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Authors: David Sakmyster

Tags: #Aventuras, #Histórico

Objetivo faro de Alejandría (2 page)

BOOK: Objetivo faro de Alejandría
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Sin embargo, y si las leyendas no se equivocaban y las defensas del faro existían de veras tal y como se rumoreaba, su trabajo podía resultar todavía más sencillo. Sentía el borde metálico de su espada contra la cadera, y las dos dagas que ocultaba en las botas se marcaban en su piel.

Tengo que actuar con rapidez.

Barraq dejó escapar un ruido que semejaba una risa burlona, pero antes de que pudiese hablar, un ominoso rugido brotó del faro. Esta vez vino acompañado de un estruendo que recorrió la superficie de la tierra. La torre comenzó a temblar, y una enorme nube de polvo emergió de la puerta y de los cientos de ventanas y grietas que poblaban su sección inferior.

Dakhil echó a correr hacia la entrada, seguido muy de cerca por Barraq. Ambos ascendieron las erosionadas escaleras, pasaron a la carrera por entre un sinfín de estatuas que semejaban a punto de caerse, y a través de un patio repleto de maleza en dirección a la puerta, por la cual acababan de salir tres hombres de rostros oscurecidos y cubiertos de polvo. Tosiendo, cayeron sobre sus rodillas, y uno de ellos levantó la mano. La sangre manaba de su nariz y sus oídos, y había perdido un ojo.

—¡Desapareció, desapareció! —gritó, en tanto sus camaradas caían de bruces y quedaban inertes tras escupir una bocanada de sangre.

Barraq agarró al que había logrado sobrevivir y de un empellón lo puso en pie.

—¡Habla, idiota! ¿Qué ha ocurrido?

—Una puerta… —tosió un esputo de sangre, que salpicó el rostro de Barraq—. Sobre ella había extraños signos… unas serpientes entrelazadas y un báculo. No pudimos abrirla. Los tres decidimos regresar para que nos aconsejases qué hacer o para solicitar ayuda a los Magi. Pero los otros… no quisieron esperar.

Barraq volvió a sacudirlo, esta vez con más fuerza.

—¿Qué ha ocurrido?

—¡Martillos! Oí que unos martillos golpeaban la puerta, y entonces —tragó saliva y levantó las manos engarabitadas hacia el rostro de Baraq—, entonces gritaron, «¡es una trampa!, ¡es una trampa!». Los muros se estremecieron y el suelo cedió. Y de pronto escuchamos aquel ruido —otro ataque de tos se apoderó de su cuerpo—, como el de una rugiente ola.

Lentamente, Barraq se volvió hacia Dakhil, al tiempo que soltaba al hombre y lo dejaba caer al suelo.

—Una trampa —repitió, a la vez que un nuevo grupo de hombres comenzaba a brotar por la puerta.

Dakhil se llevó una mano a la espada, pero cayeron sobre él antes incluso de que hubiera podido desenvainarla.

Los diecisiete supervivientes habían logrado alcanzar los pisos superiores de la torre. Sin embargo, y por obra de algún desconocido artefacto, los otros ochenta y tres, incluyendo sus caballos, habían sido arrastrados de aquel lugar en dirección al puerto.

Condujeron a Dakhil hasta la escarpada costa oriental del faro y le obligaron a mirar los cuerpos de aquellos a quienes había traicionado, lanzados por el oleaje contra las rocas; le obligaron a mirar a aquellos a quienes había enviado a una muerte segura, sus cadáveres abotargados y maltrechos, que se anunciaban como testimonio de su impaciencia.

No dejó de mirar, y tampoco derrumbó su pose estoica, ni siquiera cuando los hombres de Barraq procedieron a cortarle las manos por las muñecas y los pies por los tobillos. Desoyendo los horribles gritos que profería, los hombres cauterizaron sus muñones con el fuego de una antorcha empapada en aceite y luego encadenaron a Dakhil a las rocas, bañado por el agua que crecía en la base del faro, mirando al oeste, a espaldas de la Meca.

En cierto momento, durante los subsiguientes días de agonía, mientras las gaviotas y los hambrientos peces se afanaban en comer su carne, Dakhil recordó la antigua leyenda griega de Prometeo. Después de todo, lo único que había ansiado era llevar la luz al mundo, regalarle un poderoso don a la humanidad. Al contrario que Prometeo, él había fracasado; pero, al igual que el Titán, también él había sido castigado con inhumana crudeza.

Barraq lo abandonó allí tras recoger los cadáveres y emplazar un grupo de seis hombres en la cima para proveer el lugar con una pira que ardiese sin interrupción. No podían permitirse el lujo de perder más barcos en aquel traicionero puerto, y tampoco podían dejar de mantener su continuada vigilancia sobre Constantinopla. Partió diez días después de que comenzase el lento martirio de Dakhil, demasiado pronto como para que hubiera podido ver el solitario barco que rielaba junto al puerto, arropado por el manto de una noche sin luna.

Un hombre envuelto en una túnica gris emergió del malecón y, con paso tranquilo, cruzó las rocas hasta llegar al moribundo.

—Por lo visto —dijo tras contemplarlo durante unos segundos—, tu padre no eligió demasiado bien.

Dakhil lanzó un gemido. Sus vacías cuencas oculares, que descollaban sobre una carne hecha jirones y unos pómulos excesivamente salientes, se volvieron hacia el lugar del que procedía el sonido. Sus pulmones se ahogaban en el agua de mar y la sangre coagulada.

—No…

—Somos guardianes —dijo el extraño—. Guardianes. Durante siglos se nos ha confiado un bien sagrado. No puedo perdonar lo que has hecho.

—Creía… que era la hora —murmuró Dakhil mientras el agua rompía contra su maltrecho cuerpo y la figura encapotada se inclinaba sobre él.

—No somos nosotros quienes decidimos la hora. Sólo nos limitamos a guardar el secreto hasta que el mundo esté preparado —aquellas palabras, pronunciadas con gravedad majestuosa, surgieron del interior de los pliegues de su capucha—. Mientras tanto, el faro se defenderá por sí solo. El faro siempre se ha defendido solo.

Dakhil volvió a gemir.

El extraño hombre del manto se le acercó un poco más.

—Aunque no puedo perdonarte, sí puedo ser piadoso.

Una delgada hoja cortó el cuello de Dakhil sin apenas resistencia, haciendo brotar no mucho más que un hilo de sangre. La herida dejó escapar también un suave bufido.

El hombre se incorporó. Inclinó la cabeza hacia la parpadeante almenara que se alzaba allá en lo alto, como un último ademán de respeto y un renovado compromiso con su empeño en protegerlo. Luego, lanzando un hondo suspiro, deshizo el camino hasta el bote y zarpó entre las sombras.

LIBRO UNO

—EL FARO—

Quien pretenda conquistar

Egipto ha de conquistar

Alejandría, y quien pretenda

conquistar Alejandría debe

antes conquistar el Puerto.

JULIO CÉSAR

La guerra alejandrina

1

Alejandría — Diciembre

Nueve metros por debajo de las revueltas olas que sacudían el puerto, y con las aletas azules ancladas en los peligrosos bajíos del arrecife, el profesor Caleb Crowe sostenía una cabeza de mármol del tamaño de una uva, a fin de que las frías corrientes marinas la despojasen de la mugre y el lodo que la recubrían. Dio la vuelta a la escultura, maravillándose ante aquel tardío ejemplo del arte clásico egipcio: aquella simetría perfecta, aquellos ojos profundos y pensativos.

Isis.

Tanto el tocado que vestía como la estrella Sotis que relumbraba en su cabeza situaban aquella reliquia en los albores de la dinastía Ptolemaica, más o menos en la época esperada. El profesor tanteó con una mano para tomar la cámara que colgaba de su cuello, mientras reflexionaba de qué modo emplearía aquella foto en las conferencias sobre Historia Antigua que, por entonces, preparaba para el semestre primaveral en la Universidad de Columbia.

En aquellas oscuras profundidades, los corales y las ánforas se entremezclaban con enormes rocas, inmensas columnas y fragmentos de mampostería enclavados entre restos de pecios que ningún ojo humano había visto en siglos. La respiración de Caleb se aceleró, resonando en sus oídos, aun cuando las aguas del Mediterráneo sometían su cabeza a una presión brutal. La corriente lo arrastraba hacia un lado, en dirección a un gigantesco bloque de basalto cubierto por el verdín.

Soltó la cámara y alargó los brazos para mantener el equilibrio. Y allí, bajo la mirada de Isis, la piel desnuda de sus dedos tocó una antigua losa…

… y algo parecido a una descarga eléctrica recorrió su sistema nervioso, comenzando en la base de su espina dorsal y dispersándose en todas direcciones. El agua brilló como por ensalmo, en tanto el lecho marino parecía temblar, y un insoportable dolor abrió de par en par las puertas de su mente, colándose de rondón en su interior y explotando en una lluvia de fuego, similar a un enjambre de enfurecidos carbunclos que se afanaran en carenar el interior de su cráneo.

Caleb no había sufrido ninguna visión, ningún rapto de clarividencia, en más de cuatro años, de modo que verse bajo su influjo justo ahora, en el fondo del puerto de Alejandría, a punto de quedarse sin oxígeno mientras su compañero de buceo rondaba por su cuenta más allá de aquellas tenues sombras, resultaba tan peligroso como inquietante. La visión se abrió paso en su mente como una descarga de puro placer, aunque con la misma prontitud volvió a dejarlo solo en aquellas frías aguas, donde los ojos de Isis le dedicaban una mirada de profunda piedad.

Tras unos instantes de confusión, todo regresó con mayor crudeza. El profesor se dobló en dos, hiperventilando, sintiendo arder el oxígeno que consumía,
viendo…

Su mente daba vueltas, al tiempo que sentía una punzada en el estómago. Un ejército de burbujas rodeaba su cabeza como un pez hambriento, mordisqueando su piel, deshaciéndose en gritos de alarma. Pero sus ojos, abiertos de par en par, ya no percibían lo que el profesor tenía ante sí, pues seguían el rumbo de su mente…

… hacia la torre… el faro… la isla… ahí está, alzándose ante él, un edificio de tres plantas y casi sesenta metros de alto, afilándose en una gloriosa aguja que parece desafiar al mismísimo sol de Egipto, ese astro hirviente. El revestimiento exterior de la torre brilla en su lado oeste, reflejando el sol con la luz de un millar de estrellas, y a todo lo largo de su estructura descuellan estatuas de divinidades y guardianes míticos que contemplan el mundo desde sus majestuosos nichos.

El profesor pestañea para evitar que las lágrimas nublen su vista, y al hacerlo descubre ante sí a un hombre que se alza en las escaleras, dándole la bienvenida. Un hombre en el que instintivamente reconoce como el arquitecto de Faros: Sostratus de Cnidos.

—Bienvenido, Demetrius —dice—. Ven, hay muchas cosas que quiero enseñarte.

Mirando a través de los ojos de Demetrius, Caleb comienza a hablar, como siguiendo un guion bien ensayado. Su voz se rasga y las palabras fluyen como la grava de su reseca lengua.

—Sostratus, por mucho que este lugar sea una maravilla de la técnica, también tiene la imponente majestad, aura y belleza de cuanto es divino. Amigo mío, este faro será adorado durante siglos.

Sostratus se da la vuelta y contempla su obra.

—Espero que estés en lo cierto, y humildemente, juro por los dioses que he construido este lugar con la perfección que ha de ser necesaria para que resista el paso del tiempo.

Ayuda a Demetrius a superar los últimos peldaños que dan al patio, donde las palomas y los gorriones zurean entre palmeras transterradas y fuentes que, en cada uno de los puntos cardinales, derraman su fresca provisión de aguas.

—Y aún no está acabado.

Sostratus levanta su mano hacia la lejana aguja que corona el techo en que converge cada planta; sobre la descomunal sección inferior, rectangular, de treinta metros, atravesada por trescientas ventanas; más allá de la segunda planta, de proporciones octogonales, que se eleva otros quince metros más, y luego hasta la última parte, que se levanta los definitivos quince metros que hacen culminar tamaña obra. Unas formas diminutas suben por unas cuerdas y cincelan diversas secciones de la aguja, en la cúpula y en las columnas que rodean la almenara, empleándose en ello como afanosas hormigas.

—Lamento que los albañiles no hayan retirado todavía el andamiaje. Todavía estamos trayendo piedras para el revestimiento exterior, y, por supuesto, la gran estatua de Poseidón todavía tiene que llegar en barco desde Menfis. He invitado a Euclides a que venga a visitarme y calcule la mejor manera de colocarla en la corona.

Demetrius deja escapar un gruñido; acto seguido se acerca a su amigo y le estrecha la mano.

—Por Júpiter que lo has conseguido.

—¿Qué es lo que tanto te asombra, amigo mío? Tú mismo has podido presenciar mis avances desde la preciada biblioteca que se alza al otro lado del puerto…

Demetrius se detiene, tambaleante, mientras estira el cuello y levanta la vista hacia lo alto:

—En las salas que custodian los pergaminos hay pocas ventanas. Debemos salvaguardar los libros más importantes del mundo, no exponerlos a los elementos.

Sostratus ríe entre dientes.

—Bien dicho. Y, por supuesto, en todas las festividades que habéis celebrado en el patio principal nunca se te ha ocurrido asomar la cabeza por encima del muro y mirar al oeste para admirar mi creación…

Demetrius baja la mirada hacia las sandalias que calzan sus pies, una visión ciertamente común que, sin embargo, le produce un extraño alivio:

—Lo he hecho, amigo mío, lo he hecho. Se trata de un logro increíble. Tu faro se ha convertido en una parte fundamental del paisaje durante los doce años que te ha llevado construirlo. Los ciudadanos de Alejandría pueden parecer demasiado acostumbrados a ello, pero, con todo, apenas hablan de otra cosa que de la finalización de las obras y de las próximas festividades que Ptolomeo ha planificado para el día de su inauguración. Tu faro, de hecho, se ha convertido en sinónimo de Alejandría. Los miles de visitantes diarios que arriban en nuestros puertos quedan sobrecogidos por su magnificencia. A fin de cuentas, es lo primero que ven, mucho antes de que incluso aparezca en el horizonte la línea costera.

Sostratus sonríe:

—He oído que ya lo llaman así, el Faro, como a la propia isla.

—Cierto. El breve epílogo de Homero en la Odisea
nos ha garantizado suficiente fama.

—Aun cuando el bardo esté equivocado. Los habitantes egipcios de Rhakotis le dijeron a Menelao que la isla pertenecía al faraón, y, en virtud de tal ignorancia, el nombre se quedó así. La isla de Faros.

Demetrius asiente, intentando evitar sumirse en el mismo aburrido debate que ya ha tenido que soportar innumerables veces.

—Créeme, conozco bien esa historia. Tenemos más de noventa copias, traducidas a catorce lenguas, y varios eruditos enfrascados en la Ilíada.

—Las ambiciones que te alientan son maravillosas —se admira Sostratus, tratando de que su cumplido suene sincero, aunque evitando reparar en la mirada herida de Demetrius—. ¿O se trata de la ambición de nuestro rey?

—Un poco de los dos. Aunque de vez en cuando debo alimentar los intereses de nuestro benefactor. —Sostratus asiente, en señal de simpatía—. Ahora, amigo mío, ¿procedemos con el prometido paseo, o debo aún esperar otros doce años?

—Sólo un momento. Primero quiero que mires arriba, justo allí.

Sostratus señala hacia un andamio algo bajo, desatendido en aquel momento, sobre el cual se alza una amplia inscripción cincelada con letras griegas, lo bastante grandes como para ser vistas por los barcos que llegan al puerto oriental.

Demetrius entrecierra los párpados y lee en voz alta:

SOSTRATUS DE CNIDOS, HIJO DE DEXIFANOS, DEDICA ESTE LUGAR A LOS DIOSES SALVADORES EN NOMBRE DE AQUELLOS QUE SURCAN LOS MARES.

Demetrius pestañea:

—Dejando de lado todos los honores que debemos a Cástor y Pólux, creo que Ptolomeo Filadelfio tendrá algo que decir acerca de que hayas grabado tu nombre en el monumento.

—Por supuesto que sí —replica Sostratus, mientras sus labios se curvan en una sonrisa—, de haber visto esto. Nuestro rey busca su propio crédito, y cierto es que lo tendrá. Soy humilde y paciente. Mis pensamientos siempre están en el tiempo futuro, más allá del horizonte de simples generaciones.

—¿Qué pretendes hacer? —pregunta Demetrius, sinceramente perplejo.

—Hoy, cuando remita el calor del sol, mis esclavos cubrirán con cemento esta inscripción y grabarán sobre ella el crédito que merece nuestro gran rey.

Una sonrisa repta por el rostro de Demetrius:

—¡Ah, ingenioso! Descartando, claro está, que tus esclavos sean mudos, o que los mates, con el paso del tiempo el cemento se caerá por sí solo, revelando tu nombre.

Sostratus extiende los brazos y cierra los ojos, regoldándose en alguna visión tan privada como remota:

—Seré inmortal.

—Nunca te hubiera considerado tan vano. ¿Es tan importante que se te recuerde por siempre?

—Sólo por lo que he hecho. Es lo mismo con tus libros, ¿no? Esos autores, su sabiduría, deben perdurar. De ahí lo necesaria que resulta tu biblioteca.

Demetrius asiente.

—Por supuesto, pero…

—Esta torre tiene una importancia mucho mayor de lo que salta a la vista. Más allá de la seguridad que procura, más allá de lo práctica que resulta, más allá de ser un simple símbolo de nuestra gran ciudad y un testimonio del genio de Alejandro; más allá de todo eso, pretendo que albergue algo mucho más preciado aún, algo que, como esa inscripción que contiene mi nombre, emergerá con el paso del tiempo y traerá la verdad a un mundo turbulento.

—Entonces que así sea, señor —Demetrius hace una reverencia—. ¿Y ahora… la visita?

Allá en lo alto, el sol asoma por la cúpula abierta al infinito, entre las doradas columnas que soportan el techo donde los pies de Poseidón están destinados a apoyarse. Un solitario halcón ronda en círculos la sección central, batiendo en vano sus alas para un ascenso que se antoja imposible.

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