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Authors: Ana María Matute

Olvidado Rey Gudú (59 page)

BOOK: Olvidado Rey Gudú
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—¡Allá voy! -dijo la insensata Ondina-. No tardaré, buena anciana...

Y veloz, mucho más veloz que el agua -que dominaba- y que el tiempo -que tenía bajo sus manos-, llegó al Lago de Olar. Y así, trepó por los ocultos manantiales hasta alcanzar la Cueva del Manantial, donde, por lo común, residía su abuela, la Dama del Lago, y donde tenía su sede el taller de Raíces del Agua más importante y principal de la Comarca.

Tuvo que aguardar un tiempo, hasta que los nuevos manantiales que elaboraba en aquel instante la Dama, encontraron sus rutas. Apartando espumosas cataratas, Ondina asomó su preciosa cabeza entre las manos de su abuela, que a pesar de contar ochocientos años, era Fuerza Alta y Purísima, jamás Contaminada en Varias Generaciones, y ofrecía el aspecto más hermoso y joven imaginable, tanto, que apenas parecía un poco mayor que su nieta. Sus larguísimos cabellos se esparcían por varias leguas a través de los manantiales, y eran de un tono que iba del verde pálido como noche de junio, al dorado en sazón del sol sobre los lagos otoñales. Y sus ojos tenían el fulgor de los fuegos submarinos, agujas de oro que atravesaban corrientes, rumores, viento perdido y joven -ese que a veces venía a caer entre las piedras de la gruta y que en su juvenil inconsciencia llora por no encontrar salida. Entre sus tareas se contaba conducirlo, como puede hacerlo una muchacha con un pájaro perdido, hacia el Viento Madre-. Al contemplar a su nieta, la ira inundó sus ojos, y gritó de tal forma que dos embarcaciones que en el Mar del Sur habían tomado una corriente de su jurisdicción, zozobraron.

—¡Qué veo, qué veo en ti, desdichada entre las desdichadas, qué veo que has deshonrado para siempre mi estirpe fluvial!

Y con el mismo iracundo desconsuelo que hubiera mostrado una severa madre terrestre al descubrir que su hija soltera se hallaba embarazada, posó los ojos, como candentes alfileres, en la carne de Ondina, allí donde la casi invisible venilla roja había tomado asiento. Y como no necesitaba oírla, porque todos los pensamientos de Ondina eran transparentes para ella, enteróse de cuanto había ocurrido. Ondina, temblando de miedo, sólo supo decir:

—Abuela, Abuela Purísima, proporcionadme, al menos, un calmante. El dolor que me traspasa es sutil, pero tan agudo, que no me da reposo.

—¿Calmante? -gritó la Dama, de tal forma que aquellas naves que, en su zozobra, aún se mantenían en parte fuera del mar, se hundieron estrepitosamente hacia el fondo y ninguno de sus tripulantes pudo contarlo-. ¡No hay calmante, para tal desdicha!

No obstante, entendía aquel amor. Aunque, por supuesto que a su manera, esto es: un raro eslabón que la encadenaba a los actos y sentimientos de la nieta, una especie de ligamento hecho de sutilísimos hilos de luz y raíces del agua, le impedían desentenderse de sus pensamientos, sueños y zozobras, que sabía muy fuertes y poderosos.

Recompuso el grave talante que la distinguía, permaneció unos momentos pensativa, y dijo al fin:

—Sólo puedo decirte una cosa: no trates de humanizarte para él de ningún modo. Eso sería tu total perdición, y tu vejez. Si aún quieres permanecer, en parte, dentro de nuestra fluvial especie, lo único aconsejable es que le lleves a él a tu especie, y no vayas tú a la suya; esto es, que consigas contaminarle, de modo que sucumba y se funda en tu sustancia.

—¿Y quedará, entonces, como los de mi jardín?

—Más o menos -dijo la Dama-. En verdad, más menos que más.

—¿Muerto, como ellos dicen?

—De eso estáte segura -dijo la Dama-. Tan muerto como pueda estarlo el muerto más muerto. Pero, naturalmente, intacto, para que puedas contemplarle, adorarle e incluso besarle.

—Muerto no lo quiero -dijo Ondina, con voz tan oscura, que las aguas todas parecieron nublarse-. ¡Muerto, no!...

—¡Aguarda! -dijo la abuela, alarmada. Temía una insensatez aún mayor y sin remedio posible-. ¡Aguarda: déjame consultar las Raíces del Agua!...

Al fin, mirándola con profunda pena -que en los de su especie se manifestaba como el oscurecimiento total de la luz que emanaban su cabello, sus ojos y su piel-, dijo:

—Ondina, nieta querida, niña mía, sólo puedo asegurarte una cosa. Si tú no descubres el modo de que él vaya a tu mundo, nadie lo conocerá. Si tú no sabes llevarlo al tuyo, nadie sabrá. Y ten por seguro que no veo solución satisfactoria a esto. Pero recuerda aquella sirena y lo que ocurrió con su amor hacia el joven Príncipe de los Ojos Negros. Recuérdalo y tenlo bien presente. No repitas su insensatez. Y otra cosa te digo: jamás perdonaré al Trasgo que veo reflejado ahora en el agua de tu mirada, y adivino su grave estado de contaminación. Ni a ese llamado Hechicero, chapucero humano, mal contaminado de nuestra especie, que, en su ignorancia e imperfectos métodos, no atinó que si existía un solo ser a quien no debía mezclar en la historia de Gudú Rey era a ti, o a cualquiera de los que en este Lago anidan.

—¿Por qué? -dijo ella.

—Porque este Lago crece y crece por las lágrimas derramadas de tantos y tantos desdichados. Y aunque Gudú no puede llorar, bien cierto es que ha hecho, y hará aún, derramar abundantes lágrimas a los demás. Y las lágrimas de su madre no serán las menos abundantes. Así pues, ese par de chapuceros (el Trasgo del Sur y el Hechicero) no atinaron en descubrir, en sus malas imitaciones, algo tan elemental. Y por ello tendrán su castigo, bien te lo aseguro. Nunca serán perdonados por mí. Nunca. Y ahora, vete, que tu vista me ofende más que la vista de cualquier otro contaminado, aunque fuese el Trasgo mismo.

Aunque no se lo confesaban abiertamente, y manifestaban tolerancia ante ellos, y se favorecían en lo que era menester, lo cierto es que entre los submarinos y los subterráneos -los trasgos eran los que, junto a los gnomos, se movían más y mejor en el humano elemento- nunca hubo auténtico entendimiento ni simpatía.

—¡Fiarse de un trasgo, de un Trasgo del Sur, por añadidura! -no pudo menos de reprocharle la Dama-. ¡Fiarse de un trasgo! Sabido es que sólo sirven para empujar gente al fondo del Lago. Ondina estúpida debías ser, para fiarte de un trasgo, y por ende contaminado de las dos peores vías: vino y amor hacia humanas criaturas. Vete, vete de mi vista antes de que se desencadene la ira y no deje una sola nave sobre los mares. -Y movida por la insobornable forma de justicia que la caracterizaba, añadió-: En verdad, no sería justo...

Cuando Ondina desapareció en la corriente, de nuevo hacia el manantial del Este, la Dama murmuró para sí:

—Amor, amor..., eso será bueno para los humanos, si bien a ninguno que no sea de simple naturaleza y poco seso, produce más que trastornos. ¡Amor! ¡Qué semilla estúpida y molesta! Y a fe mía que algún día lograremos extirparla para siempre. Sólo esta seguridad puede consolarme...

Al alba, según lo establecido, Ondina tomó una forma distinta. Esta vez, procuró que fuera la más bella y sugerente, de forma que ninguna otra, hasta el momento, podía comparársele. Mientras se peinaba con cuidado, procurando que los nuevos rizos ocultaran sus orejas, una sombra se proyectó sobre ella. La Bruja de la Estepa se acercaba.

—¿Qué noticias traes, niña? -dijo-. ¡Pocas veces he contemplado un aspecto más apetitoso que el tuyo!

—¿Así lo crees? -Incomprensiblemente regocijada, Ondina se volvió hacia ella como si nunca hubiera reflexionado sobre las calamidades anunciadas por su abuela. -Así lo espero, pues ardo en deseos de encontrarme junto a mi Predilecto.

—¿Qué dices? -se asustó la vieja-. ¿No has hallado remedio de estas lacras en los consejos de tu abuela?

—¡Bah! -dijo Ondina, bailando sobre el musgo-. ¡Bah! ¡Cosas de una vieja Dama que no sabe ni conoce lo que es el amor!

Y dejando muy escandalizada, a la vez que asustada, a la anciana, se lanzó hacia el campamento con intenciones poco recatadas.

Pero también el día había amanecido para las empresas del Rey. Y hallándose Predilecto muy recuperado de sus males, Gudú se dedicó de lleno a planear una incursión en toda regla hacia las estepas. Estaba ya alineado y bien pertrechado todo su ejército, y tan sólo quedaban, en el campamento, las mujeres, los niños -«Cómo habían proliferado, por cierto», comprobó Gudú-, enseres y rebaños. Y los no muy numerosos soldados de la guarnición.

Ondina los contempló muy admirada. Luego de observar formados a los soldados en la linde de las estepas, se acercó a una mujer que ordeñaba una cabra. Aunque ella lo ignoraba, se trataba de la mujer de Yahek. Ondina dijo:

—¿Qué veo? ¿Hacia dónde van esos hombres?

—Tú eres nueva, sin duda, en estas tierras -contestó la mujer, mirándola de arriba abajo con escasa simpatía-. Brotáis como hongos en estos parajes... Y sois desvergonzadas y putas como gallinas.

Ondina no entendía la animosidad de aquellas palabras, y limitóse a decir:

—Aquel que veo allí, cuya espada brilla más que ninguna, ¿es el hermano del Rey?

—Así lo dicen -respondió de mal talante la mujer-. Aunque tengo mis dudas... A lo que parece, mucha lagarta disfrazada de inocencia anda por el mundo.

—Pues si es él, me parece más hermoso que ninguno.

Entonces los ojos de la mujer se iluminaron, y su pecoso rostro, aunque no bello, se encendió. Y dijo, con profunda ternura:

—Oh, no; el más gallardo y fuerte entre todos es aquel cuyo cráneo reluce como el sol poniente: ése es mi Yahek.

Y ambas, con la mano como una visera sobre los ojos, contemplaron el objeto de sus predilecciones, que ajenos a tales cosas, se aprestaban a cumplir las órdenes de Gudú.

Indra, la mujer de Yahek, cubrió con una mano su vientre y, con aire risueño y confidencial, añadió:

—Por cierto, que espero un hijo de él, y siento como si estallara de alegría todo mi ser.

—¿Un hijo? -se maravilló Ondina. Y a su vez apoyó la mano en aquel vientre, y exclamó-: ¡Qué cosa más singular!

—¿Singular? -dijo Indra, airada. Recobró su hosquedad, y apartando de un manotazo la mano de Ondina, añadió-: Tú sí que eres singular, y además necia.

Recogió el cuenco de leche recién ordeñada, y se alejó. Ondina quedó, entonces, sumida en sus meditaciones:

—Un hijo, qué cosa más extraña... Esta experiencia no la he conocido.

Se miró el vientre, terso y suavemente dorado, que había dejado al descubierto, olvidada de ceñirse la túnica.

Pero la Bruja de la Estepa la oyó y, acercándose a ella, la cubrió precipitadamente.

—Insensata, insensata -le dijo, en un susurro-, no caigas en tal cosa, que si esto sucede, no tendría remedio vuestra desgracia. Afortunadamente, el plazo acordado de diez días te impide llegar a cometer locura semejante. Porque voy comprobando que verdaderamente eres la más imprudente entre las imprudentes...

—Diez días, tan sólo -súbitamente la voz de Ondina se apagaba-. Diez días... ¡qué cosa más triste!

—Pues en otras ocasiones, se te hacía largo -recordó la Bruja-. Muchas veces te vi mudar de aspecto y de varón con alegría.

—Pero ahora -respondió ella, con un suspiro- quisiera que mi aspecto no variase, y que en este mismo aspecto me amase siempre aquel en quien siempre pienso. Oh, Bruja estimada, poco saben los de otras naturalezas lo que este sentimiento reporta a quienes lo hemos llegado a conocer. Mi abuela me aconsejó convertirlo a mi naturaleza, como única solución. Pero yo sólo le quiero tal como es y no de otra forma. ¡Parece imposible que nadie pueda entender algo tan simple!

—Tampoco lo entendía yo, en tiempos, ni tú misma antes de ahora... Quiera tu suerte que, a cambio, no te vea depender del odio. Pues esa otra cara del amor no es tan placentera, aun con estar tan próximas las dos, que ni uno solo de tus preciosos cabellos de oro las separa.

3

Aún no había salido el sol, cuando, entre dos árboles gemelos de la espesura, Gudú recibió las valiosas instrucciones de su madre.

Exactamente la clase de información que deseaba. Dos silfos -que él no vio- pusieron en sus manos un primoroso y bien dibujado pergamino, donde Gudú contempló, meditativo, las inmensas regiones llanas y peladas que se detenían al borde del Gran Río. Una sola nota le llegó, de mano del Maestro: «Mi Rey y Señor, no crucéis el Gran Río. Allí, os aseguro, continúan las mismas configuraciones -aún más anchas, y más llanas, si cabe- que las que veis. Allí no hay nada más que tierra desértica, y soledades sin límites posibles de abarcar en un solo pergamino. No crucéis el Gran Río, os lo ruego: vuestro padre y vuestra madre amarga experiencia tuvieron de tal empresa que, además, no fue llevada a cabo. Sabed que, muy probablemente, el mundo se corta ahí con gran estrépito, y os enfrentaríais a hordas dispersas, de tácticas y costumbres guerreras totalmente desconocidas. Ningún ejército al uso podrá vencerles, aunque sea más numeroso. Tened presente cuanto os digo». No añadió que las posibilidades de desplazamiento del Trasgo, en lo referente al Gran Río, terminaban allí; y que más allá, otras especies subterráneas tal vez horadaban caminos secretos, pero no se trataban ni se reconocían con los de esta orilla, como solía acontecer. Y no lo dijo porque tenía el convencimiento de que Gudú no hubiera entendido ni una sola palabra de estas cosas.

—¡Qué estúpido! -dijo Gudú-. En fin, al menos para empezar, algo me sirve esto...

Estudió largo rato aquellos contornos y, a su vez, trazó sobre ellos las líneas rojas que creyó oportunas. Más tarde, reunió a Predilecto, Yahek, Randal y al resto de sus capitanes. Les instruyó en lo que creía más conveniente, para que aquellas órdenes y aquellos trazos se inscribieran en lo más hondo de sus molleras, con la misma rotundidad que él los trazó.

En los días siguientes, Ondina no logró el amor de Predilecto. Y la tristeza la invadía de tal forma que la última noche fue a llorar al manantial.

—Procura olvidar -dijo la Bruja, acariciando sus cabellos-. Intenta, por ejemplo, frecuentar otros muchos varones. Escucha: entre los prisioneros veo un joven, de cabello negro como el ala del cuervo, tan valiente y aguerrido como el que más. Está herido, ve a consolarle, cuídalo, y tal vez recompongas tu ánimo. Tengo observado que, a veces, la profusión de estas variaciones mitiga el amor mismo. Inténtalo, al menos. Y recuerda a Gudú, pues le has olvidado muchos días, y, tras jornadas tan duras, le veo un tanto deseoso de mujer. Tenlo presente: si no cumples el pacto establecido, se agravarán las cosas para ti...

—Lo intentaré, buena Bruja -dijo Ondina, entre lágrimas-. Lo intentaré.

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