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Authors: David Sakmyster

Tags: #Aventuras, #Histórico

Objetivo faro de Alejandría (9 page)

BOOK: Objetivo faro de Alejandría
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La madre de Caleb le dedicó una sonrisa cansada:

—¿Te sientes mejor, cielo?

Vestía un mantón local de muchos colores, y unas gafas de sol de montura roja que había calzado en la cabeza. Estaba radiante; su rostro bronceado y sus ojos parecían brillar. Tenía la pose y la gracia de una deidad. De hecho, su silueta parecía la de la diosa egipcia pintada en los ruinosos muros que rodeaban la ciudad, quizá la de Isis, o la de la diosa local y favorita de Caleb, Seshat, la esposa de Toth, diosa de la escritura y las bibliotecas.

Aquella comparación blasfema contribuyó a incomodar todavía más a Caleb, por entrometerse de esa forma en su imaginación y mezclar a su madre en el tejido de una religión ancestral que siempre había encontrado fascinante y liberadora. Caleb abrió la boca para hablar, pero de pronto se sintió vencido por las náuseas. Exangüe y mareado, se dirigió dando tumbos hasta la mesa. Olió el aroma de la menta. El humo congestionó sus pulmones y le irritó los ojos, y una luz cegadora…


le guía en un nuevo descenso por la angosta escalera de caracol y por el repecho final, desde el cual aparecen a la vista las estatuas del dios y de la diosa, que, inclinados hacia él, lo contemplan con sus enormes y penetrantes miradas.

Unas manos sostuvieron a Caleb para evitar que cayese. Alguien lo condujo hasta una silla, en la que se dejó caer pesadamente, mientras volvía la cabeza y trataba de tomar aire entre resuellos.

—De acuerdo —dijo Waxman, sin preocuparse lo más mínimo por el estado de Caleb; se estiró y caminó hacia la pared—. Veamos dónde nos encontramos. Caleb, de momento, si te parece, puedes limitarte a escuchar, y luego ya te pondremos al corriente. El resto del equipo acaba de regresar de la sesión de la mañana con sus primeras impresiones de la tarea a emprender, que justo ahora acabamos de pegar a la pared. A cada uno de los miembros del grupo se le pidió que se concentrase en un simple objeto y dibujase lo primero que le viniese a la mente.

Dejó su cigarrillo encendido en un cenicero y se ajustó la camisa, hecho lo cual procedió a mirar nuevamente los dibujos. Helen frunció el ceño y apartó el cenicero de las inmediaciones de Caleb.

Waxman prosiguió:

—Todos debíais centraros en un símbolo, que a la mayoría os resultaba familiar. Se trata de un báculo con dos serpientes entrelazadas…

Caleb se envaró en su asiento.

—… en otras palabras, el caduceo, símbolo de la práctica médica en todo el mundo. —Waxman se ajustó ahora el cuello de su polo—. Estoy seguro de que no hay nadie que no tenga ideas preconcebidas de su significado, pero eso no será sino otro factor que tener en cuenta cuando analicemos vuestras visiones.

Miró por encima de las gafas al grupo antes de proceder a evaluar los dibujos que empapelaban la pared.

—Vale, ¿qué tenemos aquí? —prosiguió Waxman—. Xavier, dibujaste lo que parecen ser dos esferas o bolas girando en torno a una serpiente. Consistente, pero inusual. Con todo, aún no estoy seguro de lo que significa.

La respiración de Caleb brotaba en resuellos ahogados, superficiales. A su mente, y con rotunda claridad, acudían las imágenes de sus sueños en breves fogonazos…


que le muestran una cámara subterránea, en una de cuyas paredes se perfila la imponente sombra del César, a quien las serpientes contemplan con majestuosa indiferencia.

Con la parte trasera de su bolígrafo, Waxman dio unos golpecitos en la siguiente hoja:

—Dos de vosotros, Tom y Nina, habéis dibujado una especie de puerta con barrotes, y sobre ella Nina ha dibujado una llama y ha escrito algo… que no acierto a leer correctamente.

En el otro extremo de la mesa, con su lustroso cabello recogido en una coleta mediante un pañuelo amarillo, Nina Osseni se aclaró la garganta. Caleb seguía inhalando con dificultad, tratando de afianzar sus pies en un solo mundo. Sintiéndose nuevamente arrastrado al otro lado, se obligó a centrar toda su atención en aquella mujer. Tenía un aire felino, y se le antojó tan calmada como calculadora. Sus ojos recorrían al grupo que se sentaba en torno a la mesa de un modo que parecía sugerir que no confiaba en nadie, y que estaba preparada para cualquier ataque procedente de cualquier ángulo.

—Escribí «luz» —dijo—, simplemente porque tenía la impresión de que la llama era algo distinta. Como si no estuviese hecha para dar calor, sino sólo para iluminar…

—Entiendo, Nina. Gracias.

Waxman mordisqueó su boli y dio un paso hacia la derecha. Caleb observó a su madre, veía cómo su mirada seguía a Waxman, igual que si se tratase de un dios o un héroe, al menos a sus ojos.

—Entonces —continuó Waxman— tenemos cinco dibujos que apenas guardan relación entre sí: Mary dibujó unas olas con una especie de naufragio o de cuerpos flotando en el agua; Elliot esbozó una torre caída sobre su costado; Amelia dibujó lo que parece un templo con multitud de columnas y lo rodeó de una valla; Victor dibujó una pirámide en el desierto, cerca de un oasis; y Dennis… No sé ni qué es esto.

—Lo siento —dijo un tipo calvo y fornido, que sudaba y fumaba prácticamente echándole el humo a Caleb—. En esta ocasión no he conseguido recibir ninguna buena impresión. Me llegaba algo que parecía asfixiarse o yacer ahogado bajo unas pesadas capas de… no sé, algo negro y caliente —se frotó la frente y dio un trago a su Pepsi—. Lo siento.

—No te preocupes, Dennis —sonrió Waxman—. No es una ciencia exacta. Hay días buenos y malos.

Helen alzó un dibujo más, el último:

—Y por fin llegamos al mío —dijo—, el cual, lo reconozco, es bastante parcial, puesto que sé cuál es el objetivo final.

—Cierto, de modo que aun cuando no podamos decir que tu dibujo es un experimento válido, sí que resulta bastante revelador.

Waxman le dio un suave golpecito en el hombro.

Caleb estrechó los párpados, tratando de enfocar el dibujo que había realizado su madre. Había dibujado una sucesión de puertas, una tras otra. Había siete en total, y ante cada una de ellas se alzaba un perro o un chacal montando guardia. Pero lo que cautivó su mirada fue lo que Helen había dibujado en la esquina superior, lejos de las puertas.

Se levantó de su asiento, alargó un brazo sobre el hombro de Helen y cogió la hoja que sostenía en la mano. La alzó en alto, y se detuvo a observar la imagen, algo más pequeña, de una montaña dibujada en trazo grueso, despojada de su cima. Unas líneas dibujadas al desgaire rodaban por sus costados hacia dos lugares indistintos que semejaban unas casitas rematadas en cúpula, una a cada lado de la montaña.

Waxman le miraba con el ceño fruncido:

—¿Qué estás haciendo?

Helen trató de arrebatarle la hoja de las manos:

—Cariño —dijo—, siéntate y escucha un momento.

—Yo conozco este lugar —musitó Caleb, y la sala cayó en un abrupto silencio. Dio un paso adelante, casi tambaleándose, tomó un trozo de cinta adhesiva y pegó el dibujo de su madre en la pared, tapando los esbozos de Tom y Victor.

—Parece un volcán en plena erupción —observó Dennis, mascando una barra de Mars.

—Lo es. —Caleb devolvió la vista al dibujo y señaló la columna que se hallaba en el extremo derecho, amenazada por el zigzagueante flujo de lava—. Mamá, ¿qué es lo que has dibujado sobre esta casa?

El rostro de Helen enrojeció al sentir las miradas del grupo clavadas en ella:

—Un libro —respondió por fin.

Caleb sonrió, dio un paso atrás y se sentó.

—Durante mi fiebre he tenido un sueño.

Waxman y Helen se sentaron en silencio, y se inclinaron hacia delante. Caleb esperaba que uno de ellos o los dos le pidieran que callase, que les dejase proseguir con los importantes análisis que estaban realizando y pasar a la siguiente fase del experimento, pero en el asombrado silencio que siguió a sus palabras, Caleb continuó:

—Sé lo que ha dibujado. Sé lo que el caduceo representa y su relación con el tesoro.

—¿Tesoro?

—Un minuto, Dennis. —Helen hizo explotar el chicle de este, hecho lo cual, se arrellanó en la silla y cruzó los brazos—. Bien, Caleb. Adelante, ilumínanos.

Caleb señaló el dibujo de Helen.

—Vesubio. Su erupción tuvo lugar en el año 79 de nuestra era, y enterró las ciudades de Pompeya y Herculano. —Señaló hacia las dos casas que Helen había dibujado, convencido de que había pretendido representar con ellas dos ciudades distintas—. Sucedió tan rápido que la gente murió mientras dormía o incluso cuando iba por la calle. Todos los edificios quedaron recubiertos por diez metros de ceniza volcánica y lodo, y permanecieron enterrados hasta que unas excavaciones redescubrieron la ciudad por puro accidente en el siglo XVIII.

—¡Lava! —exclamó Dennis—. Lo sabía. Yo…

—Todos conocemos la historia del Vesubio. —Waxman tosió y encendió otro cigarrillo—. ¿De qué nos puede servir toda esa información?

—Mi madre dibujó un libro encima de una de las ciudades.

—¿Y? —le increpó Helen, cada vez más irritada.

La voz de Caleb perdió fuerza por un instante. «¿Estoy siguiendo la pista correcta?». Todo el mundo lo miraba, y, a excepción de Waxman, estaba seguro de que ninguno de los demás miembros de la Iniciativa creían que de verdad tuviera habilidades psíquicas, por no hablar de la tan cacareada visión remota que todos ellos compartían. Trató de recuperar la confianza:

—Dibujó un libro. Esa es la clave. La clave para entender las puertas, las entradas, el caduceo… en resumen, todo lo que has dibujado.

—¿Qué quieres decir?

Waxman se inclinó hacia delante. Caleb podía ver el brillo azul de sus ojos, e imaginó que algo oscuro reptaba y se deslizaba tras ellos, esperando pacientemente el momento de atacar. Tuvo la súbita impresión de que Waxman sabía exactamente de lo que él estaba hablando, y que se limitaba a ocultarlo a las demás personas como a la espera de ver qué podían ellos averiguar por su cuenta.

Caleb tomó una bocanada de aire.

—Había una enorme biblioteca privada en Herculano. Con escasas excepciones, como Atenas o Alejandría, en aquellos días la mayoría de las bibliotecas estaban en poder de individuos adinerados cuya pasión era coleccionar libros. La biblioteca de Herculano pertenecía a un hombre llamado Lucius Calpurnius Piso.

Alguien tosió. Otros recorrieron la mesa con la mirada.

—¿Quién era? —preguntó por fin Helen. Se sentaba sobre la silla volcando todo su peso hacia delante, y clavó sus ojos expectantes en los de Caleb.

Este dejó por unos instantes la pregunta en suspenso. Dado que nadie respondía, dijo:

—Era el suegro de Julio César.

El interés comenzaba a germinar en la sala, pero aún había muchas expresiones indiferentes, muchas miradas que no decían nada. Nina, en cambio, parecía mirarle ahora más atentamente, incluso con mayor fruición; Caleb necesitó de todas sus fuerzas para apartar sus ojos de los de ella.

Volvió a tomar aire:

—En mi sueño vi a César huyendo del faro, abrazado a un montón de papiros que había robado a los guardianes.

Helen se incorporó:

—¿Viste el caduceo? ¿Las serpientes que se enroscaban alrededor del báculo?

—Labradas sobre una puerta, a unos cuatro metros de altura. Es el símbolo de Mercurio, es decir, de Hermes, y con anterioridad de su equivalente egipcio, Toth.

—El dios de la medicina —repuso Waxman, con los ojos resplandecientes.

—Y de la escritura —añadió Caleb—. Se creía que era uno de los dioses que dieron el lenguaje a la humanidad, y que nos impartieron conocimientos desde la astronomía a la medicina, pasando por la agricultura. También ejercía de consejero para otros dioses y juzgaba a los muertos. Y se rumoreaba que volcó todos sus conocimientos en una serie de libros, al más importante de los cuales brindó el nombre de la Tabla Esmeralda.

La sala estaba sumida en el silencio, tanto que Caleb podía escuchar su corazón al golpear contra las costillas. Todo el mundo lo miraba a través de la neblina producida por el humo de los cigarrillos.

Helen se aclaró la garganta:

—Por lo visto, César debió de llevarse unos papeles ciertamente importantes del faro…

—Sí —replicó Caleb, con la voz quebrada—. E incapaz de descifrar las crípticas palabras y los símbolos trazados por los guardianes del faro, ordenó que enviasen el pergamino a la biblioteca de Herculano. La biblioteca de su suegro. Sin embargo, tenía toda su atención centrada en Roma y en diversas campañas militares, así que se olvidó de ello, y los papeles permanecían allí cuando el Vesubio entró en erupción. —Recorrió con una mirada a su atenta audiencia—. Lo que quiero decir es que… podía haber ocurrido así.

Waxman sonreía como Caleb jamás había visto a nadie sonreír.

—¡La Villa de los Papiros! Fue hallada en 1750 cuando se horadaron los primeros túneles en Herculano. Un equipo de arqueólogos ha estado tratando de abrir y restaurar los pergaminos, rescatados de las rocas volcánicas entre las que han estado ocultos durante años.

Triunfal, Caleb se sentó de nuevo y devolvió a su madre la orgullosa sonrisa que esta le dedicaba. La desazón, no obstante, comenzaba a hacer mella en él, eclipsando su victoria.
¿Cómo es que Waxman sabía de la existencia de la biblioteca de Piso?
Por lo que Caleb sabía de él, Waxman era un profesor de matemáticas de Cleveland que había iniciado un proyecto para documentar capacidades paranormales tras empezar él mismo a sufrir visiones de su madre, recientemente fallecida. Los artículos que publicó al respecto llamaron la atención de un equipo de arqueólogos que buscaba naves hundidas en el Caribe, y así fue como formó un grupo de psíquicos similares a él, gente como Helen, que había obtenido unos resultados ciertamente óptimos en tales pruebas. Pese a lo sofisticado de su experiencia, los eruditos no contaban con su completa simpatía, aunque se las había ingeniado para encontrar el nombre más adecuado con que bautizar al grupo, pues Morfeo era el señor de los sueños, y su madre la diosa de las visiones.

Ahora, bajo la batuta de Waxman, y entre discusiones y revelaciones, la sala hervía de frenética actividad. Helen y Waxman se esforzaban en explicar al resto la naturaleza del asunto que tenían entre manos, relatándoles todo cuanto sabían acerca del faro y de la supuesta cámara oculta que yacía bajo sus cimientos.

—Por fin sabemos lo que las visiones trataban de mostrarnos: hay una puerta sellada sobre la cual se alza el símbolo del caduceo, y hay siete símbolos alrededor del báculo, los cuales podrían representar siete claves o enigmas a resolver antes de que podamos abrir la puerta.

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