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Authors: David Sakmyster

Tags: #Aventuras, #Histórico

Objetivo faro de Alejandría (4 page)

BOOK: Objetivo faro de Alejandría
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Los ojos de su madre se clavaron en los dibujos que se esparcían sobre la cama, y entonces pareció desmadejarse, encogiéndose hasta su altura. Le tomó de los hombros:

—Yo no veo esas cosas —susurró, y sus ojos se ablandaron y parecieron implorar:
y tú tampoco deberías verlas
.

Las lágrimas empañaron las mejillas de Caleb mientras este trataba de zafarse de las manos de su madre. Quería gritarle que estaba desperdiciando su talento por dedicarse a dibujar aquellos viejos y estúpidos edificios, aquellos antiguos naufragios. Cosas así no importaban. Y la gente que se reunía con ella en lo que se hacía llamar un «grupo psíquico», los miembros de la Iniciativa Morfeo, que venían a casa y se sentaban a su alrededor para sumirse en sus absurdos trances y charlar con espíritus, o lo que fuera… no eran más que unas sanguijuelas, unos impostores.

Al igual que ella.

¿Cómo iba a tener un auténtico poder, cómo iba a tener el don de la visión remota, si ni siquiera podía percibir lo que Caleb, que no era más que un niño, había visto con tanta claridad, si no podía ni tan sólo imaginar que su marido se desgarraba de dolor, olvidado por su país, y, lo que era aún peor, por su propia familia? No, en lugar de eso, su propia esposa había elegido pasar el tiempo con aquellos extraños, ayudándoles a encontrar inútiles antiguallas y pecios hundidos.

Caleb consiguió zafarse por fin de ella y corrió hacia la puerta. Siguió corriendo por la bahía de Sodus, bajo la fría lluvia de noviembre, dejando atrás aquel decrépito buque faro que él y Phoebe habían llamado afectuosamente La Vieja Chatarra. Corrió hasta que se sintió demasiado cansado como para seguir corriendo. Y entonces, una vez había sacado de sí toda su ira, se volvió y caminó lentamente hasta la entrada del faro —un monumento histórico que su familia había cuidado durante dos generaciones—, subió las estrechas escaleras metálicas hasta lo más alto, y una vez allí se sentó bajo la antigua y ya gastada almenara, esa enorme lámpara que había enmudecido definitivamente tras la desaparición de su padre.

Abrazándose a sus rodillas, contempló las vistas sobre la bahía de Sodus hasta que el sol horadó el horizonte y se cubrió con el manto del mar para pasar la noche.

Y ahora, tantos años después, entre aquel rebujo de espumosas burbujas, Caleb emergía de las profundidades del puerto oriental de Alejandría, tosiendo, expectorando una bocanada de agua amarga, mientras el resto de los buceadores lo remolcaban hasta el yate que aguardaba su regreso. Comenzó Caleb a recobrar la consciencia y a respirar entrecortadamente cuando creyó ver el enorme faro tal y como había sido dos mil años atrás, inclinándose sobre las aguas como para examinar por sí mismo el estado de aquella insignificante criatura que a punto había estado de ahogarse. Y allá en lo alto, en su cima, Caleb imaginó una figura aferrada a la balaustrada y asomada a su borde, un hombre que se parecía —lo cual tampoco resultaba tan sorprendente— a su propio padre.

2

D
ESDE la primera curva que descollaba en el promontorio, justo por encima de un revoltijo de rocas y piedras rojizas que asomaban sobre el mar, un hombre contemplaba la escena. Llevaba una corbata negra y los ojos cubiertos por unas gafas de sol Ray-Ban. Su cabello, cortado a cepillo, mostraba algunos penachos grises a la altura de las sienes, haciendo juego con el color de su traje Armani recién planchado. Sostenía una bolsa de papel llena de migas de pan, ya duras, que arrojaba a puñados y con mirada ausente al espumoso mar, mientras observaba cuanto tenía lugar en el puerto.

—Está ocurriendo —dijo, aparentemente para nadie más que el viento. Luego ladeó la cabeza, y escuchó la respuesta procedente de un pequeño receptor de plástico que llevaba en la oreja izquierda.

Arrojó unas cuantas migas más a los pájaros que, cautamente, guardaban cierta distancia.

—Sí, estoy seguro —dijo—. El joven profesor de Columbia. Acaban de sacarlo del puerto. Probablemente ha emergido demasiado aprisa… No, el yate de Waxman sigue allí, así que supongo que llevarán a Caleb a la cámara de compresión en cuestión de minutos… No sé si te acuerdas, pero cuando supimos que Crowe bucearía con el grupo, algunos de nosotros sentimos que tal posibilidad no era inesperada, pero aun así se pasaron por alto nuestras advertencias. —El hombre hizo una pausa, escuchó y por fin sacudió la cabeza—. No, no puedo acercarme más, sería muy arriesgado. —El viento empujó el puñado de migas que acababa de echar al agua hacia sus almidonados pantalones y sus flamantes zapatos de cuero—. Sí, en el yate se ha instalado un micrófono, tal y como ordenamos. Por suerte, está en la misma sala en la que se encuentra la cámara hiperbárica. —Frunció entonces el ceño—. Bueno, por lo menos eso lo hemos hecho bien —asintió, tosió y luego arrojó la bolsa, con el resto de migas, al mar—. De acuerdo. Esperaré aquí y seguiré a la escucha, pero no voy a arriesgar mi posición. Si Crowe tiene ese talento, y da la casualidad de que percibe algo…

El viento comenzó a arreciar y le abrió la chaqueta, haciendo que la corbata se le agitase sobre el hombro. Con la cabeza gacha, caminó por entre dos turistas que sacaban fotos al lugar. Abrió un paquete de cigarrillos y, tras algunas dificultades, encendió uno antes de seguir caminando hacia la fortaleza.

Cambió el canal de su auricular, y mientras aguardaba a escuchar cualquier sonido procedente del barco, dio una patada a una piedra, lanzándola por encima de la orilla hasta el mar. Avanzó por el rompeolas hacia la yerta ciudadela, fingiendo admirar sus enormes paredes de arenisca, sus vastas columnatas, puertas y torres.

Como si este decrépito tugurio pudiera asemejarse remotamente al faro.

Arriesgó una mirada hacia atrás. La actividad en el yate continuaba: los restantes miembros del grupo de buceadores emergían a la superficie, y subían por la borda para reunirse con los otros. «Todos a bordo», musitó, sonriendo mientras se ajustaba las gafas. Luego se dio unos golpecitos en el oído, subiendo así el volumen. Oyó la tensión que anidaba en las voces del grupo, las disensiones que parecía haber entre los miembros de la Iniciativa Morfeo y su líder, George Waxman. «Los conflictos son buenos», pensó. «Incluso podría favorecer nuestros intereses que trabajen en grupos distintos, y lleguen al final desde posiciones totalmente diferentes». Dios sabía que, tal y como ya iban las cosas, el asunto iba a resultar bastante complicado.

A lo largo de más de dos mil años los guardianes habían esperado su momento, pero la paciencia tenía un límite. Tanto él como el resto de los guardianes comprendían que el tiempo de no hacer nada había tocado a su fin. Una mezcla de investigación profunda y pura suerte les había conducido hasta la clave. Y ahora, sabiendo que aquello era sólo cuestión de tiempo (un tiempo medido en años, no en siglos), el plan se había puesto en marcha.

La Clave.

Numerosas fuentes de absoluta confianza habían confirmado que la célebre clave estaba muy cerca: uno de los miembros de la Iniciativa Morfeo se había hecho con ella. Ahora sólo quedaba averiguar cuál de ellos la poseía y dar respuesta a una pregunta harto más complicada: determinar si el tipo tenía la menor idea de lo que era.

Se volvió y contempló el mar, con una mirada que barría el puerto como la lámpara de un faro. Dos milenios. Y tanto que se acababa la paciencia. Pero, con todo, debían actuar con suma prudencia.

El faro se defiende solo.

3

E
L yate aguardaba más o menos en el punto exacto donde se inició la zambullida, aunque su posición dependía de la marea y las corrientes que habían sacudido a Caleb y a los otros cuatro miembros del grupo que buceaban con él. Habían zarpado desde la breve distancia que los separaba del promontorio a orillas de la península de Ras el-Tin, y habían echado anclas tras la sombra de las torres de arenisca de la fortaleza del sultán Qaitbey, cuyos imponentes muros databan del siglo XV: algunos decían que el castillo había sido erigido sobre los mismos cimientos del faro.

Otros, como George Waxman, creían que el faro, una de las siete maravillas del mundo antiguo, se había convertido en escombros y caído al mar en aquel preciso lugar. Y allí permanecía, o, al menos, sus piezas, conservadas en el lodo de aquel lecho abisal al que durante siglos habían sacudido cientos de terremotos, invitando a desentrañar sus secretos a cualquiera que tuviese los recursos necesarios para burlar a las autoridades egipcias y desafiar las corrientes, la escasa visibilidad de los traicioneros arrecifes y la contaminación del fondo marino.

Sosteniendo un vaso de un Grand Marnier de ciento cincuenta años, George Waxman observaba desde la barandilla los esfuerzos del grupo por subir a Caleb a bordo del barco.

—¡A la cámara de recompresión! —le gritó Elliot James.

Waxman tuvo que reprimir sus ganas de empezar la celebración.
¿Esto es todo?

—¿Qué ha ocurrido?

—Ha tocado algo —dijo Elliot, despojando a Caleb de su mascarilla y quitándole las aletas, el cinto con los pesos y el chaleco de sustentación hidráulica. Elliot era un buzo de cuarenta y dos años procedente de St. Thomas; tenía una cicatriz en el lado derecho de la cara, recuerdo de la caricia que le propinó una hueste de tiburones tigre.

—Parecía la cabeza de una esfinge, o una diosa —dijo el otro buzo, Victor Kowalski. Victor había nacido en Nueva Orleans, y era calvo y tan negro como la noche; veterano del ejército de la Marina de los Estados Unidos, no carecía tampoco de talento para la clarividencia. Con el paso de los años, Waxman había ido recibiendo continuas muestras de su valía. A decir verdad, todos cuantos componían su equipo eran hombres de talento.

Victor y Elliot tenían una fuerza física y unos conocimientos de submarinismo que complementaban sus habilidades psíquicas, mientras que los otros miembros del equipo que componían la Iniciativa Morfeo —Nina Osseni, Amelia Gaines, Xavier Montross, Tom Ellis, Dennis Benford y Mary Novaka— poseían un poderoso don para la visión remota. Pero los miembros a los que Waxman tenía en mayor consideración eran los Crowe. Caleb y su madre, Helen, se encontraban allí, en tanto la hermana pequeña de Caleb, Phoebe, el último de los miembros de la Iniciativa, permanecía en su casa de Sodus, confinada a una silla de ruedas tras un desgraciado accidente sucedido varios años atrás. Aun así, se las había ingeniado para resultar útil al grupo. A veces.

Una familia entera de psíquicos. Dotados con el talento de la visión remota. Justo lo que había esperado cuando los reclutó para la Iniciativa casi quince años atrás. Había comenzado por Helen, a sabiendas de que no iba a dejar atrás a sus pequeños, de modo que si alguno de los niños había heredado sus poderes, Waxman no tardaría en descubrirlo. Pero todo cambió tras aquel trágico accidente en Belice. Helen seguía mostrando una disposición envidiable, pero Caleb se culpaba del daño sufrido por Phoebe. Tan pronto cumplió dieciocho años, abandonó al equipo Morfeo y decidió vivir su propia vida.

Era un chico brillante, y sus calificaciones le permitían estudiar en cualquier parte, recordó Waxman. Decidió hacerlo en Columbia. Ahora ejercía allí como profesor de Historia Antigua. Al menos había conservado sus intereses de siempre. Y ahora estaba aquí, ¿verdad?

Por supuesto, aquello, en parte, había sido obra de los tejemanejes de Waxman. Había movido algunos contactos en el Consejo Académico de Columbia, logrando que enviasen a Caleb a una investigación submarina en Alejandría en las mismas fechas en que la Iniciativa Morfeo se disponía a comenzar la segunda fase del Proyecto Faros. Una vez allí, Helen hizo gala de su persuasión para convencer a Caleb de que al menos aprovechase el ofrecimiento de Waxman y utilizara su barco y sus recursos para dirigir sus propias investigaciones. Juntos otra vez. Pero si Waxman se había salido con la suya, en realidad no era más que como punto de partida. Necesitaba a Caleb, pero no iba a detenerse a explicar hasta qué punto lo necesitaba.

Waxman terminó su bebida y se dirigió a la bodega, donde Victor y Elliot acababan de cerrar la puerta, sellar el tanque y programar los cuadrantes en la cámara de recompresión. Se apartaron de la puerta entre jadeos, goteando profusamente sobre los suelos de madera. Frunciendo el ceño, Waxman tendió a Victor su vaso vacío.

—Llénalo.

Se acercó a la cámara y asomó a su interior; pudo ver al fondo el cuerpo desmadejado de Caleb, tendido sobre el catre. Los párpados del muchacho se agitaban velozmente.

¿Sigue soñando? ¿Continúan pues sus visiones?

—Hemos de saber lo que ha visto. ¿Cuánto tiempo debe permanecer ahí dentro?

—Al menos seis horas, en el día de hoy —replicó Elliot—. Y probablemente otras cuantas horas durante los próximos dos días, hasta que…

Waxman hizo un gesto para dar a entender al buzo que podía ahorrarse los detalles.

—¿Puede escucharme?

—Sí, basta con pulsar el intercomunicador.

Se acercó un poco más, y luego se dio la vuelta.

—Oh, Victor, cuando vuelvas con mi bebida, trae también un cuadernillo y una caja de lápices para Caleb.

Waxman tomó una silla y gritó por encima del hombro:

—¡Y encontradme la cabeza de esa estatua!

4

C
ALEB despertó con una sensación de ahogo atenazada a la garganta, y de inmediato se incorporó sobre el lecho, pero tuvo que tenderse de nuevo al sentir que su cabeza giraba repentinamente en un torbellino de dolor. Se encontraba en lo que parecía ser el interior de una cápsula espacial: toda blanca y acolchada, con un estrecho catre para dormir y un pequeño ventanuco a un lado. Un cuadernillo, de unas cien páginas de grosor, yacía en el suelo junto a su incómodo lecho, al lado de una docena de lápices afilados que alguien había unido a una goma de borrar mediante un elástico.

Entonces lo oyó:
toc, clic, toc, clic
. Levantó la vista, y otra vez estuvo a punto de desmayarse. Volvió a bajar la cabeza y lanzó un gruñido. El aire era tenue, puro, casi frío.

—No te preocupes —dijo una voz que conocía demasiado bien a través del altavoz del intercomunicador emplazado en la pared—. Es oxígeno concentrado, necesario para tratar el problema de presión.

Caleb resopló:

—Hola, George.

Su voz había adquirido un matiz nasal, casi de dibujos animados, a resultas de la inhalación de oxígeno.

—Hola, Caleb. Lamento que te encuentres en esta situación. Es una suerte que me encontrase aquí, y una suerte que trajese mi propia cámara de recompresión. Te he ahorrado un viajecito al hospital local, donde lo más probable es que hubieras muerto de algo distinto de lo que te habría llevado allí.

BOOK: Objetivo faro de Alejandría
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