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Authors: David Sakmyster

Tags: #Aventuras, #Histórico

Objetivo faro de Alejandría (10 page)

BOOK: Objetivo faro de Alejandría
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La siguiente fase, continuó Waxman, consistía en ver si había algo en Herculano que les pudiera servir de ayuda.

—Sabemos que una serie de terremotos destruyó la mole del faro, y que el último gran terremoto, ocurrido en 1349, acabó con lo que quedaba.

—Y —añadió Helen— podemos colegir que el movimiento tectónico, el derrumbe de la estructura y las toneladas de piedra caliza han imposibilitado excavar en el lugar donde se encontraba la entrada original.

—¿Pero no significa eso que hemos llegado a un punto muerto? —objetó Dennis—. ¿Qué importan los papeles de César si a fin de cuentas no podemos entrar en la cámara del faro?

—Hemos buceado por la zona —repuso Waxman, señalando con la barbilla a Victor y Elliot—, pero con un éxito limitado. Necesitamos centrar nuestras energías en ese frente, ver si alguno de vosotros puede dar con la forma de entrar allí desde el mar.

—¿Y qué hay de la fortaleza Qaitbey? —preguntó Xavier Montross. Estaba en la treintena, y tenía una espesa mata de pelo rojizo. Por su aspecto parecía un jugador de fútbol, esbelto y musculoso. Nunca fumaba, ni bebía, ni ingería comida basura, y siempre se sentaba lo más lejos posible del resto, como si temiera que su mero contacto pudiese contaminarlo—. ¿Alguien ha mirado dentro, o fisgoneado en su sótano?

Había algo en su mirada que impacientaba a Caleb, como si de todos los psíquicos allí reunidos Xavier fuera el único que tenía algo, un chispazo de poder auténtico: la capacidad de hacer trizas los magros talentos de Caleb. A este siempre le había dado escalofríos la presencia de Montross. Pero, por suerte, Xavier era también el miembro de la Iniciativa más dispuesto a recluirse, y rara vez decía lo que pensaba o comentaba con el resto sus visiones.

Helen sacudió la cabeza:

—El gobierno de Alejandría nos ha brindado estudios muy detallados de la estructura. Parece que no hay nada más que un lecho de rocas, accesible desde cualquier punto. A menos que haya una entrada oculta, o un túnel, en alguna parte.

Caleb tosió, y su voz volvió a quebrarse:

—¿Y si probáramos con un sónar, para ver si localizamos cámaras huecas?

—Podría hacerse —replicó Waxman—, aunque obtener permisos para excavar la fortaleza o dañar los cimientos, sea del modo en que sea, se antoja una labor extremadamente difícil, dado el nivel de proteccion del que goza al ser un emplazamiento musulmán histórico.

—Eso nos devuelve a la ruta por mar —dijo Helen—. Sabemos, por los testimonios del pasado, que el diseñador del faro, un brillante arquitecto llamado Sostratus, empleó numerosas técnicas de construcción, todas ellas ciertamente avanzadas, entre las que se incluían la hidráulica, el torno, las palancas y las poleas. También creemos que tenía que haber conductos de ventilación en el puerto, por donde pudiera canalizarse el agua del mar para poner en marcha los mecanismos internos.

—Por ejemplo, las trampas.

Caleb no pudo reprimirse de decir aquello.

Waxman le lanzó una mirada de advertencia.

—Sí, hay algunos rumores de eso. Y quizá los papeles de César revelen cómo sortearlas. Si tu visión es cierta, quizá César encontró la puerta que daba a las cámaras inferiores, pero, o bien no pudo abrirla… o tuvo miedo de que al hacerlo de forma incorrecta accionase dichas trampas.

Helen se incorporó:

—Si lográramos encontrar y descifrar ese antiguo documento, que la erupción del Vesubio quizá ha conservado, podríamos hacernos con la clave que conduce al tesoro.

Dennis se rascó la cabeza:

—Y vuelvo a preguntar: ¿qué demonios es ese tesoro? ¿Una tonelada de oro o algo así?

—No lo sabemos con exactitud —replicó Helen—. Podría tratarse de lo que Alejandro saqueó en sus conquistas por toda Asia y la India. Las leyendas no dicen demasiado al respecto. Lo único que sabemos es que, sea lo que sea, es bastante valioso como para que mucha gente haya muerto tratando de encontrarlo.

«Y también», pensó Caleb a regañadientes, recordando al padre y al hijo que habían preferido morir antes que entregar a César el pergamino, «tratando de mantenerlo oculto».

Tomó aliento, sintiéndose refrescado por dentro, y se miró la punta de los zapatos. En tanto el resto del grupo discutía los primeros planes para visitar Herculano, reparó en un maletín de cuero que yacía a sus pies. Era el maletín de Waxman. Tenía diversos compartimentos abatibles, pero uno de ellos se hallaba ligeramente abierto, y Caleb vio en su interior una carpeta con varias hojas ceremoniosamente mecanografiadas. En el vértice superior derecho de una de las hojas había un sello estampado: el perfil de la cabeza de un águila sobre un estandarte en cuyo centro brillaba un sol radiante.

La sangre de Caleb se tornó tan fría como el hielo. Los pequeños cabellos de su nuca se erizaron. Levantó la vista hacia Waxman. Allí, junto a Helen, el tipo hablaba mientras gesticulaba con las manos, espolvoreando la ceniza de su cigarrillo en el aire, en tanto Helen, presa de un entusiasmo similar, señalaba diversos dibujos y establecía relaciones.

El águila… el sol y los rayos…
Una vez tras otra había visto aquella imagen, teñida por un rastro de sangre, en las pesadillas que protagonizaba su padre. Verla allí, en la propia realidad, atenazó su estómago con lo que semejaba un alambre de espino.

La sonrisa de Helen se desvaneció al reparar en la expresión de Caleb. Pero este ya había dejado la silla y abandonaba la mesa, a Waxman. Se volvió y salió dando tumbos de la sala, pretextando con un hilo de voz que necesitaba ir al baño. Al volver la esquina, entró tambaleándose en el aseo, se derrumbó en el primer compartimento, que olía como si no lo hubieran limpiado desde que el Vesubio perdió su cima, y sintió que el estómago se le daba la vuelta.

Caleb llegó como pudo hasta el lavabo, se mojó la cara y luego miró al espejo. Justo a su espalda, apoyado contra la pared, había un individuo de cabellos greñudos y grasientos que le caían sobre la cara, con la cabeza gacha y las manos pegadas a los costados. Vestía una chaqueta de color caqui, bastante desvaída, unos pantalones sucios y botas encostradas de lodo.

Le temblaban las manos, y todo su cuerpo se estremecía violentamente. Un murmullo gutural surgía de sus labios. Caleb se dio la vuelta, a punto de gritar…

… pero no vio a nadie. Incapaz de volver a mirar el espejo, ya fuera para encarar a aquel inquietante intruso o la posibilidad de su propia enajenación, Caleb se apresuró a salir del aseo, subió sin apenas fuerzas hasta su cuarto y se dejó caer sobre la cama, donde enseguida se sumió en un gratificante sueño sin sueños.

11

Nápoles, Italia

Arribaron en la bahía de Nápoles una tarde bendecida por el sol, el calor, aunque soportable, y el omnipresente olor de los olivos, que ondulaba sobre las calmosas aguas. El Palacio Real, con su enorme fachada sur teñida de rojo y gris, sus emparrados colgantes y sus incontables ventanas, podía verse a más de un kilómetro de distancia desde el muelle en el que se encontraban, abarrotado por las barcazas que vomitaban sobre la costa su cargamento de turistas.

Tras tocar tierra, descendieron por la rampa y atravesaron una pequeña plaza. Presumiendo de eficiencia, Waxman se encargó de los trámites arancelarios, y luego encabezó la marcha junto a Helen, que sólo se entretuvo en mirar atrás una vez para asegurarse de que Caleb y Nina los seguían. La impaciencia de Helen se dejaba ver en la forma en que sus brazos oscilaban hacia adelante y atrás y en la zancada con la que iba devorando los peldaños de la plaza.

«Su entusiasmo era contagioso», pensó Caleb. Pese al acuciante miedo que Waxman le había metido en el cuerpo —el miedo a que todo aquello estuviera ideado con el único fin de incorporarle una vez más al grupo—, y pese a los papeles que había visto en su maletín, sumado a la certeza de que Waxman era mucho más de lo que parecía, la situación resultaba emocionante. No podía sino sentir el inevitable estremecimiento, esa andanada de impulso aventurero con que los eruditos se limitaban a fantasear mientras permanecían encerrados en sus bibliotecas o en sus aulas rectangulares frente a una caterva de estudiantes con cara de sueño.

Caleb y Nina trataron de seguir el paso de los otros, pero no tardaron en decidir marchar a su propio ritmo. Los restantes miembros del grupo se habían quedado en Alejandría con órdenes de proseguir los experimentos de visión remota, centrados esta vez en el puerto y en la búsqueda de un camino que condujese a las cámaras emplazadas bajo el faro.

Caleb se sentía bastante torpe al lado de Nina; no había tenido novia en dos años, y sólo unas cuantas aventuras pasajeras con algunas estudiantes que se habían encaprichado de él. Pero en comparación a aquellos inocentes flirteos, Nina era una leona, una tentación joven, deliciosamente educada, revestida de una piel de melaza y con unos ojos tan verdes que cegaban a Caleb hasta el punto de que ni siquiera se daba cuenta de si la miraba con demasiada atención. Nina le había sorprendido admirándola más veces de las que quería recordar durante el viaje en el
ferry
. Se había limitado a sonreír, divertida ante tan lisonjero interés.

—No les perdamos el paso —le dijo Nina en voz baja, dándole un suave golpecito con el codo mientras aceleraba su zancada. Llevaba una blusa veraniega de color rojo y blanco, que a Caleb le recordaba a las infladas velas de algún barco avistado en una de sus visiones, y unos pantaloncitos que dejaban ver sus doradas piernas, rematadas en unas sandalias de tacón alto. Unas gafas de sol de cristal reflectante se asentaban en los delicados rizos de su espesa cabellera negra.

Caleb apuró el paso, y sus latidos se aceleraron al tratar de alcanzar al resto; por más que le costase, se obligó a apartar los ojos del cuerpo de Nina, que subía a un ritmo más rápido la escalera de mármol en dirección al palacio.

Allá arriba, Helen y Waxman debatían el mejor modo de documentar aquella parte de su proyecto.

—Si encontramos lo que buscamos, el hallazgo será la mejor prueba documental de nuestro éxito —argumentaba Helen.

Cruzaron la plaza, provocando el vuelo de las palomas, que se abrieron ante ellos como un mar bíblico, si bien sólo para regresar a sus posiciones una vez pasaron de largo. Caleb abrió la puerta para Nina, cuyos brillantes labios descorcharon una juguetona sonrisa antes de pasar, y luego dedicó una prolongada mirada al interior del palacio, a sus cuidados jardines, sus acicalados rosales y pulidas estatuas que dominaban desde la terraza las vistas al puerto.

Una vez dentro, Waxman los emplazó a separarse del grueso de turistas y se dirigieron a una puerta lateral donde aguardaba, impaciente, un tipo de rostro agriado y traje azul. Cuando Waxman se presentó, el hombre pareció bastante aliviado.

—Giuseppe Marcos —les saludó—. Director de la Biblioteca Nazionale, la mayor colección de libros que hay en toda Italia si dejamos de lado los archivos del Vaticano, sita aquí, en el Palacio Real.

Caleb recorrió el lugar con una mirada atenta, maravillándose tanto de las proporciones arquitectónicas como de los contenidos que albergaba solamente aquel vestíbulo. Aparte de la enorme colección de obras de arte y esculturas del Renacimiento, que por sí sola abarcaba varios siglos, el palacio también contenía la Officina dei Papiri, que analizaba y conservaba los pergaminos más antiguos recuperados de la cercana Herculano.

Pese a su falta de carisma personal y sus ocasionales errores con el vocabulario inglés, Marcos tenía una voz fluida y atractiva; en otra vida hubiera podido ser el primer tenor de la Ópera Real. Nina parecía adorar su modo de hablar, y se le pegaba tanto que consiguió incomodar al hombre. Sin necesidad de extenderse demasiado, Giuseppe les relató la construcción del palacio a comienzos del siglo XVII, y su proyectado uso como residencia del rey de España, Felipe III, quien, irónicamente, había prometido visitar Nápoles, aunque nunca se molestó en hacerlo.

Waxman, con su falta de tacto habitual, cortó de golpe la lección de historia y el paseo por el palacio.

—¿Podemos continuar? No tenemos mucho tiempo, y hemos venido a ver el laboratorio.

Disculpándose, el guía les indicó que le siguiesen, y caminó pasillo adelante lanzando frecuentes miradas por encima del hombro:

—Esto es muy irregular, ¿no? No hay muchos visitantes interesados en ver los papiros, o la biblioteca. Piensan que es… ¿cómo lo llaman ustedes, los americanos?… ah, sí: ridículo.

—Puede que otros lo piensen así —protestó Caleb—, pero al menos yo sí tengo verdadero interés en visitar su biblioteca.

De hecho, se le hacía la boca agua al pensar que en cuestión de minutos estaría tocando el lomo encuadernado de unos libros que se remontaban a cientos de años atrás. Imaginó a unos solitarios monjes de la Edad Media afanándose en sus trabajos cotidianos, allá en sus polvorientos monasterios, copiando los clásicos mientras el mundo se regodeaba en su propia ignorancia.

Giuseppe sonrió:

—Bueno, cuente con que los verá, señor. Pero debo decirle, señor Waxman, señorita…

—Señora —le corrigió Helen—. Señora Crowe.

Caleb vio a Waxman hacer un gesto en el que Helen no reparó.

—Aunque con Helen basta —añadió—. Por favor,
signore
Marcos, me doy cuenta de que lo que le estamos pidiendo se sale de lo corriente, pero tenemos razones para pensar que cierto pergamino de la colección de Herculano alberga un enorme interés arqueológico para Alejandría.

—Lo tengo en cuenta, señorita… eh, Helen, pero mucho me temo que han venido hasta aquí para nada.

Dejaron atrás un pasillo hecho de losas de mármol y llegaron al siguiente, cubierto de un extremo al otro por enormes tapices, donde se congregaban los rostros vacuos, bovinos, de la dinastía Borbón, que parecían observar el avance de tan humildes visitantes por su ancestral hogar.

Tras rebasar un portón de madera de caoba, a Caleb se le encogió el corazón en el pecho: ante sí, colmando una pared, se alineaban varios estantes rebosantes de libros. Trató de ver algo por encima del hombro de Waxman y así obtener una mejor perspectiva de la biblioteca.

Giuseppe dijo:

—Deben comprenderme. De los más de dos mil pergaminos extraídos de las excavaciones en la Villa dei Papiri, sólo hemos podido abrir unos mil quinientos. Y hay que tener en cuenta que tal cosa ha sido una labor de dos mil años.

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