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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Trhiller, Biotecnología, Guerra biológica

Nivel 5 (32 page)

BOOK: Nivel 5
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Se inclinó sobre el hombro de Carson mientras éste encendía el ordenador.

—Aproximadamente un mes antes de marcharse de Monte Dragón, las anotaciones de Burt empezaron a hacerse más cortas —dijo Carson mientras se registraba—. Si Teece tiene razón, fue entonces cuando empezó a llevar su diario secreto. Si en las notas de Burt incluidas en el ordenador existe alguna clave en cuanto a su paradero, creo que deberíamos empezar por ahí.

Inició el recorrido del texto por la pantalla. Mientras las fórmulas, listas y datos pasaban con rapidez, recordó la primera vez que había leído el diario durante su primer día de trabajo en el Tanque de la Fiebre, algo que le parecía había ocurrido hacía mucho tiempo. Se sintió incómodo al pasar de nuevo por la pantalla los experimentos fracasados, el registro de unas esperanzas que se veían alternativamente animadas y destruidas. Todo ello le recordaba lo que él mismo experimentaba.

A medida que pasaba el texto, las notas del científico aparecían cada vez más salpicadas por las conversaciones mantenidas con Scopes, por anotaciones personales e incluso por sueños.

«20 de mayo. »Anoche soñé que deambulaba perdido por el desierto. Me dirigí hacia las montañas y todo se hizo más y más oscuro. Luego apareció una gran luz, como un segundo amanecer, y una vasta nube en forma de hongo se elevó por detrás de la cadena montañosa. Sabía que estaba asistiendo a la explosión de
Trinity
. Vi la oleada de la onda expansiva que se abalanzaba sobre mí, y desperté.»

—Maldita sea —exclamó Carson—, si confiaba anotaciones como éstas a su diario conectado a la red, ¿por qué se molestó en llevar un diario secreto?

—Continúe —le animó Susana.

Él lo hizo.

«2 de junio.

»Esta mañana, al sacudirme los zapatos, cayó un pequeño escorpión al suelo, medio aturdido.

Sentí pena por él y lo saqué fuera…»

—Continúe, continúe —insistió ella.

Carson obedeció. Empezaron a aparecer versos entre los cuadros de datos y las notas técnicas. Finalmente, cuando ya surgían los primeros vestigios de la locura de Burt, las notas degeneraban en una confusa mezcolanza de imágenes, pesadillas y frases sin significado. Luego estaba la última y horrorosa conversación con Scopes, un verdadero estallido de manía apocalíptica, y llegó así al final del archivo.

Se quedaron sentados, mirándose el uno al otro.

—Aquí no hay nada —dijo Carson.

—No pensamos como Burt. Si usted fuera Burt y deseara incluir una clave en el registro, ¿cómo lo haría?

—Probablemente no lo haría —contestó él con un encogimiento de hombros.

—Sí, lo haría de alguna forma. Teece tenía razón; de una forma consciente o inconsciente, eso es propio de la naturaleza humana. Primero tendría que asumir que Scopes lo iba a leer todo, ¿no es así?

—En efecto.

—Entonces, ¿qué es lo que Scopes leería con menos probabilidad aquí?

Se produjo un breve silencio.

—La poesía —dijeron los dos al unísono.

Retrocedieron en el texto hasta el punto en que aparecían los primeros poemas en el diario, y a partir de ahí avanzaron lentamente. La mayoría de las poesías, aunque no todas, versaban sobre temas científicos: la estructura del ADN, quarks y gluones, el Big Bang y la teoría del encadenamiento.

—¿Se ha dado cuenta de que estos poemas empiezan a aparecer aproximadamente cuando las entradas se hacen más cortas? — señaló Carson.

—Nadie había escrito nunca poesía como ésta —dijo ella—. A su modo, es hermosa.

Leyó en voz alta:

Hay una sombra en esta placa de cristal.

Una prolongada exposición al alcance de la emisión

de hidrógeno alfa

produce resultados satisfactorios.

M82 fue en una vez diez mil millones de estrellas,

ahora ha regresado al lento y perezoso polvo de la creación.

¿Es éste el poderoso trabajo

del mismo Dios que encendió el Sol?

—No acabo de comprenderlo.

—Se refiere a Messier 82, una galaxia muy extraña situada en Virgo. Toda la galaxia explotó y aniquiló a diez mil millones de estrellas.

—Interesante. Pero no creo que sea eso lo que estamos buscando.

Continuaron la revisión del texto.

Una casa negra bajo la lámina del sol.

Los cuervos se elevan al acercarse uno.

Trazan círculos y flotan, graznando al sobrevolar,

a la espera de que regrese el vacío.

La Gran Kiva

está medio llena de arena,

pero el sipapu

aparece abierto.

Vacía su grito silencioso en el cuarto mundo.

Al marcharse uno

los cuervos descienden de nuevo,

y lanzan graznidos de satisfacción.

—Hermoso —comentó Susana—. Y me suena familiar. Me pregunto qué será esa casa negra.

Carson se irguió de repente en la silla.

—Kin Klizhini —dijo—. Es el nombre apache de «casa negra». Se refiere a las ruinas situadas al sur de aquí.

—¿Sabe usted apache? — preguntó Susana y le miró con curiosidad.

—La mayoría de los que trabajaban en nuestro rancho eran apaches —contestó él—. Algo aprendí cuando era muchacho.

Se produjo un silencio mientras ambos volvían a leer el poema.

—Demonios —exclamó finalmente Carson—. No veo nada de interés.

—Espere. La Gran Kiva era la cámara religiosa subterránea de los indios anasazi. El centro de la kiva contenía un agujero, el
sipapu
, que según los indios conectaba este mundo con el de los espíritus, situado por debajo. A eso lo llamaban el cuarto mundo. Nosotros vivimos en el quinto mundo.

—Eso lo sé —dijo él—. Pero sigo sin ver ninguna pista aquí.

—Vuelva a leer el poema. Si la kiva estaba llena de arena, ¿cómo podía estar abierto el sipapu?

Carson se volvió a mirarla.

—Tiene razón.

Ella lo miró y sonrió burlona.

—Por fin,
cabrón
, por fin ha aprendido a decir la verdad.

Decidieron tomar los caballos, para estar de regreso a tiempo del ensayo de emergencia de últimas horas de la tarde. El sol ya había pasado el meridiano y era la hora en que hacía más calor.

Carson observó a Susana colocar una silla sobre el appaloosa de cola recortada.

—Imagino que ha montado antes —dijo.

—Maldita sea —replicó ella al tiempo que pasaba la cincha del flanco y colgaba una cantimplora del pomo—. ¿Acaso cree que los anglos tienen el monopolio? Cuando era adolescente tuve un caballo llamado
Barbarian
. Era un berberisco español, el caballo de los conquistadores.

—Nunca he visto ninguno.

—Son los mejores caballos para recorrer el desierto. Pequeños, robustos y duros. Mi padre consiguió algunos de una vieja manada española del rancho Romero. Esos caballos no se cruzaron nunca con los anglos. El viejo Romero decía que él y sus antepasados disparaban contra cualquier semental gringo que rondara sus yeguas. — Rió y montó en la silla.

A Carson le gustó su forma de montar, equilibrada y fácil.

Montó en
Roscoe
y ambos se dirigieron hacia la verja del perímetro, marcaron el código de salida y cabalgaron hacia Kin Klizhini. Las antiguas ruinas asomaban en el horizonte, a unos tres kilómetros de distancia.

—A pesar de todo lo ocurrido, nunca me canso de admirar la belleza de este lugar —comentó Susana mientras cabalgaban.

—Cuando yo tenía dieciséis años —dijo Carson—, pasé un verano en el extremo norte de Jornada, en un rancho llamado Diamond Bar.

—¿De veras? ¿El desierto de allá arriba es como el de aquí?

—Similar. A medida que se avanza hacia el norte aparecen las montañas Fray Cristóbal, que forman un arco. Las nubes de lluvia que se forman en las montañas cruzan por allí, y aquello está un poco más verde.

—¿Qué hizo usted, trabajar en el rancho?

—Sí, después de que mi padre perdiera el rancho trabajé de vaquero durante el verano antes de acudir a la universidad. El Diamond Bar era un gran rancho, de unos mil kilómetros cuadrados entre las montañas San Pascual y la Sierra Oscura. El verdadero desierto empezaba en el límite sur del rancho, en un lugar llamado Lava Gates. Hay un enorme río de lava calcificada que llega casi hasta el pie de las montañas Fray Cristóbal. Entre el río de lava y las montañas queda un estrecho paso, de unos cien metros de anchura. El antiguo Camino Español pasaba por allí. — Rió—. Lava Gates era como las puertas del infierno. Desde allí, nadie quería dirigirse hacia el sur por temor a no poder volver. Y ahora aquí estoy, precisamente en medio.

—En 1598 mis antepasados llegaron por ese camino, con Oñate —dijo ella.

—¿Por el Camino Español? ¿Llegaron a cruzar el Jornada? — Ella asintió con un gesto, entrecerrando los ojos para protegerse del sol—. ¿Cómo encontraron agua?

—Ya vuelve a mostrar recelo en su cara,
cabrón
. Mi abuelo me dijo que esperaron hasta el anochecer en el último punto donde encontraron agua y que luego arrearon su ganado durante toda la noche; se detuvieron hacia las cuatro de la madrugada para dejar que pastara. Más adelante, su guía apache les llevó hasta una fuente llamada Ojo de Águila, cuya localización se ha perdido. Eso al menos me dijo mi abuelo.

Había una cuestión por la que Carson sentía curiosidad desde hacía tiempo, pero que había tenido miedo de plantear.

—¿De dónde le viene exactamente el apellido Cabeza de Vaca?

Ella le miró con ceño. — ¿De dónde le viene a usted el apellido Carson?

—Tendrá que admitir que Cabeza de Vaca es un apellido un tanto extraño.

—También lo es ¡Hijo de Car!

—Discúlpeme por haberlo preguntado —dijo Carson, recriminándose por no haber contenido la lengua.

—Si conociera usted su historia española sabría algo sobre la procedencia del apellido. En 1212, un soldado del ejército español marcó un paso con el cráneo de una vaca, y condujo al ejército español a una importante victoria sobre los moros. A aquel soldado se le concedió un título y el derecho a usar el apellido «Cabeza de Vaca».

—Fascinante —dijo Carson con un bostezo. Y probablemente apócrifo, pensó.

—Alvaro Núñez Cabeza de Vaca fue uno de los primeros adelantados españoles en el río de la Plata, en 1540. Procedemos de una de las familias europeas más antiguas e importantes de América, aunque a mí, desde luego, no me interesa esa clase de cosas.

Pero, a juzgar por su expresión de orgullo, Carson se dio cuenta de que sí le interesaba aquella clase de cosas.

Cabalgaron en silencio durante un rato, disfrutando del paseo. Susana iba ligeramente adelantada, con la parte inferior de su cuerpo moviéndose al unísono con el caballo, el torso relajado y sereno, la mano izquierda cogiendo las riendas y la derecha metida en el cinturón. Al aproximarse a las ruinas, se detuvo y esperó a que él la alcanzara.

Ella se volvió y le miró, con un brillo divertido en sus ojos.

—El último en llegar allí es un
pendejo
—le dijo, y se inclinó sobre su caballo y lo espoleó.

Cuando Carson se recuperó de la sorpresa y lanzó a
Roscoe
al galope, ella ya le llevaba tres largos de ventaja, con su caballo lanzado a galope tendido, con la cabeza gacha, las orejas planas y los cascos levantando tierra.

Carson le dio alcance y los dos caballos cabalgaron juntos, saltando sobre los bajos matojos de mesquite, con el viento alborotando sus crines. Las ruinas estaban cada vez más cerca, con los muros de piedra recortados contra el cielo azul. Carson sabía que ella tenía la mejor montura, a pesar de lo cual vio con incredulidad cómo Susana se inclinaba sobre la oreja de su caballo y lo animaba con palabras perentorias. Carson azuzó en vano a su montura. Se precipitaron entre los dos muros en ruinas, Susana por delante, con el cabello ondeante al viento como una llamarada negra. Carson vio un muro bajo que surgió repentinamente de entre las arenas pardas. Una bandada de cuervos remontó el vuelo con estridentes graznidos cuando ambos saltaron el muro al unísono y se encontraron al otro lado de las ruinas. Redujeron la marcha a un paso largo y luego al trote, y finalmente volvieron los caballos y los calmaron.

Carson miró a Susana. Tenía el rostro encendido y el cabello hecho un matojo. Ella le miró sonriente.

—Felicidades —dijo—. Ha estado a punto de alcanzarme.

Carson hizo chasquear las riendas.

—Ha hecho trampa. Se me adelantó.

—Usted tiene mejor caballo —dijo ella.

—No. Además, usted es más ligera.

Ella le sonrió.

—Admítalo,
cabrón
, ha perdido.

Carson le sonrió con expresión inexorable.

—La próxima vez le daré alcance.

—Nadie me da alcance.

Desmontaron y ataron los caballos a una roca.

—La Gran Kiva suele estar situada en el mismo centro del pueblo, o bien lejos de sus bordes —dijo ella—. Confiemos en que no se haya derrumbado por completo.

Los cuervos trazaban círculos en el cielo, y sus distantes graznidos parecían suspendidos en el aire seco.

Carson miró alrededor con curiosidad. Los muros estaban formados por piedras de lava labrada, cimentados con adobe. Los muros y los bloques de las estancias se elevaban por tres lados de las ruinas en forma de U, y el cuarto lado se abría a una plaza central. Había restos de tiestos y trozos de pedernal diseminados por el suelo, bajo sus pies. Buena parte de todo estaba recubierto de arena.

Entraron en la plaza, cubierta desde hacía tiempo por yucas y mesquites. Susana se arrodilló junto al montículo formado por un hormiguero. Las hormigas estaban en el interior para escapar del calor del día. Ella apartó cuidadosamente la tierra con los dedos y examinó el lugar.

—¿Qué hace? — preguntó Carson.

Susana extrajo algo del montículo y lo sostuvo entre los dedos índice y pulgar.

—Eche un vistazo a esto —dijo.

Colocó algo en la palma de la mano de Carson y él lo miró atentamente; era un perfecto y pequeño abalorio de turquesa, con un diminuto orificio practicado en su centro.

—Pulían sus turquesas con hojas de hierba —dijo ella—. Nadie sabe cómo lograban hacer orificios tan pequeños y perfectos sin el uso de metal. Quizá haciendo girar rápidamente y durante horas una diminuta astilla de hueso contra la turquesa. — Se levantó—. Vamos, encontremos esa kiva.

Se dirigieron al centro de la plaza.

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