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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Intriga, Histórico

Oda a un banquero (3 page)

BOOK: Oda a un banquero
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Petronio les cerró el paso y explicó que se trataba de una fiesta privada. Añadió que si hubieran deseado la presencia del público en general, habrían vendido entrada. Ante la cruda mención del dinero, Rutilio se mostró aún más incómodo; me susurró que creía que aquellos hombres pertenecían a un círculo de escritores vinculado a cierto mecenas moderno de las artes.

—¡Vaya! ¿Y han venido a escuchar cómo debe escribirse un buen poema, señor, o a fastidiar nuestra lectura?

—Si buscáis vino gratis, os equivocáis de sitio —les advirtió Petronio en voz alta. Para él, los intelectuales eran otro objetivo de su cachiporra. Los diletantes literarios lo ponían enfermo. Consideraba que todos ellos vivían de gorra, como la mayoría de malhechores con los que trataba. Seguro.

El hombre que gastaba con ellos su calderilla debía de estar acercándose, porque el grupo empezó a prestar atención al revuelo que se organizaba más arriba, en la rampa de acceso. El mecenas al que sangraban debía de ser el tipo insistente de barba griega que intentaba imponerse a un joven barrigón y desinteresado de veintitantos años, un recién llegado a quien reconocí al instante.

—¡Domiciano César! —musitó Rutilio con un jadeo, absolutamente turbado.

III

Solté un juramento y Helena me dio una patada. El exabrupto no se debía solamente a que yo escribía poesía íntima que consideraba asunto privado de cámara, ni tampoco a mis sátiras difamatorias. Ciertamente, aquella noche no quería sufrir un arranque de cólera imperial. Tendría que censurar mis escritos.

Domiciano y yo teníamos malas relaciones. Yo podía desacreditarlo y él lo sabía. No es ésa una buena posición, cuando uno trata con quienes ostentan el poder supremo.

Unos años antes, en el período caótico en que cambiábamos de emperador continuamente, habían sucedido cosas que más tarde, tras una brutal guerra civil, parecían increíbles. En esa época abundaban las conspiraciones de la peor especie. Con sus veinte años, Domiciano había tenido malos tutores y carecía de buen juicio. Eso, por usar palabras suaves, como habían decidido emplearlas su padre y su hermano incluso tras los rumores de que estaba conspirando contra ellos. La desgracia de Domiciano fue que, al final, fui yo el agente destinado a investigar. Por supuesto, el infortunio también fue mío.

Me limité a juzgarlo por los hechos. Por fortuna para Tito Flavio Domiciano, hijo segundo de Vespasiano, mi condición de mero informante hacía que no contase. Pero los dos sabíamos cuál era mi opinión. Durante sus maquinaciones, Domiciano había sido responsable del asesinato de una muchacha por la cual yo había sentido una vez cierto afecto. «Responsable» es un eufemismo diplomático, en este caso.

El sabía que yo tenía información comprometedora, reforzada con pruebas bien guardadas. El heredero imperial había hecho lo posible por mantenerme a raya. Hasta aquel momento, sólo se había atrevido a retrasar mi promoción social, aunque la amenaza de algo peor existiría siempre. Y, por supuesto, también existiría siempre lo que yo tenía contra él. Los dos sabíamos que había cuestiones pendientes entre nosotros.

La velada se prometía difícil. El presumido joven césar había sido degradado a conceder premios literarios. Daba la impresión de ser un juez imparcial, pero no era probable que Domiciano hiciese una crítica amistosa de mi obra.

El príncipe hizo caso omiso de todos, salvo de Rutilio, y avanzó ostentosamente en compañía de su radiante esposa, Domicia Lépida, la hija del gran general Corbulo, una presa excepcional que Domiciano había birlado descaradamente a su anterior marido. No reparó en mi presencia, pero ya me estaba acostumbrando a ello, aquella noche.

En el revuelo, el grupo que estaba junto a las puertas consiguió entrar, pero en aquel momento parecía mejor permitir la entrada al mayor número de espectadores que pudiéramos reunir. De pronto, entre los últimos en llegar, vi a Maya; realizó su típica llegada apresurada, con sus rizos oscuros y su aire sereno, y muchas cabezas se volvieron a su paso. Petronio Longo hizo ademán de escoltarla hasta un asiento pero ella evitó la mano que le tendí, nos dejó atrás a Petronio y a mí, avanzó con osadía hasta el mejor lugar del recinto y se hizo un hueco al lado de mi madre. El grupo imperial debería de haberse acomodado en el extremo del ábside con toda la pompa, pero se mantuvo a un lado. Los cortesanos se encaramaron a los huecos de la pared, alta hasta el hombro. Domiciano se dignó sentarse en una silla portátil. Rutilio quizá no cayera en la cuenta, pero a mí no se me escapó que aquélla era solamente una visita de cortesía; la comitiva regia se había dejado ver para crear simpatías populares, pero se reservaba espacio para emprender la retirada tan pronto se hartara del recital.

Para entonces era evidente que la velada íntima que habíamos previsto no sería tal. Rutilio y yo habíamos perdido el control de los acontecimientos. La atmósfera de expectación creció. Físicamente, teníamos un público muy parcial, desequilibrado, pues el príncipe y sus adláteres formaban un grupo numeroso en el lado izquierdo, incrustado en el espacio libre que habíamos previsto reservar e impidiendo la visión a nuestros familiares y amigos, situados detrás. Incluso Rutilio parecía algo molesto. Absolutos desconocidos se amontonaban en el centro del salón. Helena me dio un beso formal en la mejilla; luego, ella y Petronio me abandonaron para buscar asiento donde fuese.

Carraspeamos tímidamente. Nadie nos prestó atención.

Por fin, se impuso cierto orden. Rutilio echó un último vistazo a sus manuscritos, dispuesto a empezar primero. Llevaba un montón de rollos bajo el brazo, mientras que yo sólo tenía uno, en el que las mujeres de mi familia habían copiado mi única obra, de dudosa calidad. Helena y Maya creían que una mala caligrafía me obligaría a pausas embarazosas si me dejaban a solas con mis tablillas de notas originales. Ciertamente, mis esfuerzos daban la impresión de adquirir una nueva dignidad una vez escritos sobre papiro normal, en limpias columnas de ocho centímetros. (Helena había invertido dinero en el papiro como gesto de apoyo; Maya quería economizar utilizando el reverso de viejas recetas de medicinas para caballos, único legado que su esposo le había dejado.) Retorcí la copia, estrujando inadvertidamente el rollo en su cilindro hasta un punto peligroso, mientras fingía una sonrisa de sombrío estímulo a Rutilio. Entonces, para nuestro asombro, el hombre barbudo que estaba en el centro del grupo de revoltosos se trasladó a la zona donde nos proponíamos actuar, frente a la terraza.

Por fin, pude observarlo con más detenimiento: una mata de cabellos canosos se alzaba desde una frente cuadrada, unas cejas como cerdas, también llenas de canas, aunque más parecía que las habían rociado con harina para que hicieran conjunto con sus sienes plateadas. Se le veía débil de carácter y cargado de insinuaciones; su personalidad era la de un don nadie, pero un don nadie que estaba acostumbrado a entrometerse en los asuntos de los demás.

—¿Lo has invitado tú, señor? —le susurré a Rutilio.

—¡No! Pensaba que habías sido tú…

Y entonces, sin más preámbulos, el hombre empezó a hablar. Saludó al joven príncipe con una bienvenida hipócrita hasta el exceso. Imaginé que el individuo era un lacayo cortesano con órdenes previas de agradecer a la realeza su asistencia. Sin embargo, Domiciano no se mostró impresionado y sus asistentes se volvieron unos hacia otros murmurando sin disimulo, como si también ellos se preguntaran quién era el interlocutor.

Llegamos a la conclusión de que el hombre era un habitual de las convocatorias literarias en el Auditorio. Estaba convirtiéndose en centro de atención y era demasiado tarde para que interviniéramos. El individuo daba por sentado que todo el mundo lo conocía, lo cual era una auténtica señal de mediocridad. Por alguna razón inexplicable, se había asignado a sí mismo la tarea de presentarnos formalmente, lo cual resultaba desproporcionado para el tipo de acto íntimo que habíamos planeado, menos importante que una pila de estiércol. Además, pronto quedó claro que no tenía la menor idea de quiénes éramos ni de qué nos proponíamos leer.

Desde la primera palabra, el discurso en boca de tamaño remedo de presentador prometía ser un desastre. Dado que no sabía nada de nosotros, empezó por una sutil ofensa: «Tengo que reconocer que no he leído su obra», seguido de inmediato por un: «Y tengo entendido que hay algunas personas que disfrutan con lo que estos hombres tienen que contar». Era evidente que no abrigaba grandes esperanzas. Finalmente, con el aire de quien está a punto de escabullirse para tomar una cena opípara en una sala retirada mientras todos los demás sufren hambre, pidió a los asistentes que recibieran con una calurosa acogida a Dilio Braco y a Rústico Germánico.

Rutilio lo encajó mejor que yo. Como miembro del Senado, estaba acostumbrado a recibir comentarios poco elogiosos y a ser mal presentado, mientras que un informante sólo admite que lo escarnezcan por las fechorías que realmente ha cometido y se las da de importante. Mientras yo me quedaba inmóvil e impaciente por echar mano a mi daga, la irritación encendió a Rutilio y lo impulsó a empezar enseguida.

Él abrió la lectura. De hecho, declamó durante horas. Nos deleitó con extractos de un larguísimo poema épico militar, pues a Domiciano, al parecer, le gustaba aquel tipo de pesados relatos. El principal problema era el habitual: la falta de un material valioso. Homero había agotado el recurso a los principales héroes mitológicos y, más tarde, Virgilio había exprimido las leyendas de los antepasados de los ciudadanos romanos. Rutilio, por tanto, inventaba personajes y, como sucede en la mayoría de leyendas urdidas con algún propósito, a sus tipos les faltaba fuerza, rotundamente. Además, como yo siempre había sospechado, estaba lejos de ser un escritor de versos con talento.

Recuerdo una estrofa que empezaba: «¡Salve, leopardo de Hircania, el de las zarpas ensangrentadas!». Esto quedaba peligrosamente cerca del león que había despedazado a mi cuñado y era horrible como poesía. Sólo con oír el «¡Salve!», encajé las mandíbulas y esperé a que callara. Tardó mucho en hacerlo. Un corredor entrenado habría podido llegar hasta Maratón en el tiempo en que tardó mi colega en poner término a sus extractos.

Domiciano César llevaba cuatro años como personaje importante en Roma, tiempo suficiente como para haber aprendido el arte de las salidas con pompa teatral. Se adelantó para felicitar a Rutilio mientras su séquito se volvía en bloque hacia nosotros, nos dedicaba unas sonrisas de compromiso y, acto seguido, desaparecía por las puertas con fluidez centrífuga. El joven césar fue absorbido tras el grupo como una hoja hacia una boca de alcantarilla. Se esfumó mientras Rutilio se sonrojaba todavía ante sus corteses comentarios. Oímos un aplauso flojo y mecánico de los asistentes, cuyo número se había reducido drásticamente y enseguida se acomodaron otra vez.

Me tocaba el turno y percibí que sería mejor no prolongar demasiado mi intervención.

Para entonces ya había decidido abandonar todos mis poemas de amor. Algunos ya los había descartado en casa, debido a que mi secuencia «Aglae» estaba escrita antes de que conociera a Helena Justina y, probablemente, era demasiado personal como para recitarla teniéndola a ella delante con su mirada enfurruñada. Un par de mis odas más directamente sexuales ya habían terminado en sus manos como envoltorio de espinas de pescado. (Un accidente, sin duda). En aquel momento me daba cuenta de que sería prudente prescindir de obras parecidas.

Por lo tanto, sólo quedaban mis sátiras. Helena reconocía que eran un buen material. Había oído sus risillas con Maya mientras las copiaban para mí.

Empecé a leer al tiempo que los amigos de Rutilio sacaban vino para refrescarlo después del penoso trance; resultaron ser más considerados de lo que había supuesto e incluso llegó hasta mí una copa del caldo. Aquello me animó, probablemente, a olvidar qué pasajes me proponía censurar. En lugar de hacerlo, al percibir cierta impaciencia en el público, me salté lo que en aquel momento consideré los fragmentos más aburridos y respetuosos. Es curioso cómo se afina el juicio editorial de uno delante de personas de carne y hueso.

El público agradeció mis rimas festivas. Incluso pidió un bis. Para entonces me había quedado sin opciones, a menos que recurriera a mi «Aglae» y revelara que una vez había albergado sentimientos filosóficos hacia una bailarina de circo ligeramente vulgar cuya actuación consistía en insinuantes movimientos. Busqué al final del rollo y no encontré más que varios versos que sabía que había escrito mi hermana Maya. Debía de haberlo hecho a propósito para pillarme en falso.

Rutilio irradiaba felicidad; una vez pasado el mal trago, lo había suavizado con más vino que yo. La intención de la velada había sido ofrecer un entretenimiento refinado, una reunión en la que nos mostráramos como romanos a carta cabal: hombres de acción que valoraban los momentos de reflexión e intelecto. A un ex cónsul, con grandes expectativas todavía, no le sentaría bien que me atreviera a soltar un comentario jocoso y mordaz, escrito por una mujer, ante sus elegantes amistades. Sin embargo, aquellos mismos conocidos nos habían apabullado con una exhibición de poder. Así pues, levanté mi copa y, mientras Rutilio respondía al brindis con la vista nublada, inicié mi lectura a pesar de todo.

—Damas y caballeros, debemos finalizar ya. Sin embargo, antes de hacerlo, he aquí un último epigrama titulado «Oración de una que ya no es doncella»:

Hay algunos

de quienes una rosa

me hacía sonreír;

y hay otros

a quienes traté como hermanos

de vez en cuando.

Un beso esporádico,

difícilmente malinterpretado,

no podía volver loco a nadie.

¡Pero los dioses confundan

al borracho egoísta

que engendró este niño!

Vi que Maya se reía a carcajadas. Era la primera vez que mostraba alegría espontánea y abierta desde que enviudara. Rutilio Gálico se lo debía.

Para entonces, el público agradeció tanto la brevedad que el aplauso fue cerrado y efusivo.

Había sido una velada larga. Los espectadores estaban impacientes por dispersarse camino de las bodegas y antros aún peores. Rutilio desapareció arrastrado por su anticuada esposa y sus amigos, inesperadamente decentes. Sólo tuvimos tiempo de asegurarnos mutuamente que nuestra actuación había salido bien, pero el ex cónsul no me invitó a charlar de nuestro triunfo en su casa. Espléndido, porque así tampoco tenía que invitarlo a la mía.

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