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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Pruebas falsas (4 page)

BOOK: Pruebas falsas
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Fue hacia una ventanilla situada a la derecha de la entrada, detrás de la que estaba sentado un agente uniformado.

—He llamado por teléfono hace media hora porque tenía que dar información acerca de un crimen —empezó—. Ustedes me han dicho que tenía que venir, y aquí estoy. —Como el policía la miraba con gesto impasible, agregó—: Deseo hablar con la persona que se encarga del caso del asesinato que ocurrió hace unas semanas.

Él meditó un momento, como si esto fuera Dodge City y tuviera que adivinar a qué asesinato se refería.

—¿El caso de la Battestini? —preguntó finalmente.

—Sí.

—Debe de ser el teniente Scarpa.

—¿Puedo hablar con él?

—Llamaré a ver si está —dijo el hombre alargando la mano hacia el teléfono. Se volvió de espaldas a ella y habló en voz baja, lo que hizo que la
signora
Gismondi se preguntara sí entre él y el teniente Scarpa no estarían tramando una estrategia para hacerle confesar su complicidad en el asesinato. Después de lo que a ella se le antojó mucho rato, el hombre salió de su cubículo y, señalando hacia el fondo del edificio, dijo—: Vaya por ese pasillo,
signora
, tuerza a la derecha, segunda puerta de la izquierda. El teniente la espera. —El hombre volvió a entrar en su garita y cerró la puerta.

Ella empezó a andar por el pasillo, sorprendida de que se le permitiera moverse por la
questura
con tanta libertad. ¿No habían oído hablar de las Brigadas Rojas?

Al llegar a la puerta, llamó y oyó una voz que decía que entrara. Un hombre de su misma edad aproximadamente estaba sentado detrás de un escritorio metálico en un despacho apenas mayor que la garita de la entrada. Si se hubiera puesto de pie, la mujer hubiera podido comprobar que era mucho más alto que ella. Tenía el cabello oscuro y unos ojos que parecían limitar su función a ver la superficie de las cosas. El despacho contenía, además del hombre uniformado, su sillón, la mesa y dos sillas.

—¿El teniente Scarpa? —preguntó ella. Él la miró, asintió y fijó la vista en los papeles de la mesa. La mujer dio su nombre y dirección y preguntó: —¿Está encargado de la investigación del asesinato de la
signora
Battestini?

—Lo estuve —dijo él volviendo a levantar la mirada. Señaló una de las sillas—: Siéntese, por favor.

Ella no tuvo que dar más que un paso para llegar a la silla. Al sentarse, notó que el sol que entraba por la pequeña ventana le daba en la cara, se levantó y fue hacia la otra silla, la hizo girar ligeramente para desviarla del sol y de la perpendicular de la mesa y volvió a sentarse.

La
signora
Gismondi nunca había tenido tratos con la policía, pero había estado seis años casada con un hombre vago y violento a partes iguales, por lo que no tuvo dificultad para ponerse en situación y actuar en consecuencia.

—Dice que estuvo encargado del asunto, teniente —empezó con suavidad—. ¿Es que la investigación ha sido encomendada a otra persona? —En tal caso, se preguntaba, ¿por qué la habían enviado a hablar con este hombre?

Él acabó de leer el papel que tenía delante y lo dejó a un lado antes de mirarla de nuevo y responder:

—No.

Ella se quedó esperando una explicación y, en vista de que no llegaba, insistió:

—¿El caso está cerrado, entonces? El hizo una pausa antes de repetir:

—No.

Sin dar señal alguna de impaciencia o exasperación, ella preguntó:

—¿Podría explicarme qué significa eso?

—Que, en este momento, la investigación no se prosigue activamente.

Esta frase, más larga, le permitió detectar el acento que delataba a un meridional, quizá siciliano, y ajustar el tono de su respuesta. Con fingida indiferencia, preguntó:

—¿A quién debo, pues, informar sobre este asunto?

—Si el caso estuviera siendo investigado, a mí. —Dejando que ella hiciera sus propias deducciones, el policía centró de nuevo su atención en los papeles que tenía encima de la mesa. No hubiera expresado más claramente lo poco que le interesaba lo que ella tuviera que revelarle si le hubiera dicho, sencillamente, que se fuera.

Ella dudó un momento. Todo aquello, lo que la había llevado hasta allí, tenía que acarrearle molestias y hasta, quizá, si no la creían, podía suponer un peligro real. Lo más práctico sería levantarse y marcharse, olvidarse de la cuestión y de este hombre de los ojos indiferentes.

—He leído en
Il Gazzettino
que fue asesinada por la rumana que vivía con ella —dijo.

—Cierto —dijo él, y agregó—: Ella la mató. —Ni las palabras ni el tono admitían réplica.

—Puede ser cierto que
Il Gazzettino
lo haya publicado y puede ser cierto que yo lo haya leído, pero no es cierto que la rumana la matara —dijo ella que, ante tanta autosuficiencia, no pudo contenerse de arrojarle la verdad a la cara.

La indiferencia del teniente era inexpugnable.

—¿Tiene pruebas de lo que dice,
signora
? —preguntó, aunque sin insinuar siquiera que, aun en el caso de que las tuviera, pudieran interesarle.

—Yo hablé con la rumana la misma mañana del crimen.

—Lo mismo podría decir la propia
signora
Battestini, por desgracia —fue la respuesta del teniente que sin duda la consideraba muy ingeniosa.

—También la acompañé a la estación.

Esto sí le interesó. Apoyó la palma de las manos en la mesa y se inclinó hacia la mujer, como si quisiera saltar sobre ella y arrancarle una confesión.

—¿Qué? —inquirió.

—La llevé al tren de Zagreb, el que pasa por Villa Opicina. En Zagreb debía hacer transbordo al de Bucarest.

—¿De qué está hablando? ¿Dice que la ayudó? —El teniente se levantó a medias y volvió a sentarse.

Ella, sin dignarse responder a la pregunta, repitió:

—Digo que la llevé a la estación y la ayudé a sacar billete y reserva para el tren a Zagreb.

Él estuvo un rato sin hablar, mirándola fijamente, quizá pensando en lo que acababa de oír. Y entonces la sorprendió al decir:

—Usted es veneciana —como si esta circunstancia formara parte de unos cargos que empezara a reunir contra ella. Sin darle tiempo de preguntar qué quería decir, prosiguió—: ¿Es que acaba de recuperarse de un ataque de amnesia? ¿Viene a contarnos todo eso al cabo de tres semanas?

—He estado fuera del país —respondió ella, notando con sorpresa el tono de disculpa de su voz.

—¿Sin teléfono y sin periódicos? —saltó él.

—Estaba en Inglaterra, siguiendo un curso intensivo de inglés. Decidí no hablar ni una sola palabra de italiano —explicó ella, omitiendo mencionar las conversaciones telefónicas que mantenía con su amante—. Regresé anoche y no me he enterado hasta esta mañana.

Él cambió de tema pero su voz conservó su acento de suspicacia:

—¿Usted conocía a la rumana?

—Sí.

—¿Le dijo lo que había hecho? La
signora
Gismondi hizo un esfuerzo por conservar la paciencia. Era su única arma.

—Esa mujer no había hecho nada. Me la encontré por la mañana, delante del apartamento. Está frente al mío, al otro lado de la calle. La vieja estaba arriba y no la dejaba entrar.

—¿Arriba?

—En la ventana. Flori estaba en la calle, tocando el timbre, pero la vieja no quería abrir. —Assunta Gismondi levantó el índice de la mano derecha y lo movió lentamente de derecha a izquierda, imitando el ademán que había visto hacer a la Battestini.

—La ha llamado usted Flori. ¿Eran amigas?

—No. Yo la veía desde la ventana de mi apartamento. A veces, nos saludábamos con la mano o cambiábamos unas palabras. Ella casi no hablaba italiano, pero nos entendíamos.

—¿Qué le decía ella?

—Que se llamaba Flori, que tenía tres hijas y siete nietos. Que una de sus hijas estaba trabajando en Alemania, pero no sabía dónde, en qué ciudad.

—¿Y de su señora? ¿Le decía algo de ella?

—Decía que era difícil. Pero eso lo sabía todo el vecindario.

—¿La detestaba?

La
signora
Gismondi perdió la paciencia y replicó ásperamente:

—Todo el que la conocía la detestaba.

—¿Tanto como para asesinarla? —preguntó Scarpa ávidamente.

La
signora
Gismondi se alisó la falda sobre las rodillas, juntó los pies decorosamente, hizo una profunda inspiración y dijo:

—Teniente, me parece que no ha escuchado lo que le he dicho. Me la encontré una mañana en la calle. La vieja estaba en la ventana, diciendo que no con el dedo, negándose a dejarla entrar. Me llevé a la mujer, a Flori, a un café y traté de hablar con ella, pero estaba tan alterada que no podía pensar con claridad. Estuvo llorando durante casi todo el rato. Decía que la señora no la dejaba entrar y que dentro tenía su ropa y sus cosas. Sólo llevaba encima el pasaporte. Dijo que nunca iba a ningún sitio sin él.

—Era falso —declaró Scarpa.

—Me parece que eso no tiene nada que ver —respondió la
signora
Gismondi—. Le hubiera servido para salir de Italia y regresar a Rumania. —La cólera le hizo añadir audazmente—: Bien le sirvió para entrar. —Al percibir su propio furor, hizo una pausa, se impuso calma, por lo menos, en la voz, y dijo—: Lo único que ella quería era regresar a su país, junto a su familia.

—Parece que se entendían ustedes muy bien,
signora
, a pesar de que ella no hablaba italiano.

La
signora
Gismondi tragó saliva y dijo:

—Ella no tuvo que decir mucho para que la entendiera:
«basta», «vado», «treno», «famiglia», «Bucaresti», «Signora
cattiva»
. —Enseguida le pesó haber dicho esto último.

—¿Y dice que la llevó al tren?

—No es que lo diga, teniente. Lo declaro. Es verdad. La llevé a la estación y le ayudé a sacar el billete y la reserva.

—¿Y esa mujer a la que dice usted que no la dejaban entrar en casa, andaba por ahí llevando encima, además de su pasaporte falso, dinero suficiente para comprar un billete para Bucarest? —preguntó él imitando sardónicamente la forma en que ella había pronunciado el nombre.

—El billete se lo compré yo —declaró la
signora
Gismondi.

—¿Qué? —hizo Scarpa, como si aquella mujer acabara de reconocer que estaba loca.

—Le compré el billete y le di dinero.

—¿Cuánto? —preguntó Scarpa.

—No sé, seiscientos o setecientos euros.

—¿Pretende hacerme creer que no sabe cuánto le dio?

—Es la verdad.

—¿Cómo puede ser verdad? Usted ve a la mujer en la calle, hace chasquear los dedos y en su mano aparecen setecientos euros, y entonces usted decide hacer una buena obra y darlos a la rumana, porque la han dejado en la calle y no tiene adónde ir?

La voz de la
signora
Gismondi era puro acero:

—Yo venía del banco, de cobrar un cheque que me había enviado un cliente. Llevaba el dinero en el bolso y, cuando ella me dijo que quería ir a Bucarest, le pregunté si le habían pagado. —Miró a Scarpa como pidiendo que comprendiera. No vio en él ni el menor indicio de que fuera capaz de tal cosa, pero prosiguió. Ella dijo que eso no le importaba, que sólo quería irse a su casa. —Hizo una pausa, la violentaba confesar semejante debilidad a este hombre—. Entonces le di dinero. —La expresión del teniente cambió y ella vio en su cara el desdén que le merecía su credulidad—. Llevaba varios meses allí, y la vieja la había dejado en la calle sin pagarle lo que le debía ni permitirle que entrara a recoger sus cosas. —Ahora fue a preguntarle qué esperaba él que hiciese en semejante situación, pero lo pensó mejor—: Yo no podía consentir que, después de estar varios meses trabajando, la mujer se quedara en la calle sin un céntimo. —No dijo más.

—¿Y después? —inquirió él.

—Le pregunté qué iba a hacer y, como le he dicho, ella repetía que quería irse a su casa. Ya estaba más calmada y había dejado de llorar, así que le dije que la llevaría a la estación, para ver qué trenes había. Ella dijo que le parecía que había un tren para Zagreb a mediodía. —A ella aquello te parecía lo más natural—. Y eso hicimos, ir a la estación.

—¿Y el billete? ¿También le pagó el billete? —preguntó él, deseoso de llegar hasta el fondo de su ingenuidad.

—Sí.

—¿Y después?

—Después me fui a mi casa. Tenía que salir para Londres.

—¿Cuándo?

Ella reflexionó.

—El vuelo era a la una y media. El taxi vino a buscarme a las doce.

—¿Hasta qué hora estuvo en la estación,
signora
?

—No sé. Hasta las diez o diez y media.

—¿A qué hora dice que empezó todo esto? ¿Cuándo dice que encontró a la mujer?

—No estoy segura. Quizá a las nueve y media.

—Usted iba a estar fuera tres semanas, un taxi iría a buscarla, ¿y aún tuvo tiempo de llevar a aquella mujer, a la que dice que apenas conocía, a la estación y comprarle un billete?

Ella hizo caso omiso de aquella deliberada provocación. Hubiera podido decir que siempre había aborrecido aquellas últimas horas que precedían a la marcha, en las que no hacía más que dar vueltas por la casa comprobando y volviendo a comprobar que el gas estaba cortado, que las ventanas y las persianas estaban cerradas, que el cable del teléfono estaba desconectado del ordenador, pero no quería dar explicaciones a este hombre y sólo dijo:

—Había tiempo.

—¿Tiene pruebas?

—¿Pruebas?

—De haber estado allí.

—¿Dónde?

—En Londres. Ella estuvo tentada de preguntar qué podía tener esto que ver, pero recordando a su marido y cómo se enfurecía ante cualquier oposición, sólo dijo:

—Sí.

—¿Y la dejó allí? —preguntó él olvidándose de Londres.

—Sí.

—¿Dónde?

—En la estación, al lado de las ventanillas de venta de billetes.

—¿Cuánto tardó?

—¿Cómo? ¿En comprarle el billete?

—No; en volver andando a su casa.

—Once minutos. Él alzó las cejas al oírlo y se recostó en el respaldo del sillón.

—¿Once minutos,
signora
? Qué exactitud. ¿Lo ha calculado bien?

—¿Calcular, qué?

—Su historia.

Antes de responder, ella aspiró dos veces.

—Teniente, lo que le digo es exacto no porque sea una historia sino porque se tarda once minutos. Hace casi cinco años que vivo en la misma casa y voy y vuelvo de la estación dos veces por semana como mínimo. —Notó la cólera que iba infiltrándose en su voz, trató de reprimirla, pero no lo consiguió—. Sí es usted capaz de hacer una simple operación aritmética, verá que son más de quinientos viajes. De modo que, si digo que se tarda once minutos, es porque se tarda once minutos.

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