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Authors: Frederique Molay

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

La séptima mujer (2 page)

BOOK: La séptima mujer
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—¿No podríamos currar con un viejo psicólogo barbudo? —refunfuñó Kriven—. El bonito culo de esa morenita me desconcentra.

—¿No puedes pensar en otra cosa, Kriven?

—Imposible con el cuerpo que tiene.

—Prefiero interrumpirte ahora antes que seguir oyendo tus gilipolleces. Hasta luego.

El Barrio Latino le traía a la memoria toda su infancia. Sus abuelos tenían una tienda de ultramarinos en la Rue Mouffetard. Recordaba esos días pasados jugando con los chiquillos de los demás comerciantes de la calle, a dos pasos de la iglesia Saint-Médard. Un buen ambiente que ahora había desaparecido.

La Place de la Contrescarpe es un célebre rincón turístico de París gracias a la animación de sus cafés. Aquel día los clientes tenían la vista fija en el número cinco. Un coche camuflado, con la luz giratoria del techo activada, bloqueaba la entrada del edificio. Un hombre, con aire abatido, estaba sentado en el asiento trasero del Renault. Dos agentes vigilaban el vehículo. Por su aspecto decidido, se veía claramente que no tenían la intención de dejar que el tipo se les escapara fuera cual fuere el motivo. David Kriven salió del edificio para unirse a él.

—Hemos tenido una potra increíble, jefe —empezó—. Al oficial de la Policía Judicial de la comisaría de distrito se la ha ocurrido desalojar a todo el mundo antes de llamarnos. Todo está limpio.

Quería decir que ningún otro servicio policial había tenido tiempo de acercarse al escenario del crimen antes de entender que el asunto no era de su competencia. Con demasiada frecuencia, la mayoría de los indicios ya estaban echados a perder cuando la brigada criminal era avisada, a veces incluso se habían llevado a la víctima. Es decir, que no se facilitaba la investigación. Desde luego, la situación estaba mejorando poco a poco, pero aún faltaba mucho por hacer. Realmente hacía falta topar con un «poli» competente, como aquel día, para que su intervención fuese más eficaz.

—¿Dónde está ese «prodigio»? —preguntó Nico.

—En el tercer piso, delante de la puerta del piso. Vigila las entradas y salidas.

Los dos hombres subieron lentamente las escaleras. Nico examinaba las paredes y cada escalón con una mirada atenta, para impregnarse poco a poco de la atmósfera del lugar. Luego tendió la mano al joven oficial, obsequiándolo con una sonrisa cálida y agradecida.

—He llegado a las tres de la tarde. He descubierto el cuerpo y enseguida me he dado cuenta de que no era un caso ordinario.

—¿Por qué? —lo animó Nico.

—La mujer… Por lo menos lo que le han hecho. Es repugnante. Para ser sincero, no he sido capaz de quedarme a su lado. Una cosa así impresiona a cualquiera.

—No se engañe —lo tranquilizó Nico—, todos estamos asustados. Quien le diga lo contrario no es más que un vulgar presuntuoso, quiero decir un presuntuoso de tomo y lomo.

Tranquilizado, el joven policía asintió y los dejó pasar. Nico avanzó tomando las precauciones habituales: no tocar nada y no arriesgarse a destruir las pruebas. David Kriven lo imitó con el mismo cuidado.

Cada grupo de la brigada estaba compuesto por seis hombres. El tercero del grupo ya que había un orden establecido en función de la experiencia y las atribuciones de cada uno, era el picapleitos. Este había esperado al comisario Sirsky antes de iniciar su trabajo: verificaciones y colocación de precintos. Normalmente actuaba solo. Por una vez, Pierre Vidal ejercería su labor bajo la experta mirada de Kriven y de Sirsky.

Los tres policías entraron en el salón. La víctima estaba tendida sobre una gruesa moqueta color crema.

—¡Joder, no puede ser! —exclamó Nico muy a su pesar.

Se acuclilló junto al cuerpo, sin decir nada. ¿Qué habría podido añadir? Ante él se extendía el colmo del horror. ¿Acaso la perversión humana no tenía límites? Le entraron unas náuseas incontenibles. Miró fijamente a sus colaboradores, lívidos.

—Id a ver si Dominique Kreiss ha llegado —les ordenó.

David apartó la mirada del cadáver. El asunto era serio. El comisario Sirsky quería estar solo con la víctima… o quizá les ofrecía unos momentos de respiro…

—Id ahora —les conminó Nico.

Aliviados, el comandante Kriven y el capitán Vidal abandonaron el piso.

El comisario Sirsky permanecía inmóvil junto a la joven y comprobaba poco a poco los abusos que había sufrido. El suplicio había sido intenso, a fin de hacerle perder la razón antes de morir. Pensó en el probable desarrollo del asesinato y en el perfil del asesino. Suponía que era un hombre solo…, lo notaba…, lo sabía. Como siempre, las emociones lo habían abandonado. Era como un espíritu libre que volaba a través de la estancia. Detestaba esa sensación, ese poder de concentrarse que tenía incluso en los casos más morbosos. El estómago empezó a arderle de nuevo; se llevó mecánicamente la mano al vientre. Debía calmarse para poder distanciarse. ¿Pero cómo reaccionar ante un espectáculo semejante? De repente, se le apareció el rostro de la doctora Dalry. Le sonreía, le tendía la mano, tan suave, y la posaba en su mejilla. Tenía tantas ganas de besarla. Se acercó, se acercó…

La puerta del piso se abrió y se oyeron pasos en el pasillo. David Kriven conducía al grupo. La psicóloga los seguía, una morenita de treinta y dos años con un destello de malicia en sus ojos verdes. Dominique Kreiss se acuclilló al lado del comisario Sirsky. Como experta, observó fijamente la escena del crimen, sin pestañear ni mostrarse afectada en lo más mínimo por la repugnante visión y la atmósfera de muerte. Psicóloga diplomada en clínica criminológica, especialista en agresiones sexuales, Dominique Kreiss intentaba ante todo integrarse perfectamente en el 36 del Quai des Orfèvres y en su cohorte de policías, en su mayoría hombres. Aunque sólo fuera por eso, no se atrevería a mostrar la menor flaqueza delante de sus colegas.

—La visión de este cadáver haría salir corriendo a cualquier persona sensata —comentó Nico dirigiéndose a la joven.

Sus miradas se cruzaron. Nico se había blindado con sólidas barreras y no era fácil adivinar sus debilidades. Pero, por primera vez, Dominique Kreiss entrevió un leve malestar en el comisario.

—No parece que haya nada movido de sitio —consideró Nico—. Todo está en orden. No se trata de un robo. Apuesto que no encontraremos ni una sola huella. Es un trabajo meticuloso y organizado, y no el resultado de una locura pasajera. No hay ninguna señal de allanamiento. O la víctima conocía al agresor, o él logró inspirarle confianza y ella lo dejó entrar en su casa.

—¿Cuál es el nivel de riesgo para el criminal? —preguntó Dominique.

—Bastante alto. La Place de la Contrescarpe es un sitio muy concurrido. Matar a alguien en su domicilio sin llamar la atención, tomarse el tiempo de limpiar el escenario del crimen y marcharse como si nada requiere un gran autocontrol. Ese cabrón ha hecho un trabajo de profesional.

—¿«El cabrón»? Es verdad, sin duda un hombre solo. Lo bastante seguro de sí mismo para pensar que nadie se fijaría en él. Metódico, calculador. Lo contrario de un impulsivo que dejaría pistas por todas partes.

Nico asintió con la cabeza.

—Ahora la víctima —continuó.

Dominique observó el cuerpo mutilado y cubierto de sangre. Los latidos de su corazón aumentaron.

—Están mezclados sexo y violencia: se trata de una genuina fantasía. Diría que el sexo no es el motivo del crimen; ante todo siente el deseo de afirmar su poder, asentar su dominio, hasta su voluntad de apropiarse de la vida de su rehén.

—Especifica —ordenó Nico Sirsky.

Marie-Héléne Jory yacía de espaldas, desnuda, con los brazos levantados echados hacia atrás, las muñecas atadas a la pesada mesa de centro del salón.

—Un acto de bondage, una atadura con connotaciones pornográficas —declaró Dominique con voz apagada—. Víctima apuñalada en el vientre, seguramente después de que el cuerpo fuera desgarrado a latigazos.

—¡Dios mío! —soltó Nico—. Ahora, Dominique, ve a lo esencial…

—Los pechos han sido amputados y el criminal probablemente se los ha llevado consigo.

—¿Cómo lo interpretas?

—El que ha hecho esto tiene un problema con la imagen materna. Tal vez le pegaron o lo abandonaron en su infancia.

Nico se enderezó, seguido por la joven psicóloga.

—Podéis empezar —ordenó el comisario dirigiéndose a Kriven y Vidal—. Cortad la cuerda de forma que el nudo permanezca intacto; lo mandaremos analizar.

Pierre Vidal sacó guantes de látex de su estuche de trabajo, los repartió entre todos y luego inició un examen metódico. Sacó numerosas fotografías y registró sus comentarios en una grabadora. Intentó descubrir el menor indicio, la menor huella, algún tipo de firma, incluso involuntaria. Por último, realizó un croquis del cuarto y se aseguró de que no faltara ninguna indicación: posición de los muebles, de los objetos y del cuerpo, observaciones sobre «las condiciones ambientales». Durante ese tiempo, el comisario Sirsky animaba a David Kriven a registrar el piso.

Dominique Kreiss se esfumó; de momento, ya no era de ninguna utilidad.

Comienzo de la investigación
2

El trabajo no finalizó hasta que cayó la noche. El cuerpo fue retirado para llevarlo al Instituto de Medicina Legal de París, Quai de la Rapée, donde se le practicaría la autopsia bajo las órdenes del Ministerio Fiscal. El comisario Sirsky decidió regresar al «36» para interrogar a Paul Terrade. En cuanto al comandante Kriven, se marchó para echar una mano al quinto y al sexto del grupo encargados de las indagaciones en el vecindario. Estos últimos ya habían iniciado su recorrido por el edificio de la víctima y los cafés de la plaza; quizá un detalle los pusiera sobre una pista…

Nico enfiló el Boulevard Saint-Michel hasta el Sena. Caminó a lo largo del río en dirección al Pont-Neuf, que tomó para llegar a la Île de la Cité. En el número 36, el Quai des Orfèvres había sido creado en 1891 entre el Palacio de Justicia, la Prefectura de Policía, el Hôtel-Dieu
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y la catedral de Notre-Dame. Desde siempre, albergaba y encarnaba la élite de la policía. Nico Sirsky había ingresado en la brigada criminal con orgullo. ¿Qué quedaba de ello?

Michel Cohen, director adjunto de la Policía Judicial de París, lo esperaba. Aunque eran casi las siete y media de la tarde, el «36» bullía como en pleno día. Crímenes y delitos nunca se amoldarían a las treinta y cinco horas de trabajo semanales… Desde su metro sesenta y cinco de estatura, Cohen había sabido imponerse a todos sus equipos. Con frecuencia, los sutiles y perversos juegos de la política habían puesto en apuros a los ocupantes de la casa, mediante nombramientos seguidos de destituciones mal asimiladas. Rencores ministeriales, carreras destrozadas, aquí todo era posible. Cohen, un excelente profesional cuya afiliación política nadie conocía, se había formado en el Quai des Orfèvres, primero en la brigada anti vicio, antes de iniciar una carrera ejemplar. Desde hacía cinco años, llevaba las riendas de las brigadas centrales de la Policía Judicial de París. Por los pasillos del «36» se murmuraba incluso que había tenido la osadía de rechazar la dirección central de la Policía Judicial nacional para no tener que someterse a los imperativos políticos. Y más teniendo en cuenta que, en los últimos años, los resultados de las urnas multiplicaban las alternancias en el gobierno…

Cohen había abandonado su despacho del segundo piso para instalarse en el de Nico Sirsky, situado en el tercero. Bajo y enjuto, con el cabello tupido y negro y una nariz prominente, tenía gruesas cejas que enmarcaban una mirada vivaz. Sujetaba con sus impacientes dedos uno de esos grandes puros que fumaba asiduamente. Inmediatamente, el acre humo blanco le entró a Nico en la garganta sin que a Michel Cohen le importara.

—¿Qué, amigo mío? —arremetió este con su habitual dinamismo—. ¿Estás siempre en la brecha?

Trece años los separaban, y Cohen siempre lo había tratado con ese mismo afecto viril. Era su protegido o, en otras palabras, su hijo espiritual. Todos lo sabían y a veces bromeaban con ello. Pero Nico se había forjado una auténtica reputación por su rigor y su capacidad de trabajo, sus cualidades como investigador y su aptitud para dirigir a los hombres. Envidiosos, los había a montones. Ser jefe de la brigada criminal con sólo treinta y ocho años —un récord— se prestaba necesariamente a chismorreos.

—He hablado con nuestra psicóloga, la joven Kreiss —añadió el director adjunto de la Policía Judicial—. Veo dos posibilidades. O el escenario del crimen es un engaño orquestado por algún allegado con la finalidad de orientarnos hacia la solución del asesino psicópata, o se trata de un auténtico enfermo que no tiene nada que ver con la víctima y que no se detendrá aquí. En cualquier caso, no es el crimen de un vagabundo, ya que todo fue minuciosamente organizado.

Nico asintió. A Cohen le gustaba hacer la síntesis de los datos que le llegaban y, sobre todo, demostrar que sacaba ventaja a los demás. El jefe era él, y no había más que hablar.

—Parece que no era muy agradable de ver —concluyó, como si quisiera asegurarse de que su colaborador se había recobrado.

—La chica pasó un mal trago —contestó Nico—. El único consuelo posible es que muriera rápidamente.

—Este caso es prioritario. La doctora Vilars está en ello, tendremos su informe a lo largo de la noche.

La doctora Armelle Vilars dirigía el Instituto de Medicina Legal. Era una excelente profesional que no dejaba nada al azar. Nico se sentía tranquilizado al saber que ella se encargaba personalmente de este expediente y, sin duda alguna, Cohen debía de compartir ese sentimiento.

—Paul Terrade, el novio, está aquí —continuó Nico—. Voy a interrogarlo. El grupo de Kriven se encarga de la investigación sobre el terreno y está llevando a cabo una reconstrucción del día de la víctima. Desde que se levantó de la cama por la mañana, ¿qué hizo? ¿Dónde fue? ¿Con quién se reunió? Esas son las preguntas que tenemos que empezar a responder.

—Muy bien —aprobó Michel Cohen—. Por el momento sigamos así. Este homicidio es como mínimo inusual; infórmame en cuanto tengas alguna cosa. De hecho, el fiscal quiere que lo llames esta noche.

—Por supuesto, no dejaré de hacerlo —contestó Nico con una voz que pretendía ser serena.

Su jefe lo estaba probando, lo presentía. ¿Podría llevar a buen término la investigación y resolverla pronto en un contexto tan atípico? Un tremendo desafío para quien Cohen veía como su digno sucesor. Y más teniendo en cuenta que si los imperativos de orden político apenas lo afectaban, las relaciones con la Justicia no eran precisamente sencillas. Esta pretendía ejercer su autoridad sobre los oficiales de la Policía Judicial. ¿Acaso no habían despedido hacía poco a un director de la misma porque había prohibido a sus hombres participar en una operación ordenada por un magistrado con el pretexto de que este se negaba a explicarle cuál era su objetivo. Las luchas de poder existen en todas partes y en ocasiones conllevan el riesgo de comprometer la eficacia?

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