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Authors: David Sakmyster

Tags: #Aventuras, #Histórico

Objetivo faro de Alejandría (5 page)

BOOK: Objetivo faro de Alejandría
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—Sí, soy un tipo con suerte.

—¿Por qué subiste tan rápido, Caleb? ¿Viste algo?

Caleb se frotó las sienes.
Un destello de luz, el ardiente cielo egipcio tornándose repentinamente oscuro en cuanto se adentró en la sombra de Faros
. Pestañeó.

—¿Dónde está mi madre?

—Hablando con el Concilio de Autoridades Egipcias, para tratar de garantizarnos el acceso a las catacumbas que se extienden por la antigua Vía Canópica. Y granjeándonos permisos de buceo…

—Ya es un poco tarde para eso.

—Hemos usado los tuyos —replicó Waxman.

Caleb reparaba ahora en el rostro que le contemplaba desde el ojo de buey. Tenía el cabello de color salino, ondulado y peinado hacia atrás sobre una frente alta y triangular; unos pómulos estrechos, y una mandíbula sólida y prominente bajo unos labios finos que parecían pintados a lápiz. En ellos humeaba un cigarrillo, en cuya punta se iba despellejando un largo túmulo de ceniza a punto de caer. Algunos penachos de humo se entremezclaban alrededor de su rostro, oscureciendo los ojos y nublando la ventana.

—Recuérdame —prosiguió Waxman— que le agradezca a Columbia su ayuda en nuestra humilde búsqueda.

—Vuestra búsqueda —le corrigió Caleb, tratando de incorporarse mientras la cámara de presurización hacía su trabajo—. Decidí abandonar la Iniciativa Morfeo hace ya cuatro años, ¿recuerdas?

—Sí, creo recordar algo así —dijo Waxman esbozando una sonrisa—. Y una vez más, si sirve de algo que lo diga, lo lamento.

—Díselo a Phoebe.

—Ya lo hice. Lo hago, cada vez que la veo.

Caleb estrechó los párpados.

—¿Cuándo la has…?

—¿No te lo ha contado tu madre? Hemos convertido vuestra casa de Sodus en nuestro nuevo cuartel general.

—Debió de olvidar contármelo —replicó Caleb con acritud—. Pero, en cualquier caso, tampoco es que hablemos mucho.

Por supuesto, Caleb no quería preguntar a Waxman dónde dormía.

—Una pena. Estarías orgulloso de tu hermana. Incluso desde su silla de ruedas se ha convertido en una pieza indispensable del grupo. Sus investigaciones en los archivos y laboratorios de la Universidad de Rochester han demostrado no tener precio, y la forma en que dirige las reuniones, cataloga los dibujos, decide los objetivos y pruebas de los miembros del equipo… en fin, qué puedo decir salvo que es única.

—Me alegro por ella.

Caleb trató de que aquella afirmación tuviera un deje sarcástico, pero lo cierto es que se alegraba de verdad. Sabía del éxito que había cosechado durante su primer año en la universidad, pero la correspondencia que mantenía con ella había ido haciéndose más y más escasa con el paso del tiempo. El pasado aún gravitaba sobre ellos, imponiendo su peso implacable, y el sentimiento de culpa era demasiado intenso. Caleb llegaba al extremo de no coger el teléfono cuando su hermana lo llamaba; al principio aquello sucedía varias veces por semana, pero luego, tras su falta de respuesta, una vez al mes. Los mensajes de Phoebe se acumulaban de tal modo en el buzón de voz que Caleb se veía obligado a borrarlos para liberar espacio.

Waxman dio unos golpecitos en la puerta:

—Y en parte, estar allí, en la casa de tu infancia, con ese pequeño faro que preside la bahía, no sé… —sonrió y dio un paso atrás, de manera que la descolorida ventana era lo único que se veía—, ayuda a cristalizar las visiones, y prepara la corriente mental del grupo en la situación ideal para llevar a cabo su misión.

—¿Y en qué consiste ahora esa misión, George?

Caleb siempre le llamaba George en su propia cara. Quizá estaba siendo injusto, pero aquel tipo se había inmiscuido en sus vidas, en su familia, como una astilla se clava en una uña, y además había sucedido muy poco después de que su padre hubiera desaparecido. En aquel tiempo, incluso a una edad tan temprana, Caleb conocía al dedillo la historia de Odiseo. Enamorado de los cuentos que su padre le contaba a la hora de acostarle, todos ellos extraídos directamente de las tragedias griegas y de la literatura clásica, Caleb imaginaba a Waxman como uno de los pretendientes de Penélope y a su padre como un moderno Odiseo; y había mantenido viva la fantasía de que, algún día, su padre regresaría con el corazón rebosando en ansias de venganza, para aplastar a todos aquellos necios que hubieran soñado siquiera poder ocupar su lugar.

El rostro de Waxman regresó al ventanuco, y su voz crepitó sobre el golpeteo que Caleb escuchaba por todas partes:

—Nuestro proyecto, nuestro objetivo, en esta ocasión, es localizar el escenario perfecto para nuestras pruebas; un enigma arqueológico que, de resolverse, podría probar científicamente y de una vez por todas que la visión remota es un hecho.

Hizo una pausa, que aprovechó para dar otra calada a su cigarrillo. Caleb casi podía oler el aroma mentolado desde el otro lado de la puerta. Era el tipo de cirgarrillos preferido de Waxman, y también el olor que Caleb asociaba a la presencia de George y a la ausencia de su padre.

Waxman prosiguió:

—¡El Faro de Alejandría! Tan sólo imagina lo que significaría localizarlo por medios puramente psíquicos. Piénsalo: un caso documentado de éxito, una mezcla de parapsicología y arqueología. Abriría tantas puertas a la investigación científica, generaría tal interés, y…

—Becas… Dinero…

—Sí, por supuesto. Pero no estoy en esto por el dinero, Caleb.

—¿No? ¿Entonces qué sentido tuvo la inmersión en Bimini del año 2003? Creo recordar que tanto mi madre como otros miembros de tu grupo de dementes psíquicos lograron señalar la localización exacta de tres barcos naufragados y un buen número de objetos hundidos.

—Eso era diferente.

—¿Y qué hay de Belice, George? ¿Para qué fuimos allí, si no era con la promesa de dar con el tesoro que Elliot visualizó en uno de sus trances? ¿Para qué entramos en la Tumba Quince?

George guardó silencio durante un largo rato:

—Caleb, créeme, esto es diferente.

—¿De veras? —Caleb se incorporó, entre tambaleos, y tuvo que morderse el labio para pugnar contra el dolor que envaraba sus músculos a causa de la narcosis del nitrógeno, lo que le producía un revuelo de microscópicas burbujas en las venas. Avanzó dando tumbos y se apoyó contra la pared—: A ver si puedo entonces explicar la diferencia. No has venido hasta aquí para localizar una de las siete maravillas perdidas del mundo antiguo o para probar la validez de algo que ya sabemos que es real. Has venido hasta aquí para localizar otra cosa.

Waxman guardó silencio.

Caleb se acercó un poco más, deslizándose a lo largo de la pared hasta que su rostro surgió en el cristal; sus ojos se clavaron en los de Waxman.

—Conoces las leyendas. Has estudiado las mismas historias que yo, los mismos rumores de los que mi madre nunca cesaba de hablar, los mismos relatos que mi padre me contaba de niño —tragó saliva; tenía la boca seca—. Quieres el tesoro. El tesoro perdido de Alejandro el Grande.

—Mentiría —replicó Waxman— si dijera que tal pensamiento no se me ha pasado por la cabeza.

Caleb volvió a sentarse, apretándose con las manos sus palpitantes sienes.

—Bueno, al fin dices algo que me puedo creer.

—Pero Caleb, piensa en ello. ¡Podemos hacerlo! Estamos mejor preparados que nadie en este mundo. ¿Y por qué? Porque podemos ver, ver de verdad. Los otros arqueólogos no son más que una reata de ciegos que no tienen otro remedio que apoyarse en palabras ancestrales, textos borrosos o reliquias de la antigüedad, algunas con más de dos mil años a sus espaldas, para conseguir su propósito. Mientras ellos pugnan por hacerse oír bajo el marasmo burocrático al que les obligan tanto gobiernos como museos, nosotros somos capaces de ver más allá, hasta las profundidades del pasado, con el fin de adivinar exactamente dónde y cómo hacernos con lo que perseguimos.

—Si es que tal cosa existe.

—Caleb, como bien has dicho, tú has leído los mismos textos que yo. Y también has leído las notas de tu padre. Sé que lo has hecho.

Caleb levantó la cabeza. Sí, las notas de su padre. Por un momento, en su mente apareció el súbito recuerdo de una noche ocurrida diecisiete años atrás: su padre estaba en una habitación, rodeado de pilas de libros antiguos, periódicos y revistas. Y dibujos: cientos de dibujos. Algunos de Helen, otros de su padre…


y allí está, vestido con su uniforme militar, una semana antes de su partida, mirando por encima del hombro a Caleb, que sólo tiene cinco años y le devuelve la mirada desde la puerta, con un papel entre las manos: el dibujo de una vista nocturna a Faros, sitiada por un ejército de naves romanas.

Caleb parpadeó, para encontrarse nuevamente en la cámara de recompresión, escuchando a Waxman hablar y hablar sobre las investigaciones de su padre.

—… su obsesión, que también se convirtió en la de tu madre. Me resulta curioso que tu padre, el hijo del vigilante de un faro allá en el norte del estado de Nueva York, pudiera tener como mayor pasión en esta vida la existencia del primer faro, y se dedicara a investigar y a aprender todo cuanto tuviera que ver con él.

—Sí —dijo Caleb—, curioso. Como también resultaba «curioso» que sus hijos debieran acompañarlo en sus viajes por medio mundo, y arriesgara sus vidas en pos de cualquier tesoro sobre el que tú quisieras poner tus manos.

—Tu madre…

—… tendría que haber sido más lista. Perdimos a nuestro padre, y entonces, como si con eso no fuera suficiente, perdimos también nuestra infancia, obligados a patear junglas infestadas de insectos y pecios sumergidos, y todo por ti.

—No voy a disculparme por ello. No podrías haber pedido una educación mejor.

—Yo no la pedí. Y tampoco Phoebe…

—Caleb, ya basta. Y escucha. Debemos abandonar cuanto antes este lugar, así que vayamos al grano. ¿Qué has visto allá abajo?

Caleb dejó caer la cabeza.

—Si lo prefieres, puedes dibujarlo —le ofreció Waxman, señalando el papel y los lápices.

—No lo necesito —susurró Caleb.

—¿Qué?

—No necesito dibujarlo. Y no es nada. No ha sido nada.

—Así que no fue «nada» lo que casi acaba con tu vida…

Caleb levantó la vista.

—Nada que pueda servirte de ayuda. Lo único que he visto ha sido la almenara. El faro. El día anterior a su inauguración.

Waxman guardó silencio, conteniendo el aire en sus pulmones.

—¿Y…?

—Y nada. Sostratus, el arquitecto, estaba allí, y yo, no lo sé, de algún modo podía ver cuanto sucedía a través de los ojos de Demetrius…

—¿El bibliotecario?

—Sí, supongo que sí.

—Fascinante.

—Sí, bueno… Sostratus estaba mostrando el lugar a Demetrius. Era… bello, majestuoso, imponente. Pero no vi ningún tesoro. Yo…

—¿Pero el faro estaba aquí?

Caleb asintió. Durante siglos, las especulaciones sobre el lugar en el que se había asentado la torre, dado que sus restos, roturados una y otra vez por los terremotos y el desuso, habían terminado por soltarse de sus cimientos y caer al fondo del lecho marino, no habían aportado nada productivo y sí un sinfín de disensiones. Pero la visión de Caleb lo había dejado claro:

—Sí, por la visión que tuve desde lo alto, la orientación de la costa, los monumentos que la rodeaban… puedo decir que sí, estaba aquí, en la punta de la península.

—¿Donde se alza la fortaleza de Qaitbey?

Caleb asintió.

—¿Algo más?

—No. Sí. Vi la inscripción. Sostratus firmó el monumento, y luego decidió cementarlo.

—Ah —Waxman sonrió de oreja a oreja—. Leí algo de eso, de hecho creo que se trataba de una de las anécdotas recogidas en los estudios de Heinrich Thielman. Así que es verdad…

—Si crees en mis visiones…

—¿Por qué debería dudar de ellas?

Caleb se encogió de hombros, pensando en su padre, en los incontables dibujos de un hombre que posiblemente aún seguía vivo, aunque como prisionero en las montañas de Irak.

—No serías el primero en hacerlo…

—Bueno, Caleb, considérame tu fan número uno, entonces. Estoy de tu lado, creo en ti. Y ahora que te tengo aquí, y que tendré que mantenerte encerrado en esta cámara durante las seis próximas horas, voy a confesártelo: no voy a dejar que te vayas sin que me des algo a cambio.

—¿Qué te parece una patada en los huevos cuando salga de aquí?

—¿De verdad que ese es todo el agradecimiento que me espera?

—Gracias —dijo Caleb, volviéndose y regresando con una visible cojera hasta el catre. Una vez allí, se tumbó—. Intentaré que se me pase esto durmiendo, y cuando despierte, me gustaría regresar a mi hotel. Tengo que coger un avión mañana por la mañana.

—No lo harás —el rostro de Waxman desapareció—. Me he, cómo decirlo, tomado la libertad de llamar a la universidad y explicar tu situación, tu experiencia cercana a la muerte…

—¿Que has qué?

—… y también que has sufrido una narcosis producida por el nitrógeno, lo que supone un auténtico peligro para tu vida. Así que debemos descartar el transporte aéreo. Además, necesitas descansar. Como mínimo, dos semanas. Y tus colegas están de acuerdo conmigo.

—No, no, no.

—Sí, Caleb. Es por tu bien. Y por el de tu madre: en unas horas estará aquí para cuidar de ti.

—Genial.

Caleb se retrepó en el lecho, rabioso, pero sabía que Waxman tenía razón. En las condiciones en las que se encontraba no podía siquiera pensar en volar. Dada la situación, debía permanecer en un hospital.

Como si acabara de leer su mente, Waxman dijo:

—La oferta sigue en pie, puedo dejarte en la enfermería local más cercana y que tú decidas por tu cuenta.

—De acuerdo, ¿qué demonios quieres?

—Quiero dos semanas, Caleb, sólo dos semanas.

—¿De qué?

—De tu tiempo —su rostro apareció otra vez en el cristal, sonriendo abiertamente—. De tus talentos. El papel, el lápiz… tus visiones. Eso es todo. Únete otra vez a la Iniciativa Morfeo, aunque sólo sea de manera temporal.

Caleb sacudió la cabeza.

—Sería una pérdida de tiempo. Esta es la primera visión que he tenido desde… desde Belice.

—Según tengo entendido, es como montar en bicicleta —repuso Waxman con una sonrisa—. En realidad, nunca lo olvidas.

—¿Qué te hace pensar que puedo servir de algo?

—Llámalo intuición. Vamos, muchacho. Pasa un tiempo con tu madre, disfruta de los lujos de mi yate o los del hotel de cinco estrellas que hay en la ciudad, y no los de esa pocilga en la que te has alojado. Simplemente, acude a nuestras sesiones, intenta visualizar nuestros objetivos, y veamos si juntos podemos resolver uno de los grandes misterios del mundo antiguo.

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