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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Intriga, Histórico

Oda a un banquero (8 page)

BOOK: Oda a un banquero
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—Flora ha muerto.

—¡Por el Hades!

—Mi padre está hecho un desastre y este lugar está fuera de circulación. Estamos intentando que Maya se interese por el local.

—¿Seguro que tiene suficientes cosas que hacer?

—Quitárselo de la cabeza.

—Eres un bastardo.

—¡Tú fuiste quien me enseñó a serlo!

Nos miramos el uno al otro. Las burlas habían sido insulsas. Pura rutina. Si nos hubiéramos encontrado antes, habríamos dado con algún otro sitio donde compartir un banco; conociéndonos, podríamos haber prolongado nuestro almuerzo toda la tarde. Bueno, quizás. Petronio tenía una mirada tensa, como si le rondara algo por la cabeza.

Caminamos de vuelta hacia Helena.

—Llegas tarde a tu descanso —le comenté a Petro.

—Me retuvieron. Muerte no natural —aspiró despacio. Luego expulsó el aire mientras empujaba hacia delante su labio inferior. Se succionó los dientes. Helena nos observaba, inexpresiva. Petro me miró fijamente.

—Didio Falco.

—Ese soy yo.

—¿Cuáles han sido hoy tus movimientos?

—¡Eh! ¿A qué se debe tu interés?

—Tú sólo cuéntame el día que has tenido, majo.

—Eso suena como si hubiera hecho algo.

—Lo dudo, pero lo compruebo por el bien de ambos —Petronio Longo usaba su voz oficial. Estaba teñida del estilo jocoso que usábamos juntos, pero no me habría sorprendido si hubiera sacado su estropeado juego de tablillas de notas para registrar mis respuestas.

—Oh, mierda. ¿De qué va todo esto? —murmuré—. He sido un niño bondadoso que ha cuidado de su familia toda la mañana. Un desconsolado padre, una afligida hermana. ¿Por qué?

—Espero que puedas asegurarme que este maleante ha estado contigo desde el mediodía —inquirió Petronio a Helena.

—Sí, oficial —lo dijo con un ligero tono sarcástico. Se había envuelto la estola de colores claros alrededor de la toga color ciruela, más oscura, y permanecía muy quieta con la cabeza erguida, mirando por encima del hombro como si fuera una estatua republicana de una desdichada y casta matrona. Cuando Helena adquiría aires de superioridad, incluso yo sentía un estremecimiento de inquietud. Pero en ese momento, uno de sus pendientes de perlas indias vibró, y me entraron ganas de morder el lóbulo traslúcido del que colgaba hasta que chillara. Me miró de pronto, como si supiera lo que estaba pensando—. Y con Maya Favonia —añadió fríamente para Petronio.

—Entonces, todo está bien —la actitud distante de Petro se suavizó. La mía se endureció.

—Por lo que parece, tengo una coartada. Eso es bueno. ¿Alguien me va a explicar para qué?

—Asesinato —dijo Petro con rudeza—. Y, a propósito, Falco. Me has mentido.

Me sobresalté.

—¡Soy capaz de mentir como un legionario, pero me gusta saber cuándo lo hago! ¿Qué se supone que he dicho?

—Hay testigos que te han incluido en la lista de las visitas que el muerto tuvo hoy.

—No me lo creo. ¿Quién es?

—Un hombre llamado Aurelio Crísipo —me respondió Petro. Lo dijo con toda naturalidad, pero me observaba—. Apaleado hasta morir por algún maníaco, hace un par de horas.

—Estaba perfectamente vivo cuando lo dejé —quería mofarme, pero no subí el tono de voz—. Había muchos testigos. Yo sólo lo vi un momento, en su tienda de pergaminos del Clivus Publicius.

Petronio arqueó una ceja con elegancia.

—¿Esa tienda que tiene un scriptorium en la parte trasera? Y por detrás del scriptorium, como estoy seguro de que observaste, pasas a través de un corredor a la preciosa casa del propietario. Un sitio grande. Bien acabado. Con todos los lujos habituales. Y ahora, Didio Falco, ¿no me dijiste que te gustaría invitar a Crísipo a algún lugar tranquilo y liquidarlo? —esbozó una sonrisa sombría—. Encontramos su cuerpo en la biblioteca.

IX

—¿Y eso fue —preguntó Helena, con su tono más refinado— en su biblioteca de griego o en la de latín?

—En la de griego —Petro correspondió a su ironía con paciencia. Entrecerró ligeramente los ojos, aplaudiendo su respuesta al ataque.

Tercié en la conversación:

—¿De verdad ese malnacido era tan rico como para poder permitirse dos bibliotecas?

—Ese malnacido tenía dos —confirmó Petro. Tenía una expresión sombría. Yo también.

—Por lo que veo, debió de obtener el dinero desplumando a sus escritores —dije con un gruñido.

Helena seguía tranquila, llena de altanería patricia, desdeñosa con Petro por sugerir que el compañero que ella había elegido se hubiera manchado las manos matando a un extranjero que compraba y vendía artículos.

—Es mejor que lo sepas, Lucio Petronio, hoy Marco tuvo unas palabras con ese hombre. Crísipo intentó encargarle un trabajo; que conste que fue él quien nos lo propuso. Marco no tenía ninguna intención de exponer sus poemas a la mirada pública.

—Bueno, él no haría eso, ¿no? —asintió Petro, a la vez que, de paso, lo convertía en un insulto.

Helena hizo caso omiso de la burla.

—Resultó que la oferta era un timo; se esperaba que Marco pagara para que lo publicaran. Por supuesto, antes de irse, Marco expresó su punto de vista en los términos más duros.

—Me alegro de que me lo hayas contado —dijo Petro con seriedad. Probablemente ya lo sabía.

—Siempre es mejor ser honesto —respondió Helena con una sonrisa.

Por mí mismo no le hubiera contado nada a Petronio, y el tampoco hubiera esperado que lo hiciera.

—Bien, oficial —le dije, en cambio—, espero que trates por todos los medios de descubrir quién cometió este crimen atroz —dejé de sonreír como un tonto. Mi voz era áspera—. Por lo poco que vi de las actividades de Crísipo, me huelen a completa chamusquina.

Petronio Longo, mi mejor amigo, mi compañero de tienda en el ejército, el compadre con el que bebía, se irguió tal como le gustaba (porque se veía que era unos centímetros más alto que yo). Cruzó los brazos desnudos sobre el pecho, para resaltar más su anchura y sonrió. —Ah, Marco Didio, viejo cochino, esperaba que nos ayudarías.

—¡Oh, no!

—¡Pues sí!

—Soy un sospechoso.

—Te acabo de absolver.

—¡Por el Hades! ¿Cuál es el juego, Petro?

—La Cohorte IV ya tiene bastante que hacer, estamos de trabajo hasta las orejas. La mitad del escuadrón está enfermo con fiebre de verano y el resto se ha visto diezmado por culpa de las esposas que les hacen escurrir el bulto y reparar el tejado antes de que salga el sol. No tenemos personal para ocuparnos de esto.

—La Cohorte IV siempre tiene demasiado trabajo —yo perdía en esta partida de dados.

—La verdad es que en este momento no damos abasto —replicó apaciblemente Petronio.

—Tu tribuno no lo tolerará.

—Estamos en julio.

—¿Y bien?

—Que el querido Rubela está de permiso.

—¿En su villa de Neapolis? —dije con mofa.

—Positano —Petronio sonrió encantado—. Lo estoy sustituyendo. Y yo digo que necesitamos abastecernos de más competencia.

Si Helena no hubiera estado ahí, lo hubiera acusado de querer tiempo libre para perseguir a otra mujer. No existía mucho afecto entre los vigiles y los informantes privados. Nos consideraban taimados contrabandistas políticos; nosotros estábamos al tanto de que eran unos matones incompetentes. Sabían apagar incendios. Ésa era la verdadera razón de su existencia. Si habían acabado involucrándose en el orden público, únicamente era porque las patrullas de vigiles que rondaban por la noche por si se declaraban incendios, se encontraban a menudo con ladrones en las calles oscuras. Nosotros poseíamos una pericia más sofisticada. Cuando ocurría algún delito civil, a las víctimas se les aconsejaba que acudieran a nosotros si es que querían resolver sus asuntos con diplomacia.

—Bueno, gracias, amigo; quizá en otro momento me hubiera alegrado por el dinero —admití—. Pero investigar el asesinato de un acaudalado magnate de la explotación me saca de quicio.

—Por una cosa sobre todo —me apoyó Helena—, porque debe de haber escritores frustrados por toda la ciudad, y cualquiera de ellos estaría encantado de meter a esa babosa en una alcantarilla. ¿Y a todo esto, qué es lo que le pasó? —preguntó al final. Como grupo, mostrábamos poca simpatía con el editor.

—La primera versión fue bastante cruda. Le insertaron la varilla de un pergamino por la nariz. Después, quien fuera el que lo hizo, desarrolló su tema con más gracia.

—Bonitas metáforas. ¿Quieres decir que le dieron una paliza? —pregunté. Petro asintió—. De variadas y violentas maneras. Alguien estaba enfadado a más no poder con ese mecenas.

—No me digas más. No voy a tomarme ningún interés. Me niego a mezclarme en el asunto.

—Reconsidéralo, Falco. No querrás que me vea obligado a pasar la información de tu visita al scriptorium hasta el adorable Marponio.

—¡No lo harías!

—Compruébalo, dijo de manera lasciva.

Eso era chantaje. Él sabía perfectamente que yo no le había segado la vida a Crísipo, pero me podía poner en una situación difícil. A Marponio, el juez de homicidios de ese sector, le encantaría tener una oportunidad para cazarme. Si me negaba a ayudar, cerrarían el caso como era tradicional en los vigiles: encontrar un sospechoso, decir que lo hizo, y si se quería escapar, dejarle demostrar lo que de verdad había ocurrido. Era un método severo, pero en extremo eficiente cuando tenían mucho interés en encontrar buenos datos aclaratorios y menos en saber de verdad quién le había reventado los sesos a la víctima.

Helena Justina me miró. Yo suspiré.

—Soy la opción más lógica, amor. Los vigiles me conocen y ya estoy familiarizado con el caso. Creo —y ahora me estaba dirigiendo a ambos— que esto se merece un trago. Necesitamos hablar de ello.

—Ahórrate tus juegos de informante —dijo Petronio con una sonrisa de complicidad—. Quiero un consultante que resuelva esto, no un haragán que espera que la Cuarta se haga cargo de sus desorbitadas cuentas en los bares.

—¿Así que tienes el control del presupuesto?

—Eso no es de tu incumbencia.

—¡Ah, ya veo, no tienes un presupuesto! ¡Estás robando del fondo de pensiones! —Si eso era lo que Petronio estaba haciendo, y le creía muy capaz, era vulnerable y yo también podía apretarle un poco:

—Lucio, viejo amigo, necesitaré ayuda gratuita.

—Tú acatarás mis órdenes.

—Trágate eso. Quiero mis honorarios habituales, más los gastos, más un suplemento por confesión si logro que el asesino confiese.

—Está bien, haz lo que te dé la gana, pero trata de no llamar la atención.

—Así que, ¿me concedes un apoyo?

—No hay ninguno que darte; en eso radica el problema, Falco.

—Traeré mis propios refuerzos, si es que puedes pagarlos.

—Yo te pagaré a ti, y eso es más que suficiente. Estoy seguro de que Fúsculo estará contento de ofrecerte sus diplomáticos indicios y chivatazos habituales si yo no estuviera disponible cuando necesites consejo.

—¡No insultes mi competencia!

—Tú no te metas en ninguna bronca, Falco.

—Exige un contrato —dictaminó Helena, sin molestarse en decirlo en voz baja.

X

La noticia se había difundido. La escena del crimen era casi inaccesible detrás de una gran multitud de desgraciados del Aventino, a los que de pronto se les había despertado el interés por la lectura. Su pasatiempo para la sobremesa era presentarse en la tienda de pergaminos como posibles clientes y curiosear los cestos de libros al tiempo que se mantenían ojo avizor por si acontecía algo emocionante, con preferencia sangriento.

Había una encomiable presencia de vigiles, teniendo en cuenta las afirmaciones de Petro acerca de no tener personal suficiente. Mezclados con los morbosos había también un gran número de túnicas rojas, que siempre se entrometían cuando se trataba de una nueva localización. No duraría mucho. Una vez que la investigación perdiera la novedad sería difícil encontrar a cualquiera de estos tipos para algo rutinario. En su mayoría eran esclavos manumitidos, bajos y anchos o enjutos y nervudos, todos eran prácticos en caso de pelea y no eran del tipo de hombres a los que se contradice. El hecho de unirse a los vigiles era una medida desesperada. El trabajo era peligroso, la comunidad hostil, y aquellos que escaparon de freírse en las hogueras probablemente acabarían por las calles con el cuello roto por los matones.

Me abrí camino a través de los papamoscas que había en el exterior. Me fijé en la distribución más que en mi última visita y vi que la tienda de pergaminos y una zapatería que estaba al lado parecían constituir la fachada del mismo inmueble. Formaban parte de una hilera de pequeños negocios, la mayoría con aspecto de haberse venido abajo, algunos de los cuales, sin duda, tenía habitaciones en la parte de atrás o en el piso de arriba, donde vivían los propietarios.

—Falco —me anuncié a los vigiles que holgazaneaban en la tienda—. Asignado a este caso por Petronio Longo. Reunid a todos estos mirones. Comprobad si alguien vio algo; si es así, hablaré con ellos. Haced que el resto se largue.

Oí algún murmullo entre dientes, pero el nombre de Petro tenía su peso.

Me abrí paso por la prensa de la tienda hacia el scriptorium. Los trabajadores estaban por ahí de pie, con semblante inquieto. Eusquemonte, el liberto que me había propuesto vender mi obra, estaba con el trasero apoyado en una mesa. Parecía como si se hubiera desplomado allí mientras Fúsculo, uno de los mejores hombres de Petro, le interrogaba. Yo conocía bien a Fúsculo. Al verme, agitó la mano con alegría, palmeó en el pecho a Eusquemonte con la palma de la mano para advertirle que se quedara, y entonces vino a mi encuentro.

—¡Falco! Veo que te ha pillado, ¿eh? —los muy bastardos ya habían hablado antes sobre mí.

—Tengo entendido que Marco Rubela está tomando el sol en la Campania, y el resto habéis olvidado cómo se trabaja. ¿Es por eso que me necesitáis?

—Estamos en julio. Los Espartos tienen que sofocar menos incendios por las noches, pero todo el mundo se siente acalorado y maloliente y nos hemos visto inundados de ladrones de túnicas en todos los baños públicos.

—¡Bueno, la ropa interior extraviada debe ser una prioridad para vosotros! Y Rubela no querrá que os manchéis de sangre los uniformes mientras resolvéis un asesinato. Detestaría tener que dar el visto bueno a los albaranes de solicitud de ropa nueva.

—Rubela no es un mal tipo, Falco.

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