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Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Malditos (10 page)

BOOK: Malditos
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Durante una milésima de segundo, su cuerpo se desvaneció de este mundo pero Automedonte sabía que reaparecería, al igual que ocurrió con los otros descendientes, sana y salva, aunque cubierta con el polvo estéril de otro mundo. La muchacha permanecería tumbada en la cama, demasiado quieta para el ojo humano, y se despertaría horas después. Al levantarse, la heredera tendría la sensación de haber pasado semanas en el Submundo.

Podía estar tendida en la misma postura durante horas, pero, tras varias semanas de observación, Automedonte había aprendido que esta descendiente jamás descansaba. En más de una ocasión, había entrado a hurtadillas en su habitación y, colgado del techo, esperó al revelador movimientos de ojos bajo los párpados que indicaba la llegada de un sueño profundo y reparador. Sin embargo, aquel movimiento nunca se produjo.

Sin poder descansar ni un ápice, cada día se despertaría más débil y agotada, y así hasta el día en que su maestro decidiera atacarla.

Capítulo 4

Helena reconoció el aire añejo propio del Submundo envolviéndola. Se estremeció y miró a su alrededor, un tanto inquieta por averiguar si su intento de pensar de modo positivo había fracasado y, por lo tanto, aparecería de buenas a primeras en la fosa de mugre y fango.

—¿Siempre te paseas por el Infierno con el pijama puesto? —preguntó una voz sardónica desde la distancia.

Helena se dio media vuelta y distinguió la silueta de Corte de Pelo a unos pocos metros.

—¿Qué? —farfulló Helena echando un fugaz vistazo a su indumentaria.

Llevaba una camiseta de dormir y unos pantalones cortos con estampado de calabazas con sonrisas burlonas y gatos negros erizados.

—No me malinterpretes; me gustan los pantaloncitos cortos y, a mi parecer, el estampado de Halloween es muy divertido, pero me entra frío con solo mirarte.

Corte de Pelo se quitó la chaqueta y no dudó en abrigar a Helena sin tan siquiera preguntarle si, en realidad, tenía frío. Durante unos instantes, ella se planteó si debería rechazar su ofrecimiento, pero en cuanto notó el agradable tacto de su chaqueta se dio cuenta de que estaba tiritando de frío, así que al fin decidió que lo mejor sería no quejarse en absoluto.

—Llevo la ropa con que me acosté —se justificó Helena en tono defensivo mientras se colocaba el cabello por fuera de la chaqueta. Nunca se había fijado en el atuendo que lucía cuando descendía al Submundo—. Entonces…, ¿tú siempre te vas a dormir con ese estúpido brazalete dorado?

El muchacho bajó la mirada y se rio entre dientes. Helena no podía recordar haber oído el sonido de una carcajada en el Submundo ni una sola vez, de modo que le costó horrores creer que estaba oyendo algo parecido a una risa.

—Se pasa un poco de llamativo, ¿verdad? ¿Y qué me dices de esto?

La rama de un árbol se deslizó alrededor de su antebrazo y empezó a reproducirse hasta convertirse en una gruesa pulsera dorada. Con su diseño de hojas tallado sobre el metal, rodeó la muñeca de Corte de Pelo, como si de unas esposas se tratara. Helena solo había visto otro objeto que, de un modo mágico, se transformaba de tal forma: el cesto de Afrodita que llevaba alrededor del cuello, un collar con un colgante en forma de corazón.

—¿Quién eres?

—Soy Orión Evander, el líder de la casta de Roma, heredero de la casta de Atenas, el tercer jefe de los vástagos granuja y portador de la Rama Dorada de Eneas —dijo con voz grave e imponente.

—Uuh —soltó Helena en tono sarcástico—. ¿Se supone que debo saludarte con una reverencia o algo por el estilo?

Para su sorpresa, Orión se tronchó de risa. A pesar de todos los títulos distinguidos y aristocráticos que parecía poseer, aquel chico no era nada estirado.

—Dafne me aseguró que eras poderosa, pero jamás mencionó que fueras tan sabelotodo —dijo Orión.

De inmediato, el gesto divertido de Helena se esfumó.

—¿Cómo conoces a mi…, a Dafne? —preguntó. Le incomodaba utilizar la palabra «madre».

—La conozco desde siempre —respondió Orión con ademán afectado. Dio un paso hacia delante, acercándose un poco más a Helena, y la miró a los ojos, como si quisiera dejar claro que ya no estaba de broma—. Dafne se arriesgó muchísimo para conseguir que pudiera venir hasta aquí para echarte una mano. ¿Acaso no te contó que vendría?

Helena sacudió la cabeza y agachó la mirada al recordar la gran cantidad de mensajes de Dafne sin contestar que había dejado en el buzón.

—No charlamos mucho —masculló.

Le avergonzaba admitirlo ante un desconocido, pero Orión no le dedicó ninguna mirada inquisitiva que la acusara de ser una hija terrible. De hecho, esbozó una sonrisa melancólica y asintió con la cabeza, como si supiera exactamente cómo se sentía la joven. Y entonces volvió a mirarle con ojos tiernos y amables.

—En fin, aunque no estéis muy unidas, Dafne quería que… ¡Agáchate! —gritó de repente mientras empujaba la cabeza de Helena hacia abajo.

Los gruñidos de un perro negro planearon sobre Helena y golpearon directamente a Orión en el pecho. El muchacho recibió el impacto y se desplomó sobre su espalda, pero al momento empuñó su espada mientras, con la otra mano, agarraba al perro por la garganta. Sin saber qué debía hacer, Helena se incorporó sobre las rodillas y alcanzó a ver a Orión sujetando la cabeza del animal. Seguía apoyado sobre su espalda y no conseguía encontrar el momento apropiado para clavarle una puñalada mortal. Helena se levantó, pero no tenía la menor idea de cómo entrar en la refriega. Las zarpas de la bestia rasgaron el pecho de Orión, y dejaron tras de sí unas rastro de heridas sangrientas.

—¡Esto no es un espectáculo deportivo! —chilló Orión desde el suelo—. ¡Dale una patada en las costillas!

Helena por fin salió de su asombro, se plantó sobre el pie izquierdo y, con todas sus fuerzas, pateó al monstruo. Por lo visto, el cancerbero ni siquiera notó el golpe. Sin embargo, si captó la atención de la bestia. Helena retrocedió, temblorosa. La criatura desvió su mirada rubí y la clavó sobre la joven. La chica no pudo reprimir un grito de terror al ver que la criatura trotaba hacia ella.

—¡Helena! —exclamó Orión, temeroso.

En ese instante el joven logró agarrar a la bestia por la cola, sujetando así su embestida. De las mandíbulas del perro resbalaban hilos de saliva y, con cada mordisco, se acercaba un poquito más a Helena. Se cubrió la cabeza con los brazos para protegerse; entonces, en ese preciso momento, oyó al Cerbero gritar por un dolor inesperado. Orión había hundido el puñal en la nuca del can.

Helena se despertó entre sacudidas, alargando los brazos y las piernas, como si tratara de mantener el equilibro sobre una ola. Estaba de nuevo en su habitación.

—¡Imposible! —gritó sumida en una oscuridad absoluta.

No podía creer que le hubiera pasado otra vez lo mismo. Tenía que aprender a controlar la entrada y salida del Submundo o, de lo contrario, jamás podría ser útil en ninguna batalla contra las furias. Sobre todo ahora que había encontrado a Orión. No podía permitirse el lujo de desaparecer siempre que le acechara algún peligro.

Helena no quería perder un segundo más, así que acto seguido llamó a su madre. Quería interrogarla sobre Orión, pero, como de costumbre, tras el segundo tono saltó el buzón de voz. Le dejó un mensaje, pero, en vez de mencionar a Orión y su encuentro, se enfadó tantísimo que malgastó el minuto preguntando una y otra vez si trataba de evitarla. Colgó molesta y disgustada por el tono quejica que había utilizado. Dafne jamás había estado junto a Helena cuando la había necesitado, así que era absurdo molestarse en llamarla por teléfono.

La muchacha se frotó el rostro con las manos. Estaba sana y salva, pero no podía decir lo mismo de Orión. Jamás se lo perdonaría si le ocurría algo malo. Quería volver a deslizarse por debajo de la manta para regresar al Submundo, pero sabía que era malgastar esfuerzos. El tiempo y el espacio se movían de forma distinta allí abajo y, aunque descendiera ahora mismo, no llegaría ni al mismo lugar ni al momento en que estaba al despertarse.

Consternada, se cruzó de brazos y, al hacerlo, se percató de que todavía llevaba la chaqueta que Orión le había prestado. Palpó los bolsillos y notó un bulto en la cartera. Tras medio segundo de objeciones morales, Helena la sacó del bolsillo y curioseó en su interior.

El chico tenía dos permisos de conducir, uno de Canadá, y otro del estado de Massachusetts. Según ambos documentos, tenía dieciocho años y contaba con una licencia legal para operar con máquinas pesadas. Sin embargo, en ninguno de los dos permisos aparecía el apellido con el que se había presentado a Helena. Según su permiso de conducir americano, su apellido era Tiber y, según el canadiense, Attica. Además también tenía un carné de estudiante de la Academia Milton, un instituto privado de inmejorable reputación situado en la costa sur de Massachusetts. Según este último documento, Orión, en realidad, se llamaba Ryan Smith.

Smith. Cómo no. Helena se preguntó si todos los vástagos padecían de una deficiencia de creatividad en lo referente a alias o nombres falsos. O eso, o «Smith» era la broma habitual entre semidioses.

Rebuscó entre los bolsillos de la chaqueta para ver si encontraba algo que pudiera darle más información, pero solo halló cuatro dólares y un vale de descuento. Merodeó por su habitación, que más bien parecía un frigorífico, y consideró si Orión estaba bien, pero no sabía si sería una buena idea husmear todavía más en la vida personal del joven. Con cuatro apellidos distintos, era más que evidente que Orión era un chico bastante reservado.

Helena no podía salir en su busca sin revelar la entidad secreta que el muchacho había creado a su alrededor.

Por un momento se preguntó por qué necesitaba tantos nombres falsos, y, casi al instante, resolvió su duda. Los Cien Primos creían haber aniquilado a los miembros de las demás castas y, hasta que supieron de la existencia de Helena y su madre, estaban convencidos de que eran los únicos vástagos sobre la faz de la tierra. Como líder de la casta de Roma y heredero de la de Atenas, Orión se habría pasado toda su vida huyendo, escondiéndose de los Cien Primos, la mayor facción de la casta de Tebas.

Se habían propuesto dar caza a cualquier vástago perteneciente a alguna de las otras tres castas y matarlo a sangre fría. Si Helena se empeñaba en fisgonear por ahí para encontrarle, solo conseguiría delatarle. Del mismo modo que había traicionado a Héctor.

Hasta ese momento jamás lo había pensado, pero ahora no le cabía la menor duda: a Héctor le habían atrapado por su culpa. Casandra había vaticinado que los Cien Primos, en aquel momento no andaban en su busca y captura, pero el oráculo también había asegurado que la vigilaban muy de cerca, sin perder de vista ninguno de sus movimientos. Y descubrieron a Héctor en cuanto se puso en contacto con ella. Si Helena seguía la pista de Orión, solo conseguiría guiar al ejército de Tántalo hacia él.

Se estremeció, en parte por el frío y en parte por el miedo. Se abrigó con la chaqueta de Orión y llegó a la conclusión de que no podría volver a dormirse enseguida, así que bajó a la cocina y calentó la cazuela que su padre le había dejado para cenar. Se sentó junto a la mesa de la cocina para comer, entrar un poco en calor y reflexionar sobre el siguiente paso que tenía que dar.

Cuando acabó la cena, a altas horas de la madrugada, volvió a la cama.

Seguía dándole vueltas a la idea de hablar con el clan Delos sobre Orión o seguir manteniéndolo en secreto. Empezaba a pensar que, cuanto más alejada se mantuviera de Orión, mejor sería para él.

—Arrodíllate, esclavo —ordenó Automedonte mientras observaba el sol, que empezaba a asomar por el horizonte.

Zach cumplió la orden sin rechistar. Oyó a su maestro farfullar alguna frase en griego y logró ver como sacaba un precioso puñal con joyas engarzadas de una vaina que le colgaba de la cadera. Automedonte acabó su discurso, besó la hoja de la espada y se encaró con Zach.

—¿Cuál es tu mano más firme? —preguntó casi con simpatía. Ese repentino tono agradable asustó a Zach.

—La izquierda.

—La marca de Ares —recalcó Automedonte dando así su aprobación.

Zach no sabía cómo responder a aquel comentario. ¿Acaso era un cumplido? Decidió mantener el pico cerrado. Además, por lo visto hasta entonces, su maestro le prefería cuando estaba en silencio.

—Extiéndela —exigió Automedonte.

Zach alargó la mano izquierda e intentó con todas sus fuerzas disimular el tembleque. Su maestro despreciaba cualquier debilidad.

—¿Ves esta espada? —preguntó Automedonte sin esperar una respuesta—. Era la espada de mi hermano de sangre. Su madre se la entregó antes de ir a la guerra. Es bonita, ¿no crees?

Zach asintió solemnemente con la cabeza mientras su mano temblaba bajo la hermosa hoja que brillaba bajo la luz fría del amanecer.

—¿Sabías que parte del alma de un guerrero subsiste en las armas que empuñó y en su armadura? ¿Y que, cuando mueres en una batalla y tu oponente te arrebata la armadura y la espada, se queda con un pedacito de tu alma?

Zach asintió con la cabeza. En la
Ilíad
a se producían diversas batallas encarnizadas cuando llegaba el momento de decidir quién se quedaba con qué armadura. Más de un gran héroe pereció por culpa de su armadura.

Sabía que era un asunto muy serio.

—Eso se debe a que todos juramos por nuestras armas. Es el juramento es el encargado de deslizar nuestras almas dentro del metal —explicó Automedonte con pasión. Zach asintió con la cabeza, dando así a entender que había captado el mensaje—. Prometí mi lealtad sobre esta espada una vez, al igual que lo hizo mi hermano antes que yo. Juré que cumpliría como un caballero aunque muriera en el intento.

Zach notó una quemazón en la palma de su mano, como sí una aguja de fuego acabara de atravesarle la piel. Agachó la mirada y se sorprendió al descubrir que estaba sangrando profusamente. Era una herida bastante superficial de modo que no le causaría un daño permanente. Automedonte le agarró 1a muñeca y la inclinó para que el hilo de sangre bañara el filo de la espada hasta que toda la hoja quedó impregnada de la sangre de Zach.

—Jura por tu sangre, derramada sobre esta espada, que cumplirás como un caballero o morirás en el intento.

¿Qué otra opción tenía?

—Lo juro.

A la mañana siguiente, Helena se sentó junto a Casandra en la biblioteca de los Delos, dispuesta a iniciar otra sesión de investigación. En secreto, a la muchacha le gustaba referirse a esas reuniones como «Domingos con Sibila». Todavía no había decidido si contarle a la familia Delos su encuentro con Orión o seguir manteniéndolo oculto. Abrió dos veces la boca para preguntarle a Casandra si podía «ver» a Orión vivo o muerto, pero en ambas ocasiones no articuló palabra. Cuando se disponía a intentarlo por tercera vez, Claire entró a empujones en la biblioteca, seguida muy de cerca por Matt, Jasón y Ariadna. Los cuatro exigían que se les permitiera el acceso a la biblioteca para unirse a la tarea de documentación.

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