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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Trhiller, Biotecnología, Guerra biológica

Nivel 5 (50 page)

BOOK: Nivel 5
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Sabía que las pezuñas sin herraduras también dejaban marcas sobre la roca: diminutos desprendimientos de queratina de los cascos, alguna que otra piedra derribada, un matorral aplastado, la huella sobre un cúmulo de arena formado por el viento. Pero todas esas huellas eran extremadamente sutiles. Eso enlentecería el avance de Nye. A pesar de todo, Carson sólo se atrevió a permanecer sobre la lava durante unos kilómetros más. Luego, tendrían que volver a poner las herraduras o cabalgar sobre la arena.

Había decidido dirigirse de nuevo hacia el norte. Si querían salir con vida de aquel desierto, no les quedaba otra alternativa. Sin embargo, en lugar de dirigirse directamente hacia el norte, habían tomado hacia el noroeste para efectuar frecuentes giros y zigzags, y en una ocasión hasta llegaron a retroceder, buscando confundir e irritar a Nye. También avanzaron con los caballos separados a cierta distancia; era preferible dejar dos rastros débiles que uno inconfundible.

Carson pellizcó el cuello del caballo.

—¿Por qué ha hecho eso? — preguntó ella.

—Para comprobar si se está deshidratando.

—¿Cómo lo sabe?

—Se pellizca la piel del cuello y se observa la rapidez con que se recupera la arruga producida. La piel del caballo pierde elasticidad a medida que tiene sed.

—¿Otro de los trucos aprendidos de su antepasado ute del que me habló?

—Sí —contestó Carson—. Resulta que así es.

—Por lo visto, aprendió de él mucho más de lo que le gustaría admitir.

Él sintió que aumentaba su irritación ante este tema.

—Mire —dijo—, si tiene tantas ganas de convertirme en un indio, adelante. Sé que lo soy.

—Empiezo a creer que eso es exactamente lo que no sabe.

—¿Vamos a tener una sesión sobre mis problemas de identidad?

—Podría ser una buena idea. Quiero decir, usted tiene el aspecto de un nativo americano, con el cabello negro, los ojos marrones, la piel oscura. ¿O sólo se trata del bronceado? — preguntó con una risita.

—Si ésa es su idea acerca de la psicoterapia, comprendo por qué ha fracasado como psiquiatra.

La expresión de Susana se endureció.

—No fracasé,
cabrón
. Me quedé sin dinero, ¿recuerda?

Avanzaron en silencio.

—Debería sentirse orgulloso de su sangre nativa americana —dijo ella al fin—. Como yo me siento de la mía.

—Usted no es una india.

—¿Por qué cree que soy tan morena? Los conquistadores se casaron con las conquistadas. Todos somos hermanos y hermanas,
cabrón
. La mayoría de las antiguas familias hispanas de Nuevo México tienen algo de sangre azteca, náhuatl, navajo o pueblo.

—Pues a mí ya me puede tachar de su utopía multicultural —dijo Carson—. Y deje ya de llamarme
cabrón
.

Ella se echó a reír.

—Sólo tiene que considerar la forma en que su embarazoso tío abuelo repleto de whisky nos está salvando la vida ahora mismo. Y luego piense en aquello de lo que pueda sentirse orgulloso.

Eran las diez de la mañana, y el sol empezaba a estar alto en el cielo. Aquella conversación era un derroche de valiosa energía. Carson valoró su propia sed. Era un constante dolor apagado. Por el momento sólo era irritante, pero empeoraría a medida que transcurrieran las horas. Tenían que salir de la lava y buscar agua.

Notaba cómo aumentaba el calor entre las rocas, que les llegaba en oleadas intermitentes, y traspasaba las suelas de su calzado. La llanura de lava negra y agrietada se extendía por doquier, se hundía y elevaba, y terminaba por fin en un horizonte recortado y nítido. De vez cuando, Carson distinguía espejismos sobre la superficie de la lava. Algunos parecían estanques azulados de agua, que vibraban como si se vieran suavemente agitados por un viento juguetón; otros eran bandas de líneas verticales paralelas, como distantes montañas de lava imaginaria, y otros parecían suspendidos sobre el horizonte, como si la roca situada abajo se reflejara desde una lente. Era un paisaje surrealista.

A medida que se acercó el mediodía, todo se volvió blanco en el calor. La única excepción era la extensión de lava que les rodeaba, que parecía hacerse más negra, como si se tragara la luz. Allá donde mirase, Carson sentía el sol como una presión casi insoportable. El calor había espesado el aire, haciéndolo denso y claustrofóbico.

Levantó la mirada. Varias aves sobrevolaban una ondulación termal en el aire, hacia el noroeste, y trazaban perezosos círculos a gran altura. Serían buitres, probablemente sobrevolando alguna presa. En ese desierto no había casi nada de comer, ni siquiera para los buitres.

Observó con mayor atención los buitres. Debía de haber una razón por la que volaban en círculos, sin descender. Tal vez había otros depredadores sobre la presa. Coyotes, quizá.

Eso era muy importante.

—Vayamos hacia el noroeste —dijo.

Efectuaron un marcado giro, se mantuvieron apartados el uno del otro para confundir a Nye, y se dirigieron hacia las distantes aves.

Recordaba haber padecido una sed terrible en otra ocasión. Había ido a una parte lejana del rancho, conocido como cañón del Carbón, tras el rastro de un toro perdido, uno de los preciados brahmanes de su padre, con la esperanza de acampar y encontrar agua en el pozo de Ojo del Perillo. Pero lo encontró inesperadamente seco y pasó una noche sin agua. Por la mañana, el caballo se enredó con la cuerda que lo sujetaba a una estaca y se torció una pata. Carson se vio obligado a caminar cuarenta kilómetros sin agua, bajo un calor brutal. Recordaba que llegó al pozo de la Bruja y bebió hasta vomitar, para beber de nuevo y volver a vomitar, a pesar de lo cual no logró saciar del todo aquella terrible sed. Cuando finalmente logró llegar a casa, el viejo Charley preparó una nauseabunda poción hecha a base de agua, sal y soda, todo ello mezclado con ceniza de pelo de caballo y varias hierbas quemadas. Sólo después de haberla bebido desapareció la insoportable sensación de sed.

Carson sabía ahora que había sufrido un grave desequilibrio electrolítico causado por la deshidratación. La nauseabunda poción de Charley lo había corregido.

Había muchas salinas en el desierto de Jornada. Tendría que recordar cómo procurarse sales amargas para cuando encontraran agua.

Sus pensamientos se vieron interrumpidos por un zumbido repentino en la lava, delante de donde se encontraba. Por un momento se preguntó si alucinaba a causa de la sed. Pero
Roscoe
levantó la cabeza con un movimiento brusco, despertando de su letargo, y empezó a encabritarse con nerviosismo.

—Tranquilo —le dijo Carson—. Tranquilo, muchacho. Hay una serpiente de cascabel por ahí delante —advirtió en voz más alta.

Susana se detuvo. El sonido se hizo más insistente.

—¡Jesús! — exclamó ella, y retrocedió.

Carson escudriñó el terreno, con mirada atenta. La serpiente estaría a la sombra; hacía demasiado calor bajo el sol, incluso para una serpiente de cascabel.

Entonces la vio; un grueso lomo diamantino, enroscada en forma de S, bajo la base de una yuca, a unos siete metros de distancia, con la cabeza elevada unos veinticinco centímetros sobre el suelo. Era de tamaño medio, de un metro de longitud. Los anillos de la cola se deslizaban lentamente, mientras se mantenía en posición de ataque. El sonido del cascabel se había detenido temporalmente.

—Tengo una idea —dijo Carson—. Esta vez propia.

Entrego a Susana las riendas de su caballo y se apartó cuidadosamente de la serpiente, hasta que encontró un matojo adecuado de mesquite. Arrancó dos ramas en forma de horquilla, eliminó las espinas y ramas más pequeñas y regresó adonde estaba la mujer.

—Oh, Dios mío, no me diga que va a cazar a esa hija de perra.

—Voy a necesitar su ayuda.

—Sólo espero que sepa lo que hace.

—En el rancho cazábamos serpientes como ésta. Se les corta la cabeza, se las destripa y se asan al fuego. Saben a carne de pollo.

—Sí, y acompañadas por un plato de ostras de las montañas Rocosas. Ya he oído contar esa clase de historias.

Carson soltó una carcajada.

—La verdad es que lo intentamos una vez, pero la maldita serpiente estaba muy escuálida, y terminó por quemarse en el fuego, lo que no ayudó nada.

Luego se acercó a la serpiente, que empezó a cascabelear de nuevo y se enroscó tensamente al tiempo que hacía oscilar levemente la cabeza. Vio la lengua bífida aletear en mortal advertencia. Sabía que la longitud del ataque equivalía a la de la serpiente, un metro. Se mantuvo bastante por detrás de esa distancia y adelantó la horquilla de una de las ramas hacia ella. No era probable que la serpiente atacara la rama. Atacaban sólo cuando notaban el calor de un cuerpo.

Con un movimiento rápido sujetó el cuerpo del reptil con la horquilla. La serpiente se desenroscó y empezó a lanzarse a uno y otro lado. Con la segunda rama, Carson sujetó a la serpiente por un punto más cercano a la cabeza. Luego cambió la primera horquilla a un punto aún más cercano a la cabeza. Avanzó así, hasta que la tuvo bien sujeta justo por detrás de la cabeza. La serpiente, furiosa, abrió aún más la boca, una caverna rosada, con una brillante gota de veneno en cada colmillo. La cola se agitaba locamente.

Carson se agachó con precaución y le cogió la cabeza por detrás, poniendo el dedo pulgar encima, y el índice y el dedo medio rodeando firmemente la nuca. Después la levantó ante De Vaca.

Ella le miró desde una distancia segura, con los brazos cruzados.

—Vaya —exclamó sin entusiasmo.

—Adelántese con los caballos —dijo él.

De Vaca lo hizo, y los caballos miraron hacia Carson, nerviosos ante la serpiente. Una vez los dos animales estuvieron más allá, Carson tomó la cola de la serpiente con la otra mano.

—Encontrará una punta de flecha de pedernal en el bolsillo de mis pantalones —dijo—. Sáquela y córtele el cascabel. Asegúrese de cortar todos los anillos.

—Creo que ésta es la única forma que se le ha ocurrido de conseguir que meta la mano en sus pantalones —dijo ella con una mueca burlona—. Pero empiezo a comprender la idea.

Extrajo la punta de flecha y, mientras Carson sostenía la cola de la serpiente sobre una superficie plana de lava, pasó la afilada punta por la cola de la serpiente y le cortó los cascabeles. El reptil se agitó, furioso.

—Ahora retroceda —dijo Carson—. Voy a soltarla.

Se inclinó y, con una mano, colocó la serpiente en el suelo. Le soltó la cola, tomó uno de los palos ahorquillados y la sujetó por detrás de la cabeza. Luego se preparó, la soltó por completo y saltó hacia atrás, todo ello en un solo movimiento.

La serpiente se enroscó y embistió en su dirección. Luego reptó entre las rocas y se retiró como un muelle, para después enroscarse y levantar la cabeza. Su cola vibraba furiosamente, pero de ella ya no surgía ningún sonido.

De Vaca se guardó los cascabeles.

—Está bien,
cabrón
. Lo admito, estoy impresionada. Nye también lo estará. Pero ¿de qué servirá dejar aquí a ese animal? Nye tardará horas en llegar.

—Las serpientes de cascabel son esotérmicas, y no pueden desplazarse muy lejos con este calor —dijo Carson—. No se marchará a ninguna parte hasta después de la puesta de sol.

—Espero que muerda a Nye en los cojones —dijo ella.

—Aunque no llegue a morderle, apuesto a que le dará un buen susto.

De Vaca rió y le entregó la flecha.

—Bonita punta de pedernal —dijo—. Resulta muy interesante que un anglo lleve una cosa así en el bolsillo. Dígame, ¿la afiló usted mismo?

Carson la ignoró.

El sol se hallaba ahora directamente sobre sus cabezas. Continuaron la marcha, despacio; los caballos llevaban la cabeza gacha y los ojos entrecerrados. Olas de calor les envolvían. Pasaron junto a un grupo de cactus en flor, y observaron que el brillo del sol parecía transformar las flores de color púrpura en cristal petrificado.

Carson se volvió a mirar a Susana. Igual que él, conducía el caballo por la brida, con la cabeza gacha y el rostro bajo la sombra del sombrero. Pensó en lo afortunada que había sido la idea de regresar para coger los sombreros, antes de salir del cobertizo. Si al menos se le hubiera ocurrido tomar más cantimploras para llevar agua, o si hubiera estropeado uno de los cascos de
Muerto
. Dos años antes no habría cometido aquella clase de errores, ni siquiera en una situación de pánico y agitación como la que se desató en Monte Dragón.

Agua. Los pensamientos de Carson volvieron a las cantimploras, guardadas en las alforjas. Cada pocos minutos miraba subrepticiamente en esa dirección. De Vaca también se volvió a mirar. No era una buena señal.

—¿Qué daño haría tomar un trago? — preguntó ella finalmente.

—Sería como darle whisky a un alcohólico —contestó Carson—. Un trago conduce a otro, y pronto la habríamos acabado. Necesitamos el agua para los caballos.

—¿A quién demonios le importa que sobrevivan los caballos si al final morimos nosotros?

—¿Ha probado a chupar un pequeño guijarro? — preguntó Carson.

De Vaca lo fulminó con la mirada y escupió algo pequeño y brillante.

—Lo he chupado durante toda la mañana. Lo que quiero es beber. De todos modos, ¿para qué sirven estos condenados caballos? Hace horas que no montamos en ellos.

El calor y la sed la volvían irascible.

—Se quedarían cojos si los montáramos aquí —dijo él con el tono más sereno que pudo—. En cuanto salgamos de la lava…

—¡Al diablo con todo! — exclamó ella—. Voy a tomar un trago.

Extendió la mano hacia la alforja.

—Espere —dijo Carson—. Espere un momento. Cuando sus antepasados cruzaron este desierto, ¿se derrumbaron de ese modo? —Se produjo un silencio—. Don Alonso y su esposa cruzaron juntos este desierto. Y estuvieron a punto de morir de sed. Eso fue lo que usted misma me dijo. — Ella apartó la vista y se negó a contestar—. Si hubieran perdido los nervios, usted no estaría hoy aquí.

—No trate de hacerme un lavado de cerebro,
cabrón
.

—Esto es muy real, Susana. Nuestras vidas dependen de estos caballos. Aunque estemos demasiado débiles para caminar, podremos continuar si mantenemos a los caballos en buen estado.

—Está bien, está bien, me ha convencido —espetó ella—. De todos modos, preferiría morir de sed antes que escuchar sus sermones. — Tiró con fuerza de las bridas de su caballo—. Vamos, mueva el culo —murmuró.

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