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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Pruebas falsas (11 page)

BOOK: Pruebas falsas
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—¿Usted lo averiguó?

—¿El qué?

—El importe del depósito.

—No, señor.

—¿Y ella?

—Creo que sí.

—¿Por qué lo cree? ¿Ella se lo dijo?

—No, señor. Me dijo que era información privilegiada y que, si quería tenerla, tendría que conseguirla por mí mismo.

Al oír esto, a Brunetti le vino a la mente la expresión «honor entre ladrones», pero la ahuyentó, porque podían la admiración y el respeto que aquella pericia le producía. Volviendo al asunto que les ocupaba, dijo:

—¿Entonces tendremos que pedírselo a ella?

—Sí, señor.

Se pusieron en pie y bajaron en busca de la
signorina
Elettra. Vianello llevaba en la mano el papel con las iniciales descifradas.

Ella estaba en su despacho, pero, desgraciadamente, también estaba su superior inmediato, el
vicequestore
Giuseppe Patta, que hoy vestía traje de lino color crema y camisa negra, también de lino. La corbata, de seda color pizarra, tenía hebras del mismo tono del traje, que discurrían en diagonal. Brunetti observó, cosa que antes se le había escapado, que ella llevaba traje de lino negro y blusa de seda color crema, y se le ocurrió que, si hubieran elegido la indumentaria premeditadamente, sabiendo cada uno lo que llevaría el otro, sin duda, Patta se hubiera dejado llevar por un afán de emulación y ella, por un antojo de parodia.

Al ver a Vianello con un papel en la mano, Patta inquirió:

—¿Qué es eso, inspector? ¿Tiene que ver con la absurda idea del comisario de que aquella mujer no fue asesinada por la rumana?

—No, señor —dijo un humilde Vianello—. Es el Código que utilizo para elegir los equipos cuando juego al
Totocalcio
. —Sacó el papel que sostenía a su espalda e hizo ademán de mostrárselo a Patta, mientras explicaba—: En esta primera columna está el nombre del equipo, escrito en clave, y estos números son los de los jugadores que creo que van a…

—Ya basta, Vianello —dijo Patta sin ocultar su irritación. Y a Brunetti—: Si no está también muy ocupado con las quinielas, comisario, me gustaría hablar con usted. —Se volvió hacia la puerta del despacho.

—Sí, señor —dijo Brunetti, que siguió a su superior, dejando a Vianello con la
signorina
Elettra.

Patta se instaló detrás de su mesa, pero no invitó a Brunetti a sentarse, lo que era buena señal, ya que indicaba que el
vicequestore
tenía prisa. Eran casi las cinco, tenía el tiempo justo para hacerse llevar en la lancha de la policía al Cipriani, a nadar un rato y, de allí, a su casa, a cenar.

—No le retendré mucho, comisario. Sólo quiero recordarle que este caso está resuelto, a pesar de las ridículas ideas que pueda usted tener sobre él —empezó, sin especificar qué ideas de Brunetti le parecían ridículas, con lo que se reservaba la opción de incluirlas todas en la misma categoría—. Los hechos hablan por sí mismos. A esa pobre mujer la mató la rumana, que quería salir del país y dejó patente su culpabilidad al tratar de escapar de un control rutinario de la policía en la frontera. —Juntó las yemas de los dedos apoyando los índices en los labios durante un segundo, luego las separó y dijo—: No quiero que una prensa suspicaz e irresponsable pueda poner en tela de juicio la labor de este departamento de policía. —Alzó el mentón concentrando toda su atención en Brunetti—. ¿Me he expresado con suficiente claridad, comisario?

—Con perfecta claridad, señor.

—Bien —dijo Patta, entendiendo la respuesta de Brunetti como señal de obediencia—. Eso es todo. Ahora tengo que ir a una reunión.

Brunetti murmuró unas palabras de cortesía y salió del despacho. Fuera, la
signorina
Elettra estaba sentada a su mesa, leyendo una revista. Vianello había desaparecido. Cuando ella alzó la mirada, Brunetti se llevó el índice a la nariz y luego señaló hacia arriba, en dirección a su despacho. Oyó abrirse la puerta de Patta a su espalda. La
signorina
Elettra volvió a mirar la revista, desentendiéndose de Brunetti, y pasó una hoja con indolencia. Él subió a su despacho a esperarla.

Cuando entró el comisario, Vianello estaba mirando por la ventana, alzándose sobre las puntas de los pies para ver el muelle de la
questura
. Brunetti oyó arrancar el motor de una lancha y escuchó cómo el ruido se alejaba en dirección al Bacino y, seguramente, el Cipriani. Vianello, sin decir nada, se retiró de la ventana y fue hacia una silla. Al cabo de un momento, entró la
signorina
Elettra, que cerró la puerta a su espalda y se sentó en la silla que estaba junto a la de Vianello. Brunetti se situó de espaldas a la mesa, apoyado en ella. El comisario no creyó necesario preguntar a la joven si Vianello le había hablado de lo que había que hacer.

—¿Podrá comprobarlos todos? —preguntó.

—Sólo éste será difícil —dijo ella, señalando un nombre a mitad de la lista—. Deutsche Bank. Se han anexionado otros dos bancos, pero la oficina de aquí es nueva, y nunca he tenido ocasión de pedirles nada, por lo que quizá me lleve algún tiempo; pero a los otros puedo pedirles los datos esta misma tarde y tener la respuesta mañana. —Por su forma de expresarse, quien no estuviera familiarizado con sus tácticas podía suponer que la tarea se efectuaría de acuerdo con las más estrictas normas bancarias: toda la información sería facilitada a requerimiento de órdenes judiciales, extendidas a solicitud de la policía, presentada por el conducto pertinente. Dado que, habitualmente, este proceso duraba meses y que se estaban aprobando unas leyes que lo hacían cada vez más difícil, si no imposible, la verdad era que la información sería extraída de los archivos de los bancos con la misma facilidad con que a un incauto turista belga se le birla la billetera del bolsillo de atrás, en el
vaporetto
Uno.

Mirando a Vianello, Brunetti preguntó:

—¿Usted qué opina? El inspector hizo una deferente inclinación de cabeza hacia la
signorina
Elettra, para indicar que ella le había puesto en antecedentes de la conversación que Brunetti había mantenido con la
signora
Gismondi y dijo:

—Si esa mujer dice la verdad, no es probable que la
signora
Ghiorghiu matara a la anciana. Lo que significa que la mató otra persona, y las cuentas bancarias me parecen un buen sitio para empezar a buscar un móvil.

—¿Cree que hay alguna posibilidad de que la rumana sea la asesina, comisario? —interrumpió la
signorina
Elettra.

Vianello también miraba a Brunetti, tan curioso como ella.

—Si han visto las fotos del cuerpo de la
signora
Battestini, habrán podido apreciar cómo le quedó la cabeza a causa de los golpes —dijo Brunetti que, tomando su silencio por asentimiento, prosiguió—: No me parece lógico que la Ghiorghiu volviera atrás y la matara a sangre fría. Tenía dinero, tenía un billete de vuelta a casa y ya estaba en la estación. Y, por lo que dijo la
signora
Gismondi, ya parecía estar más tranquila. No veo por qué iba a volver atrás y matar a la anciana y, menos, de ese modo. Ahí hubo cólera, no cálculo.

—O cálculo disfrazado de cólera —apuntó Vianello. Esto implicaba una malicia que Brunetti prefería no considerar por el momento, pero asintió, mal de su grado. Antes que especular sobre posibilidades, quería ceñirse a la realidad, y dijo a la
signorina
Elettra:

—Mañana hablaré con la abogada y con la familia. —Y a Vianello—: Me gustaría que preguntara en el vecindario si alguien recuerda haber visto algo especial aquel día.

—¿Es oficial? —preguntó Vianello.

Brunetti suspiró.

—Sería preferible que procurase hacer las preguntas de un modo casual, si fuera posible tal cosa.

—Preguntaré a Nadia si conoce a alguien que viva por allí —dijo Vianello—. O quizá nos acerquemos a tomar una copa o a almorzar en ese sitio que han abierto al lado del Campo del Mori.

Brunetti aprobó el plan con una amplia sonrisa y, volviéndose hacia la
signorina
Elettra, dijo:

—Otra cosa que me gustaría comprobar es si esa mujer había tenido alguna relación con nosotros.

—¿Quién? ¿La rumana?

—No. La
signora
Battestini.

—Una mente criminal octogenaria —rió ella—. Cómo me gustaría descubrir alguna.

Brunetti mencionó a un antiguo primer ministro y sugirió que, si tanto le interesaba el tema, podía buscar información sobre el personaje en el archivo.

Vianello soltó una carcajada y ella tuvo a bien sonreír.

—Y, ya de paso, vea si hay algo del marido y del hijo —dijo Brunetti, volviendo a la cuestión que importaba.

—¿Quiere que investigue a la abogada?

—Sí.

—Me encanta meterme en los asuntos de los abogados —dijo la
signorina
Elettra impulsivamente—. Se creen muy listos para camuflar las cosas, pero es fácil hacerlas salir a la luz. Hasta diría que casi demasiado fácil.

—¿Preferiría darles una oportunidad? —preguntó Vianello.

Ella dio un respingo.

—¿Dar una oportunidad a un abogado? ¿Cree que estoy loca?

Capítulo 9

Como tenía que leer testimonios relacionados con el caso del aeropuerto y como no le apetecía hablar con abogados, Brunetti se limitó a llamar al despacho de la
avvocatessa
Marieschi y pedir una cita para la mañana siguiente. Cuando la secretaria le preguntó de qué asunto se trataba, Brunetti dijo únicamente que era una cuestión relacionada con una herencia y dio su nombre, pero sin mencionar que trabajaba para la policía.

Estuvo una hora leyendo declaraciones contradictorias que se invalidaban mutuamente. Por fortuna, cada declaración estaba acompañada de una pequeña foto, por lo que él podía identificar a la persona que declaraba o era interrogada, con las que aparecían en las cintas grabadas por las cámaras de vídeo disimuladas en la sala de equipajes del aeropuerto. Que él hubiera podido comprobar, sólo doce de las setenta y seis personas arrestadas decían toda la verdad, ya que únicamente su testimonio estaba confirmado por las cintas que él había visionado la semana anterior durante horas, en las que todos los acusados aparecían cometiendo hurtos.

Brunetti no deseaba dedicar mucho tiempo a la investigación, puesto que la defensa argumentaba que, como las cámaras habían sido instaladas sin el conocimiento de las personas que eran grabadas, ello suponía una invasión de la «privacidad» de los acusados, utilizando la palabra-comodín birlada al inglés
[3]
a fin de llenar un hueco en una lengua que no tenía término propio para tal concepto. Si se admitía la argumentación —y él intuía que se admitiría—, el Estado no tendría caso, ya que, desaparecida la prueba principal, todos los que habían confesado su culpabilidad, se retractarían inmediatamente.

Además, todos ellos estaban trabajando todavía, ya que se había aducido que, puesto que la Constitución garantizaba el derecho al trabajo, era anticonstitucional despedirlos.
«The loony bin, the loony bin»
, susurró Brunetti, y decidió que ya era hora de irse a casa.

Al llegar notó que Paola había cumplido su palabra, porque los aromas que salieron a su encuentro cuando entró en el apartamento componían una suculenta mezcla de marisco, ajo y algo que no acababa de identificar. ¿Quizá, espinacas? Dejó al lado de la puerta la bolsa de plástico en la que traía la chaqueta sucia y avanzó por el pasillo hacia la cocina. Ella estaba sentada a la mesa, con una copa de vino blanco delante, leyendo.

—De acuerdo —dijo él—, voy a preguntarte qué lees.

Ella lo miró por encima de las medias gafas y dijo:

—Algo que debería interesarnos mucho a los dos, Guido. El libro de Religión de Chiara.

Inmediatamente, Brunetti comprendió que de allí no iba a salir nada bueno. Aun así, preguntó:

—¿Por qué, a nosotros?

—Por las cosas que dice acerca del mundo en que vivimos —respondió ella dejando el libro en la mesa y tomando un sorbo de vino.

—¿Por ejemplo? —preguntó él yendo al frigorífico y sacando la botella. Era el buen ribolla galla que habían comprado a un amigo en Corno di Rosazzo.

—Aquí hay un capítulo que trata de los siete pecados capitales —dijo ella, señalando la página que estaba leyendo cuando entró él.

Brunetti había pensado muchas veces que era muy conveniente que hubiera un pecado para cada día de la semana, pero, por el momento, se guardó el pensamiento.

—¿Y qué? —preguntó.

—Pues que me he puesto a pensar en que nuestra sociedad ha dejado de considerar los pecados, si no del todo, por lo menos, ha conseguido quitarles buena parte del tufo de pecado que antes tenían.

Él tomó una silla y se sentó frente a ella, no muy interesado en esta última observación pero dispuesto a escuchar. Levantó la copa en dirección a ella y bebió un sorbo. El vino estaba tan bueno como él recordaba. Gracias a Dios, pues, por el buen vino y los buenos amigos, y gracias a Dios, incluso, por una esposa capaz de encontrar motivo de polémica en un libro de segunda enseñanza sobre doctrina religiosa.

—Piensa en la lujuria —prosiguió ella.

—Ya pienso a menudo —dijo él sonriendo de oreja a oreja.

Sin hacerle caso, ella dijo:

—En nuestra infancia, la lujuria era, si no pecado, por lo menos, medio pecado, o algo que no se mencionaba ni exponía en público. Ahora no puedes ver una película, ni la televisión, ni una revista, sin encontrarte con eso.

—¿Y tú crees que es malo? —preguntó él.

—No necesariamente. Sólo diferente. Quizá la gula sea un mejor exponente.

«Ah, ahí le duele», pensó Brunetti, y hundió un poco el estómago.

—Continuamente se nos anima a incurrir en ella. No hay más que abrir una revista o un periódico.

—¿En la gula? —preguntó él con extrañeza.

—No necesariamente gula de comida —explicó ella—, sino a tomar y consumir más de lo que necesitamos. Al fin y al cabo, ¿qué es tener más de un televisor, de un coche, o de una casa, sino una forma de gula?

—Nunca me lo había planteado de ese modo —contemporizó él, volviendo al frigorífico en busca de más vino.

—No, ni tampoco yo, hasta que he empezado a leer este libro. Aquí se define la gula como comer en demasía, y punto. Pero me he puesto a pensar en lo que podría significar en un contexto más amplio. Ésta era, para Brunetti, la esencia de Paola, la mujer a la que seguía amando infinitamente: que siempre pensaba las cosas —todas las cosas, le parecía a veces— en un contexto más amplio.

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