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Authors: Noah Charney

Tags: #Intriga, #Histórico, #Ensayo

Los ladrones del cordero mistico (2 page)

BOOK: Los ladrones del cordero mistico
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Bunjes conocía al
gauleiter
local de las SS, August Eigruber, que era el responsable del distrito de Oberdonau, y bajo cuya jurisdicción también quedaban Linz y Altaussee. Eigruber era un nazi extraordinariamente despiadado y fanático. Herrero antes de la guerra, había sido uno de los fundadores de las Juventudes Hitlerianas de la Alta Austria, y a los veintinueve años había llegado a ser jefe de las mismas. Al poco de estallar la contienda, Eigruber había servido con desbocado entusiasmo, asumiendo el papel de verdugo en el campo de concentración de Mauthausen-Gusen, que él había contribuido a establecer. Su lealtad a Hitler era absoluta —lucía un bigotillo idéntico— y desconfiaba de los mandos intermedios y los emisarios, a quienes veía débiles, vacilantes y piadosos en exceso. Consideraba su nombramiento como jefe del distrito de Oberdonau —que incluía la propia ciudad natal de Hitler— como un premio a su compromiso firme e incondicional al Führer.

Hitler había declarado que las obras de arte controladas por los nazis no debían regresar a manos aliadas bajo ningún concepto. Eigruber había recibido una orden directa de su secretario, Martin Bormann, según la cual tenía que impedir que el tesoro del depósito de Altaussee fuera capturado por los Aliados, pudiendo, si lo consideraba necesario, sellar la entrada a la mina, pero no dañar las obras de arte. Sin embargo, Eigruber, secreta y deliberadamente, malinterpretó aquella orden. Estaba decidido a impedir, fuera como fuese, que los Aliados recuperaran las piezas. A Bunjes le preocupaba que hiciera estallar las obras maestras en el interior de la mina, a pesar de las órdenes, si la derrota nazi le parecía inminente. Varios mensajes transmitidos por miembros de la resistencia austríaca de Altaussee confirmaban sus temores.

Posey y Kirstein sabían que el Tercer Ejército Aliado del general Patton avanzaba hacia Altaussee, pero tal vez llegara demasiado tarde. Ellos no sabían que ya se había puesto en marcha una operación paralela y secreta. Un valeroso agente doble austríaco se disponía a encabezar un equipo de falsos operarios con la misión de impedir la destrucción de la mina. El temor era que si los Aliados no la alcanzaban a tiempo, todas y cada una de las obras maestras almacenadas en ella resultaran destruidas.

Desde tiempos bíblicos, la capacidad de las naciones para proteger su patrimonio artístico se ha visto como indicador de su fuerza o su fracaso. Grandes obras de arte se han convertido en estandartes de los bandos contendientes, y han sido capturadas y recuperadas por individuos y ejércitos. Durante la Segunda Guerra Mundial, una cantidad de ellas desconocida hasta la fecha desapareció de hogares, castillos, iglesias y museos de Europa. La misión de los integrantes de aquella División de Monumentos consistió en encontrarlas y, sobre todo, en recuperar un políptico de doce paneles pintado al óleo.

Desde que, en 1432, su autor dio la obra por terminada,
El retablo de Gante
ha sido considerado botín de guerra en tres ocasiones, además de objeto de incendios, desmembramientos, falsificaciones, contrabando, venta ilegal, censura, ocultación, ataques de iconoclastas, intercambio diplomático; se ha pagado rescate por él; los nazis y Napoleón se lo han apropiado; ha sido recuperado por agentes dobles austríacos, y robado una y otra vez. Para algunos de sus admiradores, los tesoros que ocultaba el retablo eran tangibles. Para otros, éstos eran de una naturaleza más etérea, y revelaban verdades ocultas sobre filosofía, teología, la condición humana y la naturaleza de Dios. Se consideraba tan poderoso desde el punto de vista simbólico, que debía ser destruido, pero también se le adjudicaba tal poder en sí mismo que se creía que poseerlo y descifrar su significado podía cambiar el curso de guerras mundiales.

Ésta es la historia del objeto más deseado y maltratado de todos los tiempos.

Capítulo
1

Los misterios de la obra maestra

L
O primero que llama la atención a quien abre la puerta de la capilla, de madera de roble, son los aromas: el frescor antiguo de las piedras que forman los muros de la catedral de San Bavón, el olor a incienso e, inmediatamente después, las sorprendentes notas a madera vieja, aceite de linaza y barniz. La catedral de Gante, en Bélgica, es generosa en extraordinarias obras de arte religioso, pero una de ellas destaca sobre el resto. Tras seiscientos años de vaivenes casi constantes,
El retablo de Gante
vuelve a mostrarse en el templo para el que fue pintado.

La obra maestra de Jan van Eyck se ha visto envuelta en siete robos, y supera por un amplio margen a la que ocupa el segundo puesto de esta competición involuntaria: un retrato de Rembrandt, sustraído de la Pinacoteca Dulwich (Londres) en apenas cuatro ocasiones. El retablo ha fascinado por igual a estudiosos y detectives, a ladrones y protectores, a intérpretes y devotos, tanto por las preguntas sin respuesta que rodean todas sus desapariciones —ya hayan sido producto de robos o de transacciones ilícitas—, como por el simbolismo místico de su contenido.

Se trata de uno de los mayores misterios no resueltos de la historia del arte.

Quienes se sitúan frente al políptico no pueden evitar sentirse abrumados por su monumentalidad.
El retablo de Gante
se compone de veinte paneles pintados por separado y unidos por un inmenso marco dotado de goznes. La estructura se abre durante la celebración de las festividades religiosas, pero permanece cerrado gran parte del año y, en esa posición, sólo ocho de los veinte paneles (pintados por su anverso y su reverso) resultan visibles. El tema de los paneles anteriores, que son los que se muestran cuando el políptico permanece cerrado, es la Anunciación: el arcángel Gabriel anuncia a María que acogerá en su seno al Hijo de Dios. En el exterior también aparecen los retratos de los donantes que pagaron el retablo, así como sus santos patrones.

El políptico presenta un aspecto de rompecabezas y, en su interior, sus tesoros aguardan pacientemente a ser descifrados. Al abrirse, el centro del retablo muestra un campo idealizado, lleno de figuras: santos, mártires, clérigos, eremitas, jueces honrados, caballeros de Cristo y un coro de ángeles, todos ellos en lenta procesión para rendir homenaje a la figura central: un cordero dispuesto sobre un altar de sacrificio, orgullosamente plantado sobre sus cuatro patas, vertiendo su sangre en un cáliz de oro. Esta escena se conoce como
La Adoración del Cordero Místico
. El significado iconográfico preciso de ese panel de la Adoración, así como el de la gran cantidad de símbolos arcanos que contiene, ha sido objeto de discusión erudita durante siglos.

Sobre el gran campo de
La Adoración del Cordero Místico
, en los paneles superiores, Dios Padre se sienta en su trono, con María y Juan Bautista a cada lado. La figura alza una mano, dando la bendición, una mano que posee un realismo asombroso: le sobresalen unas venas, y un vello rizado, diminuto, asoma sobre la piel salpicada de poros. A sus pies reposa una corona cuajada de piedras preciosas que resplandecen a la luz. El ribete de la túnica está tejido con hilos de oro, y sobre la cabeza describen un arco unas inscripciones de caracteres que parecen inspirarse en los rúnicos. En la barba se distinguen, pintados, cada uno de los pelos, y los ojos almendrados expresan un poder y un cansancio que resultan muy humanos.

El nivel de detalle milimétrico en una obra de arte de semejantes dimensiones no tiene precedentes. Hasta que se pintó, sólo retratos diminutos y códices miniados incorporaban un grado de detallismo similar. Una precisión como aquélla no la habían visto jamás a tan gran escala ni otros artistas ni el público en general. El gran historiador del arte Erwin Panofsky escribió, en una cita célebre, que los ojos de Van Eyck funcionaban «como un microscopio y un telescopio a la vez». Quienes contemplan
El retablo de Gante
—proseguía Panofsky— son partícipes de la visión del mundo de Dios y captan «parte de la experiencia de Él, que contempla desde los cielos, pero que es capaz de contar los pelos que tenemos en la cabeza».

En
El retablo de Gante
las piedras preciosas brillan iluminadas por una luz refractaria. Se distinguen una a una las cerdas de las crines de los caballos. Cada una de las más de cien figuras que lo componen presenta unos rasgos faciales personalizados. Los rostros de todas ellas son únicos y poseen un grado de personalización propio de retratos —sudor, arrugas, venas, fosas nasales dilatadas—. Los detalles abarcan desde lo más elegante hasta lo más prosaico. El espectador aprecia las briznas de hierba, los pliegues de una manzana devorada por unos gusanos, las verrugas de una papada. Pero también el reflejo de una luz capturada por un rubí pintado a la perfección, las aguas de un ropaje dorado, y todos y cada uno de los vellos plateados que asoman entre los rizos de una barba de tonos castaños.

El arma secreta que hacía posible tal nivel de precisión era la pintura al óleo. Al ser translúcida, el pintor puede acumular una capa sobre otra, sin cubrir la anterior. El método preferido antes de la aparición de Van Eyck, el temple al huevo, creaba una superficie prácticamente opaca. La capa posterior cubría la anterior. El óleo, en cambio, permitía un grado mucho mayor de sutileza y, además, resultaba más fácil de controlar. Van Eyck usaba algunos pinceles tan pequeños que contenían apenas unos pocos pelos de animales en la brocha, lo que le posibilitaba alcanzar un nivel de precisión desconocido hasta la fecha. El resultado constituye todo un banquete visual, una galaxia de efectos especiales pictóricos que deslumbran, sí, pero que también logran mantener el interés durante jornadas, y que llevan al observador tanto a acercarse a la obra como a alejarse de ella para examinarla, y tanto a descifrarla como a perderse en la mera contemplación de su belleza.

El retablo de Gante
, primer encargo público de importancia del joven Van Eyck, también fue el primer óleo a gran escala en alcanzar repercusión internacional. A pesar de no haber sido él el inventor de la pintura al óleo, Van Eyck fue el primero en explotar sus verdaderas posibilidades. La maestría, el realismo de los detalles y el uso de aquel nuevo medio convirtieron la obra en un centro de peregrinación para artistas e intelectuales desde el momento en que la pintura se secó sobre la tabla, y así seguiría siendo en los siglos venideros. La reputación internacional de la obra y su autor, sobre todo teniendo en cuenta que fue él quien estableció un nuevo medio artístico que se convertiría, durante siglos, en el más universalmente usado, avala la opinión de que
El retablo de Gante
es la pintura más importante de la historia.

Se trata, en efecto, de una obra de arte que numerosos coleccionistas, duques, generales, reyes y ejércitos enteros han deseado hasta el punto de matar, robar y alterar el curso estratégico de guerras con tal de poseerla.

Tanto la obra como su creador están envueltos en misterios.
El retablo de Gante
se ha conocido con diversos nombres desde que fue pintado. Hasta bastantes siglos después, no era nada habitual titular las obras de arte. La mayoría de los nombres por los que las conocemos hoy fueron propuestos por historiadores de arte a fin de facilitar su referencia. En flamenco, el retablo se conoce como
Het Lam Gods
, es decir, «El Cordero de Dios». Cuenta, además, con algunos «sobrenombres», como son «El Cordero Místico» o, simplemente, y tal vez comprensiblemente —teniendo en cuenta la frecuencia con que se ha visto en peligro—, como «El Cordero».

Jan van Eyck lo pintó entre 1426 y 1432, época tumultuosa de la historia de Europa. El rey Enrique V de Inglaterra se casó con Catalina de Francia y murió dos años después. Juana de Arco fue ejecutada en el fragor de la guerra de los Cien Años. Brunelleschi dio inicio a la construcción de la cúpula de la catedral de Florencia, Santa Maria del Fiore. Donatello acababa de terminar su estatua del San Jorge, que ejercería sobre la escultura una influencia comparable a la que
El retablo de Gante
tendría sobre la pintura. El año en que éste empezó a ejecutarse, Masaccio pintó su célebre Capilla Brancacci de Florencia, que se convirtió en lugar de peregrinación para artistas en los siglos siguientes. (Lo que Van Eyck logró en la pintura de retablos, y Donatello en la escultura, Masaccio lo logró en la pintura mural.) Poco después de la finalización de
El Cordero
, Leon Battista Alberti escribió su influyente
Tratado sobre el Arte de la Pintura
, en el que codificaba matemática y teóricamente la creación artística de la perspectiva. Un decenio después, Gutenberg inventaba la imprenta a partir de tipos móviles.

La fama del retablo proviene de su belleza artística y de su interés, así como de su importancia para la historia del arte. Ésta no ha dejado de recalcarse a lo largo de los siglos, siglos en que generaciones de artistas, escritores y pensadores se han dedicado a cantar las virtudes de la pintura, desde Giorgio Vasari hasta Gotthold Ephraim Lessing, desde Erwin Panofsky hasta Albert Camus.

Se trata de una obra que, simultáneamente, cautiva la mirada y desafía a la mente. Algunos de sus elementos, como la corona reproducida con un detallismo microscópico, visible a los pies de Dios Padre, están pintados con tiras de pan de oro auténtico, que le confieren relieve y textura y atrapan la luz como chispas encendidas en la superficie del panel. Más allá del deslumbramiento que produce, la obra está llena de símbolos camuflados que se vinculan al misticismo católico. Exhibe un grado de precisión muy superior al de cualquier obra de los predecesores de Van Eyck. La personalización de las figuras humanas, el descarnado naturalismo de los objetos inanimados, como en el caso de esa corona dorada y cuajada de piedras preciosas, anticipan movimientos como el del Realismo, al que se adelanta cuatrocientos años.

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