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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Pruebas falsas (13 page)

BOOK: Pruebas falsas
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Con el propósito de evitarlo, él dijo:

—No debe usted sentirse responsable,
avvocatessa
. La policía la dejó entrar en el país y el Ufficio Stranieri le concedió el
permesso di soggiorno
. La responsabilidad, en todo caso, sería de los funcionarios, no de usted.

—Hacía tanto tiempo que conocía a Maria… Casi toda mi vida.

—¿Cómo es eso,
dottoressa
?

—Mi padre era su abogado. De ella y de su marido; por eso la conocía desde niña y, cuando terminé la carrera y empecé a trabajar con mi padre, ella me preguntó si quería ser su abogada. Creo que fue mi primer cliente, la primera persona que estuvo dispuesta a confiar en mí como abogada.

—¿Y eso qué suponía,
dottoressa
? —preguntó Brunetti.

—No sé si le comprendo —dijo ella, ahora, ya hablando, y no disponiéndose a llorar.

—¿Qué clase de asuntos le confiaba?

—Oh, nada en realidad, por lo menos, entonces. Un primo había dejado al marido de ella un apartamento en el Lido, y varios años después de su muerte, cuando la Battestini quiso venderlo, hubo una disputa sobre la propiedad del jardín.

—Disputa del derecho de propiedad —dijo él mirando al techo, como si no pudiera imaginar litigio más engorroso—. ¿Fue ése el único problema que tuvo?

Ella fue a responder, pero se detuvo.

—Antes de contestar a más preguntas, comisario, me gustaría saber por qué me las hace.

—Por supuesto —asintió él, con una sonrisa fluida, recordando que estaba hablando con una abogada—. El crimen parece resuelto y deseamos cerrar el caso oficialmente, pero antes nos gustaría descartar cualquier otra posibilidad.

—¿Qué «otra posibilidad»?

—Que hubiera otro responsable.

—Pero yo creí que la rumana… —empezó, y se interrumpió con un suspiro—. Sinceramente, no sé si alegrarme o sentirlo —reconoció al fin—. Si no lo hizo ella, yo podría dejar de considerarme tan culpable. —Trató de sonreír, no pudo y prosiguió—: Pero, ¿existe alguna razón por la que ustedes, es decir, la policía, crean que pudo hacerlo otra persona?

—No —dijo él con el desparpajo del embustero consumado—. En realidad, ninguna. —Entonces, utilizando el argumento favorito de Patta, agregó—: Pero, en este clima de suspicacia hacia la policía propiciado por la prensa, debemos asegurarnos bien antes de declarar cerrado un caso. Cuanto más sólidas sean las pruebas, menos probabilidades habrá de que la prensa cuestione nuestras decisiones.

Ella comprendió y asintió.

—Sí, desde luego. Por supuesto que me gustaría ayudarles, pero no veo la manera.

—Ha dicho que la ayudó a resolver otros asuntos. ¿Podría decirme cuáles eran? —Al verla vacilar, agregó—: Creo que su muerte y las circunstancias que la rodearon han de permitirle hablarme sin escrúpulos de secreto profesional para con su clienta.

Ella aceptó el argumento.

—Estaba el hijo, Paolo, que murió hace cinco años, después de una larga enfermedad. Maria estaba… casi se murió de la pena, y durante mucho tiempo fue incapaz de hacer nada. Yo organicé el funeral y me encargué de los trámites de la herencia, pero no hubo ningún problema: todo pasó a ella.

Al oírle utilizar la expresión «larga enfermedad», Brunetti reparó en que pocas veces había oído decir a alguien que una persona había muerto de cáncer. Siempre era «una larga enfermedad», «un tumor», «una terrible enfermedad» o, simplemente, «esa enfermedad».

—¿Cuántos años tenía el hijo cuando murió?

—Cuarenta, creo.

El hecho de que su patrimonio pasara a la madre daba a entender que no estaba casado, por lo que Brunetti sólo preguntó:

—¿Vivía con ella?

—Sí; estaban muy unidos.

Los sensores de lenguaje de Brunetti archivaron esta expresión con «larga enfermedad», y no hizo ningún comentario.

—¿Puede usted revelar el contenido del testamento de la madre? —preguntó, cambiando de tema.

—Es completamente normal. Su única pariente es una sobrina, Graziella Simionato, que lo hereda todo.

—¿Es importante el patrimonio? —preguntó él.

—No mucho. Está la casa de Cannaregio, otra en el Lido, y unos fondos que Maria había invertido en Uni Credit.

—¿Tiene idea de la cuantía?

—La cantidad exacta no la sé, son unos diez millones —dijo, e inmediatamente aclaró—: De liras, desde luego. Todavía pienso en liras y tengo que calcular la equivalencia.

—Supongo que eso nos pasa a todos —reconoció Brunetti, y agregó—: Una última cosa: la televisión. ¿Puede decirme algo de eso?

Ella agitó la cabeza sonriendo.

—Ya sé, ya sé. Yo recibía cartas de una serie de personas del vecindario que se quejaban del ruido. A cada carta que recibía, iba a hablar con Maria y ella me prometía bajar el volumen, pero era vieja y se le olvidaba, o se quedaba dormida con el televisor encendido. —Alzó los hombros con un suspiro de resignación—. No creo que hubiera solución.

—Alguien nos dijo que la rumana bajaba el volumen —dijo él.

—Sí, y también la mató —le lanzó ella secamente.

Brunetti movió la cabeza de arriba abajo aceptando la reprimenda.

—Lo siento —se disculpó—; lo he dicho sin pensar. —Y entonces—: ¿Podría darme la dirección de la sobrina?

—Mi secretaria la tiene —dijo la Marieschi con una voz que, de pronto, se había hecho más fría—. Saldré con usted y le diré que se la dé.

Esto, al parecer, no dejaba a Brunetti más opción que la de despedirse, por lo que se puso en pie y se inclinó hacia la mesa.

—Muchas gracias por su tiempo,
dottoressa
. Confío en no haberla incomodado con mis preguntas.

Ella trató de sonreír y dijo en tono más ligero:

—De ser así,
Poppi
lo hubiera notado y no estaría durmiendo como un bebé ahí debajo. —Una ondulación de la cola desmintió esta afirmación, y Brunetti, insensiblemente, se distrajo pensando en que, si le contaba esta escena a Chiara, ella iba a preguntarle si era el cuento de la perra durmiente.

Sostuvo la puerta para que saliera la abogada, esperó mientras la secretaria anotaba la dirección de la sobrina de la
signora
Battestini, dio las gracias a las dos mujeres, estrechó la mano a la abogada y se fue.

Capítulo 11

Si iba andando a la
questura
por la Riva degli Schiavi a esta hora, se exponía a quedar derretido, por lo que retrocedió por Castello en dirección al Arsenale. Al pasar por delante y contemplar las estatuas, se preguntó una vez más si los hombres que las esculpieron habían visto un león en su vida. Uno de ellos se parecía más a
Poppi
que a cualquier león que Brunetti hubiera tenido ocasión de ver.

Delante de la iglesia de San Martino, el agua del canal estaba más baja que nunca y Brunetti se paró a mirar el barro viscoso de las orillas relucía al sol y un hedor de putrefacción subió hasta él. ¿Quién sabría cuándo se dragó y limpió el canal por última vez?

Cuando Brunetti llegó al despacho, lo primero que hizo fue abrir la ventana para que entrase el aire, pero sólo entraba una humedad que no le aliviaba. Dejó la ventana abierta, con la esperanza de que algún céfiro extraviado se introdujera por ella si la encontraba a su paso. Colgó la chaqueta y miró los papeles que tenía encima de la mesa, a pesar de que sabía que la
signorina
Elettra no le dejaría allí más que material inocuo que pudiera ser leído por cualquiera. Lo demás lo guardaría en su propia mesa, o en su ordenador, donde estaría aún más seguro.

En el barco que lo había llevado a Castello por la mañana, Brunetti había leído en
Il Gazzettino
que el juez del caso de los encargados de equipajes del aeropuerto había fallado que las cámaras ocultas en la sala de equipajes constituían, efectivamente, una invasión de la privacidad de los acusados y, por lo tanto, las grabaciones no podían admitirse como pruebas contra ellos. Al leer la información, Brunetti había sentido el absurdo deseo de ir a la
questura
, reunir todos los testimonios pacientemente acumulados durante los últimos meses y llevarlos al contenedor de papel para reciclar de la Scuola Barbarigo. O algo más dramático: hacer con ellos una pira funeraria en el muelle de la
questura
, de la que se elevaran negras pavesas que se llevaría aquel ansiado y esquivo céfiro.

Él sabía lo que ocurriría ahora: el fallo del juez sería apelado, todo volvería a empezar y el proceso se alargaría, con fallos y apelaciones, hasta que prescribiese el plazo y se archivara el caso. Brunetti había pasado toda su carrera observando la misma lenta gavota: si se tocaba lo bastante despacio, con frecuentes pausas para cambiar a los músicos, la gente acababa por cansarse de escuchar la misma tonada y, cuando se acababa el tiempo y dejaba de sonar la música, a nadie le importaba.

Él comprendía que eran esa clase de reflexiones lo que a veces hacía que le dolieran las críticas qué hacía Paola a la policía. Él sabía que el interminable proceso de apelación inherente en el sistema judicial bajo el que él trabajaba tenía la finalidad de proteger al acusado de posibles errores, pero, con los años, a medida que se ampliaban y consolidaban las garantías para los acusados, Brunetti había empezado a preguntarse a quién protegía la ley en realidad.

Brunetti ahuyentó estos pensamientos y bajó en busca de Vianello. El inspector estaba en su sitio, hablando por teléfono. Al ver a Brunetti, levantó la mano abierta, para indicar que tardaría por lo menos cinco minutos, y después señaló hacia arriba con el índice, en dirección al despacho de su superior, dando a entender que subiría en cuanto terminara.

Arriba, Brunetti encontró su despacho un poco más fresco que cuando había entrado la vez anterior. Para distraer la espera, sacó unos papeles de la bandeja de entradas y se puso a leer. Fueron quince minutos, no cinco, los que tardó Vianello en aparecer. Cuando llegó, se sentó y dijo sin preámbulos:

—Era una vieja bruja, y no he podido encontrar a nadie que lamente lo más mínimo su muerte. —Hizo una pausa, escuchando sus propias palabras y agregó —Me gustaría saber qué han puesto en la lápida: ¿«Adorada esposa»? ¿«Querida madre»?

—Tengo entendido que las inscripciones suelen ser más largas —observó Brunetti—. Los tallistas cobran a tanto la letra. —Entonces, cortando las divagaciones, preguntó—: ¿Con quién ha hablado y qué más ha descubierto?

—Nadia y yo entramos en dos bares a tomar una copa. Ella decía que había vivido en el barrio. No es cierto, pero cuando era niña iba a ver a una prima suya que sí vivía allí, y conocía nombres y mencionaba tiendas que ya no existen, y la gente la creía.

»En realidad, ni tuvimos que preguntar, porque la gente estaba ansiosa de hablar del crimen. Es lo más sensacional que ha pasado allí desde las inundaciones del sesenta y seis. —Vio la expresión de Brunetti y volvió a tomar el hilo—: Todos coincidían en que era tacaña, conflictiva y estúpida, pero siempre salía alguien que recordaba a los presentes que también era una viuda que había perdido a su único hijo, y entonces la gente se contenía y decía que, en realidad, no era tan mala. Pero a mí me parece que sí. Hablamos de ella en los bares y, después, con la camarera del restaurante, que vive a la vuelta de la esquina, y nadie dijo algo bueno de ella. Es más, hasta parece que, con el tiempo, la gente empieza a mostrarse comprensiva con la rumana. Una mujer dijo que lo raro era que hubieran tardado tanto en matarla. —Vianello consideró lo dicho y agregó—: Es como si el poco de compasión que le tenían por la muerte del hijo o, por lo menos, una pequeña parte, la hubieran trasladado a la
signora
Ghiorghiu.

—¿Y del hijo, qué decían del hijo? —preguntó Brunetti.

—Nadie parecía tener mucho que decir. Era discreto, vivía con ella, iba a su trabajo y no se metía con nadie. Es casi como si no hubiera tenido una existencia real, como si sólo hubiera sido el medio para que la gente pudiera compadecerla. Por su muerte, quiero decir.

—¿El marido?

—Lo normal: «
una brava persona
». —Pero aquí Vianello advirtió—: Aunque podría ser que por su boca hablara la amnesia.

—¿Alguien dijo algo de las otras mujeres que habían pasado por la casa?

—No; no mucho. Limpiaban, le hacían la compra y guisaban, pero la rumana era la primera que dormía allí. —Vianello hizo una pausa y agregó—. Tengo la impresión de que las otras no querían dejarse ver por el barrio más de lo indispensable porque no tenían papeles y temían que alguien las denunciara.

—¿Tenía mucho contacto con los vecinos? Me refiero a la anciana —preguntó Brunetti.

—Durante los últimos años, no, sobre todo, desde la muerte de su hijo. Hasta hace unos tres años, aún podía bajar la escalera, pero se cayó, se hizo daño en una rodilla y no volvió a salir a la calle. Y para entonces los amigos que pudiera haber tenido en el barrio o se habían muerto o se habían mudado, y era tan conflictiva que nadie quería tratos con ella.

—¿Qué hacía, para ser conflictiva?

—Marcharse de los bares sin pagar, quejarse de que la fruta no era buena o estaba pasada, comprar una cosa, usarla y luego tratar de devolverla… las cosas que hacen que la gente se niegue a servirte. Dicen que hubo un tiempo en el que tiraba la basura por la ventana, pero alguien llamó a la policía, que fue a hablar con ella y entonces paró. Pero la mayoría de las quejas eran por la televisión.

—¿Alguien dijo haber hablado con la abogada?

Vianello reflexionó, movió la cabeza negativamente y dijo:

—No; haber hablado, no; algunos dijeron que le habían escrito, sobre el asunto de la televisión.

—¿Y?

—No recibieron respuesta. Esto no sorprendió a Brunetti: mientras no se presentara una denuncia contra la anciana, su abogada no estaba obligada a intervenir en la conducta personal de su clienta. Pero la falta de respuesta a estas quejas parecía desmentir las afirmaciones de afecto y consideración hacia la
signora
Battestini que había hecho la
avvocatessa
Marieschi. Aunque también era verdad que los abogados no escriben cartas de balde.

—¿Y el día del crimen?

—Nada. Un hombre creía recordar haber visto a la rumana salir de la casa, pero no podría jurarlo.

—¿Qué no podría jurar, que era la rumana o que salía de la casa?

—No lo sé. Cuando pregunté, él se calló. —Vianello levantó las manos y reconoció—: Ya sé que no es mucho, pero no creo que pueda conseguirse mucho más preguntando con disimulo.

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