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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Pruebas falsas (10 page)

BOOK: Pruebas falsas
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La siguiente contenía tapetes y antimacasares, todos con ligeras manchas, paños de cocina y servilletitas que prefirió no tocar. En la caja que estaba debajo de ésta había, aproximadamente, una docena de camisas de algodón, todas blancas, y todas meticulosamente planchadas y dobladas. Debajo, vio seis o siete corbatas listadas, muy sobrias, en sendas bolsas de celofán. La siguiente caja era más pesada y dentro encontró papeles de todas clases: revistas viejas, periódicos, sobres que aún parecían contener cartas, postales, recibos y otros papeles que, a aquella escasa luz, no consiguió identificar. No podría llevárselo todo, tendría que separar lo que pareciera más interesante.

El calor lo envolvía, se le adhería a la piel y se le metía por la nariz con el polvo. Dejó caer los papeles en la caja y empezó a quitarse la chaqueta, que tenía pegada al cuerpo a través de la camisa, tan empapada una prenda como la otra. Aún no había sacado un brazo de la manga cuando oyó cerrarse una puerta abajo, y se quedó quieto, con el cuello de la chaqueta a media espalda.

Sonaban voces, una, aguda —de una mujer o de un niño—, y grave y masculina la otra. Las voces ahogaban el sonido que pudieran hacer los pies en los peldaños. Brunetti trató de recordar si había apagado la luz y cerrado la puerta del apartamento. Tenía cerradura de resorte y se cerraba de golpe. Sabía que la primera vez que había subido al desván la había dejado abierta. No podía sino confiar en que se le hubiera ocurrido cerrarla la segunda vez.

Las voces se acercaban, respondiendo la una a la otra con la suficiente frecuencia como para hacerle descartar que la primera pudiera pertenecer a un niño. Oyó abrirse y cerrarse una puerta, y las voces cesaron.

Cerró los ojos, para escuchar mejor. No podía adivinar en qué apartamento habían entrado, si en el que estaba inmediatamente debajo de él o en el de la
signora
Battestini, un piso más abajo. Antes no había reparado en si sus pies hacían crujir el suelo de madera, y decidió comprobarlo moviéndose ligeramente hacia un lado. El quejido de las tablas lo inmovilizó.

Se puso la chaqueta y se inclinó hacia adelante, para volver a meter los papeles en la caja. Miró el reloj y vio que eran las dos menos cinco. A las dos y cinco, asió unos papeles y los orientó hacia la luz, para tratar de leer. Enseguida comprendió que le sería imposible concentrarse en los papeles, con dos personas en el apartamento de abajo, y volvió a dejarlos en la caja. Al poco rato, sentía la espalda rígida y flexionó la cintura hacia uno y otro lado varias veces, para relajar los músculos.

Al cabo de un cuarto de hora, volvió a oír las voces, después de que la puerta se abriera sin ruido. ¿Qué explicación podría dar si decidían subir y lo encontraban en el desván? Técnicamente, aquello todavía era el escenario de un crimen y él podía invocar su derecho a estar allí. Pero la cerradura forzada y la puerta del desván descerrajada denotaban, unos medios que no se ajustaban al procedimiento policial regular y sin duda acarrearían problemas.

Las voces se mantuvieron un rato en el mismo nivel y después, gradualmente, fueron alejándose. Al fin, él oyó cerrarse la puerta de la calle y, mientras el silencio se extendía por el edificio, Brunetti dio un paso atrás y, al levantar los brazos hacia el techo para aflojar los músculos, una telaraña se le enredó en la mano derecha. Instintivamente, bajó la mano y la restregó en el delantero de la chaqueta. Dio media vuelta, fue hasta la puerta y volvió adonde estaban las cajas, agitando las manos ante sí, para descargar la tensión acumulada.

Entonces le vino a la memoria algo que había visto, se volvió hacia la caja de los trapos de cocina, la abrió y sacó una de aquellas bolsas de malla de plástico, con asas redondas, que se utilizaban mucho cuando él era niño y que hacía tiempo habían desaparecido. Deslizó las asas de la bolsa sobre el antebrazo izquierdo y se limpió las manos con un trapo que arrojó a una de las cajas.

Fue a la caja de los papeles y se puso a seleccionar su contenido, dejando a un lado las revistas y periódicos y entresacando lo que parecían cartas o documentos. Abrió la bolsa y metió en ella los papeles, precipitadamente, acuciado por el afán de verse libre de aquel espacio cerrado, aquel calor y aquel olor penetrante a polvo y abandono.

Al salir del desván, volvió a atornillar la chapa del candado con el cuchillo de cocina, que luego se guardó en el bolsillo de la chaqueta. En el piso de abajo, probó la puerta del apartamento y vio que estaba cerrada, pero no se paró a usar la ganzúa para averiguar si tenía dos vueltas de llave.

Cuando llegó abajo, empujó la puerta de la calle y salió al pleno sol de la tarde, reconfortado por la sensación de que su fuego lo desinfectaba del olor y la mugre de aquel desván.

Cuando, poco después de las tres, Brunetti llegaba a la
questura
, vio al teniente Scarpa, que en aquel momento desembarcaba de una de las lanchas de la policía. Ya que no podría evitar entrar en el edificio al mismo tiempo, Brunetti preparó un saludo inocuo, procurando ocultar la bolsa con su cuerpo.

—¿Ha tenido una pelea, comisario? —preguntó Scarpa con aparente solicitud, al observar las manchas de la chaqueta y la camisa de Brunetti.

—Oh, no, nada de eso. He tropezado al pasar por una obra y he rozado una pared —dijo Brunetti con no menos falsa sinceridad—. Pero gracias por su interés.

Manteniendo la bolsa a su espalda, Brunetti hizo una seña con la cabeza al agente que les abría la puerta, el cual le correspondió con un saludo igual, antes de cuadrarse al paso del teniente. No creyendo necesario decir más a Scarpa, Brunetti cruzó el vestíbulo y empezó a subir la escalera. Entonces oyó decir al teniente a su espalda:

—Hacía un siglo que no veía una bolsa como ésa, comisario. Es como las que usaban nuestras madres. —Y, después de una pausa, agregó—: Cuando aún podían ir a la compra.

La vacilación de Brunetti fue leve, casi imperceptible, como lo fueran las primeras señales de la demencia que había atacado a su madre hacía diez años y que aún la tenía prisionera. No sabía cómo se había enterado Scarpa, ni siquiera podía estar seguro de que lo supiera. Pero, si no lo sabía, ¿a qué se debían las frecuentes alusiones del teniente a las madres? ¿Y por qué aquella insistente sugerencia, falsamente humorística, de que cualquier fallo de memoria o de eficacia de cualquier miembro de la
questura
tenía que ser señal de senilidad?

Haciendo oídos sordos al comentario, Brunetti siguió subiendo la escalera, camino de su despacho. Cerró la puerta, dejó la bolsa en la mesa, se quitó la chaqueta y la miró sosteniéndola por los hombros. Lino gris, una de sus favoritas, y ahora tenía dos anchas franjas negras horizontales en el delantero. Brunetti dudaba de que hubiera un sistema de lavado que pudiera eliminarlas. Colgó la prenda del respaldo de una silla y se aflojó el nudo de la corbata. Entonces se dio cuenta de lo sucias que tenía las manos. Fue al aseo del piso de abajo, se las lavó, se echó agua a la cara y se pasó las manos mojadas por la nuca.

Sentado a su mesa, se acercó la bolsa, la abrió y sacó los papeles. Desistiendo de clasificarlos por categorías, Se puso a leer. Facturas de gas, electricidad, agua y recogida de basuras, todas, domiciliadas en una cuenta de Uni Credit, unidas con clips por servicio y por orden cronológico. Un fajo de cartas de los vecinos, entre otras, las de la
signora
Gismondi, que se quejaban del ruido del televisor. Databan de hasta siete años atrás y todas habían sido enviadas
raccomandate
[2]
. La fotocopia del certificado de matrimonio, una carta del Ministero dell Interno a su marido acusando recibo de su informe del 23 de junio de 1982.

Había más cartas; unas, dirigidas a la
signora
Battestini; otras, a su marido; y otras, a ambos. Las sacaba del sobre y leía rápidamente el primer párrafo de cada una. Luego, acelerando el proceso, sólo las miraba por encima, buscando algo que pudiera ser importante. Había varias de pura y obligada cortesía, firmadas por una sobrina, Graziella, y escritas con una letra muy tosca, dando gracias por el regalo de Navidad, que nunca se especificaba. Ni la caligrafía ni el rudimentario estilo epistolar de Graziella habían mejorado mucho con los años.

Uno de los sobres con el nombre y la dirección de Graziella en el remite, no contenía carta sino una hoja escrita en otra letra, de trazo enérgico y picudo. En el margen izquierdo había una columna formada por series de cuatro iniciales y, a la derecha, unos números, algunos, precedidos o seguidos de una o varias letras. Una voz pronunció su nombre desde la puerta, y, al levantar la cabeza, el comisario vio a Vianello. Brunetti sorprendió al inspector, diciendo por todo saludo:

—Usted es aficionado a los crucigramas, ¿verdad?

El recién llegado asintió, cruzó el despacho y se sentó en una de las sillas situadas delante de la mesa de Brunetti. El comisario preguntó, pasándole la hoja:

—¿Qué le parece esto?

Vianello tomó el papel, lo puso en la mesa de su superior y, apoyando la barbilla en las dos manos, lo miró fijamente. Brunetti, dejando al inspector entregado a sus especulaciones, siguió repasando papeles.

Transcurridos varios minutos, Vianello preguntó, sin levantar la vista del papel:

—¿Me da una pista?

—Estaba en el desván de la anciana que fue asesinada el mes pasado.

Al cabo de unos minutos más, finalmente, Vianello dijo:

—¿Tiene una guía telefónica, comisario? Las Páginas Amarillas.

Brunetti intrigado, sacó del cajón de abajo las Páginas Amarillas de Venecia.

El inspector abrió la guía por el principio y pasó varias páginas. Luego, tomó la hoja de papel y la colocó encima de la guía. Puso el índice de la mano derecha en la primera anotación de la lista, y fue deslizando el de la mano izquierda por una página de la guía que Brunetti no podía ver. Cuando, al parecer, encontró lo que buscaba, Vianello repitió la operación con la segunda anotación. Satisfecho de lo que encontraba, fuera lo que fuera, Vianello lanzó un gruñido y siguió buscando. El proceso continuó hasta que llegó a la cuarta anotación de la lista, momento en que miró a Brunetti y sonrió.

—¿Y bien? —preguntó Brunetti.

El inspector dio la vuelta a la guía y la acercó a su superior. En la página de la derecha, Brunetti vio, en letras mayúsculas, la palabra BAR, seguida de unas docenas de nombres, los primeros de la lista de los cientos de bares de la ciudad, por orden alfabético. El ancho índice de Vianello pasó por delante de su campo visual para señalar la página de la izquierda. El comisario comprendió al instante: BANCHE. Naturalmente, los bancos. De modo que la lista era de las iniciales de sus nombres, seguidas de los números de cuentas.

—También conozco una unidad monetaria de Camboya de tres letras que empieza por K, comisario —dijo Vianello.

Capítulo 8

Estuvieron unos minutos hablando, y Brunetti bajó a hacer fotocopias del papel. Cuando volvió, él y Vianello escribieron los nombres completos de los bancos al lado de las iniciales. Cuando terminaron, Brunetti preguntó:

—¿Podrá usted entrar? —dejando que Vianello dedujera que se refería al ordenador, no a pico y palanqueta.

Vianello meneó la cabeza tristemente:

—Aún no soy lo bastante bueno —dijo—. Ella me permitió probar una vez, con un banco de Roma, pero dejé un rastro tan ancho que al día siguiente un amigo de ella le envió un e-mail preguntándole qué diantre se proponía.

—¿Sabía que había sido ella? —preguntó Brunetti. —Dijo que había reconocido su técnica por la manera de acceder al sistema.

—¿Que era … ? —preguntó Brunetti.

—Oh, no lo entendería, comisario. —Había en la voz del inspector como un eco lejano de aquel tono frío y objetivo que usaba la
signorina
Elettra y que, probablemente, el inspector había aprendido de ella—. Para el acceso, ella utilizó un código y luego me pidió e tratara de encontrar una información determinada.

—¿Qué información? —preguntó Brunetti, y agregó — Si se me permite la pregunta.

—Quería ver si era capaz de descubrir cuánto dinero había sido transferido a una cuenta concreta, desde una cuenta numerada en Kiev.

—¿Qué cuenta? —Vianello apretó los labios, reflexionando, y luego dio el nombre del ministro adjunto del departamento de Comercio, que había apoyado la concesión de préstamos del Gobierno a Ucrania.

—¿Y usted lo descubrió?

—Empezaron a sonar las alarmas —dijo Vianello, y explicó—: En sentido figurado, desde luego. De modo que salí a toda prisa, pero no sin dejar señales evidentes de que había entrado.

—¿Por qué querría ella averiguar tal cosa? —caviló Brunetti.

—Creo que ya lo sabía, comisario. Es más, estoy seguro. Por algo sabía cómo hacerme entrar.

—¿Se lo explicó a su amigo?

—Oh, no, señor. Hubiera sido peor que se enterara de que ella estaba ayudando a la policía.

—¿Es que ninguna de las personas a las que ella pide ayuda sabe dónde trabaja? —preguntó Brunetti, atónito.

—No. Si lo supieran, se habría acabado.

—¿Y dónde creen que trabaja entonces? —Él tenía la vaga idea de que el origen de todos los mensajes que ella enviaba podía localizarse en la
questura
. Allí cada cual tenía su propia dirección de correo electrónico; él mismo había utilizado la suya más de una vez, y le constaba que estaba perfectamente claro que correspondía a la
questura
de Venecia.

—Me parece que ella desvía las cosas, comisario —dijo Vianello con cautela.

Brunetti comprendió que así debía de ser, aunque no sabía cómo se hacía exactamente.

—¿Que las desvía? ¿Por dónde?

—Probablemente, por su dirección anterior.

—¿La
Banca d'ltalia
? —preguntó un Brunetti estupefacto. A la señal afirmativa de Vianello, inquirió—: ¿Me está diciendo que ella envía y recibe información a través de la dirección de un sitio en el que hace años que dejó de trabajar? —A la segunda afirmación del inspector, Brunetti alzó la voz—: ¡Es el banco nacional, por Dios! ¿Cómo permiten que una persona que hace años que no trabaja allí siga usando su dirección?

—No creo que lo permitieran, comisario —convino Vianello, y explicó—: Si lo supieran, claro.

De pronto, Brunetti descubrió que proseguir la conversación podía conducir al desvarío o, lo que sería más peligroso, al descubrimiento de hechos delictivos, conocimiento que quizá un día tuviera que negar bajo juramento. Pero, sin poder dominar la curiosidad, preguntó:

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