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Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Malditos (9 page)

BOOK: Malditos
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—¡No, Héctor; no lo hagas! —rogó Claire a gritos antes de abalanzarse sobre él.

La muchacha le tapó los ojos con las manos para impedirle ver la imagen de su primo. Claire estaba a punto de asfixiarle, pero, aun así, Helena se percató de que el rostro de Héctor estaba rojo de rabia.

El gran esfuerzo que hacía Lucas para contenerse le hacía sacudir todo el cuerpo con violentos espasmos, pero, al fin, sucumbió. Al girarse para enfrentarse a Héctor, tenía una mirada enloquecida. Las furias lo habían poseído y le animaban a matar a su primo o, al menos, a morir en el intento.

—¡Por favor, Lucas, vete! ¡Vete! —suplicó Helena con voz rasgada.

Sabía que tenía órdenes de no tocarle nunca más, pero le daba lo mismo.

De un brinco le agarró por los hombros para apartarlo de Claire y Héctor.

Aunque Helena le aporreó el pecho con todas sus fuerzas, Lucas no apartó la mirada de Héctor ni un segundo. En su apremio de arrebatarle la vida al paria, Lucas arrojó a Helena al suelo. La joven gritó a pleno pulmón cuando se torció la muñeca, al desplomarse sobre un desnivel de sotobosque.

Oír el llanto de dolor de Helena pareció sacar a Lucas de su frenesí. Bajo la mirada y la contempló, de rodillas, acariciándose la muñeca dolorida.

—Lo siento —susurró.

Antes de que Helena pudiera ponerse en pie, el joven saltó al aire y desapareció.

Ella siguió su rastro con la mirada, con su nombre en la punta de la lengua, pero resistiéndose a articularlo. Quería llamarlo para exigirle algún tipo de explicación. Si la despreciaba, tal y como había demostrado, ¿por qué disculparse? De hecho, ¿por qué la protegía?

—¡Len, ponte las pilas! —gritó Claire tirándole del brazo—. ¡Hay un fuego!

Helena apartó la mirada del trocito de cielo por donde Lucas se había esfumado y echó un vistazo a su alrededor mientras Claire la ayudaba a levantarse. Percibió una columna de humo que nacía de las ramas secas de un arbusto y empezó a oír los primeros gritos de alarma. Una muchedumbre se abría paso desde la pista de atletismo para dirigirse a toda prisa hacia el bosque.

—Tus relámpagos lo han iniciado —explicó Héctor en pocas palabras—. Tengo que irme. No debería estar aquí.

—¿Qué era eso? —preguntó Helena alzando la voz para impedir que Héctor se marchara sin más.

—Un batallón de los Cien Primos. Nuestro querido tío Tántalo está sediento de venganza por la muerte de Creonte y no parará hasta capturarme. No tengo la menor idea de cómo me han encontrado —añadió con desprecio—. Cuídate mucho, primita. Estaremos en contacto.

—¡Espera! —gritó Helena, pero justo en ese instante vario testigos aparecieron entre los árboles para ver el fuego y Héctor no tuvo más remedio que huir—. Me refería a esa cosa que daba órdenes a diestro y siniestro —finalizó con un murmullo mientras la silueta de Héctor desaparecía en la distancia.

Dejó que Claire se encargara de inventarse una coartada. Le resultó muy sencillo convencer a todos los presentes de que se había producido una tormenta muy extraña. Muchos de los testigos habían visto destellos de relámpagos y unas «nubes oscuras» que cubrían de forma misteriosa el bosque. En realidad, lo único que Claire tuvo que hacer fue asegurar que, de forma inocente y casual, Helena y ella pasaban justo por allí y por eso fueron las primeras en llegar a la escena. Aunque no estaba del todo segura, a Helena le pareció ver a Zach esbozar una mueca al escuchar aquella historieta. Se preguntaba si habría visto algo de lo ocurrido. Si era así, ¿por qué no decía nada?

En el avión de vuela a Nantucket, las dos amigas tuvieron tiempo de sobra para darle vueltas y buscar una explicación sobre lo sucedido. No podían correr el riesgo de que una de sus compañeras de equipo pudiera escuchar la conversación, pero no dejaron de cruzarse miradas de preocupación.

Ninguna quería pasar esa noche sola, así que planearon que Claire durmiera en casa de Helena.

En cuanto Claire puso un pie en tierra firme, Jasón acudió corriendo a su encuentro. Estaba pálido y nervioso y los dos se miraban con una devoción tan evidente que a Helena se le encogió el corazón.

—Lucas no sabía si estabas herida o no —dijo Jasón mientras la abrazaba por debajo de la chaqueta. Bajo la capa de tela, recorrió los brazos y las costillas de Claire con las manos en busca de un hueso roto o de un derrame interno—. Me dijo que un vástago te había golpeado.

—Está perfectamente —dijo Helena con dulzura.

—Por supuesto, según tú, está perfectamente. No entiendes lo fácil que es hacerle daño porque tú eres inmune —espetó un Jasón malhumorado que fue subiendo el tono de voz poco a poco.

—Jamás permitiría que le pasara algo… —empezó Helena sin dar crédito a las palabras de Jasón, pero Claire le tomó por el brazo para silenciarla.

—Jasón, estoy bien —reafirmó con tono paciente mientras, con la otra mano, le acariciaba el hombro. La joven se agarró tanto a Jasón como a Helena, como si quisiera utilizar sus brazos como puente para unir el abismo que los separaba.

Al asentir con la cabeza se deshizo de una carga muy pesada y, al fin, aceptó que Claire estaba sana y salva. Sin embargo, cuando se dieron media vuelta para dirigirse al coche de Claire, miró de reojo a Helena, como si no se fiara de ella.

De camino hacia el aparcamiento, la joven asiática relató la conversación que habían mantenido con Héctor, pero no pudo dar a Jasón mucha información.

—Estuve casi todo el tiempo tirada en el suelo. Aunque todo pasó muy rápido —agregó con cierta vergüenza.

—Había un comandante repulsivo —intervino Helena—. No parecía normal.

—Lucas no lo mencionó —dijo Jasón sacudiendo la cabeza.

—Quizá no le vio —propuso Helena, incapaz de pronunciar el nombre de Lucas—. También había un maestro de la sombra.

—Lo sabemos —informó Jasón, que no dejaba de mirar a Claire con preocupación—. Lucas nos ha contado algo.

—Por cierto, ¿qué hacía Lucas allí? —quiso saber Claire.

—No nos lo ha querido decir —respondió Jasón encogiendo los hombros—. Por lo visto, cree que no tiene que dar explicaciones a nadie, salvo a sí mismo.

—¿Está bien? —preguntó Helena en voz baja.

Jasón frunció los labios.

—Claro —contestó alzando las manos, como si no pudiera decir nada más.

Sin embargo, ambos sabían que aquello no era verdad.

—¿Te parece bien ir hasta casa sola? ¿Vas a estar bien? —le preguntó Claire a Helena cuando Jasón las dejó a solas para recoger el coche.

Helena tardó en darse cuenta y, cuando lo hizo, se quedó petrificada.

Claire la estaba dejando plantada por Jasón.

—Héctor aseguró que le buscaban a él, no a mí. No estoy en peligro, de veras —dijo con voz glacial.

—No me refería a eso —aclaró su amiga alzando las cejas. Después obligó a Helena a que la mirara a la cara y añadió—: A Héctor le están persiguiendo y Jasón se está volviendo loco. Necesita hablar con alguien.

Helena no respondió. No estaba dispuesta a mentir y asegurar que le parecía genial que su mejor amiga echara por la borda sus planes cuando no era lo que sentía. Sabía que estaba actuando como una niña pequeña y egoísta, pero no podía evitarlo. Una parte de ella deseaba gritar que también necesitaba a alguien con quien hablar. Helena esperó junto a su mejor amiga hasta que Jasón aparcó al lado del coche de Claire, pero no volvió a abrir la boca. Cuando se marcharon corrió hacia una zona aislada y solitaria y, tras asegurarse de que nadie le estaba vigilando, despegó y voló hacia casa.

Helena sobrevoló su casa durante un buen rato, contemplo el mirador vacío del tejado. Por un momento, albergó la esperanza de que Lucas estuviera allí, esperando a que volviera a casa. Le daba la sensación de que podía palpar su presencia, como si su fantasma merodeara por allí, escudriñando el horizonte en su busca. Tratando de distinguir el mástil de su barco… Pero, como era habitual últimamente, allí no había nadie.

Helena aterrizó en el jardín y entró en casa. Jerry le había dejado una nota y la comida preparada. Kate y él se quedarían trabajando hasta tarde. Era noche de reparto y eso significaba que pasarían horas y horas reponiendo las estanterías y haciendo inventario. Helena se quedó inmóvil en el centro de la cocina, con tan solo una luz encendida en el recibidor, y escuchó el vacío de la casa. Aquel silencio era abrumador.

En la penumbra de la cocina, echó un vistazo a su alrededor y pensó en la emboscada a la que había sobrevivido horas antes. Le recordó la noche en que Creonte la atacó en el mismo lugar donde ahora estaba. Lucas había venido para salvarle la vida. Justo después, el joven la sentó sobre la encimera y la alimentó con cucharadas de miel. Helena se frotó los ojos hasta ver puntos azules. En aquel entonces ninguno de los dos tenía conocimiento de su parentesco, así que era normal haber sentido lo que sintió. Sin embargo, ahora sabía que eran primos, con lo que no era conveniente revivir todo aquello.

Helena no podía permitirse quedarse allí petrificada mientras pensaba en Lucas. Estar quieta y sin algo con qué ocupar su mente solo la empujaría a darle más vueltas al asunto, lo cual, a su vez, la llevaría a llorar de una forma desconsolada. No podía dejar que eso ocurriera porque sabía que, si lloraba antes de irse a dormir, sufriría sobremanera en el Submundo.

Tras silenciar sus recuerdos, subió las escaleras y se cambió para irse a dormir. Lo único que ansiaba era tener a alguien con quien hablar antes de acostarse, pero, al parecer, todos se habían alejado de ella, incluso Jerry y Kate.

Advirtió que su padre había sustituido la manta que ella había pegado a la ventana para tapar el agujero con lona azul y sonrió. Quizá Jerry no estaba en cosa día y noche para que Helena encontrara un momento para hablar con él, pero al menos su padre la quería lo suficiente como para arreglar sus desastres. Se fijó en la cinta adhesiva que sujetaba la lona; a pesar de estar bien ajustada, la habitación estaba helada. De mala gana, se metió en la cama y se tapó con las sábanas de plástico hasta la nariz.

Echó una rápida ojeada a su habitación. El silencio le aporreaba los tímpanos y las paredes se le caían encima. Quería dejar de ser la Descendiente. Después de tanto sufrimiento, no había aprendido nada en absoluto. Además, no parecía avanzar en su tarea de liberar a los granujas y parias de la maldición de las furias. Era un fracaso total.

Estaba al borde del colapso. Estaba agotada, pero no podía permitirse el lujo de quedarse dormida en esas condiciones, pues no sabía si tendría fuerzas suficientes para volver a despertarse. Necesitaba algo, cualquier cosa, para mantener la esperanza.

De repente se le ocurrió algo, una idea que le cruzó por la mente; la dulce imagen de una mano fuerte dispuesta a tomar la suya. Tras aquella mano solidaria atisbaba una boca que sonreía al pronunciar su nombre.

Helena no solo quería un amigo, sino que lo necesitaba. Y no le importaba tener que bajar hasta el mismo Infierno para encontrarlo.

Automedonte observó a la heredera de la casta de Atreo sobrevolar su casa, trazando varios círculos desde lo alto del cielo nocturno antes de aterrizar en el jardín. Al principio, creyó que la joven se suspendía en el aire porque le había descubierto, de modo que se escabulló entre los arbustos del vecino e hizo uso de la extraordinaria quietud que tan solo una criatura de un linaje no humano podía alcanzar. Sabía que la chica era poderosa y que no debía subestimarla. Hacía miles de años que no veía un relámpago como el que con sus propios ojos durante la batalla en el bosque.

Sin embargo, al igual que la mayoría de los vástagos modernos, ignoraba por completo su verdadero potencial. Ninguno de aquello niños superdotados era consciente del poder que podrían llegar a ejercer. Los fuertes deberían reinar sobre los demás. Así era la naturaleza, desde el microbio más diminuto hasta el más gigantesco leviatán. Los débiles morirían y los más fuertes se convertirían en los reyes del nido.

Automedonte deseaba con todas su fuerzas que la quitina que cubría su piel se endureciera, pero entonces se percató de que la atención de la heredera no recaía sobre él, de modo que podía darse el gusto de relajarse en su rígido camuflaje.

Al parecer, la heredera decidió tomarse su tiempo para descender mientras contemplaba la plataforma vallada que se extendía sobre el tejado. Le resultó extraño. Daba la sensación de que esperara encontrar a alguien allí arriba, pero en las tres semanas que llevaba vigilando cada movimiento de la joven no había visto a nadie allí arriba. Tomó nota del repentino interés de la joven por el vacío mirador. Su instinto le indicaba que aquel lugar escondía algo más.

Aterrizó en el jardín y, al mirar por encima de su hombro, la luz de la luna le iluminó las mejillas. Hacía muchos años, en un país muy lejano, Automedonte había visto un rostro igual de exquisito, besado por el mismo suave resplandor. Por las ansias de poseer aquel rostro se había derramado un océano de sangre.

La heredera entró en casa, pero no encendió ninguna luz. Automedonte escuchó atento cómo se quedaba inmóvil en la cocina. Su extraño comportamiento le hizo dudar sobre si uno de los Cien Primos se habría atrevido a desobedecer las órdenes de Tántalo, teniendo en cuenta el monumental fracaso de la emboscada al paria aquella misma tarde. ¿Uno se había colado en su casa? Automedonte perdió los estribos y salió de su escondite. Sin embargo, sabía que no debía tocar a la heredera, todavía no.

Al dar un paso adelante, la oyó subir las escaleras. La muchacha se metió en el cuarto de baño, encendió una luz y empezó a ducharse, como era habitual. Automedonte se replegó en su nido y escuchó con interés.

Logró oírla tumbándose en la cama. Tenía la respiración agitada, como si estuviera asustada por algo. Automedonte extendió las trompas que yacían bajo su lengua de aspecto humano y las deslizó hacia el exterior para examinar las feromonas que planeaban en el aire. Tenía miedo, pero había algo más en la rúbrica química de la joven. Distinguió varias emociones contradictorias danzando en la superficie; todas ellas hacían cambiar la química de la heredera demasiado rápido, así que Automedonte no tuvo apenas tiempo de identificarlas con claridad. El peso de su tarea estaba aplastándola. Percibió varios sollozos y gemidos, pero al fin se calmó y, tras unos instantes, notó que su respiración se adecuaba al ritmo suave del sueño. Cuando abrió el portal que la conduciría hasta el Submundo, el frío sobrenatural del vacío absorbió los últimos vestigios de calor de su habitación.

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