La Soledad de los números primos (20 page)

BOOK: La Soledad de los números primos
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Pero en lugar de Alberto, por el pasillo apareció su hijo Philip, al que Mattia conocía por la foto que su amigo tenía en su mesa, y en la que se lo veía a los pocos meses de nacer, redondo e impersonal como todos los recién nacidos. Nunca se le había ocurrido que hubiera crecido. Algunos rasgos de los padres iban asomando claramente en el pequeño: la barbilla puntiaguda de Alberto, los párpados caedizos de la madre. Mattia pensó en el mecanismo cruel del crecimiento, en aquellos blandos cartílagos que mudaban imperceptible pero inexorablemente, y pensó también, aunque sólo por un instante, en Michela, cuyas facciones habían quedado fijas para siempre desde lo del parque.

Philip se acercaba montado en un triciclo, pedaleando como un loco. Al ver a Mattia frenó en seco y se quedó mirándolo alarmado, como si lo hubieran sorprendido haciendo algo prohibido. Su madre, desmontándolo del triciclo, lo alzó en brazos y empezó a besuquearlo.

—¡Ven aquí, bicho!

Mattia le dirigió una sonrisa forzada; los niños lo incomodaban.

—Pasa, Nadia ya ha llegado —dijo la mujer de Alberto.

—¿Nadia?

Ella lo miró, extrañada.

—Sí, Nadia. ¿No te lo había dicho Albi?

—Pues no.

Hubo un momento de embarazo. Mattia no conocía a ninguna Nadia. Se preguntó qué pasaba allí y temió saberlo.

—En todo caso aquí está. Vamos.

De camino a la cocina, Philip miraba a Mattia con recelo, escondiendo la cara en el hombro de su madre y metiéndose en la boca los dedos índice y medio, que brillaban de saliva; Mattia prefirió desviar la mirada. Recordó el día en que había seguido a Alice también por un pasillo, aquél más largo. Miró los garabatos de Philip que colgaban de las paredes en lugar de cuadros, y tuvo cuidado de no pisar los juguetes diseminados por el suelo. Toda la casa, las paredes mismas, parecían impregnadas de un olor a vida al que no estaba acostumbrado. Y pensó en su piso, donde tan fácil era preferir no estar. Y empezó a arrepentirse de haber ido.

En la cocina, Alberto lo saludó con un afectuoso apretón de manos, al que él correspondió como un autómata. A la mesa había sentada una mujer, que se levantó y le tendió la mano.

—Ella es Nadia —los presentó Alberto—, y él, nuestra próxima medalla Fields.

—Mucho gusto —dijo Mattia, turbado.

Nadia sonrió e hizo amago de acercarse, quizá para besarlo, pero la inmovilidad de él la contuvo y sólo repitió:

—Mucho gusto.

Mattia se quedó mirando absorto uno de los grandes pendientes que ella llevaba, un aro dorado de al menos cinco centímetros de diámetro; cuando se movía, aquel aro oscilaba con un movimiento complejo que él trató de descomponer según tres ejes cartesianos. Las dimensiones de aquella alhaja y el contraste que hacía con el pelo negrísimo le sugirieron algo desvergonzado, casi obsceno, que a la vez lo asustó y excitó.

Se sentaron a la mesa. Alberto sirvió vino tinto y brindó con grandilocuencia por el artículo que pronto escribirían con Mattia, y pidió a éste que explicara a Nadia, con palabras sencillas, de qué trataba la cosa. Mattia así lo hizo, y ella lo escuchó con una sonrisa incierta que delataba pensamientos muy distintos y que más de una vez le hizo perder el hilo.

—Parece interesante —comentó ella al final, y Mattia bajó la cabeza.

—Es mucho más que interesante —repuso Alberto, con ademanes que describían en el aire un elipsoide que Mattia se representó perfectamente.

La mujer de Alberto trajo una sopera que desprendía un fuerte olor a comino. La conversación pasó a versar sobre comida, terreno más neutral que pareció disminuir una tensión de la que no se habían dado plena cuenta. A excepción de Mattia, todos lamentaron la falta allí en el norte de alguna delicia de su país. Alberto recordó los raviolis que hacía su madre; su mujer, la ensalada de marisco que comían juntos en cierto local de la playa cuando iban a la universidad; Nadia describió los
cannoli
rellenos de
ricotta
y espolvoreados de escamas del chocolate negro que hacían en la pastelería de su pueblecito natal, y mientras lo contaba, cerraba los ojos y se relamía los labios como si estuviera saboreándolos. En cierto momento se mordió un instante el labio inferior, y Mattia, sin darse cuenta, se quedó con este detalle y pensó que había algo exagerado en la feminidad de Nadia, en la fluidez con que gesticulaba, en el acento sureño con que pronunciaba las labiales; la sentía como una potencia oscura que lo avasallaba y le caldeaba las mejillas.

—Pues no hay más que decidirse y volver —concluyó Nadia.

Los cuatro guardaron silencio unos segundos, como pensando cada cual en lo que los ataba a aquel lugar. Philip trasteaba con sus juguetes a unos pasos de la mesa.

Durante el resto de la cena, Alberto supo mantener viva una conversación que decaía por momentos, gracias sobre todo a que habló mucho de sí mismo con ademanes cada vez más aparatosos.

Después de los postres su mujer se levantó para quitar la mesa. Nadia quiso ayudarla, pero ella rehusó y desapareció en la cocina.

En la mesa hubo un silencio. Mattia, ensimismado, pasaba el dedo por el dentado filo del cuchillo. Al cabo, levantándose también, Alberto dijo:

—Voy a ver qué hace. —Y miró a Mattia por encima del hombro de Nadia, como diciéndole que se las arreglara.

Ambos quedaron solos, con Philip. Alzaron los ojos y se miraron al mismo tiempo, pues nada más había que mirar, y se echaron a reír, azorados. Al final ella le preguntó:

—Y tú ¿por qué no vuelves? —Lo miraba con ojos escrutadores, como si quisiera adivinar su secreto. Tenía unas pestañas largas y gruesas, que a él le parecían postizas por lo inmóviles.

Mattia acabó de alinear con el dedo unas migas y contestó encogiéndose de hombros:

—No lo sé, es como si aquí hubiera más oxígeno.

Ella asintió con la cabeza, dando a entender que lo comprendía. En la cocina se oían las voces de Alberto y su mujer hablando de cosas normales, que si otra vez el grifo goteaba, que quién acostaría a Philip, cosas que a Mattia, de pronto, le parecieron tremendamente importantes.

El silencio se prolongaba y buscó algo que decir que sonase natural. Mirara donde mirase, su campo visual abarcaba siempre a Nadia, como una presencia opresiva; el color morado del vestido con escote absorbía poderosamente su atención, incluso cuando miraba, como hacía ahora, su vaso vacío. Pensó en que ahí bajo la mesa, tapadas por el mantel, a oscuras, estaban sus piernas, las suyas y las de ella, obligadas a una intimidad forzosa.

En ese momento se acercó Philip y puso ante él, sobre la mesa, un cochecito, un Maserati en miniatura. Mattia lo miró, y luego al niño, que lo observaba como esperando una reacción.

Con cierta vacilación, Mattia cogió el juguete y lo hizo rodar un poco por el mantel. Notaba clavada, como midiendo su apuro, la mirada incisiva de Nadia. Hizo un ruido con la boca imitando un motor, y al final soltó el juguete. Philip, que lo miraba en silencio, algo contrariado, estiró la mano, cogió el coche y volvió a sus juegos.

Mattia se sirvió vino y lo apuró de un trago. Entonces cayó en la cuenta de que tendría que haberle servido primero a Nadia, y le preguntó si quería. Ella contestó que no, recogiendo las manos y encogiendo los hombros como si tuviera frío.

Volvió Alberto, emitió una especie de gruñido y se frotó la cara con energía.

—Hora de la nana —le dijo al pequeño, y cogiéndolo por el cuello del polo lo puso en pie como si fuera un muñeco.

Philip lo siguió sin protestar, pero antes de salir echó una última mirada a sus juguetes, que tenía amontonados como si hubiera escondido algo debajo.

—Quizá va siendo hora de irme yo también —dijo Nadia, sin dirigirse exactamente a Mattia.

—Sí, y yo —repuso él.

Fueron a levantarse —llegaron a contraer los músculos de las piernas—, pero no lo hicieron; siguieron sentados y se miraron. Ella sonrió y él se sintió traspasado por su mirada, como penetrado hasta el alma.

Se levantaron casi al mismo tiempo, arrimaron las sillas a la mesa —Mattia notó que también ella tuvo cuidado y la levantó— y se quedaron de pie, sin saber qué hacer.

Así los encontró Alberto, y les preguntó:

—¿Qué pasa? ¿Ya os vais?

—Es tarde y querréis descansar —contestó Nadia por los dos.

Alberto miró a su amigo con una sonrisa cómplice.

—Os llamo un taxi.

—Yo vuelvo en autobús —se apresuró a decir Mattia.

Alberto lo miró torciendo el gesto.

—¿A estas horas? No sabes lo que dices. Además, la casa de Nadia te pilla de camino.

34

El taxi circulaba por las avenidas desiertas de las afueras, entre edificios sin balcones, todos iguales. En algunas ventanas, pocas, aún se veía luz. En marzo los días eran cortos y la gente adaptaba el metabolismo a la noche.

—Las ciudades son aquí más oscuras —dijo Nadia, como pensando en alta voz.

Iban sentados cada uno en un extremo del asiento. Mattia miraba cómo cambiaban los números del taxímetro; cómo, apagándose y encendiéndose, los segmentos rojos componían las distintas cifras.

Ella iba pensando en el ridículo espacio de soledad que los separaba y armándose de valor para ocuparlo. Su apartamento quedaba a un par de manzanas, y el tiempo, como la calle, pasaba deprisa; no solamente el tiempo de aquella noche, sino el tiempo de lo posible, el tiempo de sus treinta y cinco años incompletos. El último año, desde que rompiera con Martin, venía sintiéndose más y más extraña a aquel lugar, padeciendo más aquel frío que secaba la piel y que ni siquiera en verano remitía del todo. Pero tampoco se decidía a marcharse, porque a esas alturas dependía de aquel mundo, se había atado a él con la obstinación con que uno se ata a las cosas que lo perjudican.

Pensó que si algo tenía que ocurrir, debía ser en aquel coche. Más tarde no tendría fuerzas, más tarde se consagraría definitivamente, ya sin lamentarse, a sus traducciones, a aquellos libros cuyas páginas diseccionaba día y noche para ganarse la vida y llenar el vacío que iban dejando los años.

Lo encontraba fascinante; extraño, mucho más extraño que otros colegas que Alberto, inútilmente, le había presentado. Aquella disciplina que estudiaban parecía atraer sólo a personajes siniestros, o que los volviera así con el tiempo. Pensó, por decir algo divertido, en preguntarle a Mattia cuál de las dos cosas, pero no se atrevió. Daba igual, extraño era, e inquietante. Aunque había algo en su mirada, como un corpúsculo brillante flotando en aquellos ojos oscuros que ninguna mujer, bien segura estaba, había conseguido capturar.

Podía provocarlo, y se moría de ganas. Se había echado el pelo a un lado para dejar al descubierto el cuello, y pasaba los dedos por la costura del bolso que llevaba en el regazo. Pero a más no se atrevía, y tampoco quería volverse: si él estaba mirando a otro sitio, no quería saberlo.

Mattia se sopló en la mano cerrada para calentársela. Percibía la ansiedad de Nadia, pero no se decidía. Y aunque se decidiera, pensaba, tampoco sabría qué hacer. Una vez, hablándole de su propia experiencia, Denis le había dicho que los primeros contactos son siempre los mismos, como las aperturas del ajedrez. No es preciso inventar nada, porque ambos buscan lo mismo. Después el juego sigue su propio derrotero y es entonces cuando se necesita estrategia.

Pero yo ni siquiera conozco las aperturas, se dijo.

Al menos, puso la mano izquierda en medio de los dos, como quien arroja un cabo al mar, y allí la dejó inmóvil, a pesar de que el escay le producía escalofríos.

Nadia comprendió y, sin hacer movimientos bruscos, se desplazó al centro, le cogió el brazo por la muñeca, se lo pasó por su nuca, descansó la cabeza en el pecho de él y cerró los ojos.

Su pelo desprendía un perfume intenso que impregnó la ropa de Mattia y le penetró en la nariz.

El taxi orilló a la izquierda, ante la casa de Nadia, y el taxista dijo:


Seventeen thirty
.

Ella se incorporó y los dos pensaron lo mismo: que costaría mucho encontrarse otra vez así, romper un equilibrio y recomponer otro distinto. Se preguntaron si volverían a ser capaces.

Mattia rebuscó en los bolsillos, encontró la cartera, tendió un billete de veinte y dijo:


No change, thanks
.

Ella abrió la portezuela. Síguela, se ordenó él, pero no se movió.

Nadia estaba ya en la acera, el taxista lo miraba por el retrovisor esperando instrucciones, la pantalla del taxímetro marcaba 00.00 con cifras parpadeantes.

—Ven —dijo Nadia.

Él obedeció.

El taxi partió y ellos subieron por una empinada escalera revestida de moqueta azul oscuro y cuyos estrechos escalones obligaban a torcer los pies.

El apartamento de Nadia estaba limpio y lleno de detalles, como puede estarlo la casa de una mujer sola. En medio de una mesa redonda había una cesta de mimbre con pétalos secos, que hacía tiempo no emanaban perfume alguno. Las paredes estaban pintadas en tonos fuertes, naranja, azul oscuro, amarillo huevo, colores tan poco habituales en el norte que casi resultaban irrespetuosos.

Mattia pidió permiso para entrar y miró cómo Nadia se quitaba el abrigo y lo dejaba en una silla con la soltura propia de quien se siente en su espacio.

—Voy por algo de beber.

Él esperó en medio de la sala, con las destrozadas manos metidas en los bolsillos. Nadia volvió al poco con dos vasos de vino tinto. Reía de algo que había pensado.

—Ya no estoy acostumbrada. Hacía mucho que no me ocurría —confesó.

—Te entiendo —contestó Mattia, en lugar de decir que a él nunca le había ocurrido.

Bebieron en silencio, mirando cohibidos a un lado y a otro. A ratos cruzaban la mirada y entonces sonreían, como dos chiquillos.

Nadia tenía las piernas dobladas sobre el sofá, para ganar espacio hacia él. El escenario estaba listo. Sólo faltaba la acción, un arranque en frío, instantáneo y brutal como todos los comienzos.

Ella aún se lo pensó un momento. Luego dejó el vaso en el suelo, detrás del sofá para no volcarlo con los pies, se abalanzó sobre Mattia y lo besó. Con los pies se quitó los zapatos de tacón, que cayeron al suelo con un ruido sordo, y se puso a horcajadas sobre él, sin darle tiempo a decir no.

Le arrebató el vaso y le guió las manos a sus caderas. Mattia tenía la lengua rígida. Ella empezó a girar la propia alrededor de la de él, sin parar, para ponerla en movimiento, hasta que Mattia empezó a hacer lo mismo en sentido contrario.

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