo.

Tras sentarse él también, Kleist abrió el cristal y apagó la llama con el índice y el pulgar.

Se quedaron sentados, a oscuras, distraídos por el olor animal del sebo de la vela. Pues el olor de aquel sebo rancio solo podía recordarles una cosa: la comida.

Al cabo de cinco minutos habló Henri el Impreciso.

—Yo estaba pensando... —empezó a decir, pero no terminó la frase. Los otros dos aguardaron—. Este es un extremo del túnel. —Volvió a quedarse en silencio—. Pero todo túnel tiene que tener más de una entrada... —Volvió a callarse—. Era solo una idea.

—¿Una idea? —bromeó Kleist—. ¡No seas creído!

Henri no respondió, pero Cale se puso en pie.

—Enciende la vela.

A Kleist le costó todo un minuto hacerlo, empleando el musgo y el pedernal, pero pronto pudieron volver a ver. Cale se puso en cuclillas.

—Pásale la vela a Henri y súbete a mis hombros.

Kleist le entregó el candelero y se subió sobre los hombros de Cale, pasándole las piernas por el cuello. Lanzando un gruñido, Cale se incorporó.

—Coge el candelero.

Kleist hizo lo que le decía.

—Ahora mira por el techo.

Kleist levantó el candelero y buscó algo, sin saber qué.

—¡Sí! —gritó.

—¡En voz baja, maldita sea!

—Hay una trampilla —susurró, muy emocionado.

—¿ Llegas?

—Sí, no me tengo que estirar mucho.

—Ten cuidado: empuja con suavidad. Podría haber alguien al otro lado.

Kleist colocó la palma de la mano en el extremo más próximo de la trampilla, y presionó hacia arriba.

—Cede.

—Súbela un poco. Intenta ver que hay al otro lado.

Sonó un chirrido.

—Nada. Está oscuro. Voy a subir el candelero. —Hubo una pausa—. Sigo sin ver gran cosa.

—¿Puedes ponerte en pie?

—Sí si me empujas de los pies. Cuando agarre la trampilla. ¡Ya!

Cale le agarró los pies y lo empujó hacia arriba. Kleist ascendió lentamente y después se soltó, con gran estruendo de la trampilla.

—¡No hagas ruido! —dijo Cale entre dientes.

Entonces desapareció.

Cale y Henri esperaron en la oscuridad, iluminados tan solo por el leve destello que llegaba a través de la trampilla. Pero mientras Kleist investigaba el entorno incluso ese destelló desapareció. De pronto se hizo la oscuridad total.

—¿Crees que podemos confiar en que no se largará?

—Bueno —dijo Henri el Impreciso—. Espero que sí. —Se quedó callado un momento—. Seguramente.

Pero no terminó, pues la luz volvió a asomar por la trampilla, y a continuación lo hizo la cabeza de Kleist.

—Es una especie de habitación —susurró—. Pero puedo ver luz a través de otra trampilla.

—Súbete a mis hombros —le dijo Cale a Henri el Impreciso. —¿Y tú?

—Ahora no te preocupes. Pero no os vayáis antes de ayudarme a subir.

Henri el Impreciso pesaba mucho menos que Kleist, y fue bastante fácil auparlo hasta la trampilla, donde Kleist tiró de él.

BOOK: La mano izquierda de Dios
12.64Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

White Diamonds by Lyn, K.
Norman Invasions by John Norman
Hannibal Rising by Thomas Harris
The Lost Heir by Tui T. Sutherland
Devil's Eye by Kait Nolan
Planilandia by Edwin A. Abbott
Carmilla by Joseph Sheridan Le Fanu
The Confessor by Daniel Silva