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Authors: Lauren Kate

Oscuros (2 page)

BOOK: Oscuros
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Todavía se estaba acostumbrando a esa palabra.

—Eh... perdone, pero ¿podría repetir eso que ha dicho? —le pidió al guarda—. ¿Cómo era? ¿Recetas...?

—Vaya, mirad quién ha llegado —dijo en voz alta el guarda, y luego repitió lentamente—: Recetas. Si eres una de las alumnas que necesita medicación, allí te darán las pastillas que te ayudarán a no volverte loca y seguir respirando, ¿entiendes?

«Es una mujer», concluyó Luce después de estudiar a la guarda. Ningún hombre podría ser lo bastante sarcástico para decir todo aquello con un tono de voz tan edulcorado.

—Lo pillo. —Luce sintió arcadas—. Recetas.

Hacía años que había dejado de medicarse. Aunque el doctor Sanford, su especialista en Hopkinton —y la razón por la cual sus padres la habían enviado a un internado en la lejana New Hampshire—, había considerado la posibilidad de medicarla de nuevo a raíz del accidente del verano anterior, después de un mes de varios análisis se convenció de la relativa estabilidad de Luce, y ella por fin pudo olvidarse de aquellos antipsicóticos nauseabundos.

Ese era el motivo de que en su último año de estudios ingresara en Espada y Cruz un mes después de que hubieran comenzado las clases. Ya era bastante pesado ser nueva en la escuela para además empezar las clases cuando el resto ya sabía de qué iba todo. Sin embargo, a juzgar por lo que estaba viendo en la visita introductoria, aquel no era el primer día de clase solo para ella.

Miró de reojo a los otros tres alumnos dispuestos en semicírculo a su alrededor. En el último colegio en el que había estudiado, el Dover, conoció a su mejor amiga, Callie, en la visita introductoria del campus, aunque, en cualquier caso, en un colegio donde el resto de los estudiantes prácticamente habían crecido juntos, ya habría bastado con que Luce y Callie fueran las únicas que no eran ricas herederas; además, no tardaron en darse cuenta de que también compartían la misma pasión por las películas antiguas, sobre todo las protagonizadas por Albert Finney. Después de descubrir, mientras veían
Dos en la carretera
, que ninguna de las dos llegaría a conseguir hacer palomitas sin que saltara la alarma de incendios, Callie y Luce no se separaron ni un momento. Hasta que... las obligaron a hacerlo.

A ambos lados de Luce había dos chicos y una chica, y de esta última no era muy difícil hacerse una idea de lo que cabía esperar: rubia y guapa como las modelos de los anuncios de cosméticos y con las uñas pintadas de rosa pastel a juego con la carpeta de plástico.

—Soy Gabbe —dijo arrastrando las palabras y mostrándole una gran sonrisa que se esfumó con la misma rapidez con que había aparecido incluso antes de que Luce pudiera devolverle el saludo. El efímero interés de la chica le recordó más a una versión sureña de las chicas de Dover que a lo que habría esperado de Espada y Cruz. Luce no pudo saber si eso era reconfortante o no, ni tampoco pudo imaginar qué hacía en un reformatorio una chica con aquella pinta.

A su derecha había un chico de pelo castaño y corto, ojos marrones y algunas pecas en la nariz. Pero, por la forma en que le evitaba la mirada y se dedicaba a morderse un pellejo del pulgar, Luce tuvo la impresión de que, como ella, todavía debía de estar confundido y avergonzado de encontrarse allí.

El que tenía a su izquierda, en cambio, se correspondía con lo que Luce imaginaba de aquel lugar, incluso con demasiada exactitud. Era alto y delgado, llevaba al hombro una mochila de
disk jockey
y el pelo negro desgreñado. Tenía los ojos verdes, grandes y hundidos, y unos labios carnosos y rosados por los que la mayoría de las chicas matarían.

En la nuca, un tatuaje negro con forma de sol que le asomaba por el cuello de la camiseta negra casi parecía arder sobre su piel clara.

A diferencia de los otros dos, cuando este chico se volvió le sostuvo la mirada. Su boca dibujaba una línea recta, pero sus ojos eran cálidos y vivos. La observó, inmóvil como una estatua, provocando que también Luce se sintiera clavada en el suelo y se le cortara la respiración: aquellos ojos eran intensos y seductores, y también un poco apabullantes.

La guarda interrumpió el trance de los chicos con un carraspeo. Luce se sonrojó y fingió estar muy ocupada rascándose la cabeza.

—Los que ya sabéis cómo funciona todo podéis iros después de dejar aquí vuestras mercancías peligrosas. —La guarda señaló una enorme caja de cartón situada bajo un cartel en el que estaba escrito con grandes letras negras: M
ATERIALES PROHIBIDOS
—. Y, Todd, cuando digo que podéis iros... —Posó una mano en el hombro del chico pecoso, que dio un respingo—, me refiero a que vayáis al gimnasio a encontraros con los alumnos mentores que os hayan asignado. Tú —Señaló a Luce—, deja aquí tus mercancías peligrosas y quédate conmigo.

Los cuatro se acercaron de mala gana a la caja, y Luce observó, perpleja, cómo empezaban a vaciarse los bolsillos. La chica sacó una navaja roja de ocho centímetros del ejército suizo. El chico de ojos verdes dejó a regañadientes un aerosol de pintura y un cúter. Incluso el desafortunado Todd se desprendió de varias cajas de cerillas y de un pequeño cargador de mecheros. Luce se sintió casi estúpida por no tener ninguna mercancía peligrosa, pero cuando vio a los otros sacar del bolsillo los teléfonos móviles y dejarlos en la caja, se quedó sin palabras.

Al inclinarse para leer mejor el cartel de M
ATERIALES PROHIBIDOS
, vio que los móviles, los buscapersonas y los radiotransmisores estaban prohibidos. ¡Así que no solo se quedaba sin coche! Con una mano sudorosa, Luce cogió el móvil que tenía en el bolsillo, su único medio de contacto con el mundo exterior. Cuando la guarda percibió su mirada, le dio unas palmaditas en la mejilla.

—Niña, no te desvanezcas, que no me pagan lo suficiente para resucitar a los alumnos. Además, podrás hacer una llamada semanal desde el vestíbulo principal.

Una llamada... ¿semanal? Pero...

Miró por última vez su teléfono y vio que había recibido dos nuevos mensajes de texto. Parecía imposible que aquellos fueran a ser sus últimos mensajes. El primero era de Callie.

¡Llámame enseguida! Esperaré al lado del teléfono toda la noche para que me lo expliques todo. Y acuérdate del mantra que te dije que practicaras. ¡Sobrevivirás! Además, por si te interesa, creo que todo el mundo se ha olvidado de...

Típico de Callie: se había enrollado tanto que aquel teléfono de mierda había omitido las últimas cuatro líneas. En cierta forma, se sentía casi aliviada. No quería que le escribieran sobre cómo todo el mundo de su antigua escuela ya había olvidado lo que le había ocurrido, lo que había hecho para acabar en ese lugar.

Suspiró y leyó el segundo mensaje. Era de su madre, que apenas hacía unas semanas le había cogido el tranquillo a eso de escribir mensajes, y que seguro que no sabía lo de la llamada semanal, porque, si no, de ningún modo la habría abandonado allí. ¿O sí?

Mi niña, pensamos en ti a todas horas. Sé buena e intenta comer suficientes proteínas. Te llamaremos en cuanto podamos. Te queremos, mamá y papá.

Luce suspiró y cayó en la cuenta de que sus padres lo sabían. ¿Cómo, si no, se explicaba sus caras ojerosas cuando se había despedido de ellos aquella mañana desde la puerta del colegio con la maleta en la mano? Durante el desayuno había intentado bromear porque al fin iba a perder el descarado acento de Nueva Inglaterra que había cogido en Dover, pero sus padres ni siquiera habían sonreído. Creía que todavía estaban enfadados con ella, porque, cuando la lió, no le montaron el número de los gritos, sino que recurrieron al ya conocido silencio. Pero ahora comprendía la conducta tan extraña de aquella mañana: sus padres ya se estaban lamentando porque iban a separarse de su única hija.

—Seguimos esperando a alguien —dijo la guarda—. Me pregunto quién será.

La atención de Luce volvió de golpe a la caja de las mercancías peligrosas, que ahora rebosaba de objetos de contrabando que ni siquiera reconocía. Percibía que los ojos verdes del chico de cabello oscuro seguían clavados en ella. Alzó la vista y notó que todos la miraban. Le tocaba a ella. Cerró los ojos y poco a poco relajó los dedos hasta que el teléfono cayó sobre la cumbre del montón con un ruido seco y triste: el sonido de la soledad absoluta.

Todd y Gabbe
la Robot
se dirigieron a la puerta sin siquiera mirar a Luce, pero el tercer chico se volvió hacia la guarda.

—Yo podría ponerla al corriente de todo —se ofreció, señalando a Luce con la cabeza.

—Esas no son las normas —repuso la guarda de forma automática, como si hubiera estado esperando aquel diálogo—. Vuelves a ser un alumno nuevo, y eso significa que se te aplican las restricciones de los alumnos nuevos. Tienes que volver a empezar desde cero. Si no te gusta, deberías haberlo pensado mejor antes de quebrantar la libertad condicional.

El chico se quedó inmóvil, inexpresivo, mientras la guarda tiraba de Luce —que se había quedado de piedra al oír las palabras «libertad condicional»— hacia el fondo del vestíbulo amarillo.

—Venga, adelante —dijo, como si no hubiera pasado nada—. Residencias.

Señaló la ventana que daba al oeste, desde donde se divisaba a lo lejos un edificio de color ceniza. Luce vio a Gabbe y a Todd arrastrando los pies hacia allí, y al tercer chico andando sin prisa, como si alcanzarlos fuera la última cosa que tuviera que hacer.

La residencia de estudiantes era un edificio imponente y cuadrangular, un bloque sólido y gris cuyas gruesas puertas dobles no revelaban nada de lo que ocurría dentro. En medio del césped amarillento había una enorme placa de piedra y Luce recordaba haber visto en la web de la escuela las palabras R
ESIDENCIA PAULINE
cinceladas en su superficie. En realidad, el complejo parecía incluso más feo bajo la brumosa luz de aquella mañana que en la anodina fotografía en blanco y negro.

Incluso desde aquella distancia, Luce atisbaba el moho negro que cubría la fachada de la residencia. En todas las ventanas había hileras de gruesas barras de acero. Luce entornó los ojos: ¿de verdad la valla estaba rematada por un alambre de púas?

La guarda bajó la vista hacia el dossier y abrió la ficha de Luce.

—Habitación sesenta y tres. Por ahora, deja la maleta en mi despacho con las de los demás. Podrás deshacerla esta tarde.

Luce arrastró su maleta roja hacia los otros tres baúles negros e insulsos. Luego, en un acto reflejo, hizo el ademán de coger el móvil, porque era donde acostumbraba anotar las cosas que tenía que recordar. Pero, al ver que su bolsillo estaba vacío, suspiró y no le quedó más remedio que memorizar el número de la habitación.

Aún era incapaz de entender por qué no podía quedarse con sus padres; su casa de Thunderbolt estaba a menos de media hora de Espada y Cruz. Le había sentado tan bien volver a su hogar en Savannah, donde, como siempre decía su madre, «hasta el viento soplaba con pereza»... El ritmo más ligero y tranquilo de Georgia se adaptaba a Luce mucho mejor de lo que el de Nueva Inglaterra lo había hecho nunca.

Pero Espada y Cruz, el lugar inerte y gris que el tribunal le había asignado, no se parecía a Savannah ni a ningún otro lugar. Luce había oído accidentalmente una conversación de su padre con el director; su padre había ido asintiendo con ese característico lío mental propio de los profesores de Biología y había acabado respondiendo:

—Claro, claro, quizá lo mejor es que esté controlada todo el tiempo. No, por supuesto, no nos gustaría poner trabas al sistema de la escuela.

Sin duda, su padre no había visto las condiciones en las que supervisaban a su única hija. Aquel lugar parecía una prisión de máxima seguridad.

—¿Y qué significa eso... cómo ha dicho... las rojas? —preguntó Luce a la guarda cuando ya estaba a punto de concluir la visita introductoria.

—Las rojas —contestó la guarda señalando hacia un pequeño dispositivo eléctrico que colgaba del techo: una lente con una luz roja parpadeante. Luce no se había percatado, pero, en cuanto la guarda señaló el primero, vio que había una infinidad por todas partes.

—¿Cámaras?

—Muy bien —respondió la guarda con cierto tono de condescendencia—. Las dejamos a la vista para que no olvidéis que están ahí. En cualquier momento, en cualquier lugar, os estamos vigilando. Así que no la fastidies, si lo que quieres es lo mejor para ti.

Cada vez que alguien le hablaba a Luce como si fuera una psicópata, ella casi acababa creyendo que lo era.

Los recuerdos la habían hostigado todo el verano, en sueños y en los raros momentos en que sus padres la dejaban sola. Algo había ocurrido en aquella cabaña, y todos (incluida Luce) se morían por saber exactamente qué. La policía, el juez, los asistentes sociales habían intentado sonsacarle la verdad, pero ella sabía tan poco como ellos. Había estado bromeando con Trevor y se habían perseguido el uno al otro hasta llegar a la hilera de cabañas que había frente al lago, lejos del resto de sus compañeros. Intentó explicar que había sido una de las mejores noches de su vida... hasta que se convirtió en la peor.

Había dedicado mucho tiempo a recrear aquella noche en su memoria, oyendo la risa de Trevor, sintiendo cómo sus manos le rodeaban la cintura... ya intentar conciliar la certeza instintiva de que ella era en verdad inocente.

Pero ahora todas las normas y regulaciones de Espada y Cruz parecían contradecir esa idea, parecían sugerir que ella era peligrosa de verdad y que era preciso controlarla.

Luce notó una mano firme en el hombro.

—Mira —le dijo la guarda—, si te hace sentir mejor, te aseguro que no eres ni de lejos el peor caso que hay aquí.

Fue el primer gesto humano que la guarda dedicó a Luce, y ella creyó que en realidad sí tenía la intención de hacerla sentir mejor. Pero ¿la habían enviado allí a causa de la muerte enigmática de un chico por el que estaba loca y, aun así, no era «ni de lejos el peor caso que hay aquí»? Luce se preguntó qué otros casos podía haber en Espada y Cruz.

—De acuerdo, se ha acabado la presentación —concluyó la guarda—. A partir de ahora te las arreglarás sola. Aquí tienes un mapa por si necesitas encontrar algo.

Le dio una fotocopia de un mapa chapucero dibujado a mano y consultó el reloj.

—Tienes una hora antes de la primera clase, pero la teleserie que sigo empieza en cinco minutos, así que... —le hizo un gesto con la mano— piérdete un poco por el colegio. Y no lo olvides —añadió señalando las cámaras una última vez—: las rojas te están vigilando.

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