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Authors: Ana María Matute

Olvidado Rey Gudú (68 page)

BOOK: Olvidado Rey Gudú
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Tan preocupado estaba el Rey en esta cuestión como en el adiestramiento de los que, orgullosamente, llamaba «sus cachorros», en la denominada Corte Negra. La elección de futura esposa se retrasaba en manos de su madre, a quien encargó de buscar no una, sino varias candidatas, y de origen lo menos brumoso y delicado posible.

La Reina, que aplazaba de día en día, y con gran desánimo, la reunión para la elección de posibles candidatas, se vio sorprendida por la visita de su hijo. Sin mucha ceremonia -más bien ninguna-, Gudú se hizo escuchar:

—Madre -dijo-, deseo que mi tío, el Príncipe Almíbar, reanude la Historia que quedó inacabada.

—¿Qué Historia?

—La Historia de nuestro pueblo y nuestra estirpe. Ardid permaneció un instante pensativa. Luego dijo:

—Sí: el buen Margrave Olar hizo grandes cosas dignas de tener en cuenta; y también, por supuesto, vuestro padre -por la frente de Ardid galoparon innobles hechos, cruentos, dolorosos y amorosos hechos, que ahuyentó, como ahuyentaba los insectos en torno a su lámpara de estudiosa Reina-. Pero, sin duda alguna, vos mereceréis más adelante mejor capítulo. ¿No creéis oportuno esperar?...

—¿Por qué? -se impacientó Gudú-. Debe constar mi vida del principio al fin, como la de Sikrosio, que, según veo, pasáis a la ligera...

—¡Oh, Sikrosio! No fue un ser honorable.

—Honorable o no, existió. Y tal vez sin él mi padre no hubiera jamás soñado ni podido llegar a Rey. Así pues, madre, decid al Príncipe que reanude la Historia. -curiosamente, sólo nombraba con este título a Almíbar y Predilecto; si bien, para este último, como era meticuloso y prefería ahorrar confusiones, solía añadir la palabra hermano

—¿Y por qué lo deseáis con tanta premura?

—La Historia es la única forma de sobrevivir en la memoria de las gentes, madre; la única forma de salvarse del olvido.

Un frío extraño, como sutil nevada, cayó de improviso sobre el corazón de Ardid. Miró a su hijo con inquietud; mas éste parecía abstraído en el vuelo de una importuna mariposa que le rondaba, con insolente vuelo.

—¿Y por qué..., por qué, hijo mío -rara vez así le nombraba-, queréis perdurar en la memoria de las gentes?

Un ligero estremecimiento, precisamente allí, en aquel jardín tan hermoso, donde el sol brillaba y las mariposas osaban coquetear sobre la frente del futuro Rey de Olar, parecía regresar.

—Porque el ejemplo de un Rey es para otro Rey como un faro: le indica los peligros y arrecifes de la costa-repuso Gudú, que, por cierto, jamás había visto el mar.

Y, en tanto lo decía, abrió las dos manos, con ojos atentos hacia el vuelo de aquel verde insecto que le estaba importunando.

—Es una buena razón -dijo Ardid, mientras sentía un cierto alivio. En aquel momento, creyó ver pasar por la frente de Gudú un silencioso e innumerable cortejo de jinetes: reyes destronados, reyes triunfantes, tristes reyes y reyes anónimos y olvidados; y todos venían e iban hacia el mismo país de la ignorancia y de la duda.

Gudú cerró las dos manos y atrapó el insecto. Estuvo contemplando sus manos unidas, y Ardid creyó escuchar, muy dentro de sus oídos, el aleteo indefenso de aquella aturdida y osada mariposa.

Pero, de súbito, Gudú abrió las manos y la dejó huir. La sorpresa que este hecho insólito -insólito en su hijo, claro está produjo a Ardid, fue causa de que de nuevo el recelo, el temor y una vaga desazón regresaran a ella. Escudriñó los ojos de su hijo, y de nuevo la tranquilidad llegó a su ánimo. En los ojos grises de Gudú no había ni la más remota sombra de piedad, o algo que se le pareciese.

Gudú había manifestado -y así lo hizo llegar a la Corte y Asamblea- que no veía razón para denominar Olar al Reino, si Olar era la ciudad capital y Olar el Castillo y Corte. De forma que, para evitar confusiones, junto a las nuevas leyes de sucesión por él dictadas, ordenó que todas sus tierras y las que aún podría añadir a su país, llamaríanse Reino de Gudú -aunque popularmente seguiría siendo el Reino de Olar-. La Asamblea, que desde la autocoronación del Rey habíase replegado lentamente a la misma oscuridad en que la mantuvo el Rey Volodioso, nada tuvo que objetar, excepto estampar su firma -o signo que así pareciera- en el pergamino de la conformidad. Y como, por otra parte, y a gran diferencia de Volodioso, Gudú no regateaba su esplendidez con ellos, y a sus hijos les nombraba rápidamente capitanes, si estimaba eran dignos de ello, y como aquella tierra daba hombres, si no en exceso inteligentes, sí arrojados hasta rayar la ferocidad, Gudú descubrió que para ello sólo precisaban un jefe en quien confiar tanta gloria. Así mismo, prodigábales posesiones, mando y riqueza, de modo que la Asamblea tenía sobrados motivos -aparte del supersticioso temor que los ojos del Rey les inspirara- para admitir y sellar con su asentimiento cuanto éste tuviera a bien disponer.

Los únicos cuya opinión no se consultaba eran, como de costumbre, las gentes que no poseían bien alguno. Llevaban siglos en el olvido, y aunque de tarde en tarde brotaba la rebeldía, tal era su ignorancia y pobreza, que acababan descuartizados y expuestas sus piltrafas, de forma que, para escarmiento de su rebeldía, se mantuviera grabado en todas las molleras por mucho tiempo.

La reconstrucción del viejo Castillo Negro quedó terminada cuando el invierno ya tocaba a su fin. Y si bien no provocó la admiración de los espíritus delicados y soñadores, aunque sí perturbó la sensibilidad de Almíbar por la inarmónica distribución de sus volúmenes y contornos, lo cierto es que Gudú se halló altamente satisfecho de los resultados. Las dependencias interiores, utilizadas para vivienda de sus gentes, como la suya propia, no revestían lujo ni comodidad alguna. No había más que pieles negras -robadas a las Hordas- con que cubrirse, paja y hojarasca para dormir, y los más imprescindibles enseres de uso. Pero sus rebaños estaban bien guardados, y mandó buscar dos pastores en los contornos para que cuidasen de ellos. Y aquellos hombres, montaraces y que apenas sabían hablar, y que los campesinos tenían como medio brujos -pues se les atribuían tratos con el Diablo y relaciones sexuales con cabras-, se sintieron satisfechos de asegurar el comer y beber, como jamás lo fueron antes. Su feroz temperamento se aficionó al manejo de las armas, tal y como contemplaban hacer a menudo a los que habitaban aquel Castillo. A su vez, tornáronse pastores-soldados, y sus exhibiciones a imitación de lo que veían a los soldados y a los cachorros divertían sobremanera a Gudú: y con ellos reía como jamás le había visto reír nadie: esto es, con auténtico regocijo.

El mayor de aquellos pastores-soldados se llamaba Atre, y era hombre ya entrado en años, y tuerto por añadidura, pero tan vigoroso como sólo se recordaba al Rey Volodioso y, en el presente, al propio Gudú. El mismo Yahek habíale retado en ocasiones a luchar sin armas, y salió vencido; por lo que, desde entonces, admiró secretamente a Atre. Y éste, por contra, sintió un tierno afecto por él. De suerte que un día le dijo: «Vamos a hermanarnos, viejo lobo». «¿Cómo es ello?», preguntó Yahek, que era simple y curioso como un campesino. Y Atre contestó: «Raja tu brazo hasta que te sangre, y yo haré lo mismo, de forma que así unamos nuestras sangres: y hermanos seremos». «Bueno -dijo Yahek-, no me importará, aunque hiedas a estiércol, ya que has podido vencerme. Pero ten por seguro que mi espada no reconoce hermanos, y con la espada te vencería en dos vueltas de hoja.» Así lo hicieron. Y después de celebrarlo con abundante vino, Atre dijo a Yahek: «Ahora, Hermano Lobo, enséñame a manejar la espada como tú». «Ni lo sueñes -dijo Yahek-. Pues no dormiría tranquilo en lo que resta de vida.»

Por otro lado, el segundo de los pastores -que unas veces decía ser hijo de Atre y de una extraña criatura mitad cabra y mitad mujer, y otras decía haber sido engendrado por el propio Diablo en vientre de mujer- contaba, al parecer, unos veinte años. Era alto y fornido -aunque menos que Atre-, y tan estúpido que mantenía constantemente la boca abierta, por lo que a menudo sufría las bromas de los soldados y cachorros, que se la llenaban de piedras, atinando de lejos y como blanco de su puntería. Pero él -llamado Oci- se prestaba muy agradablemente a tales demostraciones, pues tenía tan fuertes los dientes, encías, lengua y paladar, que era capaz de detenerlas hasta llenar su boca a rebosar, y luego escupirlas con tal fuerza que en más de una ocasión llegó, con ellas, a atravesar la cabeza de alguna estúpida y curiosa gallina de las que pululaban a sus anchas por dependencias y recintos de todo el Castillo. Y más de una anidó en algún rincón de la oscura escalera, de suerte que los soldados solían buscar los huevos allí y beberlos crudos, pues, por su origen campesino, tenían esto como sustancia en verdad de gran fuerza y vigor para sus músculos y cuerpos.

Las mujeres, instaladas en dependencias aparte y separadas por una empalizada de madera, tenían permiso para salir y entrar a su antojo, ya que tan contentas se hallaban con sus hombres, bien alimentadas, y cuidando de sus muchachos hasta los seis años, en que ingresaban en los Cachorros y se adiestraban a las órdenes de Yahek y Randal. Cocinaban y aseaban -según su entender, que era más bien parco- las habitaciones del Rey y las suyas propias.

A veces, la Bruja de las Estepas merodeaba por las dependencias de las mujeres. Pero prefería los bosques, y halló un tronco hueco donde cabían enteramente tanto ella como sus cuencos de barro, así como su yacija de hojas y paja. De esta forma, tenía siempre al alcance de su vista a Yahek, para que no pudiera mitigarse su odio. Las mujeres solían llamarla para dormir a sus hijos, pues la anciana sabía contar historias acompañadas de canciones que, al oírlas, todos los niños, por rebeldes que fueran, cerraban los ojos, como si sus párpados se llenaran de fina arena. Solamente permanecía alejada de una mujer, a cuyo hijo jamás quiso dormir, ni tan sólo mirar: y ésta era Indra, y el niño de ésta y Yahek se llamaba Krhin.

Gudú mandó instalar un gran taller de herrería y armas, y para ello envió a sus hombres en busca de los diez mejores maestros en tales oficios. Unos vinieron de grado, otros con resignación, y dos con cadenas, pues el Rey solía ser expeditivo en sus decisiones y poco amigo de discutirlas con nadie -y menos con los propios interesados-. Pero, de grado o por fuerza, aquellos hombres allí quedaron, y de sus fraguas y talleres salían las mejores armas y las más templadas hojas del Reino.

Así, llegó el deshielo. El río creció, las orillas verdearon entre la última escarcha, y se cubrieron los ribazos de campanillas azules y redondas flores amarillas como diminutos soles. Las muchachas más jóvenes de los contornos bajaron a las orillas del río, y los hombres las miraban desde las almenas de la muralla del Castillo Negro. El mismo Rey, un día, atinó a pasar a caballo junto al bosque, y cerca del río vio a dos campesinas jóvenes, que se lavaban y acicalaban junto al agua. «Hace tiempo -pensó- que aquellas hermosuras que me rodeaban, ahora escasean, si no es que han desaparecido...» Dicho lo cual, se aproximó a ellas cuan suavemente pudo. Al oír los cascos de un caballo, ambas se adentraron en el agua, despavoridas, y trepando a una especie de islote que de él emergía, estrechamente abrazadas, le miraron temblorosas.

—No tenéis de qué asustaros -dijo el Rey, descabalgando-. No voy a mataros ni haceros nada que no os agrade sobremanera.

Entró en el agua, y con ella hasta las rodillas tendió su mano a la que le pareció más linda y joven: una muchacha de unos catorce años, de pelo rubio oscuro. Iba muy pobremente vestida, y, al mirarla de cerca, Gudú juzgó que estaba demasiado flaca y probablemente hambrienta. Pero, con la experiencia que iba acumulando en éstas como en tantas otras cosas, pensó que mejor ataviada y alimentada, en nada tendría que envidiar a las más hermosas que él había tenido el agrado de conocer.

—Ven conmigo -dijo el Rey-. Te juro que nadie te hará daño: antes bien, te daré de comer cuanto quieras, y un vestido mil veces mejor que el que llevas puesto.

—Os lo ruego, Caballero -dijo la mayor-. No os llevéis a mi hermana pequeña, pues mi madre moriría de pesar.

—Pues no recibirá ningún pesar, si tu hermana conmigo viene -dijo Gudú, un tanto impaciente. Excepto el desagradable episodio de Tontina, no solía resistírsele muchacha alguna-. Tu madre recibirá dobles raciones de víveres, y la libraré de impuestos durante unos años... ¿A quién pertenecéis?

—Al Barón Rucindo -dijo la mayor-. Y sabed que es Señor de mal talante.

Al oír esto, Gudú rió con fuerza y, asiendo a la muchacha, la arrastró tras sí hasta la orilla, en tanto decía:

—Decid al Barón que el Rey Gudú ha tomado para sí una de sus vasallas; y tened por seguro que no tendrá objeción que hacerme.

Al oír tal nombre, las muchachas palidecieron. Y la hermana mayor salió del río con rapidez, y desapareció campo traviesa, en menos tiempo del que había necesitado para llegar al río.

En tanto, la menor temblaba de tal forma y con tal espanto le miraba, que Gudú se sintió molesto. Golpeándole ligeramente con el pie, dijo:

—No me mires como un conejo a un jabalí, estúpida, y sígueme. Ten por seguro que no vas a arrepentirte.

La montó a la grupa de su caballo y con ella regresó a la Corte Negra. Llamó entonces a un viejo soldado llamado Relisio, que, por faltarle la media mejilla que le arrebató un guerrero de las Hordas -en tiempos aún de Volodioso-, era muy respetado, tanto por los hombres del Castillo como por el propio Rey; de aquí que, dada su edad y conocimiento, habíale nombrado su intendente.

—Relisio, envía a este pájaro asustado a las dependencias de las mujeres. Decid a Indra que le dé un vestido limpio, que la ordene bañarse y peinarse, y que le dé de comer cuanto desee. Y si dentro de una semana ofrece un aspecto más lozano, me la envíe.

Pues Indra como mujer más refinada y entendida que las otras mujeres, tenía para estas cosas mayor tino y gusto .

—Así lo haré, Señor -dijo Relisio.

Al cabo de unos días, la muchacha fue enviada a Gudú. -Unas cuantas raciones suplementarias y unos metros de tela pueden hacer tantos milagros en los soldados como en las muchachas -dijo Gudú, satisfecho. Pues la muchacha, aseada, peinados en suaves trenzas sus cabellos dorados, con la piel más clara y lustrosa y los ojos brillantes, ofrecía un aspecto inmejorable. Incluso sonrió cuando, al preguntarle su nombre, con una torpe reverencia, enseñada por Indra, dijo:

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