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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Intriga, Histórico

Oda a un banquero (6 page)

BOOK: Oda a un banquero
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Tal como se dice en los comunicados oficiales, el ilustre me dio la bienvenida por mi nombre y yo le devolví el saludo.

—Vete a la mierda, Marco.

—Hola, padre.

La estropeada túnica que colgaba de su cuerpo ancho y combado no habría servido ya ni para el cubo de desechos de un mercado de objetos de segunda mano. Su barba había crecido lo suficiente como para ver que acabaría siendo más oscura que sus lacios rizos grises. De su famosa sonrisa seductora no quedaba ni rastro.

—Así que la has perdido —dije—. Qué asco de vida —aspiré el aire sórdido—. Pero esta vida no es lo único que apesta por aquí. O sea que, según deduzco, esto es el principio de un largo declive personal hacia la ruina económica y el libertinaje.

—Veo que escoges los comentarios más desafortunados para aliviar el dolor de los afligidos —se lamentó.

Yo ya había oído de boca de Gomia, el leal portero principal que hacía tiempo que estaba a su servicio, que el negocio se había resentido desde el inesperado fallecimiento de Flora ocurrido la semana anterior, mientras dormía. Lo que había en estos momentos era compradores angustiados que se estaban quedando calvos de esperar a que se les entregara su mercancía y vendedores enfurruñados que dejaban de ser sus clientes. Los trabajadores del almacén no habían cobrado. En un gesto contra la futilidad de la vida, mi padre había encendido una hoguera con las facturas de tres meses y había chamuscado de mala manera un lote de objetos de marfil. Gomia apareció justo a tiempo con un odre de agua, aunque los marfiles estaban ya tan dañados que el más creativo y cualificado de los falsificadores que mi padre contrataba habría sido incapaz de repararlos. En estos momentos, a Gomia se le veía cansado; había sido leal, pero quizá no soportaría todo este patetismo mucho más tiempo.

—Vete a los baños y al barbero, padre.

—Vete a la mierda —repitió, sin moverse. Pero entonces se enardeció con un discurso retórico—: Y no me digas que eso es lo que Flora hubiera querido, porque Flora tenía una gran ventaja… ¡me dejó solo!

—Supongo que no le gustaba ensuciarse las manos. Veo que te recuperas bien —comenté—. Es lo más sensato, porque si no recobras la compostura, voy a solicitar una orden de tutela aduciendo tu despilfarro económico.

—¡Eso lo harás en el Hades! Nunca encontrarás un juez que diga que necesito un guardián.

—¡Que te jodan! Es por el negocio que voy a ser compasivo. La ley Romana siempre ha adoptado una postura severa para impedir que una fortuna quede sin supervisión. —En esos momentos, mi padre tenía más dinero de lo que yo deseaba saber. O bien era un subastador endiabladamente bueno, o un consumado perro maquinador. Ambas cosas eran perfectamente compatibles.

Si quería malgastar toda su fortuna, era asunto suyo, pero la mejor manera de estimularlo a que luchara era mediante la amenaza de quitársela de las manos.

—Si abdicas como cabeza de familia —sugerí en tono amable—, eso me deja a mí en el cargo. Convocaría una reunión doméstica a la manera tradicional romana. Toda tu entrañable estirpe acudiría en tropel para debatir los mejores métodos de mantener a nuestro pobre y querido padre a salvo de todo mal.

Mi padre balanceó los pies hasta que tocaron el suelo.

—A Alia y a Gala les vendría muy bien un poco de dinero… —mis hermanas mayores eran unas mujeres inútiles con grandes familias, ambas casadas con sendos parásitos—. A las dos les encanta fisgonear; estas niñas sensibles y mimadas se han mantenido en posición de ataque durante años, listas para abalanzarse sobre ti, La querida y mojigata Junia y su seco y aburrido marido, Cayo Baebio, se presentarán aquí como hurones que se deslizan por las tuberías. Por supuesto que Maya no tiene tiempo para ti, pero puede ser de las vengativas…

—¡Vete a la mierda, y esta vez va en serio! —rugió mi padre.

Fruncí el ceño y lo dejé, mientras le decía a Gomia que le diera un día más antes de abandonar toda esperanza.

—Escóndele el ánfora. Ahora él sabe que estamos al corriente de lo que está pasando, puede que notes un cambio repentino.

Ya me iba cuando recordé a qué había venido.

—Gomia, ¿alguna vez has tenido tratos con un vendedor de pergaminos llamado Aurelio Crísipo?

—Pregúntale al jefe. Él es quien se encarga de los vendedores.

—No esta muy receptivo. Lo acabo de amenazar con echarle encima a sus hijas.

Gomia se encogió de hombros. Parecía tener la impresión de que mi cruel táctica era justa. No conocía a mis hermanas como yo. Debería haber una ley en contra de dejar sueltas a esa clase de mujeres.

—Bueno, Crísipo ha vendido a través de nosotros unas pocas colecciones de biblioteca —dijo Gomia—. Gémino se burla de él.

—Gémino se burla de cualquiera que sea más astuto que él.

—Detesta la manera de negociar que tienen los griegos.

—¿Por qué? ¿Se parece demasiado a sus propias estratagemas?

—¿Quién sabe? Siempre comparten las mejores oportunidades con su gente. Se pegan los unos a los otros. Se arrinconan en las esquinas para comer pastas y uno no sabe si conspiran o si sólo hablan de sus familias. Gémino puede arreglárselas con sinvergüenzas honestos, pero de Crísipo no se puede decir si es o no un granuja. ¿Por qué te interesa, Falco?

—Se ofreció a publicar algunos de mis trabajos.

—Cúbrete las espaldas —me aconsejó Gomia. Yo tenía esa misma sensación. Por otra parte, podría haber sentido lo mismo por todos los vendedores de pergaminos.

—¿Y cómo fue que te puso las garras encima, Falco?

—Me escuchó cuando leía mi material en público.

—¡Por las pelotas de un buey castrado! —La furia del portero me dejó pasmado—. Eso ya es demasiado —despotricó. Retrocedí nervioso—. Hoy en día no puedes dar un paso sin que algún zoquete te empiece a desenrollar su pergamino, ya sea bajo los arcos, con algún refrito de discursos legales, o aprovechando una multitud que hace cola para el servicio público. El otro día, estaba disfrutando tranquilamente de una bebida, cuando un literato imbécil empezó a perturbar la calma con la declamación de una porquería de panegírico que había leído en el funeral de su abuela, como si se tratara de arte de la mejor calidad…

—Mi recital era sólo con invitación y Domiciano César asistió —contesté con un bufido.

Y, acto seguido, me marché.

VII

Necesitaba meditar sobre la caótica situación de mi padre. La solución más satisfactoria era olvidarlo mientras me dedicaba a otra cosa. A fin de cuentas, decidí que me presentaría en el scriptorium de Crísipo para evaluar el conjunto. Regresar al Aventino desde el almacén de mi padre en la Saepta Julia supondría un corto rodeo por el Foro. Me dejaría caer por el exclusivo gimnasio que frecuentaba para que el entrenador me diera una paliza con una tanda de ejercicios; luego, cuando Glauco hubiera terminado de endurecer mi cuerpo, continuaría con actividades intelectuales.

Más tarde, como el gimnasio de Glauco estaba detrás del templo de Cástor, pasé por delante del antiguo y famoso establecimiento de los hermanos Sosi, los que habían vendido los trabajos de Horacio, para ver qué aspecto tenía un vendedor de pergaminos respetable.

El bueno de Horacio fue afortunado. Tuvo a Mecenas como padrino, le obsequiaron con una granja Sabina (yo tuve una, pero me costó un ojo de la cara) y poseía reputación y lectores. Cuando los Sosi le prometieron a Horacio que venderían sus trabajos en una excelente ubicación, se referían a una esquina del Vicus Tuscus en el linde con el Foro Romano. Era una calle muy conocida contigua a la Basílica, en pleno centro de la vida pública y atestada de tiendas caras por las que desfilaban las procesiones habituales de los festivales cuando se dirigían del Capitolio hacia los Juegos. La clientela de paso debía de ser real, no como los mercados que, según él decía, Aurelio Crísipo buscaba en la parte equivocada del circo. El letrero descolorido ponía de manifiesto que la tienda de pergaminos de los Sosi había sido, durante generaciones, parte integrante de ese paisaje, y el hendido escalón que había en la puerta evidenciaba la gran cantidad de pies de compradores que habían pasado por allí.

Cuando al final me aventuré a echar un vistazo al Clivus Publicius, los únicos transeúntes con los que me crucé fueron una vieja que luchaba por llegar a casa con un pesado cesto de la compra y un grupo de quinceañeros que merodeaban a la caza de alguna temblequeante víctima sobre la cual precipitarse y derribarla para robarle. Cuando aparecí, ellos se esfumaron de manera furtiva. La decrépita abuela no tenía ni idea de que la había salvado de un atraco; masculló algo con hostilidad y reemprendió el camino, bamboleándose calle arriba.

El Clivus Publicius empezaba en una pronunciada pendiente que conducía, en forma de ángulo, hacia la parte superior del Aventino del ala norte cerca del circo. Al tiempo que subía y se allanaba, conectaba con un par de curvas antes de confundirse con una tranquila plaza que lo encumbraba. Éste siempre había sido un barrio aislado. Estaba demasiado lejos del Foro como para atraer el interés de los forasteros. Desde un lado de la calle había unas vistas sobre el valle del Circo Máximo que eran poco conocidas pero fabulosas. Cuando miré a mi alrededor, vi unas pocas tiendas cerradas, cuyo comercio debía ser desidioso, y por detrás de ellas atisbé unos árboles en los jardines de lo que debían ser grandes casas discretamente situadas. Era un lugar muy aislado. Aunque el Clivus era una vía pública, producía una sensación de soledad poco frecuente.

Si vivías en el Aventino, el largo valle del Circo Máximo te obstruía el camino cada vez que empezabas a andar hacia alguna otra parte de Roma. Yo habría recorrido el Clivus Publicius cientos de veces. Había pasado por la tienda de pergaminos de Crísipo; sin embargo, nunca pensé que mereciera mi atención, aunque me gustaba mucho leer. Conocía la fachada desde hacía tiempo, pero los empleados solían acechar en el umbral como desalentadores camareros de tabernas portuarias donde el pescado que guisaban había pasado demasiado tiempo en el fogón. Como yo prefería hojear lo que ofrecía la compraventa (y agenciarme lectura gratis cuando no tenía dinero), nunca había hecho más que echar un vistazo al interior de esta tienda, donde los pergaminos a la venta se mostraban en torcidas pilas sobre viejos y sólidos estantes. Cuando, en este momento, me aventuré a entrar, vi que también había cajas amontonadas en el suelo bajo las estanterías, que supongo contendrían obras mejores. Había además un taburete alto y un mostrador donde apoyar los codos mientras probabas la mercancía.

Un respetable empleado de ventas de habla educada me dio la bienvenida, pero, en cuanto oyó que yo era un futuro autor y no un cliente, perdió todo interés. Me condujo por una entrada trasera hacia el scriptorium propiamente dicho. Era mucho más grande de lo que sugería la tienda vista desde fuera. Se trataba de una habitación llena de materia prima, rollos nuevos colocados con un celo evidente en hileras de estantes que debían de contener una pequeña fortuna solamente en pergamino en blanco. En una esquina había un brasero con un gran tarro de cola para reparar que desprendía un olor desagradable. También había unos cubos que contenían cilindros de repuesto para hacer o reparar los pergaminos ya terminados, y cestos con varias clases de remates para los extremos. En una mesa situada a un lado, un esclavo aplicaba pan de oro a los ornamentos de una edición de lujo decorada. Vi que el papiro era más grueso y lustroso de lo habitual. Quizás era un encargo especial para un cliente rico.

Otro esclavo ciertamente experimentado encolaba la portada de un selecto rollo con sumo cuidado; llevaba un pequeño retrato que supuse era del autor, un tipo de punta en blanco que, en la pintura, daba la sensación de que se rizaba el pelo con tenazas calientes y de que uno de esos artefactos de peluquero se le había introducido en el recto. Apuesto a que un escritor novel como yo no podía esperar que su fisonomía fuera expuesta en absoluto. Tendría suerte si enrollaban mi obra bien tensa y la metían en sencillas fundas rojas o amarillas, como esas que colocaban con rapidez en la mesa donde la persona que remataba el trabajo enfundaba los rollos acabados y los liaba en paquetes. Tiraba los conjuntos en una cesta como si tal cosa, como si se tratara de brazadas de leña.

Es bien sabido que los papiros son frágiles. Helena Justina, asidua coleccionista de información, me describió una vez cómo se cosechaban los juncos, que medían unos tres metros, en las tierras pantanosas de Egipto. Luego la envoltura exterior se pelaba de manera laboriosa para descubrir la médula blanca, que se cortaba en tiras y se ponía a secar al sol extendida en dos capas entrecruzadas, que se solidificaban a partir de sus propios jugos. Entonces afinaban las hojas secas con piedras o conchas y las colocaban juntas, unas veinte en cada rollo corriente. La mayor parte del trabajo se llevaba a cabo en Egipto pero, en estos momentos, cada vez son más los papiros que se preparan en Roma. El único inconveniente es que, como se secan por el camino, tienen que volver a humedecerse con pasta.

«Los escribas egipcios —me había leído Helena, mientras devoraba con deleite alguna enciclopedia que había tomado prestada de la biblioteca privada de su padre—, escriben con las hojas de los rollos unidas por la izquierda, porque su escritura va en ese sentido y, al escribir, la caña tiene que pasar hacia abajo por encima de las juntas; los escribas griegos vuelven el rollo del revés para que las juntas queden en el otro lado. Marco, ¿te has fijado que el veteado de la superficie interior de un pergamino es siempre horizontal? Eso es porque de esta manera hay menos posibilidades de que el pergamino se deshaga que si se usara el lado vertical.»

Aquí en el scriptorium, unos esclavos especialmente preparados se inclinaban sobre sus rollos y copiaban de manera febril el dictado de un lector claro pero muy aburrido. Él sí que sabía disfrazar el sentido. Al oírlo me entró sueño inmediatamente. Los escribas trabajaban a un ritmo tan rápido, y con tal monotonía vocal, que entendí por qué las ediciones baratas acababan con tantos errores por descuido.

Esto no auguraba nada bueno. Y fue a peor. Eusquemonte había salido, quizá todavía estuviera reuniendo al talento de la escritura, pero daba la casualidad que Aurelio Crísipo estaba en el local. No se me permitió quedarme mucho tiempo rondando por el scriptorium, pero aguardé unos minutos mientras Crísipo esperaba a que se marchara un hombre muy moreno, descontento, que dijo muy poco pero que, era obvio, se iba de mal humor. Crísipo no parecía preocupado por lo que fuera que había causado sus diferencias, pero me di cuenta de que el otro reprimía su resentimiento.

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