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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Pruebas falsas (5 page)

BOOK: Pruebas falsas
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Indiferente a su indignación, él preguntó:

—¿Entonces eso habría tardado ella?

—¿Tardado, quién?

—La rumana.

Ella fue a decir que la rumana tenía nombre, que se llamaba Flori, pero se contuvo y respondió:

—Eso es lo que tardaría cualquiera, teniente.

—¿Y qué hora era cuando usted empezó a caminar esos once minutos,
signora
?

—Ya se lo he dicho. Las diez y media o poco más. —Y el tren para Zagreb sale a las once y cuarenta y cinco —dijo él con la seguridad del que ha mirado el horario.

—Creo que sí.

Como si hablara a una persona que ha llegado a la edad adulta sin haber aprendido a calcular el tiempo, él dijo:

—Más de una hora,
signora
.

Ante lo absurdo de la insinuación, ella no pudo menos que decir:

—Eso es ridículo. Esa mujer no era la clase de persona que vuelve atrás para matar a alguien.

—¿Ha tratado usted a muchas personas de esa clase,
signora
?

Ella resistió la tentación de darle una bofetada, respiró rápidamente y dijo:

—Ya le he explicado lo que pasó.

—¿Y usted espera que lo crea,
signora
? —preguntó el teniente Scarpa con un tonillo zumbón.

Ella sabía que había obrado a impulsos de la simple decencia; por lo tanto, no, no esperaba que el teniente Scarpa la creyera.

—Me crea o no, teniente, no importa. Lo que le he contado es la verdad. —Antes de que él pudiera decir algo, agregó—: No tengo ningún motivo para mentir. En realidad, su reacción me ha hecho comprender que lo más fácil hubiera sido no decir nada. Pero yo sé que la vieja no la dejaba entrar en el apartamento. Y yo di el dinero a Flori y la llevé a la estación. —Él fue a protestar, pero ella levantó una mano y dijo—: Y es la verdad, teniente, tanto si usted lo cree como si no: ella no mató a la
signora
Battestini.

Capítulo 4

Permanecieron sentados frente a frente hasta que, al fin, Scarpa se levantó pesadamente, dio la vuelta a la mesa y salió del despacho, cuidando de dejar la puerta abierta. La
signora
Gismondi estuvo contemplando los objetos que estaban encima de la mesa del teniente, pero no pudo ver en ellos indicio alguno de la clase de persona con la que tenía que habérselas: dos bandejas metálicas con papeles, un único bolígrafo y un teléfono. Al levantar la cabeza, vio que Cristo la miraba desde la cruz como si también se resistiera a revelar lo que su proximidad con el teniente Scarpa le hubiera permitido averiguar.

La única ventana del despachito era pequeña y estaba cerrada, de manera que, al cabo de veinte minutos, la
signora
Gismondi se sentía francamente incómoda, a pesar de estar abierta la puerta. Allí dentro hacía mucho calor, y pensó que quizá se estuviera más fresco en el pasillo. Pero, en el momento en que se levantaba, entró el teniente Scarpa, con una carpeta en la mano. Al verla de pie dijo:

—No estaría pensando en marcharse, ¿verdad,
signora
?

No había amenaza en su tono, pero la
signora
Gismondi dejó caer los brazos a lo largo del cuerpo y volvió a sentarse diciendo:

—No, en absoluto.— En realidad, aquello era lo que deseaba, salir de allí, olvidarse del asunto y allá se las compusieran.

Scarpa volvió a su sillón, se sentó, miró los papeles de las bandejas, como buscando señales de que ella hubiera curioseado durante su ausencia y dijo:

—Ha tenido tiempo de reflexionar,
signora
. ¿Aún mantiene que dio dinero a aquella mujer y la llevó a la estación?

El teniente no llegaría a saberlo, pero fue la burla que se insinuaba en su tono lo que reafirmó a la
signora
Gismondi en su decisión. Pensó en su marido, que físicamente era muy distinto de Scarpa, porque era bajo y rubio, pero tenía un talante muy parecido.

—No «mantengo» nada, teniente —dijo con estudiada calma—. Yo manifiesto, declaro, afirmo, proclamo y, si me da usted ocasión, juraré, que la ciudadana rumana a la que yo conocía con el nombre de Flori no pudo entrar en casa de la
signora
Battestini porque ésta se negó a abrirle la puerta y que, cuando yo encontré a Flori en la calle, la
signora
Battestini estaba viva y asomada a la ventana. También declaro que, poco más de una hora después, cuando la acompañé a la estación, parecía tranquila y serena y que no daba señales de tener el propósito de asesinar a nadie. —Al recordar el anterior comentario del teniente, agregó—: Cualesquiera que puedan ser tales señales. —Quería seguir hablando, para hacer comprender a aquel salvaje que Flori, la pobrecita Flori, nunca hubiera podido cometer tal crimen. El corazón le palpitaba con fuerza por el deseo de decirle lo muy equivocado que estaba, y el sudor le resbalaba entre los pechos por el ansia de abochornarlo, pero el hábito de la prudencia civil se impuso, y calló.

Scarpa, impasible, volvió a levantarse y a salir del despacho llevándose la carpeta. La
signora
Gismondi se recostó en la silla, tratando de relajarse, diciéndose que al fin se había despachado a placer y ya podía descansar. Trataba de respirar hondo acompasadamente y cerró los ojos.

Al cabo de largos minutos, oyó ruido a su espalda, abrió los ojos y se volvió hacia la puerta. Vio a un hombre tan alto como Scarpa, pero vestido de paisano, que sostenía en la mano lo que parecía la misma carpeta. Cuando sus miradas se cruzaron, él movió la cabeza de arriba abajo con una media sonrisa:

—Si sube a mi despacho,
signora
, estará más cómoda. Tiene dos ventanas y supongo que no hará tanto calor como aquí. —Se hizo a un lado, invitándola a salir.

Ella se levantó y fue hacia la puerta.

—¿Y el teniente? —preguntó.

—Allí no nos molestará —respondió él, y le tendió la mano—. Soy el comisario Guido Brunetti,
signora
, y estoy muy interesado en la información que ha venido a darnos.

Ella estudió la cara del hombre, dedujo que decía la verdad en lo de que estaba interesado en lo que ella tuviera que decir y le estrechó la mano. Terminadas las formalidades, él la invitó a precederle con un ademán. Cuando llegaron al pie de la escalera, sorprendente vestigio de pasado esplendor en un edificio que había sufrido numerosos atropellos en nombre de la eficacia, él se situó a su lado.

—Creo que le conozco de vista —dijo ella.

—Sí —respondió él—. Yo a usted también. ¿Trabaja cerca de Rialto?

Ella sonrió, más relajada.

—No; yo trabajo en mi casa, cerca de la Misericordia, pero voy al mercado por lo menos tres veces a la semana. Creo que nos hemos visto allí.

—¿En casa Piero? —preguntó Brunetti, refiriéndose a una tiendecita minúscula en la que ella compraba el
parmigiano
.

—Claro. Y me parece que también lo he visto más de una vez en Do Mori —dijo ella.

—Últimamente, ya no tanto.

—¿Desde que Roberto y Franco traspasaron el negocio?

—Sí —dijo él—. Los nuevos dueños también son muy agradables, pero no es lo mismo.

«Qué desesperante tiene que ser adquirir un negocio próspero en esta ciudad —pensó ella—. Por bueno que seas y por muchas mejoras que hagas, al cabo de diez o de veinte años, la gente seguirá hablando con nostalgia de los buenos tiempos de Franco, de Roberto o de Pinco Pallino.» Los dos nuevos dueños —ella ni sabía cómo se llamaban— eran tan simpáticos como los anteriores, despachaban el mismo vino y hasta tenían mejores sándwiches, pero, por bueno que pudiera ser lo que vendían, estaban condenados a ser comparados durante toda su vida comercial con un modelo idealizado, frente al que, invariablemente, quedarían en desventaja, por lo menos, hasta que todos los viejos clientes murieran o se mudaran, y ellos, a su vez, se convirtieran en el nuevo baremo por el que se mediría a sus sucesores, que, fatalmente, tampoco darían la talla.

En lo alto de la escalera, Brunetti torció por el pasillo de la izquierda, se detuvo delante de una puerta y la instó a entrar. Lo primero que ella observó fueron las altas ventanas que daban a la iglesia de San Lorenzo y el gran armario. También aquí había una mesa con un sillón detrás y dos sillas delante.

—¿Desea beber algo,
signora
? ¿Café? ¿Un vaso de agua? —Él sonreía, animándola a aceptar, pero ella, todavía molesta por la actitud de Scarpa, rehusó, aunque con cortesía.

—Quizá después —dijo sentándose en la silla más próxima a la ventana.

El comisario, en lugar se parapetarse detrás del escritorio, hizo girar la otra silla de cara a la mujer y se sentó. Dejó la carpeta en la mesa y sonrió.

—El teniente Scarpa me ha informado de lo que usted le ha dicho,
signora
, pero me gustaría oírlo en sus propias palabras. Le agradeceré que me dé todos los detalles posibles.

Ella había leído novelas policíacas y pensó que quizá el comisario pondría en marcha una grabadora o sacaría una libreta, pero él la miraba sin moverse, con un codo apoyado en la mesa, esperando que hablara.

Entonces ella le dijo todo lo que había explicado a Scarpa: que volvía del banco, de cobrar un cheque; que había visto a Flori, con la bolsa de plástico en la mano; que la
signora
Battestini las miraba desde la ventana y movía el índice en señal de absoluta negación.

—¿Recuerda cuánto dinero le dio usted,
signora
? —preguntó el comisario cuando la mujer hubo terminado.

Ella movió la cabeza negativamente.

—No; el cheque era de unos mil euros. Cuando volvía a casa, compré varias cosas: cosméticos, pilas para el
discman
y no sé qué más. Recuerdo que, al sacar el dinero, separé unos billetes (todos eran de cien) y le di el resto. —La mujer rememoró la escena, tratando de determinar si había contado el dinero al llegar a casa—. No recuerdo con exactitud, pero debieron de ser seiscientos o setecientos euros.

—Es usted muy generosa,
signora
—dijo el comisario, y le sonrió.

Ella se dijo que, en boca de Scarpa, estas palabras hubieran sido una sarcástica manifestación de incredulidad; viniendo de este hombre, eran un cumplido, y se sintió halagada.

—No sé por qué lo hice —dijo la
signora
Gismondi—. La vi allí, en la calle, con una especie de bata de fibra sintética y unas zapatillas de lona. Recuerdo que una tenía un corte en un lado. Y hacía meses que trabajaba para aquella mujer. No estoy segura de cuándo empezó, pero diría que fue cuando todavía estaban cerradas las ventanas.

—Extraña manera de calcular el tiempo —sonrió él.

—No le parecería tan extraña si hubiera vivido cerca de ella —dijo la mujer con vehemencia y, al ver su gesto de extrañeza, explicó—: El televisor. Siempre encendido, de día y de noche. En invierno, cuando todos tenemos las ventanas cerradas, no es tan grave. Pero en verano, de mayo a septiembre, es para volverse loca. Mis ventanas están justo en frente de las de ella. Lo tiene conectado toda la noche, a todo volumen. Yo hasta llamaba a la policía. —Al advertir el tiempo verbal que había utilizado, rectificó—: Es decir, lo tenía conectado.

Brunetti movió la cabeza con gesto de comprensión, como hubiera hecho cualquier otro veneciano, habitante de una ciudad con las calles más estrechas y una de las poblaciones más viejas de Europa.

Animada por su conmiseración, ella prosiguió:

—Yo les llamaba a ustedes, es decir, a la policía, para quejarme, pero nadie hacía nada, hasta que un día, el verano pasado, un agente me dijo que tenía que llamar a los bomberos. Pero los bomberos me dijeron que, sólo por ruido, ellos no podían venir, a no ser que hubiera peligro o una emergencia.

Brunetti movió la cabeza de arriba abajo, indicando que encontraba interesante la explicación.

—Así que, si ella dejaba el televisor funcionando, aunque yo pudiera verla dormida en la cama, porque desde la ventana de mi dormitorio puedo ver su cama —explicó, volviendo a hablar en presente—, yo llamaba a los bomberos, decía que no la veía y… —aquí imprimió en su voz la cadencia mecánica del que lee un texto bien ensayado— temía que pudiera haberle ocurrido algo malo. —Ella lo miró esbozando una sonrisa que ensanchó al ver que él sonreía a su vez con simpatía—. Entonces ellos tenían que venir, porque lo exige la ley. —De pronto, recordó la realidad y se le borró la sonrisa—. Y ahora le ha ocurrido de verdad algo horrible.

—Sí —dijo Brunetti—. Horrible.

Después de un silencio, él preguntó:

—¿Podría decirme algo más de la mujer llamada Flori? ¿Llegó a saber el apellido?

—No, no —respondió ella—. No era, como si nos hubieran presentado. Sencillamente, nos veíamos por la ventana a menudo, sonreíamos, nos saludábamos, yo le preguntaba cómo estaba o ella a mí. Y luego charlábamos. Pero de nada en particular, sólo unas frases.

—¿Alguna vez ella le habló de la
signora
Battestini? —preguntó él, pero sus palabras sólo revelaban curiosidad, no suspicacia.

—Verá —empezó la
signora
Gismondi—, yo ya había podido hacerme una idea bastante aproximada de la clase de persona que era. Ya sabe lo que pasa entre vecinos, todo el mundo conoce la vida y milagros de todo el mundo, y yo sabía que la gente no le tenía simpatía. Y el dichoso televisor que no paraba. Cuando le pregunté qué tal era su
signora
, Flori se limitó a sonreír encogiéndose de hombros y moviendo la cabeza.
«Difficile»
, dijo, o algo por el estilo, pero fue suficiente para darme a entender que había probado el genio de la anciana.

—¿Algo más?

—A veces, yo la llamaba por teléfono para pedirle que bajara el volumen del televisor —prosiguió ella, y puntualizó—: A Flori, quiero decir. A la
signora
Battestini hacia años que la llamaba, y unas veces me contestaba muy amablemente y lo bajaba y otras me contestaba de mala manera. Un día me colgó el teléfono y subió el volumen todavía más. Sabe Dios por qué. —Lo miró, para ver la impresión que le producía todo aquello que, en realidad, no eran más que chismes de vecindario de lo más trivial, pero él parecía realmente interesado—. Flori, por el contrario, decía
«Si, signora»
y lo bajaba. Quizá por eso yo le tenía aprecio, o quizá compasión, no sé.

—Debía de ser un alivio. Desde luego, eso es desesperante, sobre todo, cuando uno trata de dormir —reconoció él, comprensivo.

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