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Authors: Ana María Matute

Olvidado Rey Gudú (63 page)

BOOK: Olvidado Rey Gudú
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Nadie reparó, entre unas y otras cosas, en la brusca desaparición de Predilecto. Nadie, excepto una muchacha, de singular belleza, que oculta tras un tapiz lo observaba todo con ávida mirada, y con más atención que a nada ni a nadie, al mismo Predilecto. Sólo ella lo vio salir y sigilosamente, le siguió. Siempre tras él, salieron al jardín donde les recibió la oscuridad y el frío de la noche.

Era el antiguo jardín de Ardid, aquel que más tarde vio crecer en su centro el maravilloso Árbol de los Juegos, escenario de los primeros tiempos de la Princesa en el Castillo. Pero del Árbol y sus doradas hojas ya sólo quedaban el tronco negro y las ramas desnudas. Y allí, el Príncipe sentóse junto al diminuto estanque, donde aún brotaba el surtidor como el eco de una voz. La luna apareció entonces. A su luz, el Príncipe comprobó que el surtidor estaba rígido e inmóvil. Lo tocó y se dio cuenta de que estaba helado. En aquel momento, brillaron las desnudas ramas del Árbol de los Juegos, pero no con sus extraordinarios colores rojo y oro, sino cubiertas de escarcha. Todo vestigio de verdor y de hierba había muerto, sólo hielo y abrojos cubrían el suelo, donde antes crecían flores de toda especie y forma. Y aunque ningún niño jugaba, ni pájaro ni animal alguno correteaba, sí percibió Predilecto el hueco que había grabado allí su ausencia y el eco de sus voces. Sólo los verdes ojos de la raposa y la mirada amarilla de la lechuza, con su impávida sabiduría brillaron como un fugaz aleteo de luz, y le estremecieron.

En las últimas horas de aquella jornada que tocaba ya a su fin, una suerte de cruel y doloroso despertar pugnaba por abrirse paso en sus pensamientos y su corazón. Y otro pensamiento luchaba fuertemente por desvelar un secreto que alentaba dentro de él, y se repetía: «No quiero saber; no deseo saber nada». Pero sabía. Intentaba dominar una ira sorda y un dolor tan grande como nunca antes sintió, que le invadían, crecientes y tan implacables como caen los granos de arena dorada en el reloj. Una desesperada y casi feroz expresión llenó sus ojos e hicieron estremecer a la muchacha que los contemplaba. Huyó la lechuza y la raposa se deslizó rauda hacia las sombras. Ondina contuvo un grito. Y como la sabiduría que rechazaba Predilecto era aguda como el más afilado puñal, atravesó a su vez la estupidez de la muchacha, y entendió que Predilecto amaba a la joven y reciente Reina de Olar, con amor tan triste y sin esperanza como el que la propia Ondina sentía hacia él. «Ah, no, no -se dijo, entre lágrimas. Eran las primeras lágrimas de su vida, amargas como jamás la sal del mar alcanzó, y tan hirientes como jamás fueron los espinos del bosque-. No dejaré que este amor sea el que te aparte de mí.» Surgió de la oscuridad y, acercándose a Predilecto, le abrazó y besó con tal pasión y fuerza, que despertó de su ira al Príncipe. Una enorme sorpresa y una gran tristeza le llenaron al verla. Y, apartándola suavemente, dijo:

—No quisiera herirte, hermosa criatura... No sé quién eres, y aunque esto no sería obstáculo para que, en otra ocasión, correspondiera a tus besos, esta noche, te lo ruego, déjame solo, pues sólo en soledad podré respirar y vivir.

—¿Qué decís, Príncipe? -gimió Ondina-. Olvidad lo que leo en vuestros ojos... Ésa en quien pensáis es la esposa del Rey, hermano vuestro, por añadidura...

—¡Callad! -se sobresaltó Predilecto, apartándose de ella horrorizado-. ¿Qué os hace decir semejante disparate?...

—No hay nada oculto para mí en cuestiones de amor -dijo ella-. Yo misma soy víctima de igual veneno. Venid a mí, por tanto, y trataré de mitigar vuestra pena al tiempo que mitigo la mía.

Pero él se apartó de ella, desazonado, mientras le advertía que jamás volviera a pronunciar tales palabras, si en algo estimaba su vida.

Pero ella murmuró, mientras seguía ocultamente sus pasos:

—Ah, estúpido Príncipe, qué poco sabéis de estas cosas... Y estúpida de mí, también, que de tan poco me sirve conocerlas.

XIV. LAS RAÍCES DEL AGUA

En tanto, en la cámara de Tontina, la Reina madre y las doncellas sustituyeron el rico y pesado traje de Tontina, por ropas mucho más sutiles y ligeras: no habían hallado, ni en la Isla de Leonia ni en parte alguna, tan transparente y delicado tejido como aquél. De suerte que, comprobaron, con íntima y sobrecogida admiración, no había riqueza en vestido comparable a la pura y simple belleza de Tontina, en su más cándida y natural expresión. Ni peinado que mejor sentara a su rostro que el esparcido y libre torrente de sus largos cabellos. Ardid murmuró:

—En verdad que sois rubia, desde la punta de vuestros cabellos a la punta de vuestros pies: ni el sol ni la luna juntos, ni el invierno ni el otoño uniendo sus resplandores, ni la primavera y el verano tejiendo sus respectivos amaneceres, hallarían Princesa o Reina más rubia que vos.

Y tomando aliento, tras rapto tan sincero como impulsivo, perfumó a Tontina de pies a cabeza. Luego, tomándola de la mano, y precedida de las doncellas que portaban antorchas, la condujo hasta la puerta de la Cámara Real. Y allí sintió que una dulce y rara congoja subía a su corazón, y besándola suavemente en la frente, dijo:

—Entrad, Reina de Olar, y en todo sed amable y complaciente con el que es vuestro esposo, Rey y Señor.

Y dejándola allí -tan quieta y muda como permaneciera durante toda la ceremonia y el banquete- se alejaron, cada una a sus aposentos, con un retenido suspiro donde se mezclaba, a partes iguales, añoranza, ternura y una remota y casi olvidada tristeza.

Tontina atravesó el umbral y las dos estancias que, divididas por tapices de espesura y pesadez que estimó excesivos, la separaban de la cámara misma. Y una vez alzó este último tapiz, halló a Gudú, con evidentes muestras de impaciencia. El ruido de sus pasos apenas podía amortiguarse en las tupidas pieles que cubrían el suelo. Pero cuando alzó el rostro y vio a Tontina, la arruga que fruncía su ceño desapareció y, con su risita breve y ronca, opinó:

—Os habéis hecho esperar, mi Reina, pero al veros, estimo que en gracia a vuestra belleza tal cosa puede disculparse.

Y así diciendo, la tomó en sus brazos y besó con tal ímpetu, que Tontina creyó encontrarse bajo el más violento temporal que pudiera hallarla desnuda y sola en pleno bosque. Una angustia insoportable la invadió, y como bajo tan brusco y duro abrazo la piedra azul se hundía esta vez en su carne con auténtica saña, gimió de tal forma que, sorprendido -jamás le ocurriera antes cosa igual-, Gudú la soltó.

—¿Qué ocurre? -dijo-. ¿Acaso os he lastimado?

—Así lo creo -murmuró Tontina, apenas sin aliento. Y llevándose ambas manos al pecho, cayó de rodillas y temblando sobre el suelo. Y tanto era su temblor y su palidez, que Gudú, perplejo, atinó a decir:

—Tal vez la ligereza de vuestra ropa (que, por otra parte, mucho me place) hace que sintáis frío: aproximaos más al fuego y reanimaos. Si bien creo que, en breve, yo mismo conseguiré daros más calor que si en las llamas mismas os hallaseis.

Con la máxima delicadeza de que supo echar mano -y que pareció a Tontina un brusco empellón-, la acercó al fuego. Y una vez allí, acarició los brillantes cabellos y, sintiendo tan suave y resbalosa seda entre sus dedos, dijo:

—Qué hermosos cabellos tenéis... y qué bella sois, en general. Si el tiempo y mi insolencia no apremiaran, sólo en contemplaros me detendría...

Y tornó a abrazarla y besarla. Pero esta vez su abrazo produjo tal repulsión y horror en Tontina, que ni fuego, ni abrazo, ni besos mitigaban su frío: antes bien, lo acrecentaban de tal forma que creyó que moría aterida entre aquellos brazos y bajo aquellos labios. Entonces, un rayo tan cruel como luminoso se abrió paso en su confusión; y otros labios y otros brazos acudieron a su mente; y otros besos -si bien, sólo presentidos y deseados- le advirtieron que estaba muy lejos de conocer ni el primero ni el último beso de amor. Muy claro llegó entonces a sus oídos el penetrante grito de la lechuza y, bruscamente -tanto que nadie jamás imaginó posible en tan suave criatura-, apartó al Rey de sí. Encendida por una violenta y, a un tiempo, dulce ira, con sabiduría que llegaba a su lengua y a su entendimiento -hasta aquel momento sumidos, según parecía, en la cálida ignorancia de su infancia irreversiblemente abandonada-, dijo:

—No son vuestros besos ni vuestros abrazos quienes me devolverán el calor: es el calor de la vida el que me falta, y mi vida no está en vuestra vida.

—¿Qué galimatías es ése? -se impacientó Gudú, más asombrado que enfadado, pues en su interior no dejaba de estimar que tal rechazo y rebeldía componían una picante sustancia que no había gustado hasta el presente-. Tengo para mí que debéis abreviar las gazmoñerías en que sin duda habéis sido instruida, y pasad rápidamente a la segunda y verdadera fase de esas enseñanzas. Dad, pues, por zanjado este preámbulo, y no olvidéis que soy hombre y Rey poco paciente.

—Vos sois quien habla en lenguaje que no entiendo -dijo Tontina, al tiempo que se incorporaba y retrocedía hacia el tapiz que separaba la cámara de las otras estancias-. Y permitid os diga, mi Señor, que sois aún más necio de lo que a primera vista me parecisteis.

—¿Qué estupideces oigo? -dijo Gudú, encolerizándose al fin-. Venid aquí y cerrad la boca, pues ni siquiera en vos se quiebra la opinión de que una mujer, cuanto más callada, más hermosa parece.

Él intentó sujetarla, pero Tontina sabía hurtar sus brazos y sus torpes y ansiosas manos tan ágilmente como jamás criatura ni animal alguno él viera antes. Tal vez la ayudaron mucho en ello su afición a los juegos que, hasta muy reciente época, tanto practicó. A medida que escapaba una y otra vez de sus brazos, retrocedía y atravesaba en su huida las dos estancias anteriores. La ira se adueñó de Gudú de tal forma que su garganta parecía hervir, y jadeando como si se tratara de una cacería difícil, logró, al fin, apresarla contra la última puerta de su cámara. Y allí, oyó decir a Tontina:

—Sois necio y grosero. Y sabed que no deseo vuestros besos ni vuestros abrazos, sino otros besos y otros abrazos, y que no os amo en absoluto ni os amaré jamás: pues es otro a quien amo y a quien amaré hasta el último día de mi vida.

—Estúpida -rugió Gudú. Las últimas palabras de Tontina le sorprendieron por parecerle inexplicables-. ¿Qué me importa vuestro amor, ni lo que vos sintáis? Lo que yo pueda desear y juzgar como bueno, deseable y bueno será.

—No para mí -respondió Tontina. Y con un hábil escamoteo se desasió nuevamente de sus brazos y corrió a refugiarse tras un alto asiento de respaldo-. Debéis saber que también yo soy Reina, y mujer de inquebrantable voluntad. Y lo que estimo justo para mí, lo será para vos. Y como justo, debo deciros que ni bajo tormento lograréis de mí un solo beso. Dejadme en paz acudir en busca de quien en verdad amo, y con quien en verdad deseo hallarme.

Sólo entonces alcanzó Gudú el verdadero significado de sus palabras:

—¿Entonces, vos misma confesáis tener un amante? Tened por seguro que las leyes son duras con mujeres como vos, y no por Reina os libraréis de ellas: antes bien, más duro seré, por ello mismo y para escarmiento de otras. Retirad, pues, esas palabras, si son disimulo de una mal aprendida, ineficaz y contraproducente coquetería.

—Repito y juro lo que digo -respondió Tontina, con voz firme-. Es otro a quien yo amo, y otro a quien iré a buscar: no a vos, grosero y ridículo Gudú, que no merecéis ser Rey, ni tan sólo esposo de la mujer más vil.

Aquí, la ira del Rey llegó a su punto culminante. Desapareció totalmente su deseo, y ya ni la belleza de Tontina veía. Sólo ocupaban su mente la ceguera de su gran indignación y su soberbia, tan incomprensiblemente heridas. A grandes voces llamó a la Guardia y, al punto, ordenó que condujeran, en calidad de prisionera, a la Reina, y la encerraran en la más oscura mazmorra.

Tontina no opuso resistencia y se dejó conducir, tan suavemente que la propia Guardia, asustada y sorprendida, sentía al verla cómo se ablandaban sus entrañas. Aunque, naturalmente, bien se cuidaron de no demostrarlo.

Una vez se hubieron llevado a la muchacha, Gudú reflexionó. Pero se hallaba tan excitado, y tan grande era su ira, que no alcanzaba a ordenar sus pensamientos. Al fin, mandó recado a su madre, diciéndole que precisaba verla a solas, con la mayor urgencia.

Desolada, llegó la Reina. Sus trenzas sueltas y su desaliñado porte hacían patente la prisa con que saltó del lecho para acudir a tan insólito requerimiento. El rumor confuso de los que abajo aún celebraban, ebriamente, los frustrados esponsales, llegaba a sus oídos, cuando oyó decir a Gudú:

—¿Qué clase de bruja siniestra me buscasteis por esposa? Has de saber, madre, que esa Tontina, que el diablo confunda, ha osado rechazarme.

—Hijo querido, calmaos -dijo Ardid, intentando recuperar el ánimo-. Aunque vos tal vez no lo sepáis, es costumbre en muchacha de alto linaje resistir en un principio los impulsos del varón..., pero tened por seguro que tales escrúpulos pasarán pronto, y mucho me equivoco si no llegará el día (y muy cercano, a mi ver) en que sea ella quien os persiga por vuestras dependencias, y seáis vos quien la frene en sus impulsos...

—No digáis tonterías, madre -barboteó Gudú. Y dio tal puñetazo sobre la silla tras la que poco antes se refugiara Tontina, que, bien sea por la humedad que pudría la madera en aquellos lugares, bien porque la carcoma había celebrado inmensos festines en sus patas, bien porque la ira y la fuerza vigorosa de Gudú unidas eran irresistibles, ésta se desmoronó entre el crujir de sus astillas.

—No sólo me ha rechazado, sino que, clara y sucintamente, ha manifestado desear a otro. Y por ello, según me ha hecho saber, todo contacto conmigo le repugna, pues es otro contacto el que, al parecer, añora. Y para que os lo grabéis bien en la mollera -y la miró de la forma que Ardid atinaba prudente no contradecir ni desobedecer en modo alguno-, os ordeno que la entreguéis mañana mismo al verdugo, la queméis viva (a ser posible con leña verde), y cuando se haya reducido a cenizas, me enviéis éstas en una vasija, para recordarme la candidez que he mostrado en este asunto. Para que no vuelva a repetirse en lo sucesivo. También os comunico que en este momento parto para mi Castillo Negro, y allí aguardaré las noticias del cumplimiento de cuanto os digo. Cuando la vasija en cuestión se halle en mi poder, en lugar bien visible la pondré. Y allí estará hasta que se decida la que habrá de ser, a la mayor brevedad posible, mi futura y auténtica esposa. Esto os ordeno llevar a cabo; pero abandonad todo sueño de linajes puros, extraños y complicados: aprestaos a presentarme un buen racimo de mujeres sanas, princesas o pseudoprincesas, que no alteren con fútiles cuestiones el curso de mi precioso tiempo. Ahora, pues, salid, y sabed que no toleraré la menor dilación... En los momentos presentes, Tontina se halla encerrada en la mazmorra que mi Guardia personal os tendrá a bien informar.

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