La Soledad de los números primos (24 page)

BOOK: La Soledad de los números primos
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—Señorita, usted se ha desmayado y tiene que examinarla un médico.

Pero Alice ya se había puesto en pie y cogía su bolso.

—No es nada, se lo aseguro.

La enfermera hizo un gesto de resignación y desistió. Alice miró a los lados como buscando a alguien, dio las gracias y se alejó aprisa.

No se había hecho mucho daño en la caída; debía de haberse golpeado la rodilla derecha, porque la notaba palpitar bajo los vaqueros, y tenía rasguños y polvo en las manos, como si las hubiera arrastrado por la grava del patio. Se las limpió soplándolas.

Se acercó a recepción y se asomó por el ojo de buey del cristal. La señora del otro lado levantó la mirada.

—Buenos días —dijo Alice.

No sabía cómo explicarse, ni siquiera cuánto tiempo había estado inconsciente.

—Antes… yo estaba ahí… —Y señaló, aunque la otra no miró—. Había una mujer… en la puerta. Yo me sentí mal, me desmayé… Esa mujer… Tengo que saber quién era.

La recepcionista la miró extrañada y le preguntó con una mueca:

—¿Cómo dice?

—Parecerá extraño, lo sé, pero si usted me ayudara… ¿No podría darme el nombre de los pacientes que han venido hoy a esta unidad, o que se han hecho análisis? Sólo necesito el de las mujeres…

La otra se quedó mirándola y sonrió con frialdad.

—No estamos autorizados a dar ese tipo de información.

—Pero es muy importante, de veras… Por favor.

La mujer tamborileó con un bolígrafo en el registro que tenía delante.

—Lo siento, es imposible —contestó irritada.

Alice dio un bufido, se retiró de la ventanilla pero enseguida se acercó otra vez.

—Soy la mujer del doctor Rovelli.

La señora se enderezó en la silla, enarcó las cejas y repiqueteó de nuevo con el bolígrafo en el registro.

—Entiendo. Si quiere aviso a su marido.

Descolgó el teléfono para llamar al número interno, pero Alice la detuvo con un ademán y le dijo en tono destemplado:

—No, déjelo, no hace falta.

—¿Está segura?

—Sí, gracias, no importa.

***

Regresó a casa. En todo el camino no pudo pensar en otra cosa. Su mente iba recobrando lucidez, pero sobre todos sus pensamientos se imponía la imagen de aquella joven. Y aunque los detalles empezaban ya a confundirse, a hundirse rápidamente en un mar de mil recuerdos nimios, persistía la viva e inexplicable sensación de familiaridad de aquella cara, de aquella sonrisa idéntica a la de Mattia, que seguía viendo reflejada, junto con su propia imagen, en el cristal de la puerta.

Quizá Michela estaba viva y acababa de verla. Pensarlo era de locos, pero Alice no se lo quitaba de la cabeza, como si tuviera una desesperada necesidad de creerlo, como si su vida dependiera de ello. Y empezó a razonar, a aventurar hipótesis sobre lo que podía haber sucedido.

¿Y si aquella anciana había raptado a Michela? ¿Y si la halló en el parque y se la llevó porque anhelaba tener hijos pero no podía o no quería, como ella misma? La robó y la crió en un lugar lejano, con otro nombre, como si fuera su hija. Pero entonces, ¿por qué volver? ¿Por qué exponerse a ser descubierta después de tantos años? Quizá porque se sentía culpable, o simplemente por desafiar la suerte, como había hecho la propia Alice presentándose en la unidad de oncología.

Aunque también cabía que no fuera nada de eso, que la anciana hubiera conocido a Michela mucho tiempo después y nada supiera de ella ni de su verdadera familia, ya que la misma Michela lo habría olvidado.

Recordó aquel día en que Mattia, en el coche, señalando al parque con aquella mirada pétrea, ausente, fúnebre, había dicho: «Era igual que yo.» Y de pronto le pareció que todo cuadraba, que aquella chica no podía ser sino Michela, la gemela desaparecida, y que todos los detalles coincidían: la frente despejada, los dedos largos, la timidez con que los movía, y principalmente el que se entretuviera con aquel juego pueril.

Pero un instante después volvieron las dudas; las certezas se desmoronaron con una vaga sensación de cansancio, sin duda inducida por el hambre que le oprimía las sienes hacía días, y Alice temió perder otra vez el conocimiento.

Entró en casa dejando la puerta entornada y las llaves puestas. Sin quitarse siquiera la chaqueta, fue a la cocina, abrió la despensa, cogió una lata de atún y se lo comió directamente, sin escurrir el aceite, sintiendo náuseas. Arrojó la lata vacía al fregadero, cogió una de guisantes y se comió la mitad pescándolos del agua turbia con el tenedor, sin respirar; sabían a arena y las pieles brillantes se le pegaban a los dientes. Cogió luego una caja de galletas que llevaba abierta desde la marcha de Fabio y se zampó cinco seguidas casi sin masticar, sintiendo al tragar que le rascaban la garganta como cristales. Dejó de comer sólo cuando los calambres estomacales fueron tan fuertes que hubo de sentarse en el suelo para resistir el dolor.

Una vez que se sintió mejor, se levantó y, cojeando sin recatarse como hacía cuando estaba sola, fue al cuarto oscuro. Cogió una de las cajas que había en el segundo estante, en la que ponía con tinta indeleble «Instantáneas», volcó su contenido en la mesa, esparció las fotos con los dedos —algunas estaban pegadas— y las revisó hasta encontrar la que buscaba. La observó largo rato. Ambos eran jóvenes. Él tenía la cabeza inclinada y no se le veía bien la cara, resultaba difícil verificar el parecido. Había pasado mucho tiempo, quizá demasiado.

Aquella imagen trajo otras a su mente, y con ellas la sensación de que cobraban vida, movimiento, sonido… Y la invadió una nostalgia desgarradora, aunque agradable. Si hubiera podido elegir un momento para volver a empezar, habría sido ése: él y ella en una habitación silenciosa, en una intimidad de almas tímidas pero gemelas.

Tenía que decírselo. Si su hermana estaba viva, Mattia tenía derecho a saberlo.

Por primera vez sintió que la inmensa distancia que los separaba era insignificante. Estaba convencida de que él seguía en el mismo sitio, donde ya le había escrito algunas veces, muchos años antes. Si se hubiera casado, ella lo habría percibido de algún modo. Porque estaban unidos por un hilo invisible, oculto entre mil cosas de poca importancia, que sólo podía existir entre dos personas como ellos: dos soledades que se reconocían.

Tentó bajo el montón de fotos y encontró un bolígrafo. Se sentó y escribió con cuidado de no correr la tinta, y al final sopló para secarla. Buscó un sobre, metió la foto y lo cerró. Quizá venga, pensó.

Una sensación de gozo se apoderó de su ser y le arrancó una sonrisa; era como si todo recomenzara en ese momento.

43

Antes de dirigirse a la pista de aterrizaje, el avión en que viajaba Mattia sobrevoló la mancha verde de la colina y la basílica y dio un par de vueltas sobre el centro de la ciudad. Tomando como punto de referencia el puente más viejo, Mattia distinguió el edificio donde vivían sus padres; seguía teniendo el mismo color que cuando él se había ido.

Avistó también el parque, no lejos de la casa, flanqueado por dos avenidas que se unían describiendo una amplia curva y dividido por el curso del río. La tarde era límpida y desde lo alto se veía todo: nadie habría podido pasar desapercibido.

Se asomó más para ver lo que el avión dejaba atrás. Siguió la calle sinuosa que ascendía un trecho de ladera y reconoció la vivienda de los Della Rocca, un edificio de fachada blanca y ventanas muy juntas que parecía un enorme bloque de hielo. Un poco más arriba estaba la escuela de su infancia, con aquella escalera de emergencia verde, de metal frío y áspero.

El lugar donde había pasado la mitad de su vida, la mitad ya concluida, semejaba una inmensa maqueta de piezas cúbicas de colores y seres inanimados.

En el aeropuerto tomó un taxi. Su padre se había ofrecido para ir a esperarlo, pero Mattia había rehusado en un tono que no admitía réplica y que sus padres conocían muy bien.

Se apeó en la acera de enfrente y se quedó contemplando su antigua casa. Al hombro llevaba un bolso de viaje que pesaba poco: traía ropa limpia para dos o tres días como mucho.

La puerta del edificio estaba abierta. Subió al primer piso y llamó al timbre; dentro no se oyó ningún ruido. Al poco le abrió su padre. Incapaces de decirse nada, se sonrieron y se miraron como midiendo el tiempo transcurrido en lo cambiados que estaban.

Pietro Balossino estaba viejo. No sólo por el pelo blanco y las abultadas venas que le surcaban el dorso de las manos, sino también por el modo de estar de pie ante su hijo, el imperceptible temblor que le estremecía el cuerpo, el tener que sujetarse del pomo como si las piernas ya no lo sostuvieran bien.

Se abrazaron llenos de turbación. A Mattia el bolso se le deslizó del hombro y se interpuso entre ellos; lo dejó caer al suelo. Sus cuerpos seguían teniendo la misma temperatura. Pietro Balossino acarició el pelo del hijo y a su memoria acudieron muchos recuerdos que le produjeron una gran congoja.

Mattia lo miró para preguntarle por su madre y él se adelantó:

—Mamá está descansando, no se encuentra muy bien. Debe de ser el calor de estos días.

Mattia asintió.

—¿Tienes hambre?

—No. Sólo quiero un vaso de agua.

—Ahora mismo.

Su padre se dirigió a la cocina como si hubiera estado esperando cualquier pretexto para alejarse. Mattia se dijo que eso era todo lo que quedaba del amor de los padres, pequeñas atenciones, preocupaciones como las que los suyos enumeraban por teléfono todos los miércoles: la comida, el calor y el frío, el cansancio, a veces el dinero. Todo lo demás, conversaciones nunca entabladas, excusas que dar o recibir, recuerdos que corregir, formaba como una masa petrificada que yacería a profundidades insondables para siempre.

Cruzó el pasillo camino de su cuarto. Estaba seguro de que lo encontraría tal cual lo había dejado, como un ámbito inmune a la erosión del tiempo y donde tendría la sensación de que todos aquellos años de ausencia no habían sido sino un breve paréntesis. Pero lo encontró completamente cambiado y experimentó una frustración enajenante, similar a la horrible sensación de dejar de existir. Las paredes, antes pintadas de azul claro, estaban ahora empapeladas en tono crema, lo que hacía el cuarto más luminoso. En el sitio de su cama habían colocado el sofá que tantos años había estado en el salón. Su escritorio sí seguía frente a la ventana, pero encima ya no se veía nada suyo, sólo una pila de periódicos y una máquina de coser. No había fotos, ni suyas ni de Michela.

Se quedó parado en la puerta como si no le estuviera permitido entrar. Su padre vino con el vaso de agua y pareció leerle el pensamiento.

—Tu madre quería aprender a coser —dijo como justificándose—. Pero se cansó pronto.

Mattia bebió el agua de un trago. Dejó el bolso junto a la pared, donde no estorbara.

—He de salir un momento —dijo.

—¿Salir? Pero si acabas de llegar…

—Tengo que ver a una persona que me espera.

Sorteó a su padre evitando mirarlo y pegándose a la pared; sus cuerpos eran demasiado parecidos, engorrosos y adultos para estar tan próximos. Llevó el vaso a la cocina, lo enjuagó y lo puso boca abajo en el escurridor.

—Vuelvo esta noche —añadió.

E hizo un ademán de despedida a su padre, que ahora estaba de pie en medio del salón, en el mismo sitio donde, en la otra vida, había abrazado a su madre y hablado de él. No era verdad que Alice lo esperase, no sabía siquiera dónde encontrarla; pero tenía que irse de allí cuanto antes.

44

Durante el primer año se cartearon. Empezó escribiéndole Alice, como empezaba todo lo que había entre ellos. Le envió la foto de una tarta en la que ponía, algo torcido, «Feliz cumpleaños» entre fresas cortadas por la mitad; en el reverso de la foto sólo había escrito una A seguida de un punto, su firma. La tarta la había hecho ella misma por el cumpleaños de Mattia, y luego la había tirado tal cual a la basura. Él le contestó con una carta de cuatro páginas en la que le contaba lo difícil que se le hacía vivir en un lugar nuevo, sin conocer el idioma, y se excusaba por haberse ido. O al menos eso le pareció a Alice. No le preguntaba por Fabio, ni en aquella carta ni en las siguientes, y ella tampoco le habló de él. Sin embargo, ambos sentían su presencia, extraña y amenazante, como entre líneas, y eso dio pie a que pronto empezasen a mostrarse más fríos, a espaciar más su correspondencia, hasta que dejaron de escribirse.

Pasaron los años y un día Mattia recibió otra carta de Alice; era la invitación a su boda con Fabio. Él la pegó en el frigorífico con un trozo de celofán, como si allí puesta debiera recordarle algo. Todas las mañanas y noches la veía, y cada vez parecía dolerle un poco menos. A falta de una semana para la boda decidió enviar un telegrama: «Gracias por invitación imposible asistir motivos profesionales. Enhorabuena. Mattia Balossino.» Empleó toda una mañana en escoger un jarrón de cristal en una tienda del centro y lo expidió al nuevo domicilio de los recién casados.

Pero no se dirigió a ese domicilio al salir de casa de sus padres, sino a la casa de los Della Rocca en la colina, donde él y Alice habían pasado tantas tardes juntos. Sabía que allí no la encontraría, pero quería creer que nada había cambiado.

Mucho dudó antes de tocar el timbre. Contestó una mujer. Debía de ser Soledad.

—¿Quién?

—¿Está Alice?

—Alice ya no vive aquí. —Sí, era Soledad. Reconoció el acento hispano, aún muy marcado—. ¿Quién pregunta por ella?

—Soy Mattia.

Hubo un silencio prolongado. Sol se esforzaba por recordar.

—Si quiere le doy sus nuevas señas.

—No, no hace falta, ya las tengo, gracias.

—Adiós, pues —dijo Sol tras otro silencio, más breve.

Mattia se alejó sin volverse. Estaba seguro de que la criada se había asomado a una ventana y lo observaba. Quizá entonces lo reconociera y se preguntara qué tal le habría ido todos aquellos años y a qué volvía ahora; y la verdad es que ni él mismo lo sabía.

45

Alice no lo esperaba tan pronto. Había enviado la carta apenas cinco días antes y era posible que Mattia ni siquiera la hubiera leído todavía. Pero en todo caso daba por seguro que primero la telefonearía para quedar, en un bar quizá, donde ella lo prepararía con calma para recibir la noticia.

La espera de una señal colmaba sus días. En el trabajo estaba distraída pero alegre, y Crozza no se atrevía a preguntarle el motivo, si bien creía tener parte del mérito. Al vacío dejado por la separación de Fabio había sucedido un frenesí casi adolescente. Alice montaba y desmontaba la imagen del momento en que ella y Mattia se encontrasen, corregía los detalles, estudiaba la escena desde diversos ángulos. Tanto pensó en ello que más que una anticipación acabó pareciendo un recuerdo.

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