La mano izquierda de Dios (6 page)

BOOK: La mano izquierda de Dios
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Su apodo, que le había puesto Cale, había triunfado, pero solo ellos dos comprendían su auténtico significado. Solo Cale sabía que el modo escurridizo en que Henri solía responder, o repetir cualquier pregunta que le hacían, no se debía a su incapacidad para entender la pregunta, ni para encontrar una clara respuesta, sino que era un modo de desafío a los redentores, alargando la respuesta hasta el límite mismo de su no muy grande paciencia. Era precisamente por haber descubierto la estrategia de Henri, y por la admiración que le merecía su espectacular temeridad, por lo que había quebrado una de sus normas más importantes: la de no hacer amigos, la de no permitir que nadie se hiciera amigo suyo.

Cale se abrió camino hasta un banco libre de la Basílica número cuatro, con la intención de recuperar el sueño atrasado durante las Plegarias de la Humillación. Había perfeccionado el arte de dormirse al mismo tiempo que se acusaba de sus pecados: pecados de depravación, de
delectatio morosa
, pecados de
gaudium
, de
desiderium
, pecados de deseo efectivo e inefectivo. Todos al unísono, los quinientos niños de la Basílica Cuatro juraban no cometer nunca transgresiones que les habrían resultado imposibles, aun cuando hubieran sabido de qué se trataba: niños de cinco años que juraban solemnemente no codiciar jamás la mujer del prójimo, otros de nueve que juraban no tallar bajo ninguna circunstancia imágenes de deslealtad y cobardía, y otros de catorce que prometían no venerar jamás esas imágenes aunque las hubieran esculpido. Todo eso bajo pena de un castigo divino que alcanzaría incluso a sus descendientes en la tercera o cuarta generación. Al cabo de unos cuarenta y cinco satisfactorios minutos de siesta, la misa concluyó y Cale guardó fila en silencio, con los demás, y regresó con ellos hasta la otra punta de los campos de entrenamiento.

El campo ya no volvía a estar libre durante el día. El enorme incremento durante los últimos cinco años en el número de acólitos que recibían instrucción implicaba que ahora se hacía casi todo por turnos: el entrenamiento, la comida, el aseo, el culto... El entrenamiento tenía lugar incluso de noche para los retrasados, y eso resultaba algo especialmente temido a causa del terrible frío, pues el viento soplaba desde el Malpaís incluso en verano. No era ningún secreto que aquel incremento se debía a la necesidad de aumentar las tropas contra los antagonistas. Cale sabía que muchos de los que salían del Santuario no iban de manera permanente al frente oriental ni al occidental, sino que los dejaban la mayor parte del tiempo lejos de la guerra, rotando seis meses en cada frente para después pasarse un año o incluso más en la reserva. Lo sabía porque se lo había dicho Bosco:

—Puedes hacer dos preguntas —le había dicho Bosco tras informarle sobre aquel extraño despliegue. Cale había meditado durante un rato.

—El tiempo que pasan en la reserva, Padre, ¿tienen la intención de aumentarlo y seguir aumentándolo?

—Sí —respondió Bosco—. Segunda pregunta.

—No necesito una segunda pregunta —repuso Cale.

—¿De verdad? Más vale que hayas dado con la respuesta correcta.

—Oí que el redentor Compton os decía que los frentes estaban en punto muerto.

—Sí, ya te vi que no perdías comba.

—Pese a lo cual, hablabais como si eso no fuese ningún problema.

—Sigue.

—Hemos estado entrenando un gran número de caballeros sacerdotes en los últimos años: demasiados. Queremos darles un lugar en la lucha, pero no queremos que los antagonistas sepan que han incrementado sus fuerzas. Por eso ha aumentado tanto el tiempo que pasan en la reserva. Siempre se nos dice que los frentes están repletos de antagonistas traidores. ¿Es cierto?

—¡Ah! —Bosco sonrió, aunque no era una sonrisa agradable—. He aquí una segunda pregunta, cuando te has jactado de que solo necesitabas una. La vanidad es tu punto débil, muchacho, y no estoy pensando ahora en la salvación del alma. Tengo... —Se detuvo, y daba la impresión de que no sabía qué decir, algo que Cale no había visto nunca. Resultaba perturbador—. Tengo expectativas contigo. Pero también exigencias. Y más te valdría que te echaran al otro lado de los muros de este lugar con una muela de molino al cuello, antes que decepcionarme en mis exigencias y expectativas. Es tu orgullo lo que más me preocupa. Cualquier redentor que encuentres de aquí a la eternidad te puede decir que el orgullo es la causa de los otros veintiocho pecados mortales, pero pienso en cosas más importantes que tu alma: el orgullo te distorsiona el juicio y te hace ponerte en situaciones que deberías evitar. Te concedí dos preguntas y, sin otro motivo que la vana soberbia, quisiste anonadarme y te arriesgaste a un castigo por fracasar en algo en lo que no necesitabas correr riesgos. Eso te debilita hasta tal punto que me pregunto si eres merecedor de la protección que te he estado otorgando durante todos estos años.

Miró a Cale, y Cale miró al suelo, odiando y despreciando a partes iguales la idea de que Bosco lo protegiera. Mientras aguardaba, pasaban por su mente ideas extrañas y peligrosas.

—La respuesta a tu segunda pregunta es que en los frentes tenemos espías e informadores antagonistas, pero solo unos pocos. Sin embargo, son suficientes.

Cale no apartó los ojos del suelo. Tenía que fingir que no había oposición por su parte. Tenía que minimizar las posibilidades de castigo. Sin embargo, tenía todo el tiempo la rabiosa sensación de que Bosco tenía razón y que podría haber evitado lo que le esperaba.

—Estamos preparando reservas para un gran ataque en ambos frentes, y sin embargo debemos mantener el número de efectivos en el mismo nivel, o de lo contrario ellos se darían cuenta de lo que les espera. Queremos que los reservistas adquieran experiencia, pero ya hay demasiados, así que los reservistas tienen que pasar cada vez más tiempo lejos del frente. Se necesitan más soldados para terminar con los antagonistas, pero esos soldados tienen que endurecerse en la batalla, pese a que no hay batallas suficientes para eso. Estamos en un aprieto, Padre.

—¿Y qué propones?

—Necesito tiempo para pensarlo, Padre. No hay ninguna solución que no constituya a su vez otro problema.

Bosco se rio.

—Déjame decirte, muchacho, que la solución a todo problema es siempre otro problema.

Entonces, sin previo aviso, Bosco arremetió contra Cale. Cale interceptó el golpe con tanta facilidad como si lo hubiera lanzado un anciano. Se miraron el uno al otro.

—Baja la mano.

Cale hizo lo que le mandaba.

—Dentro de un momento te volveré a pegar —dijo Bosco con suavidad—. Y cuando lo haga, no moverás ni las manos ni la cabeza. Aceptarás el golpe. Me dejarás que te pegue. Consentirás.

Cale aguardó. Esta vez Bosco hizo grandes preparativos para asestar el golpe. Lanzó la mano contra él. Cale experimentó un estremecimiento, pero el golpe no llegó. La mano de Bosco se había detenido junto a su cara.

—No te inmutes, muchacho.

Bosco retiró la mano y volvió a arremeter contra él. De nuevo, Cale se estremeció.

—¡NO TE INMUTES! —gritó Bosco con el rostro rojo de la rabia, salvo por dos puntitos blancos en el centro de las mejillas, que se volvían aún más blancos conforme se oscurecía la piel. Entonces lanzó otro golpe, pero esta vez sí le pegó a Cale, que se había quedado quieto como una piedra. Y después le pegó otra vez, y otra. Y de repente lanzó un nuevo golpe, pero este fue tan fuerte que Cale cayó al suelo aturdido.

—Levántate —le dijo con voz tan suave que apenas resultaba audible. Cale se puso en pie, temblando como a causa de un frío intenso. Y recibió otro golpe. Volvió a caer, y se levantó. Otro golpe, y volvió a ponerse en pie. Bosco cambió de mano. Con la izquierda, en la que tenía menos fuerza, necesitó cinco golpes para volver a derribar a Cale. Bosco observó cómo empezaba a levantarse una vez más. Ahora los dos estaban temblando—. Quédate dónde estás —dijo Bosco casi en un susurro—. Si te levantas, no respondo de lo que pueda ocurrir. Me voy. —Parecía apabullado, agotado por la horrible intensidad de su propia rabia—. Espera cinco minutos y después vete. —Entonces Bosco se acercó a la puerta y se marchó.

Durante todo un minuto, Cale permaneció inmóvil. Después vomitó. Necesitó otro minuto más para descansar y tres para limpiar la suciedad. Entonces, muy despacio, temblando de tal manera que parecía como si nunca fuera a alcanzarlo, salió al corredor y, apoyándose en la pared, caminó hasta llegar a uno de los callejones ciegos que salían de un patio y allí se sentó.

—¡LA CINTURA RECTA! ¡NO! ¡NO! ¡NO! —Cale se recuperó de lo que había llegado a ser un estado casi de trance. Los ruidos e imágenes del campo de entrenamiento se habían desvanecido a medida que él se perdía en recuerdos de su pasado. Era algo que últimamente le sucedía con más frecuencia, pero no era buena cosa distraerse tanto en un lugar como el Santuario, pues si uno no prestaba atención, no tardaba en ocurrirle algo desagradable. En aquel momento, todo lo que había a su alrededor resultaba vivido, como las imágenes y los sonidos del entrenamiento. Una fila de veinte acólitos, que estaban a punto de irse, practicaba un ataque en formación. El redentor Gil, conocido como Gil el Gorila a causa de su fealdad y su terrible fuerza, se quejaba rutinariamente de la flojedad de los muchachos que entrenaba:

—¿No has visto nunca las puertas de la muerte, Gavin? —le preguntó con cansancio—. Pues las verás si sigues descubriendo de ese modo tu flanco izquierdo. —Los acólitos de la fila sonrieron ante la inquietud de Gavin. Con toda su fuerza física y su brutal fealdad, el redentor Gil se encontraba todo lo cerca de ser un hombre bueno que hubiera llegado a estar nunca un redentor. Exceptuando al redentor Navratil, pero ese era un caso muy peculiar—. Te quedarás a hacer entrenamiento nocturno —le dijo Gil al desgraciado Gavin. El muchacho que estaba a su lado soltó una carcajada—. Y tú también, Gregor. Y tú, Holdaway.

Justo un poco más allá de la fila, un niño de no más de siete años estaba colgado por los brazos del poste horizontal de un armazón de madera, a más de dos metros del suelo. Tenía atado a las espinillas un cinturón de lona cargado de pesos. Hacía muecas, y por el rostro contorsionado le caían lágrimas de dolor. El subredentor que estaba debajo de él insistía en que si no llegaba a subir los pies, con su carga, a la altura de la barra cada vez que los levantaba, no le daría por válido ninguno de sus esfuerzos.

—Llorar no te va a servir de nada, solo te servirá de algo tocar la barra con los pies. —Mientras, doblado por la mitad, el niño forcejeaba por lograr tal proeza, Cale veía la extrema prominencia de los seis músculos del estómago, tan abultados como los de un adulto, que se tensaban para que él pudiera alcanzar la barra—. ¡Cuatro! —contó el subredentor.

Cale pasó por delante de niños de cinco años, algunos de los cuales se reían como niños pequeños, y de muchachos de dieciocho que parecían hombres de mediana edad. Había grupos de unos ochenta que practicaban empujándose para atrás y para adelante, gritando de manera rítmica, como si fueran gigantes que se gruñeran unos a otros; una nueva fila de otros quinientos muchachos marchaba en formación y en completo silencio, obedeciendo todos a una las señales de las banderas: izquierda, derecha, alto, hacia atrás, alto otra vez y hacia delante... Para entonces Cale se encontraba a casi cincuenta metros de la gran muralla que circundaba el Santuario, al borde del campo de tiro con arco, donde Kleist increpaba a un grupo de diez acólitos que podían ser unos cuatro años mayores que él. Los regañaba por su inutilidad, por su fealdad, por su falta de habilidad, por la mala calidad de sus dientes y porque tenían los ojos demasiado cerrados. Solo se detuvo al ver a Cale.

—Llegas tarde —le dijo—. Tienes suerte de que Primo esté enfermo, porque de lo contrario te arrancaría la piel.

—Siempre podrías intentarlo tú.

—¿Yo? A mí me da igual si vienes o no. Tú eres un caso perdido.

Encogiéndose ligeramente de hombros por toda respuesta, Cale indicaba que, muy a su pesar, estaba bastante de acuerdo. Kleist estaba desnudo de cintura para arriba, salvo por una camisa harapienta que revelaba formas sorprendentes, tal vez algo extrañas. Su cuerpo no parecía consistir en otra cosa que espalda y hombros, como si la parte superior del cuerpo de un hombre adulto hubiera sido colocada entre las piernas y la cabeza de un chaval de catorce años. Y, además, el brazo derecho estaba mucho más musculado que el izquierdo, lo cual le hacía parecer casi deforme.

—Vale —dijo Kleist—, veamos cuál es el problema. —Era evidente que disfrutaba con aquella oportunidad de demostrar su superioridad ante Cale, y que le encantaba que este se diera cuenta de que estaba disfrutando.

Cale levantó el arco que Kleist acababa de entregarle, tiró de la cuerda hasta acercársela a la mejilla, apuntó, aguantó un segundo, y entonces soltó la flecha en dirección al blanco, que se encontraba a setenta metros de distancia. Incluso lanzó un gruñido en el momento en que partía la flecha, que describió un arco al dirigirse al blanco, que tenía la forma y el tamaño de un hombre. Falló por más de un metro.

—¡Mierda!

—¡Vaya, vaya! —exclamó Kleist—. No había visto un tiro como ese desde... Bueno, no consigo recordar. Antes tú dabas la talla... ¿dónde demonios aprendiste a colocar ese par de piernas?

—Tú dime simplemente cómo tengo que ponerlas.

—Bueno, eso es bastante fácil. Punzas la cuerda en el momento en que deberías soltarla... así. —Cogió la cuerda de su propio arco para mostrarle a Cale qué era lo que hacía mal, y a continuación, con enorme placer, le mostró cómo había que hacerlo—. Además, tenías la boca abierta al disparar, y dejaste caer el codo del brazo de la cuerda antes de soltarla. —Cale empezó a protestar—. Y —le interrumpió Kleist—, dejas que la mano de la cuerda ceda hacia delante.

—De acuerdo, lo he entendido. Tú solo explícame. He adquirido malas costumbres, eso es todo.

Kleist tomó aire por entre los dientes, con todo el dramatismo que pudo conferir a ese gesto.

—La verdad es que no estoy seguro de que sea solo cuestión de costumbres incorrectas. Creo que lo que pasa es seguramente que no eres capaz porque te pones demasiado nervioso. —Señaló a la cabeza con un dedo—. Me parece que el problema está aquí, compañero. Ahora que lo pienso, creo que el tuyo es el peor caso que he visto nunca de alguien que la caga de puros nervios.

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