La Soledad de los números primos (22 page)

BOOK: La Soledad de los números primos
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—Perdona —dijo Mattia.

—Descuida.

Nadia empezó a besarlo. Él notó su aliento demasiado caliente y esperó quieto a que parase.

—¿Vamos a la habitación? —propuso ella.

Mattia inclinó la cabeza. En realidad quería irse a su piso, a su confortable nada, pero sabía que no era lo más indicado. Con plena conciencia de lo violento, de lo poco natural del caso, se metieron en la cama cada cual por un lado. Nadia le sonrió como diciendo que no pasaba nada y en la oscuridad se aovilló contra su espalda, le dio un beso y se quedó dormida.

También Mattia cerró los ojos, aunque los abrió enseguida, porque bajo los párpados lo esperaban mil recuerdos aciagos. Sintió de nuevo que respiraba a medias. Sacó la mano izquierda, buscó el somier y restregó el pulgar contra uno de los hierros con filo que unían las mallas. Se llevó el dedo a la boca y lo chupó. El sabor de la sangre lo calmó unos segundos.

Poco a poco fue identificando los distintos ruidos que se oían en aquel apartamento: el tenue zumbido del frigorífico, el ronroneo del radiador, que cesaba al cabo de unos momentos con un chasquido de la caldera, y el tictac de un reloj en el cuarto contiguo, que le pareció muy lento. Quería mover las piernas, levantarse. Nadia dormía en medio de la cama y no le dejaba sitio para girarse. Su pelo le picaba en el cuello, su aliento le secaba la piel. Mattia pensó que no pegaría ojo. Ya era tarde, quizá más de las dos, y por la mañana tenía clase. Estaría muy cansado, seguro que se equivocaba en la pizarra, haría el ridículo ante los estudiantes. En su casa, en cambio, habría podido dormir, al menos las pocas horas que quedaban.

Si tengo cuidado no la despertaré, pensó.

Aún permaneció inmóvil más de un minuto, pensando. Los ruidos se hacían cada vez más presentes. De pronto lo sobresaltó el chasquido seco de la caldera, y decidió irse.

Con un lento movimiento logró liberar un brazo del de Nadia. Ella lo notó y sin despertarse se removió como buscándolo. Mattia se incorporó, apoyó un pie en el suelo, luego el otro. Al levantarse, el somier chirrió un poco.

En la penumbra se volvió a mirar a Nadia y recordó vagamente el momento en que había dado la espalda a Michela en el parque.

Fue descalzo hasta el salón. Recogió su ropa del sofá, los zapatos del suelo. Abrió la puerta sin hacer ruido, como siempre, y con los pantalones en la mano salió al pasillo, donde por fin pudo respirar a pleno pulmón.

38

El sábado del episodio del arroz, Fabio la llamó al móvil por la noche. Alice se preguntó por qué no lo había hecho primero al teléfono de casa, y se dijo que quizá porque éste era de los dos y en aquel momento no quería compartir nada con ella. Fue una conversación breve, y aun así llena de silencios. Él le dijo, como quien lo tiene bien decidido, que esa noche se quedaba allí, ella le contestó que también podía quedarse al día siguiente y el tiempo que quisiera. Aclarados estos engorrosos pormenores, Fabio añadió que lo sentía, y ella colgó sin decirle que también.

No volvió a responder al teléfono. Fabio dejó pronto de insistir y ella, en un acceso de autocompasión, se sintió aún más abandonada. Caminando descalza por el piso, recogió unas cuantas cosas de su marido, documentos y alguna ropa, y lo metió todo en una caja que dejó en la puerta.

Una tarde, al volver ella del trabajo, la caja ya no estaba. Fabio no se había llevado muchas cosas más; los muebles continuaban en su sitio y el armario seguía lleno de ropa suya. Sólo entre los libros del salón vio algunos huecos, espacios negros que hablaban del hundimiento de un mundo; mirándolos, Alice comprendió por primera vez que la separación era un hecho, una realidad cruda, práctica, objetiva.

Con cierto alivio se entregó al abandono. Se dijo que todo lo había hecho siempre por alguien, y que ahora que estaba sola bien podía por fin rendirse, abandonarse. Disponía de más tiempo para hacer las mismas cosas, pero la invadía una suerte de pereza, de cansancio, la sensación de desplazarse a través de un líquido viscoso. Acabó descuidando hasta las tareas más sencillas; la ropa sucia se amontonaba en el baño, pero ella, que se pasaba horas echada en el sofá, aun sabiendo que lavarla exigía un mínimo esfuerzo, no veía razón alguna para mover un músculo.

Pretextó una gripe para no ir al trabajo. Dormía mucho más de lo que necesitaba, incluso de día. Ni siquiera bajaba las persianas, sólo tenía que cerrar los ojos para suprimir la luz, borrar los objetos circundantes, olvidar su cuerpo odioso, cada vez más débil pero no menos tenazmente aferrado a las sombras. Seguía sintiendo el peso de las consecuencias como una losa que la oprimía incluso cuando dormía, y dormir, con un sueño pesado y cargado de pesadillas, le era cada vez más indispensable. Si se le secaba la garganta, tenía la sensación de que se ahogaba; si el brazo dormido le hormigueaba, era que un perro se lo devoraba; si, de tanto dar vueltas, sacaba los pies de las mantas y se le quedaban helados, se veía de nuevo en aquel barranco, hundida en la nieve hasta el cuello. En este caso, sin embargo, casi nunca tenía miedo; estaba paralizada y sólo podía mover la lengua, que sacaba para probar la nieve; la nieve estaba dulce y quería comérsela, pero, ay, no podía girar la cabeza; así que se quedaba quieta, esperando a que el frío le subiera por las piernas y le congelara la sangre.

Despertaba con la cabeza llena de pensamientos incoherentes. No se levantaba hasta que no había más remedio y la confusión de su mente empezaba a disiparse, no sin dejarle una niebla lechosa, recuerdos de sueños interrumpidos que se mezclaban con los reales y no parecían menos verdaderos. Entonces erraba por el apartamento silencioso como fantasma de sí misma en lenta búsqueda de lucidez. Me estoy volviendo loca, pensaba a veces. Pero no le importaba. Al contrario, sonreía satisfecha, porque por fin elegía ella.

Por la noche comía hojas de lechuga directamente de la bolsa. Eran levísimas y crujientes y sólo sabían a agua. No las comía para saciar el hambre, sino para cumplir con el rito de la cena y matar aquel lapso de tiempo con el que de otro modo no habría sabido lidiar. Y comía lechuga hasta que aquella materia liviana la asqueaba.

Se vaciaba de Fabio y de sí misma, de todos los esfuerzos inútiles que había hecho para llegar allí y descubrir que nada había conseguido. Observaba con curiosidad distante el resurgir de sus flaquezas y obsesiones, y se decía que esta vez se rendiría a ellas, ya que sus propias decisiones no la habían llevado a nada. Luchar contra ciertas partes de nuestro ser es imposible, se decía también, y se complacía en volver a sus tiempos de chiquilla, cuando Mattia y poco después también su madre se habían ido a dos lugares distintos pero igualmente lejanos de ella. Ah, Mattia… De nuevo pensaba en él, era como otra de sus enfermedades, de la que en realidad no deseaba curarse. Se puede enfermar de recuerdos, y ella enfermó con el de aquella tarde en el coche frente al parque, cuando le tapó con un beso la visión de aquel horror.

Por mucho que hacía memoria de todos los años vividos con Fabio, ni un momento recordaba que le encogiese tanto el corazón, que se representase con los mismos vívidos colores, que reviviese con el mismo estremecimiento en la piel, en la raíz del pelo, entre las piernas. Hubo, verdad es, un momento intenso, cierto día que fueron a cenar a casa de Riccardo y su mujer; recordaba que rieron y bebieron mucho, y que luego, ayudando a Alessandra a lavar los platos, un vaso se le rompió entre las manos y se cortó la yema del pulgar; soltó el vaso y profirió un quejido, no muy fuerte, apenas un susurro, pero Fabio lo oyó y acudió en su ayuda: la llevó a la luz, le examinó el dedo y, para restañar la herida, se inclinó y la chupó; chupó su sangre como si hubiera sido propia, mientras con el dedo en la boca alzaba hacia ella los ojos, aquellos ojos transparentes cuya mirada no sabía sostener. Y luego, apretándole el dedo herido, la besó en la boca, y ella sintió el sabor de su propia sangre en la saliva de él, y se imaginó que circulaba por todo el cuerpo de su marido y volvía a ella limpia, como en una diálisis.

Recordaba, sí, aquel momento, pero había olvidado muchos otros, porque el recuerdo de las personas que no amamos es superficial y se evapora pronto. Lo que quedaba ahora era un cardenal, aunque ya casi invisible, allí donde Fabio le había dado aquella patada.

A veces, sobre todo por la noche, pensaba en sus palabras: «Yo así no puedo más.» Se pasaba la mano por el vientre y trataba de imaginar lo que sería llevar un hijo ahí dentro, flotando en su frío líquido. «Explícame qué es.» Pero nada había que explicar. No existía una razón o no sólo una. No existía un principio. Era que no quería a nadie en su vientre, y punto.

Quizá debería decírselo así, pensaba.

Y cogía el móvil, repasaba la agenda hasta la F, deslizaba el dedo gordo por las teclas como esperando pulsar por descuido la de llamada. Pero al final no se decidía: ver de nuevo a Fabio, hablar con él, recapitular… se le antojaba un esfuerzo sobrehumano. Y prefería quedarse en casa, viendo cómo la capa de polvo que cubría los muebles del salón crecía un poco más cada día.

39

Casi nunca miraba a los alumnos. Sentía como si aquellos ojos claros que ellos clavaban en la pizarra y en su persona pudiesen desnudarlo. Se limitaba a escribir sus fórmulas y ecuaciones y a explicarlas como si se las explicara a sí mismo. En aquella aula enorme, desproporcionada, la docena de estudiantes de cuarto curso que asistían a sus clases de topología algebraica se sentaban en las tres primeras filas, más o menos en los mismos sitios siempre, dejando uno vacío en medio, como él mismo hacía cuando iba a la universidad, aunque en ninguno de aquellos alumnos se reconocía en absoluto.

En el silencio reinante, oyó al fondo la puerta del aula que se cerraba, pero siguió con su demostración sin volverse. Sólo cuando hubo acabado, y repasaba una página de apuntes que en realidad no necesitaba y ordenaba los folios, notó que una nueva silueta ocupaba el margen superior de su campo visual. Alzó la cabeza y vio a Nadia sentada en la última fila, vestida de blanco y con las piernas cruzadas; no lo saludó.

Mattia fue presa del pánico pero, disimulando, pasó a explicar el siguiente teorema. Pronto perdió el hilo y se excusó para consultar los apuntes, sin lograr concentrarse. Entre los estudiantes se levantó un murmullo de extrañeza, pues era la primera vez en todo el curso que veían dudar al profesor.

Retomó la demostración y la completó de una tirada, deprisa, torciéndose hacia abajo cada vez más a medida que se acercaba al borde derecho de la pizarra. Las dos últimas ecuaciones tuvo que escribirlas comprimidas en la esquina de arriba, porque no le quedaba espacio. Algunos estudiantes tuvieron que inclinarse hacia delante para ver los exponentes y subíndices que se confundían con los números circundantes. Y aún faltaba un cuarto de hora para acabar la clase cuando Mattia dijo:


Okay I’ll see you tomorrow
.

Dejó la tiza y se quedó mirando cómo los alumnos, un tanto perplejos, se levantaban, se despedían con un ademán y salían del aula. Nadia seguía en su sitio, en la misma postura, y nadie pareció fijarse en ella.

Se quedaron solos. Parecían lejísimos uno de otro. Nadia se levantó al mismo tiempo que él echaba a andar hacia ella. Se encontraron a mitad del aula y se detuvieron a más de un metro de distancia.

—Hola —dijo él—. No pensaba…

—Ya —lo atajó ella, mirándolo con decisión—. Ni siquiera nos conocemos. Siento haberme presentado aquí…

—No, no… —repuso él, pero Nadia no lo dejó seguir.

—Al despertarme y no verte… Al menos podrías haber… —Se interrumpió.

Mattia hubo de bajar los ojos porque le escocían, como si hubiera estado sin parpadear un buen rato.

—Pero da igual —prosiguió ella—. Yo no voy detrás de nadie, ya no tengo ganas. —Le tendió un papel y Mattia lo cogió—. Éste es mi teléfono, pero si decides usarlo no tardes mucho.

Los dos miraron al suelo. Nadia hizo amago de adelantarse, llegó a levantar los talones, pero al final dio media vuelta.

—Adiós.

Mattia carraspeó sin decir nada. Tuvo la impresión de que hasta que ella llegara a la puerta pasaría un tiempo infinito, infinito y aun así insuficiente para decidir, pensar algo. Nadia llegó a la puerta, se detuvo y dijo:

—No sé lo que es, pero me gustas.

Y se marchó. Mattia miró el papel: sólo había un nombre y una serie de cifras, la mayoría impares. Volvió a la cátedra, recogió sus cosas pero no salió del aula hasta que fue la hora.

En el despacho, Alberto estaba hablando por teléfono, con el auricular entre mentón y mejilla para tener las manos libres. Saludó a Mattia enarcando las cejas.

Cuando colgó, se reclinó en el asiento, estiró las piernas y le preguntó con una sonrisa cómplice:

—Qué… ayer trasnochamos, ¿eh?

Mattia evitó mirarlo y se encogió de hombros. Alberto se levantó, rodeó la silla de su amigo y le sacudió los hombros como un entrenador a un púgil. A Mattia no le gustaba que lo tocasen.

—Entiendo, no te apetece hablar.
Alright then
, cambiemos de tema. He redactado un borrador del artículo, ¿quieres verlo?

Mattia asintió; empezó a tabalear sobre la tecla 0 del ordenador en espera de que el otro le quitara las manos de los hombros. Algunas imágenes de la noche anterior, las mismas de siempre, cruzaron por su mente como débiles destellos.

Alberto volvió a su silla, se sentó pesadamente y empezó a buscar el artículo entre un montón de papeles.

—Por cierto, ha llegado esto para ti.

Y lanzó un sobre a la mesa de Mattia, que lo miró sin cogerlo: su nombre y la dirección de la universidad aparecían escritos con una espesa tinta azul que seguramente había atravesado el papel. Los dos palotes de la
M
de Mattia estaban unidos por un trazo cóncavo que, arrancando del primero sin tocarlo, bajaba suavemente hasta el segundo; una sola raya horizontal servía de barra de las dos
t
, y en general todas las letras estaban algo inclinadas y como montadas unas con otras. En las señas había un error, una
c
de más antes de la
sh
. Cualquiera de aquellas letras, incluso sólo la asimetría de los dos ojos de la
B
de Balossino, le habría bastado para reconocer que era de Alice.

Tragó saliva y buscó a tientas el abrecartas en el segundo cajón de la mesa, su sitio. Lo hizo girar nerviosamente entre los dedos e introdujo la punta por la solapa del sobre. Las manos le temblaban y para dominarse apretó la empuñadura.

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