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Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Malditos (8 page)

BOOK: Malditos
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—¡Hamilton! —gritó la entrenadora Tar antes de que Helena pudiera decirle nada a Claire sobre lo ocurrido aquella noche—. Te sientas conmigo. Debemos planear una estrategia.

—Tengo algo que contarte. Vi a alguien allí, ya me entiendes, anoche.

Esperanzada, Claire abrió los ojos de par en par mientras a Helena la arrastraban por la pista.

Durante el resto del vuelo, la entrenadora parloteó entusiasmada sobre cómo Helena podía adelantar a tal corredora para después obligar a retirarse a tal otra… Eran un puñado de inútiles consejos, teniendo en cuenta que, si quería, podía sobrepasar la barrera del sonido. No le prestó mucha atención y trató de no preocuparse demasiado por Corte de Pelo.

Era corpulento, alto y de constitución fuerte. Además, a simple vista, parecía saber lo que hacía con aquel gigantesco puñal que había utilizado para defenderse. Intentó convencerse a sí misma de que seguramente estaría sano y salvo, pero no las tenía todas consigo.

Fuera quien fuese Corte de Pelo, tenía el aspecto de un vástago, sin duda.

Aunque quizá se trataba de un mortal increíblemente atractivo que se ejercitaba en el gimnasio y medía casi dos metros. Además de tener una sonrisa embaucadora. Si ese era el caso, el pobre estaría muerto. Ningún ser humano sería capaz de vencer a aquel aguilucho.

A lo largo de la mañana, Helena trató de encontrar una oportunidad de charlar con su mejor amiga, pero no lo consiguió. Corrió su primera carrera procurando no ganar de forma descarada y categórica, pero estaba distraída por una duda que le rondaba por la cabeza. Se preguntaba si era posible morir en la tierra de los muertos. Aquello arruinó su concentración y acabó corriendo demasiado rápido. Helena fingió jadear al darse cuenta de que todos los espectadores la observaban con la boca abierta. Todos excepto uno.

Zach Brant no mostró un ápice de sorpresa al ver a Helena trotar a la misma velocidad que una liebre. La jovencita no tenía la menor idea de lo que hacía Zach en la competición, puesto que jamás había asistido a ninguna hasta la fecha. Por cómo clavaba la mirada en ella, asumió que había venido únicamente para verla, pero no se explicaba el porqué. Hubo un tiempo en que supuso que Zach la vigilaba porque, en cierto modo, sentía algo especial por ella. Pero había llovido mucho desde entonces, y, últimamente, parecía rechazar cualquier relación con ella.

Ganó la carrera y después animó a su mejor amiga mientras esta acababa la suya. Al fin, pudieron reunirse en el foso de arena del triple salto.

—¿Qué pasó? —resopló Claire, casi sin aliento después de correr.

—Vi… Helena se quedó callada de inmediato.

—Vayamos hacia allí —continuó señalando un espacio vacío del campo, justo al borde de la pista. Había un montón de espectadores pululando por allí y Zach estaba demasiado cerca de ellas.

No se aguantaba las ganas de contarle lo que había visto. Mientras se alejaban de la pista, le susurró al oído:

—Vi a alguien. A una persona de carne y hueso.

—Pero… tenía entendido que eras la única capaz de descender allí en cuerpo y alma, no solo como espíritu.

—¡Yo también! Pero anoche había un chico. Bueno, no era un «chico».

Quiero decir… que era más que enorme. Era un tipo de nuestra edad, o eso creo.

—¿Qué estaba haciendo allí? —quiso saber Claire.

No parecía muy convencida de que en verdad Helena hubiera visto a alguien.

—¿Romperse el culo para librarse de un águila harpía? —respondió Helena—. Pero espera, la noche anterior me sacó de una fosa de arenas movedizas. Uno de sus brazos era brillante, como si estuviera recubierto de oro.

Claire la miró con recelo y duda. Helena se dio cuenta de que sonaba como una loca de remate.

—¿Crees que estoy perdiendo la cabeza? Parece disparatado, ¿verdad? En teoría es imposible.

—¿Te importa? —espetó de pronto Claire. Se refería a Zach, que las había seguido desde la pista de atletismo—. Es una conversación privada.

El chico se encogió de hombros, pero no se alejó. Claire se tomó ese acto de rebeldía como un desafío. Le ordenó que se fuera de allí con tono autoritario, pero el muchacho no se amedrentó y permaneció en el mismo sitio. Al final no tuvo más remedio que coger a Helena por la mano y arrastrarla hacia el lindero del campo abierto, justo donde empezaba el bosque. Zach no se atrevió a seguirlas, pues se arriesgaba a que le montara un numerito delante de todo el mundo, pero, eso sí, no se dio la vuelta. Se quedó mirándolas fijamente mientras Claire empujaba a Helena hacia los matorrales.

—¿Es necesario? —preguntó Helena al sentarse a horcajadas sobre un arbusto recubierto de pinchos. Para colmo se le enredó la trenza con una rama quebradiza repleta de liquen de un pequeño abedul.

—Zach lleva días comportándose de una forma muy extraña y, si quieres que te sea sincera, no quiero que nos vea cuchicheando —dijo Claire, que frunció el ceño.

—Para ser exactos, él se ha negado a marcharse cuando se lo has ordenado y me has arrastrado hasta aquí porque no quieres que gane —le corrigió Helena.

—Eso también. Ahora cuéntame con todo detalle qué pasó —instó Claire.

Pero también las interrumpieron, aunque esta vez fue por culpa del sonido susurrante de las hojas. Provenía de las profundidades del bosque.

Una gigantesca figura apareció entre la maleza. Helena empujó a Claire tras ella y dio un paso hacia el intruso, preparada para defenderse e iniciar una pelea.

—A ver, pareja de cabezas de chorlito, ¿no os habéis enterado que un puñado de tipos crueles merodean por los bosques de las concentraciones de atletismo de instituto? —dijo el gigante rubio con tono irritado y molesto.

—¡Héctor! —exclamó Helena, aliviada, antes de que saltara a sus brazos.

—¿Qué tal, primita? —saludó con una carcajada mientras la abrazaba con fuerza.

Claire se unió a ellos y le estrechó entre sus brazos antes de apartarse y asestarle un puñetazo en el pecho.

—¿Qué estás haciendo aquí? —le dijo con desaprobación—. Es demasiado peligroso.

—Relájate, renacuajo —respondió él después de romper el contacto visual para mirar al suelo y hacer desaparecer su sonrisa—. He hablado con la tía Noel esta mañana y me ha asegurado que nadie de la familia os acompañaría.

—No andan por aquí, tranquilo. Y teníamos muchas ganas de verte —añadió Helena enseguida. Después, pellizcó a Claire por haber sido tan insensible con el pobre Héctor.

—¡Claro que nos alegramos de verte! —exclamó su amiga mientras se frotaba el brazo—. No lo decía en el mal sentido, Héctor, ya lo sabes.

¿Cómo has estado?

—Qué más da —respondió sacudiendo la cabeza—. Quiero saber cómo estáis vosotros. ¿Y qué tal Lucas desde la semana pasada? —agregó bajando el tono de voz.

Helena intentó no estremecerse, pero le fue imposible.

—Mal —contestó Claire con pesadumbre.

—Sí, ya me he enterado. La tía Noel me lo ha contado. Aún no me creo que Lucas hiciera algo así —dijo Héctor con una voz áspera. Acto seguido miró a Helena con compasión.

La joven intentó concentrarse en el dolor de Héctor en vez de en su propio sufrimiento. Había perdido a Lucas, pero él había perdido a toda su familia. Estaba tan preocupado por ellos que incluso estaba dispuesto a esperar todo un día escondido entre arbustos de una estúpida pista de atletismo para contactar con alguien que estuviera cerca de su familia.

Aparte de Dafne, a quien apenas conocía, Héctor estaba solo. Helena reparó en que, de todas las personas a su alrededor, él era el que mejor podía hacerse una idea y comprender por lo que estaba pasando, lo cual era un tanto insólito teniendo en cuenta que, hasta hacía muy poco, se llevaban a matar.

—¿Cómo está mi madre? —preguntó Helena. Necesitaba poner fin a ese triste silencio que se había creado entre ellos.

Héctor la miró con cautela.

—Está… ocupada.

Fue todo lo que dijo sobre Dafne antes de dirigirse a Claire para cambiar radicalmente de tema de conversación.

En general Héctor solía decir a todo el mundo lo que pensaba, sin importar si los demás querían saberlo o no. El modo en que eludió la pregunta de Helena le hizo preguntarse qué estaría tramando su madre exactamente.

La joven había intentado contactar con Dafne varias veces durante las últimas tres semanas, pero jamás obtuvo respuesta. ¿Era posible que su madre la evitara a propósito? Helena no tuvo oportunidad de indagar más en el asunto porque Héctor estaba demasiado ocupado tomándole el pelo a Claire, asegurando que parecía más bajita que la última vez. Y justo cuando los dos empezaron a empujarse en broma, una siniestra oscuridad envolvió el bosque.

Sin pretenderlo, Helena empezó a temblar y, asustada, rastreó los alrededores. Aunque sabía que estaba muerto, creía notar a Creonte levantándose de la tumba para arrastrarla hacia aquella horrible penumbra.

Héctor percibió el cambio de luz al mismo tiempo que Helena. De inmediato agarró el cuerpecillo enclenque de Claire y lo alzó sobre su hombro. Helena cruzó una mirada con Héctor. Ambos reconocieron aquel fenómeno tan sobrecogedor.

—¿Un maestro de la sombra? —susurró Helena—. ¡Pensé que Creonte era el único!

—Yo también —murmuró Hector mientras escudriñaba el bosque en busca de un objetivo. Pero aquella oscuridad era como una cortina que los rodeaba y los dejaba totalmente aislados. La vista apenas les alcanzaba un par de metros—. Coge a Claire y huye.

—No te dejaré… —empezó Helena.

—¡Corre! —gritó Héctor en el mismo instante en que el destello del filo de una espada rasgaba la cortina negra y le amenazaba desde las alturas.

El chico apartó a Claire de un empujón mientras se inclinaba hacia atrás y después daba una voltereta hacia un lado, como un gimnasta. La espada de bronce siseó junto a su pecho y quedó clavada a casi medio metro de profundidad en el suelo del bosque. Héctor pateó despiadadamente las sombras que le invadían y su atacante salió volando hacia el cielo, dejando así su espada clavada en el suelo.

Con un movimiento ágil, Héctor alzó el torso hasta alcanzar una postura vertical y se apoderó del arma. Mientras la arrancaba del suelo, aprovechó ese momento de tira y afloja para rasgar el pecho de la figura que apareció de la más absoluta negrura. Y todo a una velocidad más rápida que el latido del corazón de un colibrí.

Helena sintió el rasguño de pedazos de metal en la mejilla y, bajo aquella siniestra luz, atisbó los fragmentos brillantes de la punta de una flecha con forma de diente de león justo bajo su ojo derecho. Siguió su instinto y retrocedió. A pesar de resultar ilesa no dudó en caminar hacia atrás y, de repente, se topó con la pierna de Claire, quien yacía inconsciente en el suelo.

Helena no perdió un segundo en proteger a su amiga mortal. Aturdida y casi sin aliento, Claire todavía no podía ponerse en pie, y mucho menos correr, así que se plantó entre ella y los agresores e invocó sus rayos.

El chasquido de un látigo al azotar junto con el rancio aroma a ozono cubrió la atmósfera justo cuando una luz brotaba de las manos de Helena, creando un entramado muro de electricidad que las protegía a ambas. La espeluznante oscuridad que el maestro de la sombra había creado se tiñó de hálito azul y más de una docena de vástagos armados quedaron al descubierto. ¿De dónde habían salido?, se preguntó Helena, histérica.

¿Cómo se las habían apañado para acercarse con tal sigilo hasta ellos?

En el centro y la retaguardia del regimiento, justo en el lugar que Héctor le había enseñado a Helena que estaba reservado para los oficiales de infantería, la muchacha vislumbró durante un fugaz segundo un rostro aterrador, de otro planeta. Aquello, fuera lo que fuese, tenía los ojos rojos.

La miró detenidamente durante unos instantes y después desapareció de nuevo tras la penumbra del maestro de la sombra.

—¡Son demasiados! —resopló Héctor al mismo tiempo que se libraba de dos enemigos.

—¡Detrás de nosotros! —gritó Helena.

Al girarse se percató de que cuatro combatientes los estaban flanqueando y, sin pensarlo dos veces, arrojó un débil relámpago que bastó para dejarlos aturdidos, aunque no fue suficiente para matarlos. Por desgracia para Helena, retener su fuerza requería más energía que lanzar rayos eléctricos.

Helena estaba mareada, pero, aun así, forzó la vista para distinguir a tres de los cuatro hombres tirados en el suelo, convulsionándose. El cuarto todavía tenía fuerzas para mantenerse en pie y dirigirse hacia ella. Había utilizado casi toda el agua de su cuerpo, de modo que le resultaba imposible crear otro rayo controlado. Podría soltar un relámpago capaz de matarlos a todos, pero no tenía valor para hacerlo.

Al saltar por encima de Claire, a quien todavía no se le había pasado el susto, Helena atizó un puñetazo al vástago. Jamás se le había dado bien la pelea cuerpo a cuerpo y, de hecho, aquel puñetazo apenas llamó la atención de su contrincante. Como respuesta, le propinó una bofetada con tal fuerza que Helena se desplomó sobre el flacucho cuerpo de su mejor amiga.

Una figura negruzca descendió como un rayo desde el cielo, aterrizó sobre el atacante de Helena y lo lanzó hacia los árboles a una velocidad supersónica. Era Lucas. Helena se quedó sin aliento. ¿Cómo había llegado hasta allí tan rápido? Lucas bajó la mirada hacia la joven, con el rostro imperturbable, y después se abalanzó hacia el regimiento de vástagos.

Oyó los bramidos de Héctor. Varios tipos estaban intentando encadenarle los brazos y las piernas con gigantescas esposas metálicas. Se levantó para ayudarle a deshacerse de los grilletes de metal mientras Lucas se ocupaba de los atacantes que habían resistido. Con una serie de movimientos rápidos logró desarmar y herir a dos de sus oponentes incluso antes de que Helena alcanzara a Héctor.

Al comprobar que su pequeño ejército no estaba a la altura de Helena, Héctor y Lucas, el repulsivo y escalofriante cabecilla del regimiento emitió un ruido estridente y la arremetida finalizó con la misma rapidez con que se había iniciado. Cargaron a los heridos sobre los hombros, recogieron sus armas y la banda de vástagos desapareció entre los árboles antes de que Helena pudiera apartarse los mechones de pelo de su cara, sudorosa.

La chica se fijó en que Lucas les daba la espalda y se ponía en tensión.

Héctor, a su vez, se colocó ambas manos sobre las sienes y presionó las palmas con fuerza, como si intentara evitar que se le partiera el cráneo por la mitad.

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